martes, diciembre 17, 2024

Vaticano II (16): El tema de los obispos



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie



Un grupo de obispos pertenecientes a órdenes religiosas decidió reunirse para estudiar la forma de contestar los métodos dictatoriales de la vertiente progresista del concilio. Elaboraron una serie de propuestas en defensa de la existencia en el esquema de un texto específica sobre la vida religiosa, lo imprimieron, y distribuyeron entre los padres conciliares.

El 11 de noviembre, los siete obispos que habían parido este Manifiesto Comunista con olor a cera se reunieron con 35 obispos, también de congregaciones religiosas. Juntos decidieron constituirse en organización permanente y elegir siete presidentes (es decir: tras despertar, el tigre se puso de pie). El primer elegido fue el arzobispo Pacifico Perantoni, que era titular de la diócesis de Lanciano, en Italia; Perantoni había sido superior general de los franciscanos, pero, en realidad, lo eligieron porque era muy amigo de Pablo VI. También se eligió secretario al jesuita padre Richard Lester Guilly, que era el titular de la diócesis de Georgetown, pero no de los EEUU sino de la Guayana Occidental. La organización se autodenominó el Secretariado de los Obispos. Dos días más tarde, la Unión Romana de Superiores Generales tuvo una reunión propia en la que, de forma lógica puesto que los miembros del Secretariado de los Obispos eran primos hermanos, decidió abrir contactos con el nuevo grupo, y dar apoyo total al proyecto del Secretariado de recoger firmas en favor de sus proposiciones.

En dos semanas, los postulata, como se conocía al documento de propuestas elaborado por los siete obispos iniciales, habían sido firmados por 679 padres conciliares. Así las cosas, los siete presidentes del Secretariado de los Obispos se fueron a ver al secretario del concilio, nuestro amigo Pericle Felici, y al cardenal Michael Browne, vicepresidente de la Comisión Teológica. Ambos, Felici y Browne, contestaron que ese tema lo tenían que ver con el boss.

A Montini, aquella movida yo creo que no le hacía mucha gracia. Como ya os he dicho, personalmente se me hace bola pensar que el sobradismo con que Döpfner se tomó las advertencias de los obispos, y la forma dictatorial como los trató, no es algo que el cardenal desplegase por sí solo; tenía que saber algo, y ese algo no puede ser otra cosa que contaba con cierto nivel de comprensión por parte del SumoPon. De hecho, Pablo VI se guardó mucho de aparecer como avalista de los postulata; se limitó a remitirlos a la Comisión Teológica, solicitándole que hiciese una “revisión diligente y meticulosa”. Luego le escribió una carta a Perantoni en la que le decía que estaba muy contento de ver cómo los padres conciliares colaboraban para enriquecer el trabajo y los debates. O sea, le vino a decir que Murcia está al sur de Islandia.

A pesar de que todos los indicios son de que ni Döpfner ni el propio PasPas querían recoger los postulados del Secretariado de los Obispos, lo cierto es que la Comisión Teológica acabaría aceptando incluir un texto sobre la vida de los religiosos, que allí sigue.

En efecto, el capítulo VI de la Lumen Gentium se titula “Los religiosos”; aunque, más propiamente, debería titularse “Chuparos ésta, germanos de los huevos”. Son unos diez parágrafos (del 43 al 51), cuya lectura os voy a recomendar. Y las razones son dos. La primera de las razones es que, en mi modesta opinión, el capítulo VI de la Lumen Gentium es uno de los textos mejor escritos del Vaticano II. Rezuma fe y amor a Dios en expresiones muy hermosas y períodos conectados, formando un cuerpo argumental que, si no convence, cuando menos impresiona en su belleza (especialmente en su versión latina).

La segunda razón estriba en que yo creo que la lectura, ahora, os va a aprovechar. Porque leyendo este capítulo a la luz de lo ya conocido podréis intentar desentrañar las varias pistas que hay dentro de su texto, que son trazas tenues del serio enfrentamiento que lo vio nacer. Formalmente, el capítulo es una alabanza de la vida del religioso, del hombre que decide hacer los votos evangélicos y vivir a Dios en vida, sin esperar a la otra que es lo que hacemos los demás. Pero, en realidad, es un texto cuidadosamente medido para dejar claro que un religioso no es un laico; o, mejor: que un laico no es un religioso, ni de puta coña.

Bueno. Yo creo que, en este estado procesal de las cosas, ya habréis llegado a la conclusión de que el Vaticano II fue una convocatoria con mucha más enjundia de la que inicialmente pueda parecer; una convocatoria en la que no había texto que se intentase desarrollar que fuese inocente, ni estuviese desconectado de la gran guerra que allí se estaba operando. En los años sesenta del siglo pasado se estaba produciendo el choque entre dos grandes placas tectónicas: la Iglesia tradicional y una nueva Iglesia que se pensaba a sí misma en términos un tanto difusos, pero que sentía que tenía la necesidad de imponerse para poder mantener el business model, que es de lo que se trataba. Las cosas, entre la primera y segunda sesión, se habían puesto muy enconadas; pero aquello, la verdad, no había hecho más que empezar.

El problema de todo aquello era fijar cómo, en el marco de una teocracia como es de hecho la ICAR, se produciría la colegialidad, es decir, la participación de los obispos en el gobierno de la Iglesia. Esto ya afectó a la discusión del Capítulo II del esquema sobre la Iglesia. Porque la colegialidad es algo que se produce allí donde el poder se comparte; y el poder de la Iglesia, el Papa sólo lo comparte con Dios. Los europeos germanoparlantes, que como ya os he dicho no estaban en este tema entre los más exaltados, lo interpretaban como un deber de conciencia; el PasPas, en determinadas materias de decisión, tenía el deber de conciencia de consultar con sus obispos; pero eso, obviamente, no podía quedar regulado en ningún lugar.

El problema fundamental estribaba en que la filosofía que tendía a darle todo el poder al Papa estaba muy difundida en la Iglesia. Los defensores de la colegialidad no podían estar nada seguros de encontrar una mayoría a favor de la misma entre los padres conciliares; menos aún una de dos tercios, como en realidad hacía falta para imponerse. Dos mil años de papado son muchos años y, de hecho, la Iglesia católica, tras la reforma protestante, había llegado a entender que la figura del Santo Padre era la que la salvaba de la desaparición. Ya en el siglo XIX habían aparecido las primeras tensiones en sentido contrario, fruto de las cuales llegó el acuerdo básico del concilio Vaticano I, en el que a la cabeza de la Iglesia se le entregó la infalibilidad en cuestiones dogmáticas, que es una manera muy elegante de definir que en otras cuestiones más terrenales, el Papa es tan falible como cualquier otro.

Los debates alcanzaron un punto que aconsejó a los moderadores tomar una acción para tratar de articular y desatascar las decisiones. Por ello, presentaron una propuesta a los padres conciliares relacionada con la reforma del capítulo II del esquema sobre la Iglesia, y basada en cuatro puntos:

1.      La consagración episcopal como grado sacramental más elevado.

2.      La pertenencia de cada obispo consagrado al colegio obispal.

3.      El hecho de que ese colegio obispal será el sucesor del colegio de apóstoles, junto con su cabeza, el Francisquito, dotado de poderes totales y supremos.

4.      Que ese poder pertenecía por derecho divino al colegio obispal juntamente con su cabeza el Papa.

Se abrió una votación sobre estos puntos que sirviese de brújula a la Comisión Teológica sobre cómo trabajar. La votación fue otra gran victoria de los liberales, pues las cuatro proposiciones fueron aplastantemente apoyadas. Esta votación, sin embargo, sería protestada en días posteriores. Los cuatro puntos propuestos, con las reglas del concilio en la mano, deberían haber pasado por la Comisión Teológica, pero no fue el caso. Habían sido presentados por los moderadores de forma un poco caciquil.

El martes, 5 de noviembre de 1963, durante la sexta congregación general (asamblea, la llaman los sindicatos) del concilio, se comenzó la discusión de uno de los textos fundamentales de aquel concilio, de todo concilio: el esquema sobre los obispos y el gobierno de las diócesis.

Ya hemos tenido la ocasión de hablar de esto, pero creo que por su importancia es bueno que repita cosas. Aunque lo decimos poco, los católicos han de entender, y así lo entendí yo sin ir más lejos mientras fui miembro de la grey, que los obispos de la ICAR no son sino los descendientes y herederos de los apóstoles iniciales. Cuando Jesús resucitó, lo hizo para anunciar un nuevo mundo, el mundo en el que el hombre quedaba lavado de su pecado original y se convertía en alguien que podía aspirar a merecer el Cielo y la Eternidad. Esa gran verdad, Jesús quiso que sus apóstoles la explicasen y difundiesen por el mundo entero; y, por eso, conminó a su pequeña recua de seguidores para que se convirtiesen en pastores de almas.

Este hecho tiene una importancia capital para la Historia de los concilios. Jesús no nombró cardenales, como tampoco nombró un Papa. El Papa, de hecho, en buena teoría no es más que un obispo (el de Roma). Jesús ni nombró una Curia ni apuntó la necesidad de su nombramiento. La Curia de la Iglesia Romana es una invención del hombre, aceptada por el hombre. Y es por eso que, en el seno de las discusiones eclesiales, desde entonces, casi desde Nicea, ha quedado, ahí, la discusión interminable de cómo habrán de obedecer los obispos a nadie, si son ellos quienes toman la continuidad de la orden de Jesús de ir y difundir su palabra. En consecuencia, cada vez que la Iglesia se plantea el temita de en qué puede aspirar un obispo a mandar por sí solo, el tema se pone como se pone. Y el concilio Vaticano no fue una excepción.

Presidió la Comisión específica sobre los obispos el cardenal Paolo Marella; y, por eso, suyo fue el honor de presentar el esquema sobre la materia. Lo siguió un informe del obispo de Segni, Luigi Maria Carli.

Las opiniones de altura comenzaron enseguida en el debate. El cardenal Paul Richaud, de Burdeos, opinó que la Curia romana debía reformarse. Que debía hacerse más internacional e incluir a los obispos diocesanos. En otras palabras, vino a decir, muy educadamente eso sí, que el gobierno de la Iglesia se había convertido en un oligopolio básicamente italiano, y que esas estancias había que ventilarlas sí o sí. El obispo de Bressanone, Italia, Giuseppe Gargitter, fue incluso más lejos, y dijo que, si los obispos estaban al servicio de la gente (que, bueno, aceptemos barco como animal acuático), la Curia debía de estar al servicio de los obispos. Fue, además, Gargitter quien pronunció la diabólica palabra que siempre pone nervioso a todo miembro de la Curia: descentralización. Ninguna nación, dijo, debe tener una posición de privilegio en el gobierno de la Iglesia. Decenas de obispos y cardenales se debieron de revolver nerviosos en sus asientos, como si les molestase el tampón. El patriarca Máximos IV intervino para decir que, a la hora de reformar el gobierno de la Iglesia, el esquema no es que se había quedado corto, es que era poco más que un nanoesquema.

Máximos, como buen patriarca, estaba acostumbrado a ser asertivo y a evitar las instituciones simbólicas y de escaso valor. Sus palabras no ocultaron que su valoración sobre el papel de la Curia era más bien baja. La Curia, dijo, estaba ahí para asistir al Francisquito a la hora de gobernar la Iglesia; y que eso quien mejor lo podía hacer era un grupo de obispos que representase a todos los demás. En suma, vino a abogar por un Sacro Colegio Cardenalicio formado por elección de los obispos y no por nombramiento del PasPas. Una propuesta que era un torpedo en la línea de flotación de la consideración que el Santo Padre llevaba conservando por 2.000 años como consejero-delegado, en realidad administrador único, del business model.

El cardenal König, conspicuo miembro del ala progresista, pero al mismo tiempo hombre de mayores habilidades políticas, hizo hilo con todas estas propuestas, pero tratando de organizarlas de alguna manera más tratable pues, en su opinión, todo lo que tenía que hacer el esquema era servir de guía con algunos consejos sobre la mejor manera en que los obispos podían colaborar para ayudar a su jefe. 

1 comentario:

  1. Hola, es un estupendo contraste entre los dos caminos distintos para alcanzar la salvación en el catolicismo, con ventaja de quienes están en las órdenes religiosas sobre los demás... De todas formas quisiera incidir en el hecho de que en algunas ramas del protestantismo también hay dos caminos porque la fuerza de la fe supera a la de las obras, la predestinación otorga la Gracia al minimizar el riesgo del pecado o de la caída, que supone el libre albedrío. Si el estado de Gracia corresponde a los elegidos por designio de la predestinación divina, sólo ellos ostentan el monopolio de la verdad. Muchas confesiones protestantes son Iglesias, con el sentido de exclusividad y exclusión de otras creencias respecto a la posesión de la Verdad. Muchas gracias por todo.

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