martes, marzo 04, 2025

La República moribunda (2): Malos tiempos para la lírica senatorial

 



Tiberio Graco
Definición de un enfrentamiento
Malos tiempos para la lírica senatorial
Roma no paga traidores
La búsqueda de un justo medio
Ese hombre (hoy casi desconocido) llamado Publio Sulpicio Rufo
La hora de Cinna
El nuevo hombre fuerte
La dictadura del rencor
Lépido
Pompeyo
Éxito en oriente
Catilina
A Catilina muerto, Pompeyo puesto
El escándalo Clodio (y una reflexión final)


Mario logró el consulado. Pero no sólo eso. Tenía una sólida alianza con los tribunos de la plebe, alianza que sabía le podía reportar muchos beneficios si, como habían comenzado a hacer, los populares lograban controlar la política exterior y de guerra; algo que era una puñalada en el riñón de un Senado que siempre había sido el responsable de ese negociado en exclusiva.

Mario utilizó para esto a Tito Manlio Mancino, que aquel año del 107 AC era tribuno de la plebe. Manlio odiaba a Quinto Cecilio Metelo Numídico, y de hecho lo había atacado frontalmente cuando éste, de regreso de Numidia, había exigido un triunfo cuando, según el tribuno, ni había triunfado ni una mierda. El Senado aprobó la Lex de Bello Iugurthino en la que prorrogaba el mando de Metelo; pero Manlio apeló a la asamblea popular para que el designado fuese Mario.

No se trataba de un mero capricho popular sin base legal. Había precedentes. En la segunda guerra púnica, la asamblea ya había votado al comandante romano, por mucho que formalmente el nombramiento lo hizo el Senado. Lo del año 107 fue mucho más radical y rompedor: fue el nombramiento de un mando militar por parte de los tribunos de la plebe. A partir de ese momento, los grandes políticos ambiciosos que querían recibir un mando militar: Mario, Pompeyo, Julio, y no lo podían obtener del Senado, tenían a su disposición un Plan B.

Fue en este marco político, un marco de cambio radical de la relación de fuerzas del Estado romano, por así llamarlo, en los temas de la guerra, en el que Mario realizó su reforma militar. Siempre se ha dicho, y yo mismo lo he escrito más de una vez, que la gran reforma de Cayo Mario estuvo motivada por sus dificultades de allegar tropas suficientes a la vieja usanza. Pero creo que hay que añadir este contexto y tener en cuenta una probable motivación política adicional: abriendo la carrera militar al census capiti, Cayo Mario estaba, también, tratando de apuntalar la condición “popular” del ejército romano y consolidando, por lo tanto, el recorte del poder senatorial en la elección sobre las cosas de la guerra.

Como es bien sabido, la decisión de Mario fue admitir en el ejército no sólo a quienes estaban censados en las cinco clases del orden centuriado, es decir, los adsidui o propietarios, sino también a los capite censi, es decir, los muertos de hambre de la Subura y los miembros de la plebs rustica.

Hay que decir que Mario no era totalmente original. En el año 216, con Aníbal presente, el dictator Marco Junio Pera (de Conferencia) había decretado la movilización total, incluyendo a los proletarii o personas sin patrimonio; Pera, de hecho, llegó incluso a admitir a los esclavos que se presentasen voluntariamente. Ahora Mario estableció un servicio militar para todos de 16 años, ampliables a 20, tras los cuales el participante podía aspirar a recibir un trozo de tierra en alguna esquina de la República y, con él, la oportunidad de prosperar.

El cambio generado por Mario es multifacético y no resulta fácil de analizar. Es obvio que creó el ejército popular, en un sentido muy moderno, tal y como lo entendemos desde el siglo XIX. Pero también es cierto que lo evolucionó en sentido contrario, convirtiéndolo en un ejército mercenario y no un ejército de leva. A partir de aquel momento, aunque las levas siguieron existiendo, el origen fundamental de las legiones romanas eran los hombres que iban a luchar por la paga. Por sobre todas estas cosas, la reforma creó otro efecto mucho más importante. El hecho de que la distribución de prebendas no estuviese centralizada hacía que la prosperidad del soldado dependiese del general. La figura de la que dependía ese futuro de tranquila labor agraria en una parcela propia no dependía del Senado, ni del pueblo de Roma; dependía del hombre que dirigía la legión a la que se pertenecía. El hecho, además, de que el servicio fuese tan largo (media vida, en realidad) labraba una camaradería y una solidaridad muy estrecha. El corolario de todo esto es que, sobre ser el ejército romano ya de por sí un ejército mercenario, era, además, un ejército cuyos miembros desarrollaban unos vínculos enormes con sus líderes. Y esto es algo, lector, que debes tener muy presente cuando te encuentres con la guerra civil en la República romana, sobre todo después de Sila. No habrá de extrañarte que las legiones sigan a Julio o a Pompeyo; para ellos, ése era un mando más directo, y un interés más palpable, que el de cualquier otra identificación política.

En el año 106, los derechos del ciudadano individual quedaron totalmente adverados con la Lex Tabellaria, obra de un tribuno de la plebe hecho a sí mismo y con mucha sustancia, Cayo Celio Caldo. Triple C logró sacar adelante esta ley, que el Senado no tuvo chichi para repeler, que santificó el voto secreto y por escrito ante los comicios centuriados, cuando menos en los procesos de alta traición (como el que Celio estaba realizando contra Cayo Popilio Lenas en ese momento). Con el voto verdaderamente secreto, los ciudadanos de Roma adquirieron un poder inusitado anteriormente.

En el año 106, los populares recibieron un revés cuando el cónsul Quinto Servilio Cepión sacó adelante la Lex Servilia Iudiciaria, que eliminó el monopolio en los tribunales de los iudices grachani, que fueron sustituidos por listas formadas por senadores y caballeros. El Senado fue engrandecido con 200 equites hasta 600 miembros. Como suele ocurrir en estas circunstancias, la medida fue la consecuencia lógica de un uso un tanto exagerado y manipulador hecha por los populares de una medida diseñada más para generar un balance de poder que para favorecerlos. Iniciativas como la quaestio Mamilia demostraron que los políticos anti senatoriales estaban más dispuestos a adaptar el sistema en su beneficio que en beneficio de la justicia; eran, por decirlo así, más de Conde Pumpido que de Hernández Gil. Consecuentemente, apenas tuvieron defensa cuando Cepión fue a por ellos.

Cayo Mario estaba de nuevo en África, combatiendo a Yugurta; y eso suponía, además, que buena parte de los grandes nombres del bando popular tampoco estaban en Roma. Esto dio bastante espacio al Senado. La Lex Servilia, por otra parte, pecaba exactamente del mismo defecto que había llegado para corregir; era una ley tan descaradamente aristocrática que incluso la clase de los caballeros, teórica beneficiaria, encontró que recortaba sus derechos. La decisión del partido senatorial de sacarla adelante en todo caso abriría una sima entre la nobleza mayor y la nobleza menor que, de alguna manera, la República arrastraría ya para siempre, y que es como una marca de agua que puede apreciarse en los amargos recuerdos de Cayo Suetonio Tranquilo, el hipotenso.

La política romana, sin embargo, era extremadamente volátil. Al año siguiente, 105, las tornas cambiaron de forma casi radical. El 6 de octubre de aquel año, en Arausio, los generales Cneo Malio Máximo y Quinto Servilio Cepión fueron derrotados. Aquello fue el revés más duro para Roma desde Cannae. El efecto de todo esto fue doble. En primer lugar, labró el desprestigio de Cepión, uno de los campeones del bando optimate, quien se vio arrebatado de su imperium y notablemente desprestigiado; mientras que, por otra parte, emergía la estrella de Cayo Mario, quien había conseguido sonoras victorias en África y, consiguientemente, en el año 105 consiguió la iteratio, es decir, ser elegido cónsul una segunda vez. El Senado, enormemente presionado por los tribunos, no pudo oponerse a la medida, aunque mucho le habría gustado y además tenía a la ley y la costumbre de su lado; como tampoco pudo oponerse a que Mario recibiese el mando para combatir a cimbrios y teutones. El siempre puntual Lucio Casio Longino, desde el tribunado, completó la jugada impulsando una ley por la cual un senador que viese retirado su imperium debería abandonar la asamblea; obviamente, de esta forma consiguió sacar a Cepión de la vida política. Así desprotegido, el campeón de la nobilitas fue acusado de corrupción en la quaestio auri Tolosani, en la que se le imputó el delito de haber robado el oro que había en la ciudad de Toulouse. Acabó condenado y exiliado. Porque, por mucho que os extrañe queridos niños, en Roma, hace dos milenios, a los corruptos se los condenaba, y se les embargaban sus patrimonios.

Estamos, básicamente, ante un enfrentamiento táctico en el que ambos bandos trataron de explotar las vulnerabilidades del otro. El bando aristocrático era consciente de que una parte crítica del poder popular en Roma emanaba de las reformas judiciales de Graco, que le otorgaban a los políticos de izquierdas, por así decirlo, un poder importante a la hora de virar las decisiones judiciales en su favor. Por su parte, los populares decidieron aprovechar la posición especialmente endeble en que quedaban los representantes de la alta sociedad en los casos en los que se producirían derrotas militares. En este punto, para los populares se presentaba la posibilidad de cuestionar dos elementos fundamentales de la política republicana romana. El primer elemento era el cursus honorum. Defendiendo la candidatura de Cayo Mario para ser cónsul y comandante militar, estaban defendiendo el principio, hoy aceptado pero que entonces estaba muy lejos de estar claro, de que quien debe gobernar es el más capaz, no necesariamente quien más dinero tiene. El segundo gran concepto que ahora se ponía en solfa era la práctica denunciada en Toulouse: la práctica por la cual políticos y generales hacían uso del Erario público en su propio beneficio.

Con la pérdida de Cepiòn, el bando de los Metelos perdió a uno de sus principales peones, aunque todavía le quedaban líderes importantísimos como Emilio Escauro o el propio Metelo Numídico.

La retirada estratégica de los grandes elementos de la clase Metela (el propio Emilio Escauro acabó ante los tribunales por una acusación de falta de respeto a las obligaciones religiosas, aunque fue absuelto) dio alas a la aparición de nuevas figuras en el bando popular. En este terreno, sin duda la mayor estrella emergente fue Lucio Apuleyo Saturnino. LAS, un político abiertamente anti senatorial, buscó y consiguió el tribunado de la plebe para poder llevar a cabo sus ambiciones. Consolidó un grupo de adjuntos con miembros como Norbano, que sería tribuno en el año 103, Casio Longino, que lo había sido un año antes, Domicio Ahenobarbo, o Lucio Marcio Filipo.

Saturnino era un seguidor y admirador de Cayo Graco, a quien, afirmaba en público, quería emular. Tras decantarse claramente por el bando popular, buscó la amistad de Cayo Mario, con la que consideraba más fácil conseguir su nominación al tribunado. Mario también tenía muchos intereses en esa alianza. Necesitaba puentear al Senado para poder distribuir tierras entre algunos de sus veteranos, y para ello necesitaba tener a los tribunos de la plebe de su lado. De esta manera, se formó un tridente político muy potente entre el propio Mario, Saturnino y el principal colaborador de éste, Cayo Servilio Glaucia. Tanto Saturnino como Glaucia, aparentemente, se habían estudiado muy a fondo el, por así decirlo, derecho constitucional republicano; así pues, se las sabían todas a la hora de poner en marcha propuestas legislativas e iniciativas varias. Eran el tipo de personas que necesitaba Mario, quien al fin y al cabo era básicamente un militar con menos habilidades políticas y procedimentales.

Tras pasearse en triunfo por Roma, el 1 de enero del año 104, Mario, como ya os he contado, fue nombrado cónsul por segunda vez. Pero eso no fue todo. En un caso inusitado en la Historia romana, en realidad el general permanecería al frente del Estado cinco años más. Esta dominación no tiene parangón en la República. Es muy habitual citar, en explicación de un mando tan prolongado, el notable éxito que había tenido la reforma militar de Mario que, consecuentemente, lo convirtió en un comandante imprescindible. Pero también debemos citar, en ese éxito, el papel de Saturnino. Saturnino fue el conseguidor de todos los éxitos políticos interiores que se correspondieron con los éxitos militares exteriores. Él garantizaba la creciente popularidad de Mario y bloqueaba todas las iniciativas para generar una oposición eficiente.

Al calor del poder, la red se hizo más extensa, y más densa. Cneo Cornelio Dolabella, que era medio hermano de Saturnino, se convirtió en estrecho colaborador suyo. Por su parte Mario, mediante su matrimonio con Julia, labró vínculos con los Julios Césares. Cayo Julio César, el padre de Julia, fue cuestor en el año 100. Mario contaba también con Manio Aquilio, hijo del cónsul del mismo nombre, que había sido su legado en la guerra contra los cimbrios y verdadera mano derecha del general, ya que era a él a quien le entregaba el mando de las tropas cuando tenía que ir a Roma a hacer política.

El gran proyecto de Saturnino fue recuperar para los populares el control de los tribunales; algo que pasaba, sobre todo, por decantar en su favor al “bando bisagra”, es decir, los equites. Se sirvió de Glaucia para impulsar una ley, la Lex Servilia iudiciaria, que colocaba los tribunales en manos de los caballeros. Esta ley, además, prohibió la participación de senadores en tribunales que estuviesen juzgando casos de corrupción. Cicerón se refiere a esta Lex Servilia con el término acerbissima lex, es decir, ley de gran dureza. Aparentemente, pues, se trató de un texto legal enormemente negativo para la clase senatorial, blandiendo contra ella los excesivamente repetidos casos de corrupción. Otra ley, la Lex Apuleia de maiestate minuta, creaba un tribunal permanente para jugar los delitos contra la dignidad del pueblo de Roma. Esta Corte colocó en manos de los populares una espada de Damocles que, desde entonces, pendía sobre los optimates. Un tribunal permanente, formado exclusivamente por miembros del ordo equester, con la competencia exclusiva de juzgar los casos de traición, era una herramienta de control político de primer nivel que, como siempre, no está claro que los populares supiesen siempre administrar sabiamente. Fue, por lo demás, el auténtico pivote de la política popular romana. Hábilmente pilotada por Saturnino, la Apuleia se basaba en un concepto muy etéreo, como es el de maiestas o dignidad genérica de un ente colectivo como es el pueblo de Roma. Si fácil es definir si alguien ha robado o no ha robado, no es tan sencillo definir si la dignidad de un pueblo se ha visto menoscabada. Con ello, pues, el partido popular consiguió desarrollar una instancia de presión política sobre sus enemigos. Y, a la luz de los hechos, pensar que la utilizó con mesura y proporcionalidad es una idea de la misma calidad que considerar a Julio César un reptiliano en viaje de negocios.

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