El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
En realidad, los que no estuvieron muy felices con el esquema fueron los periodistas. Los padres conciliares no habían podido evitar incluir en el texto del mismo las esperables cautelas y avisos contra “el uso pervertido de los medios de comunicación”. Tres periodistas católicos (Robert Kaiser de la revista Time, John Cogley de Commonwealth y Michael Novak del Catholic Reporter), avisaron a los padres conciliares sobre el tono de esos párrafos. Elaboraron un pequeño informe que recibió el apoyo de cuatro expertos teólogos: el padre John Courtney Murray, jesuita; el padre Jean Danielou, también jesuita; el padre Jorge Mejía; y el padre Bernard Häring. Los periodistas acusaban al esquema de estar escrito de una manera que “algún día será citado como ejemplo de cómo el Vaticano II fue incapaz de marchar con los tiempos”.
La campaña de los periodistas contra el texto pronto se
convirtió en una campaña de los propios teólogos asesores. Ante la votación,
prevista para el 25 de noviembre, los peritos distribuyeron un texto en latín
en el que instaban a los padres conciliares a devolver el toro al corral. El
padre Mejía fue más allá y envió una encendida circular urgente, en la que
venía a decir que muchos padres conciliares consideraban que el texto del
esquema no merecía ser considerado una decretal conciliar. De nuevo, Mejía instaba
a votar negativamente el texto de un esquema que, decía, no respondía a las
expectativas de los cristianos, especialmente aquéllos más o menos expertos en
el mundillo plumilla.
Pero había más. La circular se distribuyó acompañada por
una carta en la que se instaba a los padres a juntar firmas contra la votación
en sí misma; adhesiones que debían ser entregadas en la tarde del 24 de
noviembre. Se indicaba en la carta que el cardenal Silva Henríquez, entonces,
las juntaría y se las entregaría al cardenal Lercaro, que era quien iba a
presidir la sesión de la votación. En otras palabras: Lercaro había decidido
cargarse la votación, y lo que quería era conseguir las suficientes adhesiones
para la idea.
En la mañana del 25 de noviembre, como si se tratase de un
estudiante repartiendo pasquines de una organización maoísta en la universidad,
el cardenal Silva Henríquez se colocó en las escaleras de San Pedro, portando
un voluminoso fajo de copias de la petición que llevaba ya las firmas de 25
prelados de 14 países diferentes. que la habían firmado y se la habían dado
conforme entraban en la basílica. Un poco más tarde, fue relevado en la labor
recogedora por el obispo auxiliar de Mainz, Alemania, Joseph Reuss.
Todo iba bien. El personal que quería llegaba a la
basílica con su petición firmada, y la entregaba para que llegase a las manos
de Lercaro. Pero, de repente, apareció por allí el arzobispo Felici. Hecho un
poco un basilisco, Felici le dijo a Reuss que le entregase aquellos papeles.
Reuss le dijo que una polla como una olla. Entonces Felici los agarró y comenzó
a tirar de ellos. Verdaderamente parecía que ambos prelados iban a acabar a
hostias, y no precisamente consagradas; pero, finalmente, el alemán cedió, y
soltó el papelamen.
Al comenzar la sesión, un abrumado Eugéne Tisserant, quien
ya os he dicho que era uno de los presidentes del concilio, intervino ante los
padres para decirles que la distribución de la circular de Mejía (quien, por
cierto, era argentino, y se quedó de archivero en el Vaticano medio siglo más)
había sido “digno de ser vehementemente deplorado”, máxime cuando el esquema
afectado había sido aprobado por más de dos tercios de los padres conciliares.
Dijo que aquella acción se había realizado en contra de la tranquilidad del
concilio. Más tarde, Felici, no sabemos con qué base la verdad, diría que
incluso había habido un padre conciliar que se había quedado pijarriba al ver
su nombre entre los firmantes de la petición.
En este ambiente se produjo la votación del esquema en su
conjunto (antes lo había sido por partes; en el concilio, otra cosa no se
haría, pero rezar y votar…) con 1.598 votos a favor y 503 en contra. En
consecuencia, el esquema fue enviado al PasPas para ser promulgado como
decretal.
El tema, sin embargo, no había terminado. El 29 de
noviembre, 18 de los 25 prelados que habían aparecido en el primer aval de la
circular le escribieron una carta a Tisserant. Protestaban porque, decían, en
las reglas del concilio no había ni una sola que prohibiese la distribución de
esos papeles. Consiguientemente, decían estos padres conciliares, consideraban
que las palabras pronunciadas por Tisserant habían sido una ofensa. El 2 de
diciembre, Tisserant respondió con otras tantas cartas individuales, pero todas
iguales, en las que figuraba este párrafo: “Si la dignidad del Sacro Concilio y
la libertad de los padres conciliares debe salvaguardarse, no se puede admitir
que cerca de la sala del concilio, unos pocos momentos antes de que se lleve a
cabo una votación, se pueda desarrollar una actividad en contra de un esquema
que ha sido adecuadamente preparado, presentado, discutido y aprobado, capítulo
a capítulo.”
El día 4 de diciembre, en el curso de una sesión pública
en la basílica de San Pedro, los padres conciliares dieron su aprobación formal
al esquema sobre la Iglesia y los medios de comunicación por un voto final de
1.960 contra 164. Pablo VI promulgó el decreto a toda leche.
Ese mismo mes, Montini preparó unas nuevas normas de
actuación para los periti, entre las cuales se decía: “los asesores
tienen prohibido organizar corrientes de opinión o de ideas, conceder
entrevistas, o defender públicamente sus ideas personales acerca del concilio”.
Más: “los asesores no criticarán el concilio ni comunicarán a personas ajenas
al mismo noticias acerca de sus actividades y comisiones”. Semanas después,
impulsó otra directiva, en la que les decía que, sin la expresa autorización
del presidente, obtenida a través del secretario general, ningún asesor tiene
permitido distribuir papeles, tratados, cualquier materia impresa, dentro del
concilio o en su vecindad. Las medidas, efectivamente, fueron muy fuertes y
bastante dictatoriales. Pero digamos que el episodio de la circular de
Mejía-Lercaro no era sino la expresión final del cierto cachondeo en que se
había convertido el concilio desde el punto de vista de las filtraciones y los
relatos en voz baja.
La siguiente batalla que se libró fue el esquema sobre la
liturgia, del que ya hemos hablado y que ya había dado en la primera sesión
como para hablar y no parar. Este tema fue ampliamente tratado en Fulda;
primero, porque a los padres germanos el asunto les interesaba mucho, pues lo
reputaban fundamental para acercarse a los protestantes; y, segundo, porque tenían
en su seno al que en ese momento era probablemente el mayor experto en liturgia
del concilio, monseñor Franz Zauner, que era el titular de la sede donde había
nacido Adolf Hitler (o sea, Linz, en Austria).
Zauner era miembro de la Comisión Litúrgica, y explicó en
Fulda que dicha comisión, ante la animada discusión que el tema había provocado
durante la primera sesión, se había aplicado a intentar desarrollar una versión
del esquema que pudiera racionalmente esperar que dos tercios de los padres la
votasen. Por eso, dijo, había cosas, ideas un tanto avanzadas o radicales, que
habían sido apartadas, para tratar de hacer eso que en política se suele
denominar “ganar el centro”. Uno de esos puntos fue el uso de la lengua
vernácula en el breviario. Sin embargo, opinó que todos los elementos que
podían considerarse fundamentales para considerar que la liturgia iba a
evolucionar sí que se habían incluido en el texto. Si los curas iban a seguir
rezando en latín, pues que siguiesen. Zauner, al fin y al cabo un experto en la
materia, estaba malquisto por algunas movidas del texto que le jodían, como la
restricción de las causas de concelebración; pero yo creo que él mismo admitía
que esos temas eran menores.
Obviamente, los obispos alemanes y escandinavos de Fulda
le preguntaron al paisano de Hitler cuáles habían sido los puntos en los que la
discusión se había encallado más. Zauner citó, en este sentido, el tema del uso
de las lenguas vernáculas en las canciones cantadas durante la liturgia. Ese
tema llevó a la comisión a discutir largo y tendido sobre si el canto
gregoriano ha de ser cantado siempre en latín, o no. Unos pensaban que sí,
otros que no hacía falta. Como no se pusieron de acuerdo, decidieron orillar el
problema, limitándose a establecer que el canto gregoriano no puede perder nada
de su eficiencia pastoral, y dejándole a los obispos la patata caliente.
Todo esto, sin embargo, era poca cosa. El esquema de la
liturgia, pasado por la túrmix de las intervenciones de la primera sesión, que
ya hemos visto, y que, por lo general, consiguieron dejar claro que la ICAR no
podía permitirse cosas como encastillarse en el latín y esas cosas, salió de la
comisión correspondiente lo suficientemente progresizado como para que
la mayoría progresista que mecía la cuna del concilio estuviese de acuerdo con
el mismo. El viernes, 22, se produjo, de hecho, la votación de diferentes
capítulos, y todos fueron aprobados con amplias mayorías. En términos
generales, el esquema sobre la liturgia intenta simplificar cosas, introducir
las lenguas vernáculas, defender (guiño a los protestantes) la prevalencia de
la lectura de las escrituras sobre los sermones (aunque la mayoría de los curas
se han pasado esto, y se lo pasan, por el arco del triunfo). También se trataba
de garantizar que, en palabras de Zauner, a través de la liturgia, “la gente no
sólo rece, sino que aprenda”; para mí que en esto no han conseguido gran cosa.
Por último, una gran novedad, aunque en realidad va muy en la línea de lo que
ha sido siempre el catolicismo (ya sabéis: el burro no sigue al dedo, sino el
dedo al burro): en los territorios misionales, las costumbres locales “sin
elementos supersticiosos” podían ser incorporadas a la liturgia. Fue, pues, el
origen de esas misas que parecen más bien un episodio de Factor X de tontos del
culo. Eso sí, para ganar votos, como he dicho, se introducía la previsión de
que, para proceder a estas novedades, había que buscar el OK del Francisquito.
Pero, vamos, que ya os digo yo que si un obispo va y le dice a Bergoglio que en
su diócesis es costumbre dedicarse en misa a meter torreznos por el culo de un
gato, tened por seguro que el Papa le regala un hipopótamo para que quepan más.
El voto formal fue el 4 de diciembre, el último de la
segunda sesión. En dicha sesión habló Montini, quien se felicitó de la
simplificación litúrgica hacia la que avanzaba la Iglesia que, dijo, la haría
más fácil de comprender por los laicos (lo que da que pensar que, tal vez, los padres
conciliares pensaban que el problema que tenían no era que los laicos les
hubiesen calado, sino que no les entendían). El esquema, en todo caso, sólo
recibió cuatro votos en contra, y fue recibido con un aplauso cerrado.
El PasPas, inmediatamente, se levantó de su puteal y
promulgó la constitución apostólica. Pero la cosa tenía truco. Para sorpresa de
propios, de extraños y, sobre todo, de progres, Pablo VI se apresuró a matizar
que habría una vacatio legis hasta el 16 de febrero de 1964, primer
domingo cuaresmal. En el ínterin, dijo, el Papa regularía la forma en
que las previsiones de la constitución sobre la liturgia se iban a llevar a
cabo a través de lo que se conoce como un Motu Proprio.
El MP de Pableras, efectivamente, fue publicado por el
BOE, o sea, L’Observattore Romano, el 29 de enero de 1964. Venía a decir
Saulo que no todas las previsiones de la constitución sobre la liturgia podían
aplicarse inmediatamente; que hacía falta, primero, preparar la adecuada
literatura litúrgica. Para esto, dijo, iba a nombrar una comisión especial.
En otras palabras, la famosa frase de Romanones: haga
vuecencia las leyes, que ya haré yo los reglamentos.
Al día siguiente, el mismo periódico publicó un artículo
de un fraile benedictino e interesante liturgista, Salvatore Marsili, que venía
a decir que el Motu Proprio del Francisquito era una ful, por lo que
suponía de aplazar la constitución por la vía de los hechos.
Cuentan las malas lenguas (entre ellas, el propio Marsili)
que el problema estribaba en que la constitución sobre la liturgia, tal y como
está redactada, Pablo VI nunca la habría aprobado. Se dice, en este sentido,
que el siempre maniobrero Pericle Felici preparó hasta tres versiones del
esquema para pasárselos al PasPas y, finalmente, la que le dio era la que más había
“podado” de lo que realmente había sido aprobado. Pablo VI, según esta versión,
se habría fiado de su fiel escudero, y habría permitido la promulgación de la
constitución sin leerla, asumiendo que era la que Felici le había dado; y,
cuando se dio cuenta de que no era así, había decidido podarla él por la vía de
darle una patada a seguir de puta madre.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario