miércoles, septiembre 23, 2020

Franco y Dios (12: monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


Tal y como acordaron el cardenal Gomá y el general Franco en su entrevista, unos días después el primero de ellos le evacuó al segundo un escrito que era el pliego de peticiones desplegado durante el encuentro. En dicho escrito, sin embargo, el astuto primado incluyó alguna morcilla no tratada verbalmente con el generalísimo. Recordaba Gomá en su escrito que la ley de abril de 1934, que regulaba los derechos pasivos concedidos a los eclesiásticos que estuviesen en nómina a 31 de diciembre de 1931, decía que éstos se beneficiarían de actualizaciones debidas a la amortización de haberes de compañeros muertos; en esa ley se pensaba en el futuro del paso del tiempo para un colectivo de beneficiarios públicos sin nuevas incorporaciones; pero, lógicamente, la guerra había incrementado enormemente esa amortización que, y aquí estaba la madre del cordero (del cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo), no se había pagado. Gomá solicitaba reparación para este impago con cargo al sobrante presupuestario de 16 millones y medio. Con fecha 18 de enero de 1939, la sección de relaciones con la Santa Sede del ministerio de Asuntos Exteriores informó esta petición diciendo, grosso modo, que y una polla como una olla.

A pesar de este traspiés, lo cierto es que los movimientos eclesiásticos en los últimos días de 1938 y primeros de 1939 hicieron su labor a la hora de impulsar al gobierno de Burgos a mover ficha. El 20 de diciembre, por ejemplo, Jordana le consultó a Yanguas sobre qué consecuencias tendría, en su opinión, que el gobierno de Burgos tuviese el gesto de ilegalizar la ley de congregaciones religiosas de la República. Obsérvese la situación en la que estaban las relaciones Iglesia-Estado: en un momento en el que Franco era ya dueño y señor de España y en Bet 365 ya sólo se admitían apuestas sobre la fecha de su último parte de guerra, el gobierno que ya lo era de España todavía se planteaba dejar incólume la ley más anticatólica jamás aprobada por gobierno alguno en la piel de toro. 

Las cosas como son, esta consulta, probablemente, fue una iniciativa particular del ministro de Asuntos Exteriores; porque lo cierto es que, en el momento en que la idea comenzó a rular por el gobierno en general (nunca mejor dicho eso de "en general"), se paró. Y con toda la razón. Jordana no parecía haberse dado cuenta de que hay una contradicción intrínseca entre defender lo que podemos llamar el “argumento Rodezno”: no es posible modificar leyes sin existencia de un Concordato; y luego ir y modificarlas unilateralmente. O sea, tampoco os sobréis los que tenéis una imagen unicelular de la España nacionalcatólica: no es que los franquistas rechazasen el mantenimiento de la ley republicana porque eso era dañar a la Iglesia;  lo rechazaban porque sabían que debilitaba su postura negociadora. Tener un solo gesto en esa dirección equivalía a invitar al Papa a no bajarse de la burra de que el Concordato de 1851 ya no estaba vigente. Eso sí, como veremos, Franco no tardaría en saltar sobre este argumento con su elegancia acostumbrada (porque Franco saltaba mejor, más grácilmente, y más alto, que Nureyev).

En ese estado de cosas, el 22 de diciembre ocurrió aquello en cuyo impedimento había estado trabajando denodadamente el gobierno español en los últimos meses: la reunión de la Congregación de Asuntos Extraordinarios de la Santa Sede, cuyos miembros debían posicionarse sobre el informe español que defendía la vigencia del Concordato. Yanguas intentó, más que resolver la situación, por lo menos mantenerse informado de ella, mediante una visita al secretario de Estado Pacelli. El futuro Pío XII se mostró en aquella entrevista esquivo e incómodo, como si se hubiera puesto mal el tampón, y le dijo al embajador español que la cuestión era muy compleja, que España y la Santa Sede tenían concepciones diferentes sobre la misma, y que se intentaría contentar “en lo posible” al gobierno de Burgos; vamos, una forma elegante de anunciar que se preparaba una introducción de cucurbitácea por el ano. Yanguas, que no tenía más margen de maniobra, se limitó a recordarle a su interlocutor la cantidad de cosas relacionadas con los religiosos que estaban en paso en España, y el peligro de que se eternizasen en esa situación.

En el momento de ese encuentro, probablemente Pacelli sabía ya que la Congregación había dictaminado en contra de los intereses de España, o que lo iba a hacer. Y tenía que ser consciente de que las consecuencias serían muy graves para Burgos. La Santa Sede había emitido un non possumus; y eso no se podía soslayar así como así. Ni siquiera un Papa podría. Las congregaciones de la Curia son como círculos de Podemos, sólo que en serio. Por lo tanto, la consecuencia inmediata de la toma de posición de la de Asuntos Extraordinarios sería que las negociaciones quedaran empantanadas y heridas de muerte, a menos que la parte civil, es decir el gobierno sublevado, aceptase negociar sobre la base de aceptar el dictamen ya emitido por la Congregación, esto es aceptando que no existía ya Concordato y que no tenía derecho al Patronato; algo que Franco no pensaba permitir. Porque a Franco, que acababa de llevarse por delante al Ejército del Ebro, no había pichi que le dijera que una congregación de cardenales podía más que él.

El día de Año Viejo de 1938, Yanguas visitó en Roma al cardenal Francesco Marmaggi. El cardenal que lo era de Santa Cecilia era uno de los miembros de la comisión que estaba sobre los temas de España, y que estaba formada por él y por los purpurados: Luigi Maglione, Pietro Boetto, Nicola Canali, Mario Nasali Rocca di Corneliano, Alberto di Jorio, Giovanni Mercati, Rafaele Rossi, Carlo Salotti, nuestro amigo Tedeschini y el francés Eugène Gabriel Gervais Laurent Tisserant. Marmaggi, finalmente, más que le insinuó a Yanguas el sentido del dictamen de la Congregación. Marmaggi, sin  embargo, fue más allá: le dijo a Yanguas, que se quedó extrañadísimo, que no es que el nuncio en España hubiese denunciado el Concordato en tiempos de la República, sino que dicha denuncia había sido aceptada por la Santa Sede misma. O sea, había sido una ruptura con todas las de la ley. Pero, si eso era cierto, ¿cómo era posible que la embajada española no se conservase ni un exfoliante sobre la materia?

La fuente de esta información era, probablemente, el informe que Gomá remitió a Roma el 6 de diciembre, después de verse con Franco. Franco, en dicha entrevista, le dijo a Gomá, quien lo recogió en sus páginas comme il faut, que si la República no hubiese denunciado el Concordato, éste seguiría vigente. En otras palabras, expresó, de forma un tanto panoli, sus dudas sobre el estatuto concreto del acuerdo concordatario y, con ello, desmintió la propia teórica del gobierno que presidía, cerrado en la interpretación de la vigencia del pacto. El primado de España, probablemente, no reparó en el matiz; pero a Cicognani no se le escapó. Cicognani era un cura de toda la vida, y sabía bien que el oficio principal de la organización a la que servía era, y es, explotar una incertidumbre. Cada vez que un sacerdote te ve dudar, entiende que en tu alma tiene mieses que sembrar. Al que tiene duda sobre lo que pasará después del momento en que se le pare el corazón le va contando cosas; una actividad que, como digo, básicamente consiste en explotar esa duda. Lo de Franco no era muy distinto; el general no tenía claro si durante la República se había producido, o no, denuncia del Concordato. Nunca debió expresar una duda así delante de un cardenal; pero, claro, a Franco quién tenía los huevos de decirle que hiciera las cosas de otra manera diferente a como lo había decidido...

Así las cosas, el astuto Cicognani recomendó que, ante la constancia de que la parte española no estaba nada cierta de que la denuncia no hubiera existido, el argumento se manejara en la reunión de la Congregación. Y así fue.

Con estos mimbres, la Congregación no tuvo sino que agarrarse a los desarrollos doctrinales del jesuita Felipe María Capello, ilustre canonista que de tal materia impartió clases en la Universidad Gregoriana, quien siempre sostuvo que un cambio de régimen político provocaba el decaimiento de los concordatos; en contra de los desarrollos del padre, también jesuita, Franz Xavier Wernz, que era el citado en el memorando presentado por el gobierno de Burgos.

En aquel entorno, la única salida practicable que le quedaba a Burgos era conseguir que la Santa Sede aceptase el principio de que la Congregación se había pronunciado sobre un tema que todavía no estaba suficientemente desarrollado, y que por lo tanto se aviniese a continuar las negociaciones. Alguna cosa que pasó en los días siguientes está muy probablemente conectada con todo esto. El gobierno de Burgos, en efecto, devolvió los cementerios de zona nacional a la Iglesia con fecha 5 de enero de 1939, y también concedía emolumentos a sacerdotes operando en zonas tomadas a la República.

Esta última ley, sin embargo, fue bastante polémica. Se debía a una iniciativa personal del general Franco, quien probablemente quería con ella cegar alguna vía de agua y mover al Vaticano a negociar. Sin embargo, el borrador de la norma fue entregado a una junta de prelados formada por Gomá, que la informó negativamente. Como suele ocurrir muchas veces en las regulaciones españolas, también en la actualidad, la ley no dejaba de ser una norma que expresaba un objetivo muy virtuoso, pero regido en sus tripas por unas normas enormemente abstrusas y complejas, que hacían muy difícil el reparto efectivo de dinero. Además de eso, los curas se quejaban, y yo creo que con razón, de que ponerse, ¡en enero de 1939!, a distinguir entre la España nacional y la España roja era como de coña, y no venía a ser nada más que un subterfugio para soltar algo de pasta sin hacer lo que había que hacer, que era poner en marcha el presupuesto de culto y clero en su globalidad. Verdaderamente, en otros ámbitos podía pensar Franco que podría llegar a engañar a aquellos tipos con cucamonas y leyes elegantes; pero en asuntos de pasta, las cosas como son, los curas siempre lo han tenido todo clarinete.

El gobierno español, para entonces, buscaba aliados, y encontró uno muy importante en Wlodimir Ledochowski, entonces prepósito general de la Compañía de Jesús. Ledochowski hizo de fibrilador de mensajes proespañoles ante la Santa Sede varias veces, casi siempre con el argumento que entonces utilizó: ojo, Pío, que si te pasas dándole la espalda a España, van a entrar en ella los nazis en fila de a diecisiete, y ese día nos vamos a enterar de lo que vale un peine (= nos van a quitar la pasta).

Así las cosas, el 18 de enero de 1939, Yanguas y Pacelli se vieron de nuevo. Sin embargo, fue una entrevista en la que ambos contertulios llegaron, probablemente, a un tácito pacto previo, en el que ambos acordaron orillar dos temas que a cada uno de ellos les molestaba en el zapato: España aceptó que no se hablase de la vigencia del Concordato; y Pacelli aceptó que no surgiese en la conversación el temita de que el gobierno nacional había entrado ya en Tarragona; así pues, teóricamente, tenía que reinstaurar a Vidal i Barraquer al frente de su sede episcopal.

La entrevista giró en torno a la negativa cerrada del gobierno de Burgos en favor de cualquier mediación (como he dicho antes, era ya ciencia ficción pensar que Franco pudiera aceptar acordar nada con unos tipos a los que tenía tirados en la lona y a punto de llegar a la cuenta de diez); y, sobre todo, el gesto del Papa de haber hecho una donación a favor de los niños vascos refugiados en la Cataluña republicana. Esta donación, como es lógico, había sido utilizada por la propaganda republicana, y el gobierno de Burgos quería que el Papa dejase las cosas claras con una rectificación en toda regla, no tanto de la donación en sí sino de la interpretación que de su gesto habían hecho los republicanos.

Pacelli le dijo a Yanguas que consultaría el tema con el Papa. Pero, en todo caso, los hombres del gobierno de Burgos tenían poco de lo que quejarse ya. El Vaticano, para entonces, ya tenía claro lo que estaba pasando en España y, cualesquiera que fueran sus preferencias, ya no tenía ningún interés en mantener una relación fluida con la República. Pacelli, de hecho, le mostró al embajador las pruebas de imprenta del Anuario Pontificio de aquel año, en el que había desaparecido la referencia al gobierno de Valencia. Hasta ese momento, el Vaticano había mantenido la referencia a la República con unos puntos suspensivos que venían a decir que las relaciones no estaban establecidas, aunque tampoco rotas. Ahora, sin embargo, la publicación venía a sustantivar el hecho de que no había relaciones, ni prácticamente reconocimiento.

Franco, efectivamente, estaba a las puertas de Barcelona. Toda la Cataluña al sur de la gran ciudad era ya nacional. A la vista de esta situación, Vidal i Barraquer, tras informar al Vaticano, había nombrado un Vicario General en su sede tarraconense. El elegido fue Francisco Vives. Vives no estaba en España y partió hacia Tarragona sin conocimiento del gobierno español, que tampoco había participado, ni poco ni mucho, en el nombramiento.

Aquello amargó la alegría que pudo sentir el gobierno de Burgos por el gesto vaticano de hacer evidente que ya no quería tener relación diplomática alguna con la República, aunque la República, eventualmente, quisiera tenerlo con ellos. El gesto de Vidal, que debo repetir fue un gesto que contó con el nihil obstat de sus jefes, era bien claro: el díscolo cardenal pretendía poner el contador a cero. Si bien él, personalmente, tal vez tenía claro que no podría volver a España, donde de hacerlo lo esperaba una existencia un tanto peculiar, con falangistas escrachándole en su casa y en los púlpitos, sin ningún lugar a dudas estaba decidido a dejar claro que quien gobernaba el obispado de Tarragona era él. Esta idea, sin embargo, no era la del gobierno de Franco, que consideraba que no sólo Vidal nunca volvería a pisar España, sino que la sede tarraconense no podría estar administrada ni comandada por alguien nombrado por él.

El choque de trenes estaba servido.

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