Tiberio Graco
Definición de un enfrentamiento
Malos tiempos para la lírica senatorial
Roma no paga traidores
La búsqueda de un justo medio
Ese hombre (hoy casi desconocido) llamado Publio Sulpicio Rufo
La hora de Cinna
El nuevo hombre fuerte
La dictadura del rencor
Lépido
Pompeyo
Éxito en oriente
Catilina
A Catilina muerto, Pompeyo puesto
El escándalo Clodio (y una reflexión final)
Hace ya 17 años que me ocupé en este blog de una figura histórica que, cuando menos a mí, siempre me ha provocado una intensa curiosidad: la figura de Tiberio Graco. La vida, y sobre todo la muerte, de Graco; en realidad, la peripecia de los Gracos, es un exponente muy fiel de la dinámica que animó la Historia de Roma durante sus tiempos republicanos. Esa dialéctica que tan bien describió Fustel de Coulanges en su La ciudad antigua: la dinámica entre una clase modesta (o popular, como ha dado en llamarla la historiografía) y una elite aristocrática que, tratando de importar algunos esquemas griegos, se consideraba llamada a gobernar la República.
Esto de escribir de Historia tiene estas cosas. En algún punto tienes que parar, porque a ti mismo te ilusiona la perspectiva de cambiar de tema, de saltar de un punto a otro del devenir del calendario; sobre todo porque los saltos te acercan a un objetivo que es el que a mí, verdaderamente, más me interesa: la búsqueda de patrones estructurales, inmanentes, en los diferentes pasados. Cuando los encuentras es cuando verdaderamente encuentras la utilidad que la Historia puede tener para el presente.
Sin embargo, dejar tirado un momento histórico, por así decirlo, tiene sus mierdas. Muchas veces, sabes perfectamente que la continuación del relato en tan o más apasionante que lo que ya has contado. Pero has de dejarlo ahí. Y, desde el momento en que lo dejas, hay algo que comienza a zumbar dentro de tu cabeza. Un chinito cabrón enano que te repite: “deberías continuar”.
Os sería difícil imaginar la cantidad de chinitos cabrones que ha alojado dentro de mi cabeza este blog. Esto es tan así que, cuando sopeso la idea de continuarlo o cerrarlo, en la columna de razones para cerrarlo, ésta es la razón fundamental: la incomodidad que genera la sensación de labor pendiente. Mi personalidad es la típica de las personas súper controladoras. Tengo, creo, todos los síntomas de las personas que necesitan tener un control total sobre su vida. Neurótico de anticipación, odio beber o fumar canutos (perder el control), hipocondríaco, odio volar o someterme a situaciones donde todo depende de otro. Las cosas pendientes son descontroles, y el descontrol es mi principal enemigo. Por eso todos mis jefes me han adorado (siempre tengo mis temas planificados y niquelados); y por eso tengo que pagar mis deudas; las que adquiero conmigo mismo, y las que adquiero con mis lectores. Así que, bueno: una menos. 17 años de zumbidito ya son más que suficientes.
Con el cadáver de Tiberio Graco, como contaba hace 17 años, murió un elemento fundamental del delicado equilibrio entre populares y aristócratas en Roma, que era la inviolabilidad del tribuno de la plebe. Técnicamente, es cierto que el VAR podía aducir que había muerto en un tumulto; que, por lo tanto, lo mismo es que había sido víctima de una hostia perdida. Pero eso, las cosas como son, ni siquiera dos milenios y pico después se lo cree nadie.
Las cosas como son, matando a Graco y a sus seguidores, los aristócratas consiguieron lo que buscaban: debilitar de forma crítica al partido popular. Dicho debilitamiento no sólo lo produjo la muerte en sí del líder y de sus lugartenientes, sino la derrota de toda reivindicación en los tribunales. En el año 120 AC, el tribuno Publio Decio demandó por lo penal (por así decirlo) al escurridizo Lucio Opimio (chiste fácil), que había sido cónsul en el triste año 121. El motivo: la violación de la Lex de capite civis, una propuesta gracana, provocada por la muerte de su hermano, que propugnaba la ejecución de todo aquel que matare a alguien sin permitirle la apelación al pueblo. La defensa de Opimio defendía que había hecho lo que había hecho por percibir un peligro grave e inmediato para la integridad del Senado; Decio argumentaba que, de admitirse tal cosa, el Senado podría desde ese momento aducir razones de seguridad nacional (ut ita dictam, es decir, so to speak), para llevarse por delante a quien le pareciese.
El juicio de Opimio, pues, fue algo bastante parecido a una demanda en un Tribunal Constitucional; y lo ganaron los que ya se conocían como optimates, es decir, “los buenos”: la aristocracia. A partir de ese momento, como había temido Decio, el Senado se encontró con poder para impugnar el ius provocationis, y actuar violentamente contra quienes consideraba sus enemigos. Eso sí, si Opimio se pudo creer, tras la sentencia, por encima del bien y del mal, estaba equivocado; antes de que termine este post, lo veremos caer.
El partido popular, sin embargo, tenía la capacidad de regeneración de una estrella de mar, derivada del hecho de que, al fin y al cabo, estaba representando a una base social muy nutrida y mayoritaria; y de que carecía de las rigideces de los que siempre han llevado un palo de fregona en el culo. Además, aparentemente, acertó con el asunto que debía blandir para volver a ganarse el favor de las masas: la corrupción; en este caso, la corrupción electoral. Los populares se colocaron en apretada falange en defensa de la necesidad de regular en contra de la corrupción electoral, y lo conseguirían en el año 119 con la denominada Lex de ambitu. Esta ley fue duramente atacada por el cónsul Lucio Aurelio Cota; pero un joven tribuno, de las nuevas mesnadas populares, lo derrotó claramente. Ese nuevo tribuno ser llamaba Cayo Mario. Mario incluso impulsó una curiosa ley, la Lex Maria de suffragis ferendis, por la cual los puentes que debían cruzar los votantes con su tablilla de voto fueron estrechados para que tuviesen que pasar uno a uno. Hasta entonces, como pasaban a mogollón, en el paseo ocurría de todo y se cambiaban tablillas a cascoporro. En otras palabras Mario se puede decir que “inventó” el voto secreto.
Cota, de hecho, le arrancó al Senado el voto negativo y llamó a Mario a la asamblea para labrar su desgracia. Mario, sin embargo, no se arredró, y usando de sus prerrogativas amenazó con detener a los dos cónsules, es decir a Cota y Lucio Cecilio Metelo Dalmático, protector de Aurelio. Al Senado, en ese punto, sólo le quedaba la posibilidad de hacer que otro tribuno presentase una intercessio contra su compañero; pero ninguno se ofreció, por lo que los optimates se tuvieron que mojar las ganas en el café.
Estas victorias, sin embargo, no pueden esconder el hecho de que los optimates, dueños del Senado lógicamente (el cursus honorum garantizaba la ausencia allí de muertos de hambre), tuviesen un éxito sin paliativos en el que era su principal objetivo, que era cargarse la reforma agraria de Graco. Tres leyes proclamadas en el plazo de diez años colocaron el reloj a cero. De las tres, para mí la más importante fue la Lex Thoria, que se llama así por su impulsor, Espurio Torio Balbo. Según esta ley, aquellas personas que estuviesen explotando parcelas del ager publicus podrían acceder a su propiedad plena tras el pago de un impuesto, denominado vectigal. De esta manera, se impedía cualquier nueva redistribución de la tierra. Esa medida favoreció claramente a los grandes propietarios, que eran los que tenían la capacidad, o de pagar el impuesto, o de comprarle las tierras a sus nuevos propietarios. De esta manera, la clase media-baja campesina romana, por así llamarla, prácticamente desapareció; el problema agrario se enquistó, convirtiéndose en el gran problema de la República.
En el año 109 se eliminó también la ley sobre el servicio militar. Sin embargo, el texto con el que el Senado no se atrevió, probablemente por considerar que podía provocar una rebelión popular de grandes dimensiones, fue la Lex Sempronia Frumentaria, es decir, la ley que facilitaba a los ciudadanos romanos acceso a la comida a precios asequibles. Los populares, asimismo, obtuvieron una victoria importante con la fundación de la colonia Narbo Martius. Esta colonia estaba situada en la Narbona, en la Galia Trasalpina, es decir, en un emplazamiento que cada vez era más importante para el tráfico comercial romano. Su fundación fue una iniciativa de Lucio Licinio Craso, quien quería asentar a los veteranos de las tropas dirigidas por Cneo Domicio; el hijo de éste, Cneo Domicio Ahenobarbo, tuvo probablemente un papel fundamental en la fundación. El tema, en realidad, era económico, pero también político. La Lex Thoria y las otras que la acompañaron había creado una realidad en la cual Roma, en realidad Italia, había quedado vedada para los hombres humildes que estuviesen dispuestos a emprender, por así decirlo, como pequeños propietarios rurales. A los populares sólo les quedaba expandirse por fuera de la tesitura. Los populares tuvieron la inteligencia de buscar aquí la confluencia de los equites, quienes como nobleza menor también tenían mucho que ganar en eso. Al Senado, sin embargo, esto no le iba, lógicamente. Consiguieron bloquear el proyecto que Graco había impulsado en Cartago: la fundación de la colonia Iunonia; pero con la narbonense pincharon en hueso.
En realidad, en los tiempos que relatamos, el principal problema de los optimates no fueron los populares, sino ellos mismos. La posesión del poder y, sobre todo, la monstruosa almoneda agraria en que se convirtió el país después de anularse la reforma agraria gracana comenzó a activar las animadversiones y las capillas dentro del Senado. El principal político del momento (era princeps Senatus, o sea, speaker), Marco Emilio Escauro, trató de propugnar una alianza de amplio espectro y para ello tentó a una de las familias más importantes, la de los Metelos. Los Metelos consiguieron meter en la buchaca a los Licinios Crasos, los Servilios Cepiones, los Lutacios Catulos, los Mucios Escévolas, los Aurelios Cotas, los Calpurnios Pisones y los Rutilios Rufos. La grandeza de los Metelos, en la que la solidaridad de Servilios Cepiones y los Aurelios Cota fue fundamental, se construyó en contra de los Escipiones. Entre el 123 y el 113 AC, tiempo en el que los Metelos cantaron bingo con cinco consulados, dos censuras y un cargo de pontifex maximus, la familia consiguió borrar las trazas de poder de otros clanes aristocráticos competidores. Su influencia comenzó a erosionarse a partir del año 114 cuando, como ahora mismo vamos a ver, la inoperancia exterior abrió una brecha por la que se colaron las críticas. Las derrotas militares, como no podía ser de otra manera, dejaban en muy mal lugar a la facción de gobierno y daban alas a los que se podían presentar virginales ante los errores. Esto favoreció sobre todo a los Papirios Carbones, los Domicios Ahenobarbos y los principales relojeros de Roma, los Casios Longinos.
Efectivamente, el punto débil de los optimates en el gobierno era que, como le suele ocurrir a los gobiernos corruptos, eran muy poco eficientes cuando tenían que hacer algo; y ese algo, en aquella Roma, era, fundamentalmente, la guerra. En el año 114, Cayo Porcio Catón, siendo cónsul, fue humillantemente derrotado en Macedonia por los escordiscos. A su regreso a la capital, fue acusado de corrupto y sometido a un juicio del que salió casi indemne (una multa, cuando el objetivo de los denunciantes era el destierro) gracias a que los Metelos repartieron jamones de pata negra a tutiplén. Al año siguiente, sin embargo, Cneo Papirio Carbón vio su ejército aniquilado en Noreia, y hubo de suicidarse para evitar una condena segura.
La suerte pareció cambiar en el año 111. Dicho año, el cónsul Lucio Calpurnio Bestia logró prevalecer sobre el rey númida Yugurta, y obligarle a una rendición sin condiciones. Sin embargo, el astuto rey norteafricano supo negociar unas condiciones que le permitiesen conservar la corona. Desde el primer momento los populares, utilizando como ariete a su tribuno Cayo Memio, criticaron esa política. Memio hizo traer a Yugurta a Roma, para entrevistarse con él y obtener información precisa de los acuerdos que habían alcanzado con él Calpurnio Bestia y Emilio Escauro, responsable último del tratado de paz firmado.
De esta manera, la asamblea popular votó a favor de una investigación de las corruptelas del Senado. Como habían hecho otras veces, los senadores sobornaron a uno de los tribunos, C. Bebio (que supongo que sería un Cneo Bebio sucesor de Cneo Bebio Tánfilo), quien, usando su prerrogativa, le impuso a Yugurta un silencio total. La asamblea, entonces, se encabronó con su representante; pero Memio la disolvió, seguramente ante el temor de que hubiese alguna hostia que otra, y consciente de que eso era todo lo que necesitaba el Senado para liarla parda. De esta manera la investigación fracasó.
En el año 109, fue elegido cónsul Quinto Cecilio Metelo, quien recibió inmediatamente el imperium para dirigir la guerra en África. Metelo escogió como legado a Cayo Mario. Los populares, sin embargo, maniobraron prohibiendo, a través de los tribunos de la plebe, que las tropas que había allegado para África Espurio Postumio Albino, que había sido cónsul los meses anteriores, pudieran ser trasladadas. Entre los populares, efectivamente, había una fuerte oposición a la escalada de la guerra; pero, desde luego, no eran razones pacifistas las que les animaban, sino la convicción de que todo se estaba conduciendo como una merienda entre nobles, y que aquello iba al desastre. Aquel mismo año, las teorías de quienes pensaban esto parecieron verse confirmadas por la derrota del cónsul Marco Junio Silano en la Galia Trasalpina. Incluso los equites denunciaron la situación en la quaestio Mamilia.
Así las cosas, el tribuno del 109 Cayo Mamilio Limetano consiguió poner en marcha una comisión de investigación. Según Salustio, los iudices gracchani al cargo de la comisión, todos ellos equites, se desempeñaron con dureza y eficiencia, alimentando con ello el cabreo de la opinión pública. La principal víctima de aquella comisión (algo de lo que Cicerón habría de acordarse) fue Lucio Opimio, el cónsul del año 121. Opimio había dirigido la primera misión a la Corte de Yugurta, y la comisión dio por probado que el rey africano lo había sobornado. Memio fue el acusador principal, y no sólo labró la caída de Opimio, al fin y al cabo entonces ya un político un poco pasado; sino también la de Calpurnio Bestia, el hombre que había captado la deditio (capitulación) de Yugurta en la que el rey númida había salido vivito y coleando. Memio también intentó tumbar a Emilio Escauro. También se labró la desgracia política de Cayo Sulpicio Galba (aunque esta familia se las arreglaría para flotar en Waterworld).
Hubo, finalmente, una Lex Mamilia, que realizó una limpieza parcial del Senado, lo que abrió las puertas al ascenso de una nueva generación política. El primer y más importante acto de ese nuevo entorno fue el regreso inmediato de Cayo Mario a Roma. El entonces joven político había olido la sangre. Llegó a Roma, anunció su intención de presentarse a las elecciones consulares, y prometió que vencería a Yugurta. El pueblo lo aclamó.
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