jueves, febrero 06, 2025

Huida de Elba (3): Una monarquía anárquica



La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy


 


 

Luis XVIII era perfectamente consciente de que el país estaba notablemente enfrentado. Los orgullosos habitantes de la Vendée, que con tanta sangre combatió los principios revolucionarios, habían querido erigir en su rivera del Loira un arco de triunfo con la inscripción: “Aquí comienza la Vendée”. Los bonapartistas, o patriotas como se les llamaba, reaccionaron tratando de erigir otro en la rivera opuesta con el texto: “Aquí fracasó la Vendée”. Consciente de estos problemas, envió a los príncipes de gira por Francia, aunque Angulema, Artois y Berry se repartieron los territorios para no tener que verse.

El problema para el rey fue que no todos los enviados llevaban consigo el espíritu de reconciliación que él esperaba. Allí donde ponía el pie el conde de Artois, los exiliados eran homenajeados y premiados; en sus discursos, por lo demás, hacía frecuentes citaciones al legitimismo, generando una notable excitación negativa entre los constitucionalistas, a los que se había asegurado desde París que aquellos viajes tenían como objetivo ponerles las cosas más fáciles. En términos generales, los tres viajes de los príncipes no sirvieron para otra cosa que para desbordar las dudas sobre sus personas y su impopularidad, hasta entonces básicamente limitada a la villa de París.

En la familia Borbón había un solo miembro que concitaba la simpatía de la nueva clase social protagonista que había eclosionado con la revolución y el Imperio; esto que pronto se conocería como burguesía. Era Louis Philippe d'Orléans, veterano miembro del club de amigos de la Constitución y, sobre todo, muy conocido entre los franceses por sus hazañas militares en Valmy y Jemappes. A pesar de su popularidad o precisamente por ella, el rey nunca se planteó enviarlo en el viaje a provincias. Entre los Borbones, Luis Felipe era visto como un hombre que aspiraba a ser lo que finalmente sería: el heredero de la revolución. Cuando la masonería francesa lo eligió Gran Maestro, en palacio vieron todas sus sospechas confirmadas.

Luis Felipe se convirtió en algo así como un príncipe en libertad vigilada. Se estableció un servicio estrechísimo de vigilancia en el Palais Royal, del cual él era el objetivo principal. Eligió no quejarse. No quería problemas con las Tullerías. Pero no dejó de, por así decirlo, alimentar una imagen personal, especialmente con un gesto, nunca mejor dicho, revolucionario en un Borbón: caminar por la calle como cualquier otro parisino. Su actitud, en todo caso, era mantenerse en dehors de las discusiones políticas y, muy particularmente, sin pronunciar jamás una sola crítica hacia su familia.

¿Y el rey? Bueno, el rey se parecía bastante a su hermano. Por mucho que aceptase un régimen otorgado constitucional y todas sus consecuencias, era un hombre, nunca mejor dicho, chapado a la antigua. Su verdadera aspiración que pronto se dio cuenta de que no podía colmar, era no gobernar. Él quería ser un rey sin obligaciones; el típico monarca-símbolo de toda la vida. Esto, sin embargo, no quiere decir que fuese un gañán. La Historia, en general, ha sido parca en méritos hacia este hombre, pues los méritos de Luis XVIII juegan todos en contra del gran objetivo historiográfico que, dentro y fuera de Francia, centra los esfuerzos de todos los adjuntos y catedráticos del mundo mundial, que no es otro que salvar al soldado Revolución. Luis XVIII era un hombre no exento de buen juicio; si lo comparamos con su contemporáneo español, la verdad es que no hay color. El gran problema de Luis es que era ya muy, muy mayor. Hombre personalmente devorado por la gota, con una muy escasa capacidad de trabajo, su estrategia consistió, prácticamente desde el minuto uno de su reinado efectivo, en evitar las discusiones y los enfrentamientos, para no tener que poner en juego un arbitraje que odiaba ejecutar. El rey se aburría (es una forma muy elegante de decirlo) en las reuniones de su Consejo Privado; y los despachos ministeriales se le hacían insoportables. Con la edad, además, había desarrollado una personalidad un poco de Viejo'el Visillo: los grandes temas del presupuesto nacional le provocaban ira; pero se lo pasaba teta discutiendo interminablemente las mezquinas hablillas de París que le referían sus más cercanos, como el anticuario Pierre-Louis Jean Casimir de Blacas, el ministre de la Maison du Roi, y Jacques Claude Beugnot, siempre metido en temas policiales. En los temas de gobierno, no le gustaba que le trajesen el problema, sino la solución. Su frase más común era voyez donc à arranger cela, es decir: mira tú cómo arreglas eso. Desde muchos puntos de vista, vivía un poco en los mundos de Yupi, convencido como estaba de que verdaderamente había otorgado la Carta constitucional, cosa que no es en modo alguno cierto. En realidad, la había aceptado más que otorgado. Y apenas se sentía solidario con el gobierno que él mismo había nombrado. Solía decir que una de las grandes virtudes del régimen británico, que había aprendido a admirar durante su exilio, era que la suerte del rey y la de sus ministros eran cosas distintas.

Teniendo como tenía este concepto, que es un concepto muy moderno que hoy instila la mayoría de los gobiernos democráticos del mundo (véase a Pedro Sánchez y José Luis Ábalos como muestra), Luis XVIII ni pudo ni quiso evitar el gran defecto que genera esta idea de no sentirse co solidario con tus gobernantes: el rey nombraba gobiernos cuyos ministros ni tenían unidad de ideas, ni unidad de acción, ni solidaridad entre ellos. Como llegó a decir el duque de Wellington: “En Francia hay ministros, pero no ministerio”. En el gobierno había miembros sinceramente comprometidos con el constitucionalismo, como Talleyrand o Louis; Beugnot o el general Pierre-Antoine Dupont, básicamente, se dedicaban a hacer lo que sabían que el rey quisiera que hiciesen; Charles Emmanuel Henri Dambray, por su parte, gustaba de decir que no había tenido el menor contacto con la revolución, por lo que la consideraba como nunca ocurrida; Antoine-François-Claude Ferrand, conde de Ferrand, resumía su pensamiento en la frase: “si la clemencia es un placer, la justicia es un deber”, y era conocido como El Marat Blanco; Pierre Victor de Malouet, barón de Malouet, representaba al legitimismo cerrado, que consideraba que el constitucionalismo era una especia de etapa intermedia entre el Imperio y la monarquía absoluta; finalmente, el padre abad François-Xavier-Marc-Antoine de Montesquiou y Blacas trataban de ser pragmáticos y luchar contra los crecientes enfrentamientos sociales en el país.

Estas gentes, se supone, gobernaban juntas. Como Pedro y la Yoli.

A esto hay que añadir el problema que generaba el desinterés del rey por la gobernanza. El consejo de ministros se reunía en muy raras ocasiones; en realidad, los temas se solucionaban a base de audiencias privadas con el rey, que eran carísimas porque ya os he dicho que tampoco le gustaban. Así las cosas, los ministros eran ultra-autónomos: solían tomar decisiones por sí mismos, no sólo sin consultar al rey, sino sin consultar al resto del gobierno. Esto ocurrió, por ejemplo, con el decreto sobre el descanso dominical al que ya me referí; y del que la mayor parte del gobierno no tuvo ninguna información.

En un entorno así, el personaje fundamental para el país era Blacas. Era el confidente del rey, y el hombre que, de alguna manera, trataba de mantenerlo convencido de que Bonaparte había sido un mal sueño y que su influencia en la política francesa era nula. Muchas veces convenció al rey de que premiase a algún emigrado; pero su función fundamental era mantenerlo lejos del conde de Artois y de la duquesa de Angulema.

Aquel gobierno, como bien insinuaba la frase de Wellington, no era sino la agregación de una serie de ambiciones y proyectos personales, en ocasiones enfrentados unos con otros. La consecuencia fundamental de aquella falta de unidad fue que Luis XVIII fracasó en los que tenían que ser sus dos grandes objetivos, que eran: ganarse al Ejército, y ganarse a los franceses.

En lo que se refiere a las fuerzas armadas, ya he tenido ocasión de comentaros en qué medida las decisiones que se tomaron confabularon para crear una capa social de veteranos del Viet Nam en la Francia de principios del XIX, con un creciente nivel de descontento y de nostalgia por los tiempos pasados. Pero, en realidad, había más. Los franceses son un pueblo narcisista que vive en todo momento encantado de haberse conocido, a pesar de la cantidad de cosas, que son muchas, que han descojonado a lo largo de su Historia. Esto, que como digo es perfectamente predicable de un vendedor de quesos del Delfinado, es mucho, pero mucho mucho, más predicable, de un miembro del Ejército. Todavía en 1939, cuando apenas quedaban un par de telediarios para que los alemanes se los llevasen por delante sin siquiera sacar la chorra, los franceses iban por ahí diciendo que tenían la máquina militar más poderosa del mundo y que bla. Si quieres pensar en el epítome de alguien que se crea la polla de Montoya, imagina a un coronel francés de la primera mitad del siglo XIX, y acertarás.

Estos tipos invencibles, que habían arrasado Europa y llegado hasta los confines de las pirámides de Egipto cantando sus marchitas, habían, sin embargo, sido vencidos. Como lo serían sesenta años después, y sesenta años después de esos sesenta años. El problema que tiene un militar chauvinista con la derrota es que, las más de las veces, no puede esconderla. Una derrota es una derrota; y el ejército francés había sido derrotado por una coalición extranjera a la que, ojo, pertenecía el rey. Así pues, la resistencia a su figura en los cuartos de banderas era algo que sobrepasaba al propio bonapartismo. Luis XVIII era el hombre que había entrado en Francia y en París protegido por cosacos; y que luego, cuando había llegado al gobierno, había dejado a muchos soldados y a muchos oficiales con medio sueldo o sin sueldo. En medio de todo eso, las acusaciones de corrupción, sobre cuya certitud es difícil decir cosas, se presentaron. Una de las medidas que tomó Luis fue eliminar la Legión de Honor y resucitar las condecoraciones del Antiguo Régimen, es decir, las cruces de las órdenes del Espíritu Santo y de San Luis. Estas cruces comenzaron a concederse con mucha frecuencia (en pechos de exiliados, por supuesto); y se dijo mucho en aquel tiempo que, puesto que estaban pensionadas con 300 francos, fueron objeto de comercio ministerial.

Luis, además, tomó una medida aparentemente poco importante que, sin embargo, fue recibida como un ultraje. Un senado-consulto de 28 de floreal del año XII, es decir el 22 de febrero de 1806, había establecido que 30 legionarios serían adjuntados a cada colegio electoral de barrio o arrondisement. Ahora, sin embargo, el artículo 38 de la nueva Carta Otorgada, al establecer un límite de 300 francos de contribución para poder ser parte del colegio, barrió a la inmensa mayoría de los legionarios de este pequeño privilegio. De nuevo, con esa capacidad que tienen siempre los oficiales uniformados (y no digamos ya si cocinan con mantequilla y sostienen que el Camembert es el mejor queso del mundo) de hacer de la cosa más mezquina una puta montaña, los militares se pusieron como el puma de Baracoa. El tema se puso tan sobaco de grillo que, en realidad, la tropa que vigilaba las Tullerías estaba formada por suizos, emigrados y gentes de La Vendée.

Ya he comentado, por lo demás, la reforma militar que envió a muchos oficiales a casa con medio sueldo aunque, eso sí, con la promesa (en muchos casos, más teórica que práctica) de que se les reservaban dos tercios de las vacantes, mientras que el otro era para el rey. No sólo muchos de estos desheredados del medio sueldo vieron cómo los emigrados les sobrepasaban, reentrando en el Ejército, además, con jugosos ascensos; es que, además, la medida se convirtió en un hecho infernal para los oficiales que consiguieron quedarse. Aunque conservaron sus empleos, las posibilidades de obtener un ascenso prácticamente desaparecieron a causa de la política del gobierno de preñar el generalato de cacatúas emigradas. Luego estaban los enfrentamientos con las formaciones de la Casa Militar del rey, auténticos niños bonitos del ejército; y, entre ellos, más que ningunos otros, los mosqueteros. Porque Dumas esto no te lo contó; pero los mosqueteros de Luis XVIII eran, literalmente, odiados por el resto del Ejército, que por lo general, y aunque eran oficiales, se negaban a presentarles armas. Los soldados, por una mezcla de disciplina y miedo a perder el empleo, aceptaron la escarapela blanca. Pero las evidencias son muchas de que la inmensa mayoría de ellos guardó entre sus pertenencias la escarapela tricolor que habían paseado por Europa.

En los cuartos de armas, el rumor de que el emperador había abandonado la isla de Elba era constante. A veces, Napoleón había desembarcado ya en Francia; otras, lo que estaba haciendo era inflamando una Italia revolucionaria; otras, se había embarcado con sus tropas para buscar refugio en la Sublime Puerta. También se decía que se había puesto al frente de una tropa austríaca, como generalísimo, para reclamar sus derechos como rey de Romanos.

El duque de Berry, realizando el tour por provincias que le encargó el rey, llegó a Nancy. Allí se encontró con un chasseur muchas veces condecorado por su valor en batalla, después de 28 años de servicio; un soldado, pues, que había sido un soldado francés desde la revolución, y aún más allá. Cuando Berry fue informado de que quería dejar el Ejército, se plantó delante de él y le conminó: “Apenas te quedan dos años de servicio para coger el retiro completo. ¿Por qué te quieres ir ahora?” El soldado le contestó: “Porque, monseñor, nuestro padre ya no está con nosotros”. Esta anécdota, que fue lo suficientemente importante como para que un miembro de la policía local, que estaba presente, lo recogiese en el informe que hizo sobre la visita de Berry a Nancy, es un buen epítome de lo que era el sentir de muchos de los hombres de base del Ejército francés en aquel año de 1814. Ninguna de las promesas, ninguno de los derechos otorgados, era lo suficientemente atractivo para cambiarles el humor. Napoleón Bonaparte les había enseñado lo que era ser grande, lo que era ser franceses. Y ahora no querían olvidarlo.

Para nosotros, los españoles, resulta sencillo, y a la vez difícil, de entender. Sencillo, porque nosotros hemos experimentado la misma sauna finlandesa de ser la hostia para pasar a no ser nada. Pero difícil porque España, de alguna manera, hizo ese viaje en varias, muchas, generaciones. No es lo mismo. Lo que debéis entender es que los franceses que habían pasado del infinito al cero eran los mismos franceses. Por eso, más que pensar en los males de España, mi recomendación es que penséis en Viet Nam.

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