miércoles, julio 13, 2022

La ley de memoria democrática

 

Bueno, pues ya le he echado una primera lectura al anteproyecto de ley de memoria democrática. Os haré algunas apreciaciones sobre el mismo, para luego pasar a una reflexión más genérica, que es la que tengo más interés en hacer.

Yo no soy abogado y por lo tanto mi opinión vale lo que vale. Dicho esto, pienso que el anteproyecto, a pesar de algún que otro fallo que se ve por ahí, está razonablemente armado jurídicamente. El problema de la ley no es tanto jurídico como de otra naturaleza. Su principal problema es las incongruencias intrínsecas que contiene, y que son, fundamentalmente, dos.

La primera tiene que ver con el  ámbito temporal de los actos que quiere abarcar: desde el 18 de julio de 1936 (aunque, la verdad, si los redactores de la ley supieran algo de Historia, deberían haber escrito el 17 de julio), hasta la promulgación de la Constitución vigente de 1978. Este periodo deja fuera de su ámbito todas las violencias (y, consecuentemente, las víctimas) de la II República y, muy especialmente, las de la “normalidad” del 36, que fueron más de 200 (a mitades entre derechas e izquierdas); pero no deja fuera, claro, los actos infames cometidos en el bando republicano durante la GCE. Sin embargo, es claro que el objetivo de esta ley no es ni recordar, ni reparar, ni reconocer el daño de estos desafueros. Esto se ve en temas como:

  • Cada vez que la ley amplía un concepto general con una proposición que comienza “particularmente” o “en particular”, todas las descripciones que hace se refieren a los desafueros del bando sublevado y la dictadura. Los casos vinculados a la violencia republicana no se citan, como tampoco se citan, evidentemente, las violencias terroristas (FRAP, ETA) entre la muerte de Franco y la promulgación de la Consti.
  • El artículo 5.2, al referirse a la nulidad de tribunales “contrarios a Derecho” que actuaron en el periodo (ahora mismo me volveré a referir a esto), cita al Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, el Tribunal de Orden Público, “así como los Tribunales de Responsabilidades Políticas y Consejos de Guerra”. Pero… ¿y los tribunales populares de la República? ¿Y las cortes formadas con minoría de jueces y mayoría de representantes de partidos y sindicatos? ¿Eran “conforme a Derecho”? Sus decisiones, ¿no se considerarán nulas?

La segunda incongruencia está nucleada en los interesantísimos artículos 4 y 5. Estos artículos tienen tres parágrafos el primero, y cuatro el segundo, y la sensación es que los seis primeros los ha redactado un becario militante, pero el séptimo lo ha escrito alguien que tiene, quizás, un título de Derecho colgado de la pared de su despacho. Efectivamente, el art. 4 comienza adverando el carácter “radicalmente nulo” de “todas las condenas y sanciones producidas por razones políticas, ideológicas, de conciencia o creencia religiosa durante la Guerra, así como las sufridas por las mismas causas durante la Dictadura”. Luego, el art. 5 nos dice que son también ilegítimos “los tribunales, jurados y cualesquiera otros órganos penales o administrativos que, durante la Guerra, se hubieran constituido para imponer, por motivos políticos, ideológicos, de conciencia o creencia religiosa, condenas o sanciones de carácter personal, así como la ilegitimidad y nulidad de sus resoluciones”; eso sí, como ya he comentado más arriba, en el siguiente parágrafo sólo se citan los tribunales franquistas.

El artículo 5, como digo, declara la estricta nulidad de las decisiones judiciales tomadas durante la guerra en el bando nacional y en el franquismo; y abre, cuando menos en mi opinión, la posibilidad de que también se haga lo mismo con las decisiones del bando republicano (lo que llevaría, entre otras cosas, a que la familia Primo de Rivera se pueda convertir en víctima bajo los auspicios de la memoria democrática, al declararse el fusilamiento de su antecesor como un acto ilegítimo). Pero llega el parágrafo 4, que es el que expresa esta segunda incongruencia básica de la ley. Cito: “la declaración de nulidad que se contiene en los apartados anteriores dará lugar al derecho a obtener una declaración de reconocimiento y reparación personal. En todo caso, esta declaración de nulidad será compatible con cualquier otra fórmula de reparación prevista en el ordenamiento jurídico, sin que pueda producir efectos para el reconocimiento de la responsabilidad patrimonial del Estado, de cualquier administración pública o de particulares, ni dar lugar a efecto, reparación o indemnización de índole económica o profesional”.

Dicho de otra forma: hablamos de una ley de reparación que no repara, salvo con una palmadita en el hombro. Consciente del enorme follón que viene a suponer plantar la semilla de la inseguridad jurídica a base de convertir España en un país en el que una coalición política en el gobierno puede declarar sentencias firmes como inhábiles cuando le de la gana (hoy las del franquismo, mañana las de la colza, pasado mañana el crimen de los Urquijo y porque yo lo valgo), el ignoto amanuense del artículo 5.4 deja claro que, con esta ley en la mano, todo aquél a quien se causare un daño tiene derecho a que le reconozcan que fue dañado, pero no a verlo reparado.  Así las cosas, el art. 6 genera el derecho a “obtener una declaración de reparación y reconocimiento personal”.

La reparación es, de hecho, el motivo de todo un capítulo de la ley (Capítulo III, artículos 31 y siguientes). A causa de esta incongruencia de base, la reparación se define en términos enormemente indefinidos (o sea, que no se define). Artículo 31: “La Administración General del Estado desarrollará un conjunto de medidas de restitución, rehabilitación y satisfacción, orientadas al restablecimiento de los derechos las víctimas en sus dimensiones individual y colectiva”. Llama la atención, para empezar, que el Capítulo III se llame “De la reparación” y su primer artículo, el 31, hable, como acabáis de leer, de “restitución, rehabilitación y satisfacción”, pero no de reparación. Es un indicativo más de la tautológica esquizofrenia en que se mueve el texto legal.

En el artículo 32.1 le volvieron a dar la pluma al becario militante: se investigarán las incautaciones y se realizará “una auditoría de los bienes expoliados en dicho periodo, incluyendo obras de arte, el papel moneda y otros signos fiduciarios depositados por las autoridades franquistas”. “Depositados por las autoridades franquistas”… tiene toda la pinta de que lo del Vita no lo van a mirar.

O sea: que el Estado va a hacer una lista de todo lo que, en la terminología de la ley, Franco le robó a los demócratas. ¿Y después? Después, el artículo 32.2, donde vuelve a coger la pluma el licenciado en Derecho: “Una vez finalizada la auditoría a que se refiere el apartado anterior, se implementarán las posibles vías de reconocimiento a los afectados, sin perjuicio de lo previsto a este respecto en el artículo 5.4 de la presente ley”. El licenciado en Derecho, pues, se cita a sí mismo para recordar que se podrá anotar que a alguien le incautaron un Murillo; pero lo que no podrá hacer ese alguien es reclamar que se lo paguen. El Estado le dará un papel en el que dirá que la familia una vez tuvo un Murillo, y que Franco era un cabrón.

En otro orden de cosas, hay elementos que a mí, cuando menos, me llaman la atención:

  • En el artículo 2.1 se dice que la ley “se fundamental en los principios de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición”. ¿Qué es, exactamente, el principio de garantía de no repetición? ¿Cómo se puede garantizar eso?
  • Son víctimas, de acuerdo con esta ley, quienes sufrieron los desafueros contrarios a los derechos humanos y sus descendientes. Esto no tiene gran novedad (es así también con las víctimas del terrorismo). Pero lo que me llama la atención es el proceso de creación de un registro de víctimas, es decir, de reconocimiento de la condición de tal. Dice el artículo 3.2 que eso se hará recabando datos de archivos, más otros suministrados por diversos actores y, añade., “cualquier otra fuente, nacional o internacional, que cuente con información relevante” para el registro. En la práctica, pues, si alguien dice que alguien le hizo algo a su abuelo, por ejemplo porque tiene una carta de su madre en la que ésta le decía que así fue, es perfectamente posible que, no mediando más prueba ni testimonio ni traza del asunto, ese nieto o nieta sea considerado víctima. El proceso, como digo, es un tanto blandito.
  • El artículo 14.2 anuncia que el Estado “impulsará la investigación de todos los aspectos relativos a la Guerra y la Dictadura”. No dice cómo, aunque se adivina: a golpe de subvención. Pero, vaya, que si estás pensando en hacer una investigación de la matanza de La Fatarella y crees que al amparo de este artículo te la van a subvencionar, no te gastes que no te la van a dar.
  • El procedimiento de localización y excavación de fosas, profusamente regulado, tampoco queda muy claro. El art. 18 nos dice que “Las administraciones públicas competentes autorizarán las tareas de prospección encaminadas a la localización de restos de las víctimas de acuerdo con la normativa aplicable y los protocolos de actuación que se establezcan”. No dice ni qué calidad legal tendrán esos protocolos (ley, decreto, orden, instrucción, carta hológrafa…); ni si se van a regular todos a la vez o cada uno a su bola; ni quién va a emitir esos protocolos. En este último aspecto sí que hay una pista en el art. 20, que se vuelve a referir a lo mismo al decir que las actividades relacionadas con las fosas “se realizarán siguiendo los oportunos protocolos adoptados por Administración General del Estado y las comunidades autónomas”. O sea, parece que el Estado Central y las autonomías son quienes deberán realizar y adoptar esos protocolos. Pero, de nuevo: no se sabe si hay un protocolo por fosa, uno para toda la Comunidad de Madrid; y, por último, no queda del todo claro cuándo el protocolo lo desarrollará el Estado. Puede que esté sugiriendo que los protocolos se desarrollarán conjuntamente por Estado y autonomías, pero tampoco lo dice.
  • Hay un aspecto fundamental en el tema de las fosas, que es donde está el meollo del gasto, que es la identificación de restos. Para lo que es cavar la fosa en sí, el art. 21.1, dedicado al supuesto de que esté en un terreno privado, establece la posibilidad de que la Administración decrete la ocupación temporal con indemnización, pero ésta será “a cargo de los ocupantes”. No hay, pues, gasto público, puesto que habrán de pagar los que quieren cavar. Sin embargo, lo que es verdaderamente caro, sobre todo si hay muchos restos, es la identificación del ADN de los restos. Ésta, nos dice el art. 23.3, será realizada por “la Administración General del Estado o, en su caso, las administraciones competentes”. En otras palabras: el gasto le puede caer al Estado, a la autonomía, o al ayuntamiento o mancomunidad. Y eso se definirá “en su caso”. ¿Con qué criterios? Cri, cri, cri…
  • El artículo 51 habla de la declaración de lo que se denomina en la ley “lugares de memoria democrática”. Dice que es una declaración que se puede incoar de oficio por parte del Estado; que dicha incoación se publicará en el BOE y que se someterá a información pública y audiencia de los particulares. Pero, acto seguido, comienza el artículo 55 con la afirmación: “El Valle de los Caídos es un lugar de memoria democrática (…)” O sea: ¿ya pasó por los trámites del artículo 51 de un anteproyecto de ley que todavía no es ley? Para que luego digan que en España las leyes van lentas...


En fin, esto es, un poco a mocosuena, lo que os quería contar desde el punto de vista del análisis de la ley. Es, como digo, una ley que es rea de dos grandes incongruencias: el hecho de que en su ámbito temporal caen hechos que a todas luces no quiere ver incluidos; y el hecho de que es una ley de reparación que no repara sino que, literalmente, restituye, rehabilita o satisface. Su gran oferta es el tema de las fosas, que es un tema que, como el texto viene a reconocer casi a regañadientes, en realidad no depende sólo, ni siquiera fundamentalmente, del Estado que impulsa esta ley, sino de las administraciones regionales y locales.

Pero voy con otro tema, más relacionado con lo que sigue en el artículo. Se anuncia que se van a impulsar las investigaciones históricas y también se anuncia (art. 45) que se va formar al profesorado “en relación con el tratamiento escolar de la memoria democrática”. Esto es, la ley tiene la voluntad de generar una versión de la Historia que será aquélla cuya investigación se impulsará y cuya enseñanza se generalizará, mediante la formación previa de los profesores para que tengan claro lo que tienen que explicar, y lo que no.

¿Tiene esto lógica? La verdad, no mucha. Pero, éste es el comentario general que a mí me cabe añadir, cuando menos a mí no me sorprende. Y voy a ver si me explico.

El gobierno actual, al cambiarle el apellido a la memoria, que ya no es histórica sino democrática, trata, en mi opinión, de orillar el principal reproche que le cabe hacer a una ley como ésta: deje usted, señor, la Historia a los historiadores. Pero, la verdad, yo creo que no le haría falta. Porque, en mi opinión, el movimiento de memoria histórica es el resultado de dos pulsiones: una, una pulsión ideológica; la otra, el espacio que deja libre una historiografía patria cada vez de peor calidad.

Ya sabéis, lo he comentado ya varias veces en este blog, que leo mucho en Twitter mensajes relacionados con la Historia y los historiadores. Sigo a algunos, y el hecho de que los lea hace que el algoritmo se alimente y me presente otras intervenciones. Normalmente no les contesto ni entro a la confrontación porque es algo que me da mucha pereza y porque, además, me llama la atención que teóricos historiógrafos (por eso los suelo llamar licenciados en Historia, porque me da la sensación de que alguno tiene el título y poco más) se conformen con elaborar argumentos de tres líneas.

Como ya he escrito sobre esto en otras ocasiones (quizás la más larga, ésta), no me extenderé mucho. Pero lo que sí haré es recordar que soy muy pesimista sobre el presente y el futuro de nuestro estudio de la Historia, y nuestra enseñanza de la Historia. El historiador de hoy en día sirve a ideas, lo cual quiere decir que es incapaz de historiar hechos que se oponen a esas ideas o, más concretamente, entiende que la labor de historiar esos hechos es acercarlos a su manera de ver las cosas. La Historia, hoy, tiene un objetivo. Por eso se confunde con la memoria, porque ser historiador se confunde con ser memorialista. Nada hay de malo en que una persona se declare admirador de los tercios españoles, o de los gudaris vascos, y dedique sus fines de semana a pasearse por montes y ciudades reviviendo esas figuras; pero eso es memorialismo, no Historia. Cuando un historiador se dedica a relatarse a sí mismo, a través de las fotos que cuelga en las redes sociales, disfrazado de granadero del rey o de guerrero zulú, el mensaje que está lanzando es que no es un historiador; es un recordador. Y la Historia no son los recuerdos, sino su investigación e interpretación.

El memorialismo es, por definición, nostálgico; nostalgia es el triste deseo de que un tiempo pasado pudiera regresar. El memorialismo de la guerra civil y la dictadura franquista es exactamente eso: el deseo de poder dar marcha atrás en el tiempo y tener la oportunidad de cambiar los hechos para hacerlos compatibles con una determinada memoria. Todo eso se legitima revistiéndolo de un objetivo superior, como es la formación de un país en valores democráticos. Se establece una identificación feble entre el hecho de ser demócrata y el hecho de tener una determinada interpretación de la Historia. Se reviste, por lo tanto, de universalidad un objetivo particular, partisano.

Pero esto es así, no lo olvidemos, porque no podemos decir: dejemos a la Historia que hable de la Historia. El terreno sobre el que se apoya la memoria democrática es el hecho de que la Historia forma parte del proceso memorialístico; ha perdido la distancia que todo juez debe de tener respecto del presunto crimen que está juzgando. La primera discusión que abandoné en Twitter no era sobre Azaña, ni sobre Largo Caballero, ni siquiera sobre Franco. Era sobre Pericles. No me tengo por gran experto en Historia Antigua pero, la verdad, la imagen que tengo de Pericles de Xantipo es la de un hombre bastante embustero, por no decir muy embustero que, por razones básicamente particulares, arrastró a los atenienses al desastre y, por supuesto, cuando el desastre se presentó, le echó la culpa a la guerra de Ucrania, a los vientos de cola y a la aleve familia de Rociito. A mí, Pericles no me parece una figura edificante. Pero el caso es que, por decirlo, me encontré, antes de que pudiera darme cuenta, en medio de una discusión en la que había personas que daban toda la impresión de ser hijos naturales de Pericles y estar reaccionando porque yo le había llamado asesino de niños, o algo peor. La verdad, llevo muchas décadas coloquiando y contendiendo con historiadores y personas aficionadas a la Historia, y no estoy acostumbrado a estas expresiones de pasión de hoy en día. Poco a poco te vas dando cuenta de que no se está hablando de Historia; se está hablando de memoria. Memoria ligada a valores. Y eso no es Historia.

La futura ley de memoria democrática está encima de la mesa porque algunos la quieren. Pero, sobre todo, está encima de la mesa porque puede estar. El espacio que necesita para existir se lo ha dejado la historiografía actual, que ha admitido la penetración en la misma de los procesos de memoria.

La gran verdad del conocimiento de la Historia es que entender el pasado nos ayuda a comprender el presente. Esta verdad, sin embargo, hay una forma torcida de entenderla, hasta el punto de convertirla en mentira. El sentido real de esta frase es que, conociendo con precisión la geografía del pasado, entendiendo cada hecho pasado como una mezcla, normalmente maloliente, de buenas y malas intenciones, traición, desesperación, dependencias y sometimientos, eso nos ayuda a entender lo mal que huele nuestro tiempo presente, y lo preñado que está de intenciones espurias. Pero, claro, la frase se puede entender de otra manera. Se puede entender como la labor consistente en buscar en el pasado los argumentos necesarios para apuntalar la virtud del presente. Lo primero es lo que hace un historiador; lo segundo es lo que hace un licenciado en Historia.

Esta ley de memoria democrática tendrá el recorrido que tenga; algunos dicen que mucho, otros que no tanto. Pero sea corto o largo dicho recorrido, no se hará ni contra, ni aparte de la historiografía. Se hará con ella.

Esto es lo verdaderamente triste.

2 comentarios:


  1. Bueno. Yo soy de ciencias, — de las ciencias “duras” para ser más concreto — y no veas los debates absurdos en los que muchos popes incurren y en los que se olvidan completamente del método científico. Da igual que se hable del covid, de climatología o de la existencia del multiverso porque muchos usan argumentos sacados de manuales de autoayuda, defienden lo que desea que defienda el que les da la subvención o se dejan llevar de la simple manía personal. Lo de los argumentos basados en datos contrastables, modelos sujetos a verificación y de definir formas de falsar sus propias hipótesis lo dejan para mejor ocasión.

    Si eso pasa con disciplinas que en gran medida se pueden construir, medir y contar, a veces hasta las partes por millón, me temo que con las ciencias sociales (asumiendo que sean ciencias, que esa es otra), siempre será mucho peor. Al fin y al cabo todavía los economistas siguen debatiendo si el New Deal fue lo que salvó la economía estadounidense o lo que lastró la recuperación.

    Y bueno. Tampoco es que el historiador a sueldo del poderoso de turno sea una novedad precisamente. Yo más bien diría que es la norma, siendo los otros la excepción que dignifica la profesión.

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  2. Lenin es otra figura sobre la cual hay muchos sentimientos de por medio. Estos días se conmemora el como Lenin y el PCUS ordenaron a sangre fría el asesinato de los niños Románov, pese a que éstos ni siquiera tenían derecho a la corona como tal -ya que las leyes de sucesión ponían a los varones por delante-, y por supuesto, se desató la ola de neo-leninistas justificando lo injustificable.

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