La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy
El gran problema presupuestario que tenía Francia, en medio de esas tensiones, era mantener el Ejército. Las deserciones en masa habían dejado los efectivos en apenas 90.000; pero aún así eran muchos para los Bizum que podía enviar el gobierno. Así las cosas, el 12 de mayo el rey decretó la reforma de las fuerzas armadas. La infantería fue reducida de 206 regimientos a 107; la caballería, de 99 a 61; la artillería, de 339 compañías a 184. La leva de 1815 fue licenciada. Los desertores, a los cuales las normas dejaron de llamar así para pasar a denominar absents sans permission, fueron considerados personas de permiso. Y al resto se les repartieron permisos a cascoporro, para que por lo menos no hubiera que darles de comer.
Reducción de soldadesca suponía también reducción en las escalas de mando. Por mor del decreto de 12 de mayo, todos los oficiales que, por edad, o por la naturaleza de heridas recibidas, tuviesen legalmente el derecho a pedir el retiro, ahora tenían que retirarse por cojones. El resto de los oficiales que no cabían en la cama de Procusto que era el nuevo Ejército fueron declarados en situación de no actividad, con medio sueldo, aunque los dos tercios de los empleos que quedasen vacantes les estaban reservados según veteranía. De esta manera, entre 10.000 y 12.000 oficiales napoleónicos (pues eso habían sido básicamente) fueron seudo expulsados del ejército, sin información sobre cuándo podrían volver, o si volverían incluso. Son los demi soldes de la literatura de la época; una auténtica subclase social, cada vez más radicalizada, que va a ser fundamental en los hechos que nos quedan por relatar en esta serie.
En efecto: de nuevo hemos de hablar de Viet Nam. La reforma militar de Luis XVIII creó una forma muy particular de desclasado: el veterano en demi-solde. Un personaje que no podía exhibir su orgullo, pues al fin y al cabo había sido derrotado. Un hombre arruinado, que cobraba la mitad de un sueldo ya de por sí rácano; que, las más de las veces, había abandonado la vida civil siendo un niño, probablemente sin haber terminado o realizado estudio alguno. Y que ahora, joven aún, pues al fin y al cabo en bonapartismo no deja de ser un proceso de una veintena de años; joven aún, digo, se veía compelido a regresar a una vida civil a la que probablemente nunca pensó que tendría que volver, acosado, ninguneado, despreciado incluso, y sin tener, en puridad, un oficio o un beneficio con que defenderse. Siempre recordando a los compañeros caídos y encontrándose, en la soledad de la esquina de cualquier taberna, con la repugnante idea de que envidiaba a esos camaradas muertos, que por lo menos habían muerto por la gloria de Francia. Aquello, pues, era The deerhunter elevado a la quinta potencia.
Esos hombres, los perdedores de Napoleón, se convirtieron en los enemigos más feroces de la Restauración. Y la Restauración, de consuno, se convirtió en su peor enemiga.
El tema es que tiene sus ciertos bemoles. Como pronto se ocuparon de recordar algunas voces opositoras, en realidad el Estado tenía algún margen para poder mantener en el Ejército, que es donde querían estar, a algunos, a todos incluso según qué versiones, de aquellos desclasados. Pero para que el presupuesto cuadrase, hubiera sido necesario que el Borbón hubiese renunciado a su Casa Militar. La Casa Militar del rey de Francia estaba compuesta de seis compañías de guardias de corps de 505 efectivos, más la conocida como compañía de los cien suizos (que eran 134), la compañía de los guardias de la puerta (232), las cuatro compañías rojas (donde estaban los mosqueteros), cada una de 456 hombres, la compañía de granaderos a caballo (200), y dos compañías de guardias de corps de Monsieur, con 235 hombres. En total, se juntaban unos 6.000 oficiales, a lo que hay que sumar que todos los miembros sin graduación (salvo entre los cien suizos y los granaderos a caballo) tenían nivel de subteniente. La mayoría de aquella gente, notablemente privilegiada en sus galones y en su nómina, estaba formada de veteranos de Luis XVI y otros que se habían exiliado durante los tiempos bonapartistas; aunque también había incorporaciones nuevas, como un adolescente llamado Alfred de Vigny, que haría toda una carrera en las letras francesas. La Casa Militar borbónica costaba 20 millones de francos.
También se podría haber ahorrado licenciando a los regimientos extranjeros (La Tour d'Auvergne, Isemberg y el regimiento de los irlandeses) y los cuatro regimientos suizos, todo ello con un coste de más de tres millones y medio de francos. Con todo, el principal problema era la masa de oficiales que petaba las oficinas del Ejército reclamando su readmisión, exhibiendo para ello méritos adquiridos en el extranjero, luchando en armadas foráneas contra el usurpador de los derechos borbónicos. El 31 de mayo, el gobierno creó una comisión para estudiar todos estos casos uno por uno. Miembro conspicuo de la comisión era Charles Joseph Hyacinthe du Houx de Vioménil, márqués Vioménil. Este hombre tenía ya más de cincuenta años cuando la movida de la revolución francesa llegó, y en el momento de estar en la comisión tenía 80 palos. Aun así, se le había reintegrado el empleo de teniente general, con vigencia y atrasos desde el 1 de enero de 1784; treinta años de sueldos, que se dice pronto. Vioménil estaba encantado con el tratamiento recibido y, como podréis entender, hizo todo lo que pudo, que fue mucho, para que también se le diese el mismo trato a muchos de los peticionarios que eran viejos oficiales del rey ejecutado. En la mayor parte de los casos, fueron readmitidos, con ascenso, además. Louis Guérin de Bruslart y Charles Marie de Beaumont d'Autichamp son dos ejemplos; ambos eran capitanes en el momento en que estalló la revolución, y ahora fueron nombrados, uno mariscal de campo, y el otro teniente general. Pero hay casos más fuertes, como el de Jean Chatelain, normalmente conocido como Tranquille, que nunca había servido en el Ejército francés propiamente dicho, y sin embargo fue admitido como oficial. En seis meses, estas medidas generosas beneficiaron a más de 2.000 oficiales, en contra de los intereses de los que habían sido enviados a casa con medio sueldo, y que esperaban vacantes para poder optar.
Esta realidad estaba creando una nueva subclase social y, con ella, un nuevo problema: los emigrados. Para muchos historiadores y licenciados en Historia, los emigrados fueron entre 2.000 y 3.000 miembros de castas nobles que escaparon de la guillotina a tiempo, dejaron atrás sus haciendas y sus casas, y se exiliaron a tiempo fuera de Francia. Dado que, como he dicho, el bonapartismo fue un proceso relativamente corto en el tiempo, la inmensa mayoría de los que se marcharon seguían vivos en 1814; la Parca sólo se había llevado a unos pocos de ellos. Ahora, todos esos nobles regresaban a su país, con la intención de recuperar lo que era suyo.
Pero ese retrato, como digo, es enormemente sintético, e impreciso. Los emigrados eran muchos más. Al contrario de lo que, de nuevo, ha mantenido siempre cierta historiografía, la revolución francesa no fue tan quirúrgica como se pretende. La idea, inventada para tratar de glorificar un periodo que tiene unas zurraspas de puta madre en el calzoncillo, es que sí que hubo violencia política (la guillotina); pero que esa violencia se circunscribió, más o menos, a quien se lo merecía. Lejos de ello, la revolución francesa, además de atesorar episodios de genocidio (tal es la palabra: episodios en los que se dieron órdenes de extinguir a poblaciones enteras), no sólo se revolvió contra los muy nobles, sino también contra los de medio pelo y, en general, contra quienes, por unas razones u otras, querían ser fieles al rey.
Todas estas personas regresaron ahora a Francia convencidas de que todos tendrían un puesto en la Administración, militar o civil, para ellos. Contaban con que los funcionarios que habían permanecido en Francia serían despedidos, y que ellos ocuparían sus lugares. Esto, sin embargo, no pasó. En parte, porque hubo funcionarios que nunca fueron despedidos. Pero, sobre todo, porque las bajas, que es cierto que fueron muchas, fueron mayoritariamente cubiertas con monárquicos constitucionales, muchos de ellos antiguos bonapartistas. En términos de nuestro presente, podríamos hacer el símil de que, habiendo sido los VOXeros los que se exiliaron mayoritariamente, ahora, tras su regreso, venían a comprobar que los que se llevaban las canonjías eran los peperos. Apenas un par de centenares de ultras legitimistas fueron colocados en la mamandurria pública.
El gran problema con los emigrados, con todo, no eran los curros, sino los patrimonios. Buena parte de lo que había sido propiedad de aquellas personas exiliadas había sido vendido durante los años de la Convención, el Directorio y, sobre todo, el Imperio. Los emigrados tenían toda la razón al recordar que aquello había enriquecido a un pequeño ejército de Koldos que habían sabido estar en el momento preciso, en el lugar adecuado. Las ventas realizadas por el Imperio, sin embargo, habían sido legalizadas en tres actos jurídicos: el Acta Constitucional, el pacto de Saint-Ouen y el artículo 9 de la nueva Constitución. Los emigrados, sin embargo, querían cambiar eso. El propio Talleyrand habría de escribirle al rey que ninguna de estas garantías había parado el tsunami exiliado. En Burdeos, un grupo de exiliados quemó públicamente en el teatro de la ciudad el Acta Constitucional. En Nantes, la que fue a la hoguera fue la Carta Otorgada. En los dos territorios de lejos más VOXeros de aquella Francia: Bretaña y la Vendée, los sacerdotes en las homilías anunciaron que todo lo que había cambiado de manos en el Imperio sería devuelto. Los soldados blancos identificados con el antiguo régimen recorrían el país, sobre todo las zonas rurales, bramando il faut un autre roi pour faire ce que celui-ci en veut pas faire; o sea: si este rey no quiere hacer lo que debe hacer, habrá que poner otro rey. Las protestas tomaron rápidamente un peligroso tono ultracatólico: en Nimes, los impuros, como eran conocidos los hugonotes, sufrieron un conato de progromo, el 4 de noviembre. En la Provenza se llamaba a la reacción contra les Nicolas, como eran conocidos bonapartistas y republicanos; e incluso comenzaron a recogerse firmas en favor del retorno de Aviñón a los Estados Pontificios. A lo tonto, a lo tonto, el legitimismo estaba cristalizando en secesionismo. En julio, dos abogados, llamados Dard y Falconnet, publicaron sendos folletos justificando jurídicamente la anulación de las ventas (si los queréis tener, sólo tenéis que pagar 500 euros). Los autores fueron arrestados, y puestos en libertad inmediatamente, en evitación de males mayores. Ante la Cámara, una tal señora Mateo, adquiriente de varios patrimonios de exiliados, presentó una consulta ante las dudas que le habían presentado los folletos de Dard y Falconnet. El Parlamento se vio obligado a aprobar un documento en el que decía que, puesto que las ventas habían sido legalizadas por la Constitución del año III y la del año VIII, por el acuerdo de Saint-Ouen y por la Carta Otorgada, “la señora Mateo no tiene nada que temer”. Luego se supo que la señora Mateo no existía; era un pequeño grupo de adquirentes que había decidido esconderse tras el seudónimo.
Como ya os he contado, la percepción de que Luis XVIII estaba reaccionando como un nenaza ante las reivindicaciones de los exiliados hizo que los legitimistas comenzasen a pensar en abdicarlo. Y tenían en quien confiar.
Charles-Philippe de France, más conocido como el conde de Artois, más conocido como Carlos X (puesto que sería rey de Francia en 1824), era el hermano más joven del malhadado rey Luis XVI. Su vida había tenido como dos partes, pues primero había sido un viva la Virgen, más o menos hasta la muerte de una de sus amantes más importantes, la muy influyente Yolande Martine Gabrielle de Polastron, duquesa de Polignac. Mujer que fue la confidente de María Antonieta y, como os digo, frotaba velcros con Artois. A la muerte de Polastron (1793), Artois se volvió un ultraconservador y, en 1814, tenía en París una especie de Corte legitimista paralela. El abad Jean-Baptiste Marie Antoine de Latil, al que conocemos como el abate Latil para ahorrar cíceros, y que es el último hombre que ha coronado un rey francés (de momento), era el confesor y asesor de Artois, hasta el punto de que el príncipe dependía de él para casi todo. En su palacio, este Miguel Ángel Rodríguez del Antiguo Régimen montó, como digo, un grupo abiertamente legitimista. De hecho, incluso nombró ministros de lo que toda Francia conocía como le cabinet vert (el gobierno verde, en oposición al blanco borbónico). Incluso tenía una especie de CNI de andar por casa, que le llevaban Antoine Marie René Terrier de Monciel y un segundo llamado La Maisonfort (que podría ser, pero no estoy seguro, Antoine François Philippe Dubois-Descours, marqués de La Maisonfort, normalmente conocido como Louis La Maisonfort). Artois simuló estar enfermo para no estar presente en la sesión parlamentaria en la que el rey sancionó la Carta Otorgada.
Otra legitimista de la hueva era la duquesa de Angulema, Marie Therèse Charlotte de France. María Teresa de Francia, como la solemos traducir, era la unigénita, que diría Arniches, de Luis XVI y María Antonieta, lo que la convierte en una de las hijas más deseadas de la Historia de Francia, pues se hizo mucho de rogar, como ya os he contado. Era la mujer de su primo hermano el duque de Angulema, Louis Antoine de Bourbon, hijo de hermano más joven de su padre, es decir, hijo de conde de Artois. Así pues, Carlos de Francia era suegro de María Teresa. Según algunos historiadores, fue reina de Francia, junto con su marido, durante 20 minutos, el 2 de agosto de 1830, dado que, cuando Carlos X abdicó, su mujer, la reina, tardó 20 minutos en firmar ella misma la abdicación. Se entiende que, durante ese tiempo, la monarquía borbónica seguía vigente en Francia, y fue heredada por Luis de Angulema, con lo que su churri se letizió.
Quienes conocieron a Teresa la Angulemera, dicen que había nacido con un carácter excelente que la llamaba a ser la RoRo del gotha europeo. Los sucesos de Francia, sin embargo, la habían convertido en una vieja vengativa, una Fina Palomares en modo experto. Vivía en gran parte mediatizada por la imagen de sus padres decapitados, y exigía el mismo final para quienes habían estado, de alguna manera, detrás de aquello. Su odio se combinaba con la personalidad de su marido, un tipo de inteligencia mejorable, carente de atractivo personal, movido a la timidez por sus varios tics faciales.
Por último, Charles Ferdinand de Artois, duque de Berry, segundo hijo del conde de Artois, era de ideas legitimistas; pero lo que era, por encima de todo, era un Pocholo de la vida, siempre de caza, a veces de ciervos, a veces de jacas. El régimen constitucional le garantizó un apanage muy generoso, por lo que soportaba el régimen constitucional sin protestar.
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