martes, febrero 04, 2025

Huida de Elba (1): La difícil Restauración

 



La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy


El 3 de mayo de 1814, Luis Estanislao Javier de Borbón, hijo de Luis Fernando de Borbón, delfín de Francia, y de María Josefa de Sajonia, y hermano de los reyes Luis XVI y Carlos X, a quien llamaremos Luis XVIII para abreviar, entraba en París subido a una calesa tirada por ocho caballos blancos. Atrás quedaban la revolución francesa, el Directorio, el Imperio y toda la pesca. Francia, en la mente de algunos, despertaba de un mal sueño. En la mente de otros, lo continuaba.

La llegada del rey de Francia activó lo más querido por un francés, y que los franceses habían perdido en los últimos tiempos: la independencia. El 1 de junio, un mes después de que el Borbón hubiera regresado, las tropas extranjeras de ocupación comenzaron a marchar hacia sus casas. El día 4, en reunión conjunta de las dos cámaras, fue leída la Carta Otorgada. Francia, pues, regresaba a los terrenos seudo constitucionales, con una ley de leyes que era, formalmente, una graciosa cesión real de sus poderes omnímodos. Regresó la monarquía hereditaria por derecho divino. Luis XVIII, se proclamó, estaba, en ese momento, en el año décimo noveno de su reinado, por mucho que los primeros 18 años los hubiese completado teletrabajando.

En 1814 no había encuestas; los Tezanos de la vida, que en puridad ya existían (no hay más que leer el Tartufo), se dedicaban a otras cosas. Sin embargo, aún sin encuestas, no pocos historiadores, e incluso testigos directos de aquellos momentos, han estimado muchas veces que, cuando menos, la mitad de los franceses era, de alguna manera y en distintos grados, hostil al nuevo/viejo orden de cosas. Había muchos nostálgicos de los intensísimos tiempos pasados. Gentes que lo habían sido todo en los momentos en los que ser el líder una patota te convertía en dueño de vidas y haciendas en tu barrio, y que ahora se podían dar con un canto en los dientes si Yolanda Díaz les conseguía un ERTE. A fuer de ser precisos, resulta muy difícil deslindar lo que sería la pura desafección respecto del régimen, y lo que era reacción ante el puro y simple caos. En apenas dos meses, por ejemplo, el Ejército francés, el orgulloso Ejército francés, había registrado 180.000 deserciones. Literalmente, se caía a a trozos. Y los que quedaban eran, precisamente, los que el rey no quería que se quedasen. Tenía Francia, en ese momento, unas 20 villas con castillo militar o ciudadela. Casi todos ellos, por no decir que todos, eran auténticos viveros pro imperiales. Los militares, sobre todo soldados rasos, que habían decidido quedarse en un Ejército vencido y humillado, eran, en su mayoría, aquéllos que sentían que las jornadas de su vida de las que se sentían más orgullosos eran las que habían vivido siguiendo (a los jefes se les obedece; a los líderes se les sigue) a su general. En consecuencia, consideraban que lo que tenía que hacer Francia, a pesar de su derrota sin paliativos, era defender al Imperio. Para ellos, y para sus hijos y nietos, ya no había en Francia más dinastía que la dinastía Bonaparte.

El principal cambio que se operó en las fuerzas armadas francesas con la llegada del rey fue estético. Se reimpuso el uniforme blanco y a los soldados se les obligó a llevar la escarapela o cocarde real. En muchos de esos castillos, los soldados quemaban sus uniformes, y le decían a sus oficiales que la cocarde se la podían meter por ahí mismo si querían.

Con todo, el mayor vivero napoleónico era, sin duda, eso que con los años terminaría llamándose el proletariado. El Quai de la Grève es hoy un lugar súper céntrico de París en el que sólo tienen casa los parientes de sangre de Elon Musk; pero entonces era, precisamente, la plaza en la que se congregaban, cada mañana, los jornaleros de la modernidad; los obreros y artesanos sin trabajo que acudían allí a ver si alguien les daba algún curro para poder llevar pan a casa por la tarde. Allí lo normal era escuchar cómo los Borbones eran apelados de hijos de puta y de ladrones. Entre las personas humildes que habían traído la Restauración, por lo demás, las cosas no estaban mucho mejor. Ellos, en su gran mayoría, no habían luchado por recuperar la legitimidad real; habían luchado contra la tupida red de cargas impositivas que el Imperio, al fin y al cabo un régimen de postulados proto socialdemócratas, les había encalomado. Ahora, se sentían con el derecho, simple y puro, a no pagar. Este sentimiento era especialmente fuerte en la Vendée, es decir el territorio francés que con mayor crueldad había sufrido la mordida revolucionaria; pero también era muy común entre los bretones.

El régimen, sin embargo, carecía de oposición políticamente hablando, y tampoco tenía ningunas ganas de dejarla nacer y crecer. Eso no quiere decir que no hubiese razones objetivas para el descontento. Por ejemplo, al haber caído en manos de ejércitos extranjeros, Francia había tenido que desarmarse, también, arancelariamente hablando; y, ahora, la invasión de productos extranjeros estaba arruinando a industriales y comerciantes. Sin embargo, el sentimiento en Francia era bastante parecido al que había en España nada más terminar la guerra civil; en la mente de muchas personas, el deseo de paz y de seguridad sobrepujaba a cualquier otro.

A todo esto hay que unir el papel de los influencers. El mariscal Michel Ney, príncipe del Moscova, considerado un héroe nacional, había aceptado la Restauración. Como lo había hecho el mayor hombre político del momento: Lazare Nicolas Marguerite Carnot. Joseph Fouché, otro veterano de los tiempos revolucionarios e imperiales, maniobraba ahora para ser nombrado ministro del Interior y, en la procura de este objetivo, presionaba a Napoleón para que rechazase su soberanía sobre la isla de Elba y se fuese a vivir a Estados Unidos como un ciudadano común. Claude-Joseph Roughet de l'Isle, el compositor de La Marsellesa, compuso ahora un himno realista. Bertrand Barère de Vieuzac, el hombre conocido durante la revolución como “el Anacreonte de la guillotina” y que había pasado a la Historia por ser el García Ortiz de la vida que, durante la Convención, había interrogado a Luis XVI, ahora se paseaba por París con la flor de lis prendida de su pecho orgulloso.

Hay que decir que, en su mayoría, estos hombres, que se habían paseado por el París revolucionario reclamando la sangre de los poderosos, y que luego habían defendido el proyecto imperial con las armas, no eran, propiamente, defensores del legitimismo. La mayor parte de ellos sostenía una mezcla entre pragmatismo, pues habían decidido aprovechar las grietas de olvido que la Restauración ofrecía; y de convencimiento en el sentido de que, quizá no aquel Borbón, pero sí los Borbones, al fin y al cabo, acabarían por darse cuenta de que debían avanzar hacia una monarquía constitucional. Un régimen en el que, muerto algún día Napoleón, cifraban todas sus esperanzas de que Francia encontrase un punto medio.

La declaración de la paz fue poco sorpresiva para los franceses; esto no es de extrañar, pues llegó unos dos meses después de que se estuviese aplicando en la práctica. El documento, sin embargo, era fundamental porque era ahí donde se tenía que concretar la factura por desperfectos que los vencedores de Napoleón esperaban cobrar. Los franceses, que siempre han tenido cierta capacidad de hacerse unas pajas mentales de puta madre, habían cifrado sus esperanzas en una declaración hecha por el zar de Rusia (“los aliados respetamos la integridad territorial de Francia tal y como ha existido bajo sus reyes legítimos”). De una manera un tanto extraña (extraña, aquí, quiere decir ciega), los Gonzalomirós, los Maestres y las Benis de turno, en los cafés, opinaban que, bueno, Francia obviamente tendría que renunciar a buena parte de sus conquistas; pero alguna pedrea le habría de quedar. Quien más, quien menos, soñaba con que la rivera izquierda del Rhin fuese francesa; otros soñaban con quedarse el Sarre, Forèts, Sambre-et-Meuse, Jemappes o la Lys. Por eso, cuando llegó el tratado de 30 de mayo, que cumplía a rascatabla lo prometido por el zar, incrementando las fronteras del Antiguo Régimen en apenas unos pocos territorios al norte y al este, el personal se quedó pijarriba.

La Prensa afecta (o sea, la Prensa a secas) se desgañitó escribiendo columnas y columnas argumentando algo que estaba bastante claro en el acuerdo de paz: se estaban respetando lo que siempre habían sido las fronteras entre países, es decir, las fronteras naturales. Pero, por mucho que lo intentó el ejército de Escolares borbónicos, el personal no tragó. Para muchos franceses, sobre todo los veteranos de la guerra que eran muchos, regresar a sus hogares en esas condiciones se convirtió en una situación sicológica muy parecida a la del regreso de los veteranos estadounidenses del Viet Nam. El suyo era un sentimiento muy parecido de derrota inútil, y de feroz denuncia al poder constituido que la había permitido. No se olvide que del trauma de Viet Nam ha salido la práctica totalidad del movimiento estadounidense de ultraderecha. Y aquí estamos en algo parecido.

En cuando a la Carta Otorgada, sus principios generales eran los ya establecidos en lo que conocemos como Declaración de Saint-Ouen. La principal novedad que presentaba la Carta Otorgada, que por lo demás mostraba una clara preocupación por marcar una cierta continuidad respecto de la Constitución, eran los artículos (28 y 40) que establecían las bases del régimen electoral. Los electores directos quedaban reducidos a un máximo de 15.000, y los elegibles no pasaban de 5.000. La carta era tan restrictiva que diversos diputados en ejercicio, y el mismo presidente de la Asamblea, Marie-Felix Faulcon, caballero de La Parisière, perdieron su condición de elegibles (lo cual, en el caso de Faulcon, fue un suicidio, pues fue uno de los principales redactores de la Carta Otorgada). Según la Constitución del año VIII y el senado-consulto orgánico de 16 de Thermidor del año X, las asambleas cantonales, también conocidas como asambleas primarias, estaban compuestas por todos los ciudadanos activos, es decir, todo francés de más de 25 años que estuviese pagando un impuesto directo equivalente al menos a tres días de salario. Estos ciudadanos nombraban a partir de una lista de los 600 mayores contribuyentes al colegio electoral, que se nutría de ciudadanos inscritos en el registro cívico. Se creaban dos colegios: el de departamento y el de barrio o arrondisement, que presentaban al Senado una propuesta de diputados, propuesta para la que no se exigía ninguna condición censal.

Sin embargo, la Carta Otorgada de 1814 estableció que, para ser nombrado miembro de los colegios electorales, había que tener por lo menos 30 años, pagar una contribución directa de 300 francos mínimo; y, para ser diputado, estar pagando una contribución mínima de 1.000 francos.

El tema se tenía que armar por el flanco de siempre: la religión. El muy querido y buscado puesto de ministro del Interior había caído finalmente en las manos de Jacques Claude Beugnot, conde de Beugnot. El ministro quería dar un golpe en la mesa para que toda Francia tuviese claro el tono de los nuevos tiempos, y se fue a ver al rey, al que confió un proyecto: un decreto que obligaría a guardar el domingo y las fiestas religiosas. Yo comprendo que, en los tiempos actuales, resulta un poco difícil entender esto, pues es un hecho que, hoy en día, quienes quieren convertir los domingos en días de pulso débil, sin tiendas, sin supermercados ni nada, son, precisamente, los bisnietos de las izquierdas que, hace más de doscientos años, estaban justo en la posición contraria. Pero es así. Para los franceses no religiosos, que el Estado les dijese en una norma que los domingos no podían abrir sus tiendas ni hacer ningún tipo de negocio les pareció un ultraje. Los cafés, restaurantes y cabarets quedaron cerrados durante la celebración de los oficios. Las multas por incumplimiento eran fortísimas: de 100 a 500 francos; una deuda que garantizaba que, muy probablemente, el pagador no podría generar con su rebeldía el dinero suficiente para satisfacer la pena.

Beugnot sacó a pasear su decreto el 7 de junio. El día 10, aclaró que estaba incompleto. La gente respiró; lo mismo se lo ha pensado mejor. Pero, ni modo. Cuando la corrección se publicó, el decreto había sido ampliado en el sentido de que, el día de determinadas procesiones (que quedaban rehabilitadas), el tráfico rodado estaría prohibido entre las ocho de la mañana y las tres de la tarde. O sea, como la maratón de Madrid y la puñetera San Silvestre, pero con Cristos en lugar de keniatas.

Para colmo, cuando en las iglesias y sobre todo catedrales de todo el país se celebraron funerales por el alma de Luis XVI y de María Antonieta, los curas pusieron las cosas peor. Los funerales, mal que bien, los controlaba el Estado. Pero a los sacerdotes les quedaba una herramienta; una herramienta de la que, históricamente, han hecho un uso exagerado y, para qué negarlo, básicamente coñazo: la homilía. En sus predicaciones al pueblo congregado delante de ellos, los curas franceses se dedicaron a condenar a todos y cada uno de los franceses que habían participado en la revolución y en sus excrecencias. Y, aunque eran curas, muchos de ellos de aldea, es decir, no demasiado inteligentes, hasta ellos tenían que saber que la mitad, o más, de la gente que les estaba escuchando, quedaba totalmente dentro de dicho anatema. El personal, por lo tanto, salía de las iglesias más encabronado que Trump.

El gran problema para la Restauración es que sólo podía ofrecerle a su pueblo paz; una paz que muchos de ellos consideraban deshonrosa. Porque la prosperidad estaba muy lejos. Inicialmente, se pensó que las cargas financieras que arrastraba Francia por los últimos años militaristas del régimen napoleónico serían de unos 1.600 millones de francos; y, para valorar esta cifra, debo recordaros que pagar 1.000 francos de impuestos era considerado cosa de ricos, algo que sólo hacían 5.000 franceses. Pero la cosa es que el tema era todavía peor porque, cuando se hicieron bien las cuentas, la cifra subió aproximadamente hasta los 5.500 millones de francos. El ministro de Finanzas, barón Joseph Dominique Louis, propuso afrontar el problema con una emisión de bonos temporales, reembolsables en tres años, con un interés del 0,8% y la garantía de 300.000 hectáreas de bosques y bienes comunales. El 6 de junio, de hecho, el rey ya había decretado la continuidad en la política de enajenación de bienes comunales iniciada por Napoleón, y que sus opuestos, ahora gobernantes, tanto habían criticado.

Los legitimistas puros defendían no pagar ni un duro; esos costes habían sido generados por un gobierno usurpador (recordad que ellos contaban el reinado de Luis XVIII desde la muerte de Luis XVI). Las fuerzas que diríamos más liberales acusaban a Louis de haber concebido un proyecto confiscatorio.

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