lunes, diciembre 04, 2017

La independencia griega (1)

Todo  o casi todo el mundo que conozco está al tanto del dato de que Lord Byron falleció en Grecia ayudando a los helenos en su guerra de independencia contra los turcos. Este dato, en realidad, puede ser ampliado: Byron, en realidad, no atendió a una pulsión personal, sino a una cosa que estaba muy de moda en la Europa de su época. Porque la lucha griega por la independencia, aunque ahora, casi dos siglos después, haya perdido su tensión y su fama, fue, en su momento, lo más de lo más de los sucesos internacionales. Fue, probablemente, el primer hecho del siglo XIX, lo cual equivale a decir el primer hecho de la Historia, que provocó eso que llamamos hoy, y a lo que estamos tan acostumbrados, una corriente internacional de solidaridad. ¿Por qué fue tan importante? Aquí pretendo responderos a esta cuestión. La respuesta, en buena parte, es: el genocidio.


Veamos. A principios del siglo XIX, y desde hace ya varios, Grecia forma parte del imperio otomano, es decir está dominado por los turcos. Aunque, la verdad, cabe preguntarse quién domina a quién, pues una parte importante de la cultura turca que conocemos tiene raíz griega. Sin ir más lejos, cuando en el siglo XIX los turcos decidieron dejar el turbante, se decantaron por el fez, un sombrerito que usaban los griegos.

A decir verdad, incluso antes de que la lucha por la liberación se plantease, en toda Europa la idea de una Grecia, o Rumelia como la conocían los turcos, liberada del yugo musulmán, tenía muchas simpatías. Las personas de los siglos XVIII y XIX sentían un profundo respeto por la cultura clásica, respeto perdido a día de hoy en este mundo nuestro que no distingue a Esquilo de Nino Bravo; pero entonces, como digo, muy acendrado. Para los europeos de entonces, que la cuna de su civilización estuviese en manos de musulmanes les jodía. Pero, en realidad, no era oro todo lo que relucía; o más concretamente, no era carbón todo lo que ensuciaba.

La verdad de las cosas es que Grecia había sobrevivido básicamente como nación bajo el yugo turco. No sólo eso, sino que los griegos se habían visto claramente favorecidos por el Imperio otomano, hasta el punto de permitir su extensión por territorios antes controlados por ellos y que para cuando llegaron los musulmanes a Europa, habían perdido. Mehmed el Conquistador, de hecho, había sido descaradamente partidario de los griegos. Tanto el patriarca ecuménico como toda su red de obispos ortodoxos habían sido declarados los jefes religiosos y políticos de todos los cristianos ortodoxos embebidos en el Imperio; y eso quiere decir que los griegos mandaban en el día a día sobre búlgaros, serbios y albaneses, además de sí mismos. Como veremos muy pronto, los principados balcánicos y danubianos no solían percibir en su día a día la bota del turco, sino de los altos funcionarios griegos, notablemente los fanariotas; palabra que deriva de Fanar, el principal barrio griego de Constantinopla, de donde salió buena parte de aquella casta dominadora colaboracionista.

En el siglo XVIII, todas las sedes episcopales ortodoxas del Imperio otomano estaban ocupadas por griegos. El griego era, por otra parte, la lengua pija, la lengua de las altas relaciones, del comercio, de la Iglesia, incluso de la escuela. Los turcos, poco proclives a aprender las sutilezas del poder en Europa, habían dejado todas esas mierdas en manos de los griegos. Estaban dominados, ciertamente; pero eran, en buena medida, dominadores ellos mismos.

Este bienestar político, sin embargo, no frenaba los deseos de echar a los turcos de Rumelia. En puridad, estos deseos prácticamente comenzaron desde el momento en que tomaron Constantinopla; y, con el tiempo, encontraron un gran aliado en la gran potencia europea ortodoxa, esto es: Rusia. Para San Petesburgo, la cosa era una mezcla entre hacer justicia en la Europa cristiana y obtener por el camino la dominación de los pueblos eslavos que siempre ambicionó. Pedro el Grande ya había pensado en cómo tomar la capital turca europea, y Catalina II ordenó una movida para sublevar a los cristianos constantinopolitanos contra la Sublime Puerta; tentativa que se produjo y que terminó con las calles alfombradas de cadáveres. Catalina, sin embargo, no cejó en la presión, interesada como estaba en buscarle un pequeño imperio a su hijo Constantino. Y, de hecho, a base de victorias frente a los turcos acabó arrancando el tratado de Kutchuk-Kainardji, que introducía elementos de protectorado ruso sobre los griegos.

La Revolución Francesa, sin embargo, introdujo en Grecia, como en otras razones, todo un soporte ideológico para las revoluciones liberadoras. Un movimiento que hasta entonces se había caracterizado por los elementos intelectuales, nostálgicos de la vieja sabiduría helena, dejaba paso ahora a hombres más de acción como Adamanios Korais, o el poeta Rigas Feraios, famoso por ser autor de la que pasa por ser la Marsellesa griega, y que murió por esa causa en 1798. Antes de morir, Rigas había formado una sociedad secreta llamada la Hetairía, que sería modelo de otras con el mismo nombre que acabarían por labrar la rebelión.

Los griegos revolucionarios contaban con que, a su alzamiento, el zar Alejandro decretaría la ayuda inmediata de Rusia. Pero se equivocaban. Eran los tiempos de la Santa Alianza, tiempos en los cuales un monarca absoluto como el ruso se mostraba reticente a apoyar el derrocamiento de otro monarca absoluto, aunque fuese musulmán. Sin embargo, no hay que olvidar que en su Ministerio de Asuntos Exteriores, el zar tenía a un fuerte sostén de la causa griega, Capodistrias, nacido en Corfú. Capodistrias, de hecho, sería situado al frente del Estado griego tras la independencia.

Todo quedó preparado a finales de 1820. Aquel año se había formado en Rusia un cuerpo insurreccional a las órdenes de Alejandro Ipsilanti, quien, en realidad, no era griego sino valaquio, y que entonces era ayudante de campo del propio zar. El 25 de febrero de 1821, Ipsilanti penetró en Moldavia, donde esperaba que la nobleza local se le uniese. Sin embargo, a pesar de encontrar a algunos nobles helenizados dispuestos a ayudarle, el grueso de la sociedad que hoy llamamos rumana no se mostró en modo alguno dispuesta, sino más bien hostil. No tenían sino malos recuerdos hacia sus gobernantes fanariotas. De hecho, por esas mismas fechas Tudor Vladimirescu, un funcionario valaquio, había lanzado una rebelión en el país cuyo objetivo no eran los turcos... sino los griegos.

Así las cosas, a las tropas turcas no les costó mucho pasar el Danubio y derrotar a los griegos, cosa que ocurrió en Dragashani y Sculeni. Ipsilanti, por lo tanto, fue derrotado; pero su gesto, en realidad, tuvo un gran valor, pues animó a los griegos a una gran insurrección como la que llevaron a cabo el 25 de marzo de 1821, en el Evangelismos, el día de la Anunciación.

En muy poco tiempo, los alzados, una curiosa mezcla muy carlista de combatientes y sacerdotes, se hicieron con el control de casi toda la Morea. Aquellos hechos dispararon el furor de los musulmanes más fanatizados, que cometieron verdaderos desmanes sobre los cristianos de Constantinopla. La mayor brutalidad fue cometida por los jenízaros, para entonces mayoritariamente una tropa de borrachos que no se paraba ante nada. Fueron a la catedral constantinopolitana donde se celebraba la misa nocturna de Pascua, tomaron a Grigorios, el patriarca, y lo colgaron de la portada de la basílica; luego lo arrastraron por la calle y lo tiraron al mar. Ese mismo día, doce obispos e incontables fieles de a pie fueron asesinados.

Lo de Grigorios fue un error. Un gran error. Además de disparar el horror de Europa, por entonces ya bastante renuente a ese tipo de tratos de otros tiempos (ahí comenzó la fama de los musulmanes como atrasados cabreros con pistola), dotó al zar Alejandro de la disculpa mejor para, interpretando de forma laxa los artículos de Kutchuk-Kainardji, arrogarse el derecho a intervenir. Sin embargo, San Petesburgo no encontró ni en Londres ni en París el estado de ánimo que necesitaba para poder tirar para adelante. El baron Sergei Grigorievitch Strogonov, embajador ruso en Constantinopla, la abandonó el 10 de agosto de 1821 sin haber alcanzado acuerdo alguno, ni con los turcos ni con las potencias europeas. Pero los griegos no se arredran: el 3 de octubre toman Tripolitsa, donde realizan una masacre de musulmanes en represalia por los sucesos de Pascua.

El 13 de enero del año siguiente, los jefes de los distritos ganados a los turcos se reúnen en Epidauro y proclaman la independencia de Grecia. Esta asamblea, presidida por Alexandros Mavrocordato, vota una primera constitución helénica, y nombra una especie de gobierno de cinco miembros.

En abril de ese año de 1822 los acontecimientos toman otro cariz. Los habitantes de la isla de Samos, que está en revuelta, tratan de refugiarse en la vecina de Chio, en la que no hay rebelión alguna. Sin embargo, esta huida fue el pretexto perfecto para el kapudan pachá, el jefe de los ejércitos turcos, Kara Alí, para atacarla. Los habitantes huyeron a las montañas. Alí prometió respetarles la vida y así se lo dijo a los cónsules francés y austriaco, quienes aseguraron a los temblorosos chiotas que podían volver a sus casas para celebrar la Pascua.

Pero no fue así. Una vez que volvieron, los turcos faltaron a su palabra y organizaron un genocidio en toda regla: hubo 23.000 muertos y unas 50.000 personas, sobre todo niños, desparecieron de la faz de Europa, entregados a la esclavitud.

El genocidio de Chio cambió la cosas. Victor Hugo escribió sobre él. La intelectualidad europea se volcó en su crítica. Y, de la noche a la mañana, muchas personas en Europa despertaron al problema griego, y comenzaron a apoyar a los insurgentes. En el campo político, sin embargo, la cosa era distinta. Por ese tiempo se reunía en Verona un congreso para estudiar, sobre todo, la situación en España. Sin embargo, los organizadores de la reunión quisieron tratar también los asuntos de Europa oriental, e invitaron a los turcos a estar presentes. El sultán se negó displicentemente, argumentando (y no le faltaba razón) que si los musulmanes de la India o los tártaros de Rusia se rebelasen, dos de las potencias que tanto le reprochaban su brutalidad no iban a ser mucho más amables. Verona se disolvió sin haber tomado ni media resolución sobre el tema; de hecho, se negaron a recibir a una delegación griega. Kara Alí, de todas formas, habría de morir en un enfrentamiento con el pirata Constantin Kanaris.

El 20 de agosto de 1823, los griegos, que habían encontrado un general en el suliota Marko Botsaris (suliota viene de Sulis, una antigua región del Épiro), consiguieron una gran victoria en Karpenitsi, gracias al ataque nocturno de varios centenares de partisanos sobre el campamento turco. Botsaris, sin embargo, resultó muerto.

En Europa, sin embargo, las cosas cambiaban con rapidez. Como digo, es conocido el gesto de lord Byron de unirse a la defensa de Missolonghi, donde Mavrocordato resisitió cuatro años hasta abril de 1826. Pero mucho menos mediáticos, pero más importantes, fueron gestos como el del coronel Charles Nicolas Fabvrier, que también se unió a los alzados. Los ingleses, por otra parte, comenzaron a financiar a los griegos casi descaradamente.

El 9 de enero de 1824 Rusia dio un paso adelante con una propuesta publicada por el secretario de Estado ruso Karl Nesselrode. Esta propuesta indicaba la creación de tres principados: Grecia Oriental (Tesalia, Beocia y Ática); Grecia Occidental (Épiro y la Acarnania); y Grecia Meridional (Morea y Creta). Sobre ellos, Turquía ejercería un poder nominal como el que tenía sobre los principados balcánicos, pero en realidad vigilado por las potencias, sobre todo Rusia. Las islas gozarían de autonomía municipal. Un plan, pues, diseñado para que los turcos se lo pensasen (al fin y al cabo, venía a ser lo que tenían en Valaquia o Moldavia), pero que no podía ser aceptado por los insurgentes. Los rusos reunieron una conferencia en junio para estudiar este plan, pero no lograron convencer a nadie.

El conflicto experimentó entonces una escalada, dado que el sultán turco, ante los problemas que le provocaba la insurrección, solicitó ayuda del poderoso Egipto; en 1822 las tropas egipcias ya habían entrado en el conflicto desembarcando en la isla de Creta, prácticamente tomada por los cristianos que tenían rodeados a los turcos, y perpetraron una gran matanza. En 1824, los turcos nombran a Mehmed Alí, pachá de Egipto, jefe de las tropas turcas destinadas en la Morea (el Peloponeso); los egipcios desplazan 30.000 hombres, que se dice pronto, a la zona. Hosrev, el general turco, parte con su flota para reunirse con Alí y, por el camino, devasta la isla de Psara y mata a la mitad de sus habitantes.

En todo caso, la entrada de Egipto en el conflicto colocó a Francia en una situación muy incómoda, teniendo en cuenta su gran implicación en ese país, al que ayudaba para su modernización y en el que también tenía asesores militares destacados.

Las tropas egipcias desembarcaron en la Morea en marzo de 1825. Se hacen con Coron y Moron y asedian Navarone, que cae el 18 de mayo. En poco tiempo, ocupan casi toda la región.

Ibrahim, el general egipcio enviado por Alí, cometió en ese momento, sin embargo, un error importante: trasladar a la población ocupada a Egipto, lo cual dejó claras sus intenciones de repoblar el Peloponeso con inmigrantes musulmanes. Este proyecto despertó inmediatamente la tensión en Londres y París: de llevarse a cabo, haría que las dos costas del Mediterráneo oriental estuviesen dominadas por musulmanes; lo cual, probablemente, haría imposible la navegación por esa zona. El gesto, además, disparó la solidaridad cristiana con Grecia, y revitalizó el movimiento de militares voluntarios que querían ir allí. Incluso una división naval estadounidense visitó formalmente a los rebeldes en Nauplia.

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