El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
Esta vez, sin embargo, la principal presión llegaba del Tercer Mundo. Los obispos de diócesis asiáticas y africanas cada vez estaban más convencidos de que sus fieles eran cuantitativa y cualitativamente más importantes para la Iglesia; pero no sentían que las estructuras de gobierno eclesial reconociesen eso. El obispo Francis Simons, nacido en los Países Bajos pero titular de la diócesis india de Indore, habló para decir que Cristo le había encomendado su Iglesia a los obispos bajo el mando del PasPas; y se quejó, directamente, de que la Curia no reflejaba los intereses de todo el mundo.
La Curia, en todo caso, tuvo quien la defendiera. Lo hizo,
por ejemplo, el obispo de El Obeid, Sudán, el italiano Edoardo Mason; o Ignace
Pierre XVI Batanian, patriarca armenio de Cilicia, vino a decir que a ver si
trataba el personal con más respeto a los miembros de la Curia, que los estaban
poniendo de vuelta y media.
Estas defensas no pudieron impedir, sin embargo, el hondo
calado que habían dejado en las salas de reuniones las dos palabras
fundamentales de aquel debate, que fueron “internacionalización” y
“colegialidad”. Especialmente ésta última, pues es la forma un tanto formal de
expresar el deseo de que el gobierno de la Iglesia sea compartido por el
Francisquito con sus obispos.
Conforme avanzaron los días, el tema se fue emputeciendo.
Al cardenal Ottaviani no le gustaron nada unas críticas vertidas por el
cardenal Frings sobre el Santo Oficio y reaccionó con bastante mala leche. Por
su parte, el arzobispo de Nagpur, Eugene D’Souza, fue más allá que otros que
habían hablado antes que él y fantaseó con la existencia de “un Senado, por así
decirlo, que estuviese formado por obispos de varios países, que pudiera
gobernar la Iglesia con el Sumo Pontífice”; aunque, dijo, “sería más deseable
que, en primer lugar, el poder de la Curia fuera limitado; y que, además, el
poder de los obispos tuviese garantizado el ejercicio de todas las funciones
que les corresponden tanto por la ley común como por la divina”.
El día 15 de noviembre, el cardenal Lercaro, acompañado de
otros moderadores del concilio, leyó ante el Papa un informe sobre la marcha de
los trabajos. El tema no iba a buena velocidad, y todos lo sabían. Lercaro
defendió ese día que había maneras de acelerar los trabajos de la asamblea; y
se refirió, concretamente, a las actuaciones de los moderadores en la
conclusión del debate sobre el capítulo II del esquema sobre la Iglesia, es
decir, la votación sobre cuatro grandes cuestiones. Si se generalizaba esa
forma de actuar (que, esto lo digo yo, no dejaba de ser poner en manos de los
moderadores qué se iba a discutir y qué no), el concilio iría más deprisa.
Claro que, como digo, también sería menos concilio; pero eso, a Lercaro parecía
no importarle.
La autorización no les fue concedida. Sin duda, incluso un
PasPas como Montini, que no tenía entre sus acendradas virtudes la reflexión
estratégica (aunque al lado de Bergoglio era Messi, todo hay que decirlo) se
dio cuenta de lo que estaría haciendo de haber dado su nihil obstat.
Desde el momento en que esta forma de actuar se impusiese, los moderadores
serían los dueños del concilio; tendrían la capacidad prácticamente total de
controlar lo que llegara a las comisiones. Un entorno de cosas en el que muchos
padres conciliares podrían comenzar a votar con los pies, largándose de Roma;
lo cual podía cargarse fácilmente el ecumenismo del concilio.
Los moderadores, mayoritariamente liberales, perdieron,
pues, la oportunidad de controlar el concilio como esperaban. Eso sí, no
perdieron el tiempo. Si no podían controlar a las comisiones a través de la
labor de moderación, lo harían de otras maneras. Como a un liberal nunca le
falta un plumilla cerca que le ría las gracias, pronto se comenzó a hablar, y a
escribir, sobre las peligrosas comisiones que se consideraban dominadas por la
Curia; es decir, por los puntos de vista más conservadores; a ver, machiño, si te vas a creer que inventaste eso de la fachosfera. Las terminales
liberales comenzaron a animar a padres conciliares individuales, pero también a
conferencias episcopales enteras, para que le enviasen cartas al Papa, en las
que se presionaba para que se celebrasen nuevas elecciones para miembros,
presidentes y secretarios de las comisiones. El típico “si los resultados no
nos gustan, repitamos la elección” de toda la vida.
Para entonces, la alianza liberal europea estaba
convencida de que contaba con mayorías suficientes como para imponer a sus
miembros en las comisiones; en otras palabras, lo que quiso hacer en noviembre
de 1963 fue una OPA en condiciones sobre la totalidad del concilio, para que se
terminasen todos los dimes y diretes en que se había consumido hasta aquel
momento, y la Iglesia terminase por hacer lo que tenía que hacer, que era
obedecer a los alemanes.
El 21 de noviembre, en un nuevo plenario conciliar, el
secretario general del concilio anunció que el Francisquito había estado
reflexionando muy despacio sobre todo el bullying epistolar de que había
sido objeto, y que había decidido que los miembros de las comisiones pasaran de
25 a 30, “para que el trabajo de dichas comisiones pudiera realizarse más
rápidamente”. Supongo que hasta a Montini, que muy listo no era, no se le escaparía
el detalle de que lo que acababa de decir era una chorrada de proporciones
bíblicas, pues todo el mundo sabe que se trabaja mejor cuanta menos gente hay
para dar por culo. Se anunció, en todo caso, que los padres conciliares iban a
elegir a cuatro de esos cinco miembros adicionales, y que el quinto lo
nombraría el SumoPon. Montini, además, autorizó la elección de un vicepresidente
adicional en cada comisión, así como de un secretario más, que sería votado por
los expertos periti.
El titular del Vaticano animó a las conferencias
episcopales a reunirse para presentar aquellas candidaturas y, les dijo, sería
deseable que no presentasen más de tres candidatos por comisión. Las listas
consiguientes serían impresas y distribuidas el 25 de noviembre y las
elecciones serían el 28 de noviembre. Terminó el secretario general expresando
que era deseo papal que las conferencias episcopales hicieran un por favor por
unirse y presentar candidaturas unidas.
Aquello fue el pistoletazo de salida para que la tendencia
alemana, que ya se había extendido a otros países como Bélgica y Países Bajos,
decidiese apostar por una lista internacional. Las cosas como son, desde los
inicios de las segundas sesiones, el ala liberal del concilio venía
patrocinando reuniones de obispos y arzobispos de diversas demarcaciones del
mundo. Se solían reunir en la Domus Mariae, y rápidamente habían alcanzado la
representación de hasta 65 conferencias episcopales diferentes. El presidente
de aquellas sesiones era el arzobispo coadjutor de París, Pierre Veuillot. Este
grupo, a pesar de que no tenía una existencia, por así decirlo, legal, se
convirtió en algo así como el centro administrativo del ala liberal; y, entre
otras cosas, preparó proformas de cartas de las que le fueron enviadas Pablo
VI.
Las 65 conferencias episcopales reunidas habitualmente los
viernes por la tarde en la Domus Mariae presentaron, en efecto, su lista única
a las re-elecciones de las comisiones. Ocho conferencias presentaron listas por
sí mismas, como también lo hicieron los superiores generales, y tres grupos de
Iglesias de rito oriental.
El resultado era fácil de prever. Todos los candidatos que
habían conseguido los votos suficientes venían de la lista internacional. El
beneficio era especialmente para alemanes y austríacos, con seis elegidos.
El tema, sin embargo, algo habría de torcerse. Las
comisiones del concilio, que en realidad eran comisiones políticas, eran,
formalmente, comisiones de estudio; porque allí, en buena teoría, todos se
llevaban como buenos hermanos cristianos, a pesar de que muchos de ellos se
habrían arrancado los ojos con gusto (sentimiento que se sigue respirando hoy
en día en cualquiera de los pasillos del Vaticano, pues todos estos tipos, las
mierdas que cuentan sobre la humildad y el amor de Cristo las suelen tener de adorno).
Que, formalmente, fuesen comisiones de estudio, venía a significar que el Papa
tenía que apreciar en los candidatos adecuadas habilidades y conocimientos para
el puesto.
Pocos días después, uno de los miembros que había sido
votado para la Comisión Teológica, para colmo el segundo con más votos,
presentó (afortunadamente, en una reunión privada) un texto alternativo de
esquema sobre la Bienaventurada Virgen María. El texto fue ampliamente motejado
de dudas y preguntas por los presentes, que el susodicho no fue capaz de
contestar, y que trató de zanjar con la humilde confesión de que él “no era un
teólogo”. Joder, macho, si no eres teólogo, ¿qué coño haces en una comisión teológica:
llevar los cafés?
La elección, sin embargo, no se podía oponer. La fuerza de
los votos era muy clara. Había una clara mayoría de padres de la Iglesia que
quería a la ICAR evolucionando en una determinada dirección; y, en el fondo, se
la sudaba que eso se hiciese por correctos caminos teológicos y todas esas
pamemas. El concilio Vaticano II, a partir del 28 de noviembre de 1963, quedó
dominado por sus miembros más conspicuamente liberales, tuviesen méritos para
ello, o no los tuviesen.
Una semana antes de la elección, el día 23, se le había
presentado a los padres conciliares un texto nuevo, y bastante enjundioso: el
relativo a la Iglesia y los medios de comunicación. En 1963, un momento en el
que ya un presidente de los Estados Unidos había llegado a ganar unas
elecciones, básicamente, gracias a su victoria en un debate electoral
televisado, eran muchos los que en la Iglesia comenzaban a avizorar el gran
poder que estaban dados a jugar esos cubos de subnormales que normalmente
conocemos como medios de comunicación. El arzobispo de Sens, Francia, René
Stourm, fue el encargado de presentar el texto tal y como había salido de la
Comisión para el Apostolado de los Laicos. El esquema, vino a decir el
arzobispo, era la típica jugada vaticana: formalmente, la apertura de la
Iglesia a las nuevas realidades, todo eso de voy a escuchar a todo el mundo y
tal; pero, en la práctica, la idea de que la Iglesia tenía algo que decirles a
los católicos sobre cómo interactuar con los medios de comunicación. El típico
magisterio de siempre: yo sé más que tú, así que tengo que enseñarte a leer el
periódico, no sea que te de por pensar por tu cuenta.
El esquema, sin embargo, en términos generales no gustó. A
los que verdaderamente estaban en el siglo XX y entendían el papel de los
medios de comunicación en la sociedad, y por lo tanto entendían que eran ya
mucho más socialmente eficientes que las homilías, les supo a poco. A los que
vivían alejados de aquella realidad (que eran muchos), les pareció un texto
largo, farragoso y oscuro; en resumidas cuentas, unos lo encontraron que se
quedaba corto, y otros que se pasaba.
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