viernes, febrero 19, 2021

Islam (14: los abásidas)

 El modesto mequí que tenía the eye of the tiger

Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro 


El reinado de Marwan, yo creo que afortunadamente para la Historia del Islam, no duró mucho. La cascó en el 685, año en el que fue sustituido por su hijo, Abdul Malik. Fue este Abdul, mucho más dotado para el mando, el que terminó la pelea contra los grupos pro Zubair y pacificó el Imperio.

 Abdul Malik es, además, responsable de la erección del primer gran monumento musulmán. Se trata de la conocida como mezquita de la Roca de Jerusalén; un edificio que está fundamentalmente decorado con versículos del Corán especialmente escogidos para mostrar el rechazo del Islam a la doctrina cristiana de la encarnación. En la mezquita de la Roca, pues, empieza el lento y progresivo proceso de diferenciación entre cristianismo e Islam, hasta el punto de hacerlos parecer como religiones no sólo diferentes, sino antagónicas (cosa que no son).

Abdul Malik murió en el año 705. Fueron décadas de expansión del Islam, tanto hacia el Este como hacia el Oeste, y también hacia el Norte, pues terminarían, como sabemos bien, por dar el salto a  Europa. La expansión del Islam inmediatamente planteó el problema más importante de todos, que siempre es el mismo: la pasta. Con el poder territorial adquirido, el Imperio islamita adquirió una gran capacidad de cobrar impuestos; pero la cosa de quién los recibiría estaba menos clara. El asunto provocó frecuentísimos problemas entre la aristocracia árabe no coraichita, alejada por ello del poder político y, por ende, del Tesoro.

El poder omeya era, en gran parte, un poder geográfico, que abarcaba fundamentalmente la Gran Siria y la zona esteparia entre el Tigris y el Éufrates. Eso significaba, fundamentalmente, que el centro de gravedad del poder islámico había cambiado dramáticamente; que ya no era fundamentalmente un tema de las tribus del Heyaz; y eso, lógicamente, suponía un problema, pues quien ha sido el centro del poder rara vez acepta así como así dejar de serlo.

La expansión musulmana, por otra parte, se hizo gracias a una mezcla de conquista militar y ventajas económicas. Los gobiernos islámicos hacían que el ser súbdito suyo y a la vez conservar una religión no musulmana saliera caro: gravaban esa situación con impuestos especiales, como si considerando que sólo siendo musulmán se puede ser sostenible, esas mandangas. Inicialmente, esa mayor carga fiscal, diferencial respecto de los creyentes de pata negra, se mantenía incluso para quienes eran conquistados siendo musulmanes y, sobre todo, para los que se convertían. Pero la lógica acababa por imponerse y, conforme los conversos hacían profesión de fe inquebrantable (y bien sabemos los cristianos españoles, a través de nuestra propia Historia, que nadie defiende con mayor voluntad y con mayor fuerza una religión que quien la ha abrazado como converso), se iba haciendo necesario considerarlos, fiscalmente hablando, como musulmanes plenos. Así, cada vez más las masas musulmanas, originales o conversas, de los territorios conquistados, iban conquistando, por su parte, las ventajas fiscales de que disfrutaban los que estaban en el club desde el primer día; si bien los impuestos sobre la tierra siguieron siendo los de los no musulmanes, probablemente por las evidentes necesidades presupuestarias que se planeaban en zonas que eran fronterizas con el enemigo.

Este tema de la recaudación de los impuestos está muy relacionada con la habitual vida disipada de que hacían gala por lo general los omeyas. A los califas les gustaba vivir bien en este mundo, y el esquema básico que les presentaba el Corán, que en esto es más o menos el mismo que presenta la Biblia, no les hacía pandán. Ellos preferían beber y follar en este mundo, ya que para eso tenían el poder. Esto, sin embargo, los alejaba de poder reivindicar el concepto de que su poder temporal era, también, espiritual. Muawiya había podido vivir de las rentas de ser pariente de Osmán, un califa que, por muy discutido y discutible que hubiese sido, tenía un perfil religioso innegable. Pero sus sucesores ya no contaron con esa línea de crédito moral. Lo que los omeyas le ofrecían a la comunidad musulmana era estabilidad política y poder militar. Ambas cosas muy importantes, pero no para un devoto.

Los omeyas, además, como no tenían ni puta idea de cristianismo, pues se limitaban a conquistar a los cristianos y freírlos a impuestos hasta que se hacían islamitas, no se estudiaron bien el fenómeno del martirologio, que en el siglo VII estaba ya bien desarrollado. Si se hubieran interesado por la figura del martirio habrían hecho algo para evitar que en Kerbala, progresivamente, el perdedor del 10 de Muharram se acabase convirtiendo en el ganador, por mor del indudable atractivo que ejercía su triste muerte. En Kerbala, en efecto, apareció toda una corriente de musulmanes que normalmente se conoce como Los Penitentes. Al principio, los penitentes todo lo que hacían era peregrinar hasta la tumba de Husein y pasar allí horas y horas llorando y dándose golpes de pecho. Pero acabaron por juntarse en patotas, el viejo grupo de Whatsapp cabrón de toda la vida, y decidieron ir a Siria a destronar al califa. Ciertamente, en enero del 685, las tropas omeyas les interceptaron y dispersaron. Pero la idea había prendido: el califa debe ser un pariente de El Profeta, luego los califas reinantes no son califas. Estos puntos de vista, que son más estrechos y exigentes, a menudo se mezclaron con el punto de vista exigente por excelencia de la época, el kharijismo, a pesar de que éste había nacido en oposición a Alí.

En el mismo año 685 estalló una revuelta en defensa del califato para un pariente de Alí. Mukhtar al-Thaqafi, un árabe aristócrata no coraichita, tomó el control de Kufa durante un año y medio. Su levantamiento lo era en nombre de Mohamed bin al-Hanafiyyah, un medio hermano de Husein, pues era hijo de Alí y una esposa que tomó de la tribu hanafi. Mohamed, que era ahora el único hijo de Alí con vida, fue proclamado mahdi, que quiere decir algo así como “el que se conduce rectamente”. Sin embargo, el mahdi no tenía nada que ver con la revuelta; vivía en Medina, totalmente ajeno a aquellos movimientos. Incluso, cuando la rebelión fue sofocada, no tuvo problema en coger el tren a Damasco y allí decirle a Malik que era lo más de lo más.

En el 739, Zayd bin Alí, que era nieto de Husein e hijo de uno de los pocos supervivientes de la masacre de Kerbala, se dejó ver por Kufa. Trató de liarla parda, pero murió luchando con las tropas califales. Yahya, su hijo, huyó a Khorasan y luego a Herat, donde continuó la rebelión de su padre. Murió en el campo de batalla en el 743.

A los partidarios de un califato surgido de los genes de Alí se les habían acabado prácticamente todos los candidatos. Pero eso nunca ha sido problema para un buen teólogo. Rápidamente, la oposición anticalifal procedió a cambiar el orden de los factores. No había, dijeron, que luchar en favor de un candidato califal, porque el califa auténtico era alguien de momento desconocido. El buen califa sería al-rida min al-Muhammad, esto es: aquél que fuese aceptado por la Casa de El Profeta. Era un movimiento inteligente; levantarte en revuelta señalando a un tipo de barbas y diciendo que es tu califa era como ponerle en la frente un post-it que dijese “matadme a mí, y mataréis la rebelión”. Ahora, la táctica cambiaba: primero nos rebelamos y, una vez que hayamos ganado, será cuándo digamos quién es nuestro campeón, porque lo es, también, de Mahoma. La única cosa cierta es que debía de tratarse de alguien procedente de la propia familia de El Profeta. Otra cosa que hicieron estos nuevos rebeldes, que como antes surgieron en Kufa, fue entender que extenderse hacia el Oeste era cabalgar hacia el enemigo, así pues lo hicieron hacia el Este, especialmente hacia Tukmenistán.

La cabeza de esta revuelta era un tipo que llevaba el muy genérico nombre de Abu Muslim (Abderramán bin Muslim al-Khurasani). Al-Khurasani, aunque ciertamente podría llevar a que los españoles lo llamásemos El Croasán, viene a decirnos que era de Khorasan; lo otro que nos dice su nombre es que tenía un hijo musulmán (Abu Muslim, padre de musulmán). O sea, muy poca cosa. El Croasán, obviamente, no era el elegido para el califato.

En el 747, el año Boeing, Abu Muslim tomó Marv, la ciudad más importante de Tukmenistán. Entonces, de Damasco enviaron tropas para follárselo; pero él fue quien se los emasculó, de manera que, pasados algunos meses, dominaba buena parte de lo que hoy conocemos como Iraq. Los rebeldes nombraron a un Ibrahim como El Elegido, pero los omeyas lo capturaron y lo eligieron para el cadalso. Entonces, el brother de Ibrahim, Abu al-Abbas, fue nombrado califa; y es por eso que los califas de esta pata son llamados abásidas en lugar de ibraimitas, que sería más complejo pero en el fondo más preciso. Aquello siguió subiendo como chicharro bursátil en mes de agosto; en octubre del 749, la última armada omeya fue derrotada en la conocida como batalla del río Zab.

Saffah, como ahora se hacía llamar el nuevo califa, reclamó ser pariente del Profeta; concretamente, dijo ser descendiente de Abbas, el tío de Mahoma. Lo importante era que no descendía de Fátima, cosa que para los rebeldes era de gran importancia (si alguien les llega a explicar lo del ADN mitocondrial, se suicidan); pero, sobre todo, lo verdaderamente crucial es que era descendiente de Hashim, el antecesor masculino que compartía con el propio Mahoma, y que fue el fundador del clan (cuadrilla para los euskaldunes) en el que se unieron el mismísimo Profeta, al-Abbas y Abu Talib, padre de Alí. Esto hacía a los descendientes de Alí y de Abbas, a los ojos de muchos musulmanes (sobre todo vascos), tan de pata negra como los que lo son directamente de la sangre de Mahoma.

Saffah era pues, por así decirlo, el jefe de la casa de Abbas. Pero existía una casa de Alí, cuya cabeza era Jafar, bisnieto de Husein, conocido como Jafar al-Sadiq, algo así como El Verdadero. El abuelo de Jafar e hijo de Husein, Ali Zain al-Abidin, había visto a su padre morir en Kerbala, pero desde la distancia porque, al estar enfermo, no había tomado parte en los enfrentamientos. Era un hombre muy piadoso, con tendencias eremíticas, lo que lo mantuvo alejado de las movidas bélicas que se montaron en favor de la herencia de los descendientes de Alí. Su hijo, Mohamed al-Baqir, había seguido sus pasos y se había dedicado básicamente a rezar y leer el Corán. Al-Sadiq, por otra parte, también estaba directamente emparentado con Hasán, el hermano mayor de Husein. Tenia, pues, unas impecables credenciales shiíes, so to speak.

Sin embargo, cuando al-Sadiq fue invitado a pelear por el califato, siguió la línea contemplativa de su padre y de su abuelo, y declinó la invitación. Una vez más, al menos yo lo creo así, desde el tronco de Alí llegó una decisión tomada de dar un paso atrás, probablemente con la misma justificación: evitar la ruptura entre musulmanes. En ese momento, las discusiones en torno a qué era y qué no era descender de la herencia de El Profeta estaban en lo más gordo. Sadiq tenía las mejores credenciales para reclamar la herencia de la rama de Alí, y lo sabía. Pero también sabía que las credenciales de Saffah no eran pocas, y que tenía la fuerza. Sin duda, se evitó una sangrienta guerra civil.

El califa abásida, mientras tanto, practicaba una política de reconciliación. Aceptó sin problema el homenaje de aquéllos que le habían hecho la guerra, con la única excepción de la propia familia omeya, cuyos principales miembros fueron buscados, detenidos, encadenados y ejecutados. El único que logró escapar fue Abderramán bin Muawiya, nieto del califa Hisham, quien logró tomar un Vueling a España, donde se acabaría proclamando un califato independiente (nota: dado que el desarrollo de la España musulmana tiene relativamente poca importancia para el de las tendencias en el mundo musulmán, aquí apenas lo voy a tratar; algún día haré una serie específica sobre la España musulmana, que lógicamente tiene mucha más enjundia para nosotros).

Saffah murió en el 754, muy pocos años después de haber conseguido consolidarse como califa. Dejó designado a su hermano Mansur para lo que sucediese, pero este Mansur se encontró con que su tío, Abdalá bin Alí, le hacía la competencia, aprovechando que era un importante general que, de hecho, había jugado un papel muy importante en la derrota de los omeyas. Mansur trató de fichar a Abu Muslim para que dirigiese sus tropas, cosa que consiguió. Muslim le dio la victoria; y ya no le dio nada más porque Mansur lo invitó a una entrevista en su jaima y, una vez allí, lo hizo matar. Años después de esto, en el 762, un descendiente de Hasán, conocido normalmente como Mohamed el del Alma Pura, fue proclamado califa en Medina. Los abásidas se llevaron por delante aquella rebelión casi sin salir del autobús.

Con toda su crueldad, Mansur es uno de los principales califas abásidas. Reinó treinta años, durante los cuales se produjo lo que todo el mundo llama la edad de oro de la época abásida. Lógicamente, tratándose de un poder político que se basaba sobre todo en el poder de los musulmanes mesopotámicos, el centro de gravedad del mundo musulmán se desplazó desde Damasco hasta Bagdad, ciudad básicamente construida por Mansur que, con esto, seguía la vieja costumbre de los reyes mesopotámicos de construir su propia Nínive. Mansur, además, abordó la tarea de cambiar el tono de la nación musulmana. Hasta entonces, y durante unos ciento y pico de años, la clave de la nación musulmana había sido la conquista, y su principal fuente de financiación, el saqueo. Pero ahora las fronteras del Imperio estaban básicamente formadas, había un Estado relativamente centralizado que era necesario financiar, y todo eso pasaba por crear un sistema racional de imposición interna. Mansur, de hecho, es uno de los escasos monarcas de la Historia del mundo que dejó, a su muerte, eso que ahora llamamos superávit presupuestario.

1 comentario:

  1. Leyendo las continuas disputas sobre si el califa ha de ser familia de Mahoma o no, he recordado esas paparruchas sobre si existen descendientes "legítimos" de Jesucristo, popularizadas por aquel libraco de Dan Brown. Sólo nos habría faltado que a las disputas de reyes y papas, se hubieran sumado las de la familia del Ungido.

    Y todavía creen algunos que el reconocimiento de que Jesús tuvo familia habría hecho al cristianismo más feminista...

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