jueves, diciembre 19, 2024

Vaticano II (18): El zasca del Motu Proprio



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie



 

En realidad, los que no estuvieron muy felices con el esquema fueron los periodistas. Los padres conciliares no habían podido evitar incluir en el texto del mismo las esperables cautelas y avisos contra “el uso pervertido de los medios de comunicación”. Tres periodistas católicos (Robert Kaiser de la revista Time, John Cogley de Commonwealth y Michael Novak del Catholic Reporter), avisaron a los padres conciliares sobre el tono de esos párrafos. Elaboraron un pequeño informe que recibió el apoyo de cuatro expertos teólogos: el padre John Courtney Murray, jesuita; el padre Jean Danielou, también jesuita; el padre Jorge Mejía; y el padre Bernard Häring. Los periodistas acusaban al esquema de estar escrito de una manera que “algún día será citado como ejemplo de cómo el Vaticano II fue incapaz de marchar con los tiempos”.

La campaña de los periodistas contra el texto pronto se convirtió en una campaña de los propios teólogos asesores. Ante la votación, prevista para el 25 de noviembre, los peritos distribuyeron un texto en latín en el que instaban a los padres conciliares a devolver el toro al corral. El padre Mejía fue más allá y envió una encendida circular urgente, en la que venía a decir que muchos padres conciliares consideraban que el texto del esquema no merecía ser considerado una decretal conciliar. De nuevo, Mejía instaba a votar negativamente el texto de un esquema que, decía, no respondía a las expectativas de los cristianos, especialmente aquéllos más o menos expertos en el mundillo plumilla.

Pero había más. La circular se distribuyó acompañada por una carta en la que se instaba a los padres a juntar firmas contra la votación en sí misma; adhesiones que debían ser entregadas en la tarde del 24 de noviembre. Se indicaba en la carta que el cardenal Silva Henríquez, entonces, las juntaría y se las entregaría al cardenal Lercaro, que era quien iba a presidir la sesión de la votación. En otras palabras: Lercaro había decidido cargarse la votación, y lo que quería era conseguir las suficientes adhesiones para la idea.

En la mañana del 25 de noviembre, como si se tratase de un estudiante repartiendo pasquines de una organización maoísta en la universidad, el cardenal Silva Henríquez se colocó en las escaleras de San Pedro, portando un voluminoso fajo de copias de la petición que llevaba ya las firmas de 25 prelados de 14 países diferentes. que la habían firmado y se la habían dado conforme entraban en la basílica. Un poco más tarde, fue relevado en la labor recogedora por el obispo auxiliar de Mainz, Alemania, Joseph Reuss.

Todo iba bien. El personal que quería llegaba a la basílica con su petición firmada, y la entregaba para que llegase a las manos de Lercaro. Pero, de repente, apareció por allí el arzobispo Felici. Hecho un poco un basilisco, Felici le dijo a Reuss que le entregase aquellos papeles. Reuss le dijo que una polla como una olla. Entonces Felici los agarró y comenzó a tirar de ellos. Verdaderamente parecía que ambos prelados iban a acabar a hostias, y no precisamente consagradas; pero, finalmente, el alemán cedió, y soltó el papelamen.

Al comenzar la sesión, un abrumado Eugéne Tisserant, quien ya os he dicho que era uno de los presidentes del concilio, intervino ante los padres para decirles que la distribución de la circular de Mejía (quien, por cierto, era argentino, y se quedó de archivero en el Vaticano medio siglo más) había sido “digno de ser vehementemente deplorado”, máxime cuando el esquema afectado había sido aprobado por más de dos tercios de los padres conciliares. Dijo que aquella acción se había realizado en contra de la tranquilidad del concilio. Más tarde, Felici, no sabemos con qué base la verdad, diría que incluso había habido un padre conciliar que se había quedado pijarriba al ver su nombre entre los firmantes de la petición.

En este ambiente se produjo la votación del esquema en su conjunto (antes lo había sido por partes; en el concilio, otra cosa no se haría, pero rezar y votar…) con 1.598 votos a favor y 503 en contra. En consecuencia, el esquema fue enviado al PasPas para ser promulgado como decretal.

El tema, sin embargo, no había terminado. El 29 de noviembre, 18 de los 25 prelados que habían aparecido en el primer aval de la circular le escribieron una carta a Tisserant. Protestaban porque, decían, en las reglas del concilio no había ni una sola que prohibiese la distribución de esos papeles. Consiguientemente, decían estos padres conciliares, consideraban que las palabras pronunciadas por Tisserant habían sido una ofensa. El 2 de diciembre, Tisserant respondió con otras tantas cartas individuales, pero todas iguales, en las que figuraba este párrafo: “Si la dignidad del Sacro Concilio y la libertad de los padres conciliares debe salvaguardarse, no se puede admitir que cerca de la sala del concilio, unos pocos momentos antes de que se lleve a cabo una votación, se pueda desarrollar una actividad en contra de un esquema que ha sido adecuadamente preparado, presentado, discutido y aprobado, capítulo a capítulo.”

El día 4 de diciembre, en el curso de una sesión pública en la basílica de San Pedro, los padres conciliares dieron su aprobación formal al esquema sobre la Iglesia y los medios de comunicación por un voto final de 1.960 contra 164. Pablo VI promulgó el decreto a toda leche.

Ese mismo mes, Montini preparó unas nuevas normas de actuación para los periti, entre las cuales se decía: “los asesores tienen prohibido organizar corrientes de opinión o de ideas, conceder entrevistas, o defender públicamente sus ideas personales acerca del concilio”. Más: “los asesores no criticarán el concilio ni comunicarán a personas ajenas al mismo noticias acerca de sus actividades y comisiones”. Semanas después, impulsó otra directiva, en la que les decía que, sin la expresa autorización del presidente, obtenida a través del secretario general, ningún asesor tiene permitido distribuir papeles, tratados, cualquier materia impresa, dentro del concilio o en su vecindad. Las medidas, efectivamente, fueron muy fuertes y bastante dictatoriales. Pero digamos que el episodio de la circular de Mejía-Lercaro no era sino la expresión final del cierto cachondeo en que se había convertido el concilio desde el punto de vista de las filtraciones y los relatos en voz baja.

La siguiente batalla que se libró fue el esquema sobre la liturgia, del que ya hemos hablado y que ya había dado en la primera sesión como para hablar y no parar. Este tema fue ampliamente tratado en Fulda; primero, porque a los padres germanos el asunto les interesaba mucho, pues lo reputaban fundamental para acercarse a los protestantes; y, segundo, porque tenían en su seno al que en ese momento era probablemente el mayor experto en liturgia del concilio, monseñor Franz Zauner, que era el titular de la sede donde había nacido Adolf Hitler (o sea, Linz, en Austria).

Zauner era miembro de la Comisión Litúrgica, y explicó en Fulda que dicha comisión, ante la animada discusión que el tema había provocado durante la primera sesión, se había aplicado a intentar desarrollar una versión del esquema que pudiera racionalmente esperar que dos tercios de los padres la votasen. Por eso, dijo, había cosas, ideas un tanto avanzadas o radicales, que habían sido apartadas, para tratar de hacer eso que en política se suele denominar “ganar el centro”. Uno de esos puntos fue el uso de la lengua vernácula en el breviario. Sin embargo, opinó que todos los elementos que podían considerarse fundamentales para considerar que la liturgia iba a evolucionar sí que se habían incluido en el texto. Si los curas iban a seguir rezando en latín, pues que siguiesen. Zauner, al fin y al cabo un experto en la materia, estaba malquisto por algunas movidas del texto que le jodían, como la restricción de las causas de concelebración; pero yo creo que él mismo admitía que esos temas eran menores.

Obviamente, los obispos alemanes y escandinavos de Fulda le preguntaron al paisano de Hitler cuáles habían sido los puntos en los que la discusión se había encallado más. Zauner citó, en este sentido, el tema del uso de las lenguas vernáculas en las canciones cantadas durante la liturgia. Ese tema llevó a la comisión a discutir largo y tendido sobre si el canto gregoriano ha de ser cantado siempre en latín, o no. Unos pensaban que sí, otros que no hacía falta. Como no se pusieron de acuerdo, decidieron orillar el problema, limitándose a establecer que el canto gregoriano no puede perder nada de su eficiencia pastoral, y dejándole a los obispos la patata caliente.

Todo esto, sin embargo, era poca cosa. El esquema de la liturgia, pasado por la túrmix de las intervenciones de la primera sesión, que ya hemos visto, y que, por lo general, consiguieron dejar claro que la ICAR no podía permitirse cosas como encastillarse en el latín y esas cosas, salió de la comisión correspondiente lo suficientemente progresizado como para que la mayoría progresista que mecía la cuna del concilio estuviese de acuerdo con el mismo. El viernes, 22, se produjo, de hecho, la votación de diferentes capítulos, y todos fueron aprobados con amplias mayorías. En términos generales, el esquema sobre la liturgia intenta simplificar cosas, introducir las lenguas vernáculas, defender (guiño a los protestantes) la prevalencia de la lectura de las escrituras sobre los sermones (aunque la mayoría de los curas se han pasado esto, y se lo pasan, por el arco del triunfo). También se trataba de garantizar que, en palabras de Zauner, a través de la liturgia, “la gente no sólo rece, sino que aprenda”; para mí que en esto no han conseguido gran cosa. Por último, una gran novedad, aunque en realidad va muy en la línea de lo que ha sido siempre el catolicismo (ya sabéis: el burro no sigue al dedo, sino el dedo al burro): en los territorios misionales, las costumbres locales “sin elementos supersticiosos” podían ser incorporadas a la liturgia. Fue, pues, el origen de esas misas que parecen más bien un episodio de Factor X de tontos del culo. Eso sí, para ganar votos, como he dicho, se introducía la previsión de que, para proceder a estas novedades, había que buscar el OK del Francisquito. Pero, vamos, que ya os digo yo que si un obispo va y le dice a Bergoglio que en su diócesis es costumbre dedicarse en misa a meter torreznos por el culo de un gato, tened por seguro que el Papa le regala un hipopótamo para que quepan más.

El voto formal fue el 4 de diciembre, el último de la segunda sesión. En dicha sesión habló Montini, quien se felicitó de la simplificación litúrgica hacia la que avanzaba la Iglesia que, dijo, la haría más fácil de comprender por los laicos (lo que da que pensar que, tal vez, los padres conciliares pensaban que el problema que tenían no era que los laicos les hubiesen calado, sino que no les entendían). El esquema, en todo caso, sólo recibió cuatro votos en contra, y fue recibido con un aplauso cerrado.

El PasPas, inmediatamente, se levantó de su puteal y promulgó la constitución apostólica. Pero la cosa tenía truco. Para sorpresa de propios, de extraños y, sobre todo, de progres, Pablo VI se apresuró a matizar que habría una vacatio legis hasta el 16 de febrero de 1964, primer domingo cuaresmal. En el ínterin, dijo, el Papa regularía la forma en que las previsiones de la constitución sobre la liturgia se iban a llevar a cabo a través de lo que se conoce como un Motu Proprio.

El MP de Pableras, efectivamente, fue publicado por el BOE, o sea, L’Observattore Romano, el 29 de enero de 1964. Venía a decir Saulo que no todas las previsiones de la constitución sobre la liturgia podían aplicarse inmediatamente; que hacía falta, primero, preparar la adecuada literatura litúrgica. Para esto, dijo, iba a nombrar una comisión especial.

En otras palabras, la famosa frase de Romanones: haga vuecencia las leyes, que ya haré yo los reglamentos.

Al día siguiente, el mismo periódico publicó un artículo de un fraile benedictino e interesante liturgista, Salvatore Marsili, que venía a decir que el Motu Proprio del Francisquito era una ful, por lo que suponía de aplazar la constitución por la vía de los hechos.

Cuentan las malas lenguas (entre ellas, el propio Marsili) que el problema estribaba en que la constitución sobre la liturgia, tal y como está redactada, Pablo VI nunca la habría aprobado. Se dice, en este sentido, que el siempre maniobrero Pericle Felici preparó hasta tres versiones del esquema para pasárselos al PasPas y, finalmente, la que le dio era la que más había “podado” de lo que realmente había sido aprobado. Pablo VI, según esta versión, se habría fiado de su fiel escudero, y habría permitido la promulgación de la constitución sin leerla, asumiendo que era la que Felici le había dado; y, cuando se dio cuenta de que no era así, había decidido podarla él por la vía de darle una patada a seguir de puta madre.

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