Recuerda que ya te hemos contado los primeros pasos de la férrea voluntad de Richelieu, así como el estreno de Richelieu como político en los Estados Generales. Luego le hemos visto ascender a secretario de Estado, y después cómo el obispo eligió mal el bando, y estuvo a punto de irse por el desagüe de la Historia. Eso sí, inmediatamente comenzó a cambiar las cosas para llevarse bien con el rey. La estrategia da sus frutos pues Richelieu, no sin esfuerzo, consigue alcanzar la cumbre del poder.
En el texto del Testament Politique de Richelieu, dirigido, como casi todo, a su monarca, podemos leer: «En el punto en que SM resolvió, al tiempo, permitirme la entrada a sus Consejos y disfrutar de su confianza, yo le prometí ocupar todo mi trabajo, y toda la autoridad que me quisiese delegar, en procurar la ruina del partido hugonote, rebajar el orgullo de los nobles, y colocar su nombre entre las potencias extranjeras en el lugar que debía ocupar». Estas líneas resumen, de forma mucho más eficiente que podríamos hacerlo nosotros, el plan de ataque, y plan de gobierno, de nuestro cardenal, que ahora se siente llamado a una labor histórica que ha de cumplir.
En el texto del Testament Politique de Richelieu, dirigido, como casi todo, a su monarca, podemos leer: «En el punto en que SM resolvió, al tiempo, permitirme la entrada a sus Consejos y disfrutar de su confianza, yo le prometí ocupar todo mi trabajo, y toda la autoridad que me quisiese delegar, en procurar la ruina del partido hugonote, rebajar el orgullo de los nobles, y colocar su nombre entre las potencias extranjeras en el lugar que debía ocupar». Estas líneas resumen, de forma mucho más eficiente que podríamos hacerlo nosotros, el plan de ataque, y plan de gobierno, de nuestro cardenal, que ahora se siente llamado a una labor histórica que ha de cumplir.
Y todo
comienza por el problema de la Valtelina.
Valtelina
es la forma que utilizamos los españoles para designar un valle, el
valle de Adda, que desciende desde los Alpes hacia el lago de Como.
Es un paso muy sencillo de enfrentar cuando se quiere pasar entre la
Italia norteña y los Grisones suizos. Una vez allí, quien esté
haciendo el camino (por ejemplo, tropas) accederá fácilmente al
valle del Inn y, consiguientemente, a la Europa Central toda.
En la
época en la que estamos situados, el ducado de Milán pertenecía a
los españoles, esto es a Felipe IV. Su pariente, el emperador
Fernando, era asimismo poseedor del valle del Alto Adige y el de Inn.
Lo cual quiere decir que la Valtelina era el paso natural entre las
posesiones italianas españolas y las posesiones imperiales. La
existencia de la Valtelina, y su control en manos, bien españolas,
bien austríacas, venía por lo tanto a garantizar una capacidad de
ambas armadas a la hora de reunirse y coligarse que convertía
cualquier guerra continental en un problema de importantes
proporciones y, lo que es especialmente importante para lo que
estamos hablando, limitaba notablemente las posibilidades de que
Francia se convirtiese en una potencia interior.
Lo
realmente importante de aquel tiempo es que la estabilidad
territorial de la Valtelina estaba ahora en entredicho. El terreno
había pertenecido siempre al ducado de Milán, pero ahora pertenecía
a los Grisones, y no en muy buenos términos. Los habitantes de los
Grisones eran de raíz fundamentalmente germánica y fe protestante,
mientras que los valtelinos eran italianos católicos. Los conflictos
entre ambas partes habían permitido a España, en 1620, justificar
una intervención para restablecer el orden en la zona. Desde
entonces, las tropas enviadas por Madrid ocupaban todo el valle,
garantizando el contacto inmediato entre las armadas española y
austríaca.
A pesar
de existir unos vínculos relativamente estrechos entre grisones y
franceses, ya que los primeros solían proveer a los segundos con
soldados para sus ejércitos, París nunca había pasado de
intervenir en el tema mediante protestas formales, de honda esencia
diplomática, con muy poco valor práctico; París era perfecto conocedor de la altísima importancia que tanto Madrid como Viena concedían al tema de la Valtelina, y por eso nunca había encontrado un momento con suficientes incentivos como para implicarse de hoz y coz en el tema. En todo caso, además, hasta la
llegada de Richelieu, en la Corte francesa se había mirado el
problema fundamentalmente a través del prisma de imaginar que habría supuesto una alianza con los suizos
protestantes, puesto que la unidad católica, formada por España y
Austria, bendecida por el Papa y sustentada por los propios
franceses, se habría visto comprometida.
Hacía
falta un político francés que se decidiese a desenganchar al país
de la disciplina romana; y ése fue a ser, paradójicamente, un
hombre esa misma Iglesia de la que la nación se extrañaba.
En
realidad, para Richelieu la lucha contra el protestantismo, que para
otros países, notablemente España, venía a significar el
cumplimiento de una misión sagrada de dominación mundial, no tenía
más motivo que la obstinación de los hugonotes franceses por crear
una Francia para ellos dentro de Francia. Si el protestantismo galo
no le hubiese puesto la proa a la casa real, probablemente el
cardenal nunca los habría molestado. En el terreno internacional, a
Richelieu le ocurrirá igual durante toda su vida. A la hora de
aliarse o enfrentarse con protestantes, sólo habrá para él un
criterio de decisión: la expectativa de beneficio para la monarquía
francesa. Esto abre una importantísima diferencia respecto de la
forma de hacer las cosas en Madrid y Viena, cancillerías siempre
dispuestas a aceptar aliados poco rentables, o buscarse enemigos
demasiado costosos, por la sola razón de su fe. En este punto, pues, Richelieu es un innovador de la política internacional, en lo que supone de iniciación de una forma de hacer las cosas presidida por la expectativa de beneficio y no por los dictados morales; con lo que, además, inicia un proceso constante, que no se ha detenido hasta el pontificado de Juan Pablo II, de reducción de la importancia del Papado en la política europea.
El
Papa de Roma, primero Gregorio XV y cuando este murió Urbano VIII,
había finalizado una estrecha alianza con España, cuyo objetivo
final era sustraer a los valtelinos de la dependencia respecto de los
grisones protestantes; aunque justo es decir que el apoyo cerrado del frente católico a los Estados Pontificios también pesó lo suyo. En 1624, año en el que decidió encargarse
del tema, Richelieu no podía aceptar este orden de cosas. Por esto
se dirigió al Papa, intimándolo para conseguir de Madrid la
retirada de la Valtelina. El jefe de la Iglesia católica,
probablemente, pensó que aquélla era una más de las teatrales
tomas de posición de París que quedarían en nada. Pero esta vez se
equivocó.
En
diciembre de aquel año, Anibal d'Estrées, marqués de Coeuvres,
embajador francés ante los grisones, recibió de París un envío
muy bien dotado de oro, y un codicilo con instrucciones precisas.
Siguiéndolas, acopió un pequeño ejército de 3.500 hombres
franceses, más otros tantos suizos, con el que penetró en la
Valtelina. Avanza hacia los fuertes que, no se olvide, son de
titularidad pontifical, no española ni imperial; los toma por la fuerza, y luego hace lo mismo
con las poblaciones estratégicas que controlan el paso del valle. Lo
que acababa de pasar no se había registrado en la Historia de
Europa: un ejército mitad católico, mitad protestante, a las
órdenes de un cardenal de la Iglesia de Roma, atacando a ésta.
El
siguiente paso de Richelieu también tiene su importancia, y es la
unión a su liga de la república veneciana. Aunque siempre acostumbrada a
mantener buenas relaciones dentro de la península italiana, Venecia entiende con facilidad las posibilidades comerciales
que ofrece un acuerdo con los franceses, dada la condición
crepuscular del poder español en la zona. Por último, Richelieu
aprovecha la situación financiera muy comprometida de Saboya para
convencer a su gobernante, Carlos Manuel, de que se una a su
partida.
Dueño
de la iniciativa, Richelieu ofrece también amistad a Holanda, cuya
voluntad es oportunamente lubricada con la entrega de 1.250.000
libras; y, finalmente, acordando el matrimonio de Enriqueta de
Francia con el príncipe de Gales, atrae también a Inglaterra.
Una
vez montada toda esa coalición, que es una unión más teórica que
práctica porque la guerra no ha estallado, Richelieu se aviene a
negociar con el Papa. Resulta ser otra jugada hábil, pues el primer ministro, formalmente, está respetando lo estricto de la letra de las relaciones internacionales,
pues ya hemos dicho que las posiciones atacadas, a pesar de estas
defendidas por españoles, son de titularidad papal, París, pues, consigue
ningunear en buena medida a Madrid. Roma no quiere la guerra, así
pues pronto sus pabellones auditivos se muestran receptivos a los
mensajes que llegan del Louvre. El Papa acepta que la Valtelina sea
una zona neutral, pero en la que Francia tenga poderes bastante
amplios de vigilancia.
La
resolución (a medias) del conflicto valtelino le vino muy bien a
Richelieu, quien se estaba enfrentando, internamente, con los
primeros tambores de rebelión hugonote en el suroeste del país,
donde el conde de Soubise estaba soliviantando las voluntades. Con
tanta rapidez como precisión, los asesores del cardenal ante el
Tesoro le dejan bien claro que no puede aspirar a tener una guerra,
mucho menos dos (si sumamos a los españoles) porque, simple y
llanamente, no puede pagarlas. La diplomacia francesa, en
consecuencia, negocia e impulsa el tratado de Monçon, 5 de marzo de
1626, por el cual le queda prohibido a España el uso del paso de la
Valtelina, además de establecerse la demolición de todos los
fuertes existentes en el valle. A cambio de declarar el catolicismo
como la única religión posible en dicho territorio, los grisones
son indemnizados con un tributo de 25.000 ecus.
La
negociación de este acuerdo permite a Richelieu, un mes antes de la
firma (5 de febrero) meter presión sobre los protestantes franceses.
La Rochela, tradicional centro de agitación hugonote, privada del
apoyo español, es sometida al poder de París. Se les impone un
comisario real, se restituyen a la Iglesia católica los bienes que
se le habían arrebatado, se decreta la libertad de conciencia para
los católicos, y se derrumba el principal fuerte de la plaza, el
llamado fuerte Tadon; mientras que las fuerzas regalistas mantienen
el suyo, el fuerte Louis.
El
conflicto de la Valtelina tiene una importancia crucial que va
bastante más allá del propio problema que lo causó. Lo realmente
importante de este conflicto, de la forma en que se desarrolló (esto
es, la rapidez con la que Richelieu consiguió armar una alianza de
fuerzas de dos religiones distintas) y la forma en la que se resolvió
(esto es, con la expulsión de facto
de España), tiene que ver con el mensaje que lanzó al orbe europeo.
Una
de las cosas que trajo consigo el Siglo de Oro, como forma de pensar
distinta del Renacimiento y no digamos ya de la Edad Media y el mundo
antiguo, fue eso que podemos llamar el equilibrio multilateral.
Aunque ésta sea la realidad a la que estemos acostumbrados los
habitantes actuales del mundo, eso no quiere decir que fuese lo
normal en otros tiempos. El mundo que podían recordar, en los
tiempos de Richelieu, los veteranos servidores de Felipe II, era un
mundo que estaba acostumbrado a aceptar y acatar la hegemonía de
uno; fuese ese uno Madrid, Roma, Macedonia, Tebas o Nínive. Pero
aquello estaba cambiando. La formación de las naciones modernas
convertía el tablero en un entorno mucho más complejo en el que
todos temían al poder de uno solo.
Armando
Juan du Plessis fue, y lo fue durante el conflicto de la Valtelina
precisamente, el instrumento que encontró el siglo para demostrarle
a las Cortes europeas que esa pretensión, ese deseo de evitar las
hegemonías excesivas, de crear una Europa coral en la que un tejer y
destejer de alianzas hiciese poderes, era posible.
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