viernes, mayo 07, 2010

Comuneros (y 3)

Pues sí. Característica propia de muchos movimientos revolucionarios es que su sector más moderado, que en el fondo se siente incómodo al lado de combatientes más radicales, comience a albergar la idea de negociar con el enemigo. En el caso de la rebelión comunera, a este hecho ayudó también que Carlos I no fuese ningún idiota y tuviese, de hecho, verdadera madera de estadista. De haber sido un chulo de putas, como lo han sido otros muchos reyes en la Historia, al haberse enterado en Alemania de la rebelión, habría montado en cólera y jurado no dejar en Castilla piedra sobre piedra. Lejos de ello, Carlos I se dió cuenta de que lo mejor, ante el pollo que se había montado y que corría el peligro de convertirse en una rebelión de profundísimas raíces, era contemporizar.

Así pues, aún en Alemania, el inflexible Carlos se convirtió en Carlos el comprensivo. Anunció que las ciudades que se le uniesen quedaban eximidas de la exacción aprobada en las Cortes de Santiago e incorporó a la regencia a dos personas de entre los más notables del país: el condestable de Castilla, Íñigo de Velasco; y el almirante de Castilla, Fadrique Enríquez. Ambos consiguieron una estupenda perla para el rey flamenco: Burgos, entonces ciudad con intereses industriales, muy interesada en hacer negocios con Flandes, se unió al bando real.

Este tipo de cosas hizo perder prestigio a los nobles e incluso a los burgueses dentro del movimiento comunero. En consecuencia, progresivamente dicho movimiento va estando cada vez más dominado por los radicales, lo cual debilita sus posibilidades bélicas. De hecho, cuando el ejército real se dirigió a Torrelobatón a presentarles batalla, Padilla, reconociendo que no estaba en condiciones de presentarla, se desplazó a Toro. El 23 de abril de 1521, en medio de una fortísima tormenta, los realistas avistaron a la armada comunera cerca del pueblo de Villalar. En las condiciones que tenía el terreno, lamentablemente embarrado, la ventaja realista, que se basaba en que poseía unas fuerzas de caballería que los comuneros no tenían, fue decisiva. La batalla no tuvo color y Padilla, Bravo y Maldonado fueron apresados. Les montaron un consejo de guerra en unos minutillos y al día siguiente, con la fresca, los decapitaron. Tras su muerte, el movimiento comunero se disolvió como un azucarillo, con la sola excepción de Toledo, donde la mujer de Padilla, María Pacheco, mantuvo durante un tiempo una feroz resistencia.

¿Hasta dónde llega el radicalismo del movimiento comunero? El radicalismo existe, qué duda cabe. Pero es importante entender que es un radicalismo más antinoble que antimonárquico. Lejos de los objetivos que se fijarán, dos siglos y medio después, otras revoluciones, la comunera ni sueña con poner en cuestión el poder real castellano; de hecho, su campeona es Juana, representante, para Padilla y lo suyos, de la pureza monárquica.

De hecho, lo que los comuneros querían era depender del rey. Querían, en lenguaje de la época, ser de realengo. Querían que muchas posesiones de la nobleza volviesen a ser propiedad de la monarquía, porque era en los nobles donde veían la explotación y la injusticia. El carácter antinoble del movimiento comunero trufa sus dos grandes documentos programáticos, conocidos como los Capítulos de Valladolid y la Ley Perpetua. Ambos documentos se basan, en gran medida, en el testamento de Isabel la Católica pues la reina, igual que le pasó a Lenin cuando ya estaba gagá y se dedicó a escribir que si Stalin era un cabrón, se acordó, en el momento de su muerte, del poder que le había dado a la nobleza, a todas luces excesivo, y se queja de ello con amargura en sus últimas voluntades. Estas quejas daban a ojos de los comuneros legitimidad para reclamar la reversión de muchos señoríos, especialmente los que habían sido concedidos tras la muerte de la reina.

Otro capítulo importantísimo de la ideología comunera es su exigencia, siquiera embrionaria, de un orden fiscal. Los comuneros se quejan de la existencia injutificada de portazgos (pequeñas aduanas locales), de la injusticia en el gravamen de las bulas de cruzada o de las alcabalas, que eran algo así como el IVA medieval. En este punto, debemos de tener en cuenta que a nosotros, ciudadanos del siglo XXI, nos parece cosa muy fácil dirimir quién debe pagar qué. Hoy, comparar rentas y situaciones económicas es sencillo pues vivimos en un mundo de registros informatizados e información más o menos perfecta. Pero hemos de pensar que los impuestos renacentistas eran ya como los nuestros (esto es, exacciones sobre determinados hechos imponibles, fuesen éstos la venta de sal o cualquier otra cosa) pero sin nuestra capacidad de conocimiento. Esto era especialmente importante en aquellos impuestos que dependían de la situación patrimonial, pues no había catastros ni censos ni cosa parecida. En ese entorno de cosas, la corrupción y la injusticia eran de fácil producción y, por lo tanto, las protestas comuneras bien pueden interpretarse como la apelación a una racionalización eficiente del sistema fiscal, que tardaría varios siglos en llegar.

Otro elemento de modernidad de la ideología comunera son sus propuestas en materia de justicia. Aquí encontramos también una ambición racionalizadora muy encomiable. Se propone que la pena de confiscación sea una pena extraordinaria que sólo pueda imponerse por sentencia firme. Se defiende la independencia de los funcionarios judiciales, que deberían cobrar sólo de la corona y no de los nobles. Se exige la eliminación de la arbitrariedad a la hora de decidir cuándo se veían los casos. Y se exigía la existencia de una segunda instancia de apelación.

En términos generales, como puede sospecharse de lo dicho, los comuneros son, en buena parte, los grandes representantes en la Historia de España de lo que se ha dado en llamar la teoría contractualista de la monarquía; es decir, la idea de que la legitimidad real no proviene de la sangre ni cosas así, sino de un contrato con el pueblo sobre el que reina, contrato que ha de respetar.

La derrota de los comuneros supuso la adscripción de España a un regalismo estricto que, décadas y siglos después, cuando empecemos a tener reyes corruptos, limitaditos, directamente tontos del culo o simple y llanamente traidores e impresentables, pagaremos muy, muy cara. Tampoco hay que pasarse porque no está nada claro que una victoria comunera nos hubiera convertido en el Japón de los años setenta del siglo XX. Pero de muchas de las cosas de las que se habló en la Castilla comunera no se volvió a hablar en la Castilla a secas hasta que no nos hubimos convertido en un país de mierda.

jueves, mayo 06, 2010

Pros y contras

Con vuestro permiso, dado que mi blog económico lo tengo prácticamente abandonado, me animo a colocar este off-topic aquí, en medio de la historia de los comuneros.

El caso es que me he fijado, supongo que como mucha gente, en la declaración de ayer del Presidente del Gobierno, en el sentido de que es necesario reducir el déficit público, pero piano piano, para no comprometer el crecimiento económico.

Dice bien el presidente. Lo que teme que le pase a él le ocurrió a Roosevelt en la crisis del 29: la atacó creando el Estado social y mediante un programa de obras públicas que hizo declarar a uno de los miembros de su gobierno que EEUU tenía varios millones de personas empleadas sin que, en realidad, se supiera muy bien qué estaban haciendo. Aquello recuperó el tono de la economía estadounidense pero, precisamente cuando Roosevelt consideró que la cosa ya había madurado y que podía cerrar la espita, a la retirada del gasto público le siguió una coyuntura casi peor que la anterior.

Lo que quizás no le guste tanto oír a Zapatero es que esta confesión suya de ayer, de alguna forma, le quita la razón, a él y a tantos keynesianos como él que consideran que de las crisis de confianza se puede salir a base de poner a funcionar en las oficinas públicas la máquina de gastar. El hecho de que ahora la economía española esté atrapada en una pretendida dependencia del gasto público, y que lo haga sin haber salido de la crisis, es la mejor demostración de que no se puede salir de ésta exclusivamente con recetas de gasto público.

Pero, en todo caso, me gustaría hacer dos o tres reflexiones un poco más en profundo, con la ayuda de la Contabilidad Nacional. ¿Tan importante ha sido el papel del sector público?

He dividido España (o, más concretamente, los sectores institucionales de su economía) en sólo dos partes: Administraciones Públicas, y resto. En el resto, por lo tanto, están los hogares, las empresas financieras y las no financieras. Para este análisis, he juzgado que su tratamiento diferenciado apenas aportaría nada.

Empezando por el valor añadido bruto, o si lo preferís la riqueza generada, la evolución reciente de estas magnitudes es como sigue:



En los años inmediatamente anteriores a la crisis (años muy buenos económicamente), el VAB de las Administraciones Públicas se situó en un 11,7%, más o menos, del VAB total de la economía. Dicho de otra forma, de cada 100 euros de riqueza generados, 11,7 lo eran por el actor público. En el conjunto del 2009, concretamente, se ha ido al 13,7%, es decir ha ganado dos puntos porcentuales de PIB, que son algo así como 20.000 millones de euros. Aquí tenemos, pues, la contribución del gasto público al evitamiento de la crisis. Podríamos decir que si el Estado no hubiera hecho nada; si no hubiese modificado su actuación por el estallido de la crisis y se hubiese obstinado en mantener su papel como era antes de comenzar, la caída del PIB habría sido mucho más grave, en torno a dos puntos de riqueza que el PIB del 2009 sí tiene y no habría tenido si las AAPP no hubiesen reaccionado.
¿Se ha sustantivado este mayor papel de las AAPP a través del consumo final?




El consumo final de las AAPP rozaba, antes de la crisis, el 10% del consumo final de la economía, y en el 2009 se situó en el 11,4%. Según mis cálculos, el consumo añadido por las AAPP como consecuencia de la crisis (o sea, esos 1,4 puntos porcentuales de más) vienen a suponer unos 11.250 millones de euros.
Donde, para mi gusto, ha estado la participación verdaderamente relevante de las AAPP, sobre todo en términos relativos, ha sido en la formación bruta de capital fijo o, como la llamábamos de soltera, inversión. Sumemos las magnitudes de las AAPP y del resto de la economía.



En primer lugar, hay que darse cuenta de que la curva de la formación bruta de capital presenta diferencias respecto de las otras que hemos visto: en este caso, la quiebra de la tendencia observada hasta el 2007 es muchísimo más radical. La inversión ha caído mucho más que el consumo o el VAB. Hay que tener en cuenta, desde luego, que los proyectos inversores de las empresas no financieras se han frenado, como también lo ha hecho la FBCF de los hogares, que está compuesta casi exclusivamente por compra de vivienda.

Aquí es donde se ha dado un relevo más claro. En el año 2006, último completo de la larga expansión económica que ha precedido a esta crisis, la inversión pública fue exactamente del 12% de la inversión total de la economía. En el año 2009 ha trepado hasta el 17,6%. Las AAPP han puesto en juego 14.600 millones de euros adicionales de inversión, según mis cálculos, inducidos por la crisis. Evidentemente, si esto se frenase, y si no hay cambio en la tendencia descendente del resto de la economía, el resultado sería complejo.

Existen, pues, muchos elementos para sustentar la afirmación hecha de que no se puede parar la máquina de gastar sin comprometer el crecimiento económico. Pero aún hay otro dato.

La Contabilidad Nacional por sectores institucionales calcula una última línea que es la capacidad o necesidad de financiación de cada sector; es decir, en qué medida cada sector, o la economía en su conjunto, es capaz de generar los recursos que necesita para financiar la actividad que está realizando. Una vez más, veamos el gráfico con la serie histórica de esta magnitud.

El principio de la serie (año 2000) define muy bien la situación de la economía española en sus años buenos: una economía suavemente deficitaria, con necesidad neta de financiación, a la que puede responder, sin embargo, con facilidad merced a su elevado ritmo de creación de riqueza, y con un sector público que es prácticamente superavitario o en todo caso está muy cercano al equilibrio. En los años de economía acelerada, 2005 y siguientes, la posición de financiación de los sectores privados (resto de la economía) se deteriora notablemente; tanto empresas como, sobre todo, familias, se sobreendeudan, en un proceso que no será por veces que instituciones como el Banco de España destacaron alarmados, a lo cual el actor público reacciona convirtiéndose en un ente superavitario en materia de capacidad de financiación.

En los años 2008 y 2009, la situación cambia radicalmente. Los sectores privados, que estaban endeudándose a mansalva para financiar su expansión porque la economía iba bien, reaccionan con inmediatez al deterioro de la situación económica iniciando una corrección radical de su posición de endeudamiento que, asimismo, es una reacción a la restricción del crédito. La curva cambia de dirección de una forma brusca, de manera que apenas necesitan año y medio para pasar de una situación de profundo déficit de financiación a situación cero o, como dicen los comerciantes del Rastro, ni p'a ti ni p'a mí.

Las Administraciones Públicas toman el camino contrario, en una estrategia anticíclica, como decía, de corte keynesiano. El Estado gasta cuando la economía ahorra, consciente de que tiene que operar de contrapeso para matizar las consecuencias de la crisis.

El problema es dónde sitúa esto a las AAPP el final del 2009. Con una necesidad de financiación de 117.000 millones de euros, el actor público se encuentra con unas altísimas necesidades de conseguir recursos, lo cual lo convierte en un competidor de primera magnitud en los mercados de capitales, no desde luego como demandante de préstamos bancarios sino, fundamentalmente, como emisor de deuda, así como mediante la gestión de sus propias deudas comerciales, pues pagar con retraso no deja de ser una forma de financiarse a corto plazo.

Hay, pues, un balance: el balance entre la vertiente traumatúrgica del gasto público, que es innegable y se traduce en su evidente rol de sostén de la economía para que no caiga más de lo que ha caído; y la vertiente tóxica, que consiste en las distorsiones y frenos al propio crecimiento que introduce el Estado como ente necesitado de una financiación que por ello deja de recibir el resto de la economía. Esta vertiente tóxica es la que sitúa, además, en sus justos términos las consecuencias de los eventuales downgrading de la deuda española, pues a menos rating, más spread, luego la deuda es más cara (hay que ofrecer más tipo para venderla) y se produce un efecto explosivo, autoalimentado, que hace que cada vez cueste más cubrir esa necesidad de financiación.

Soluciones, sólo hay dos: o el Estado gasta menos, o el resto de la economía toma el relevo y comienza a invertir, recupera su tono de consumo y creación de valor añadido. En puridad, hay una tercera vía, y es que el Estado recaude más, es decir, mejore su posición de financiación aumentando sus ingresos, que es lo que persigue la subida del IVA. Pero si veis la curva del consumo final acabaréis por llegar a la conclusión, o al menos a mí me ha pasado, de que a menos que la curva descendente que se ve en la gráfica deje de serlo, subir el IVA puede ser hacerse un pan con unas tortas, porque la base imponible del impuesto, que al fin y al cabo es el consumo, al ser menor, podría incluso revertir menos recaudación.

El problema que yo tengo es que, a día de hoy, no sé cuál de las dos soluciones, o las dos, se ha tomado.

miércoles, mayo 05, 2010

Comuneros (2)

La primera vez que Carlos vio España fue en septiembre de 1517, y fueron las costas de Cantabria a las que arribaba por error. Como consecuencia de todo ello, la primera visión de España fue la rebelión inmediata de los campesinos cántabros, los cuales, viendo barcos extraños e inesperados, se dieron por invadidos y se aprestaron a una defensa innecesaria. Llegó, como decíamos, apenas adolescente y rodeado de una serie de asesores flamencos que eran profundos creyentes en la monarquía patrimonial. Castilla le pertenecía al rey y, por lo tanto, éste no tenía por qué dar explicaciones ni sonreír a nadie. Entre otras cosas, Carlos comenzó a dar vueltas por España con la intención, cumplida , de evitar la villa de Roa, donde le esperaba el regente Cisneros. De hecho, el rey le mandó al cardenal el finiquito sin siquiera haber cruzado dos palabras con él. Algo de lo que Cisneros no se enteró, pues antes de que llegase la carta con su cese, falleció.

Comenzó, casi inmediatamente, el acaparamiento de cargos por parte de los flamencos. Chievres, brazo derecho del rey, fue nombrado Contador Mayor de Castilla; Guillermo de Rocroy, un mozalbete que a los veinte años ya era cardenal, recibió la diócesis de Toledo. Y, en el colmo de los colmos, otro flamenco, Jean de Sauvage, fue nombrado presidente de las Cortes de Valladolid, que debían avalar el reinado de Carlos. La que montaron las 18 ciudades castellanas representadas en las Cortes fue mundial, ante lo que Carlos hizo lo que hacen acostumbradamente las personas de su grey: prometer arreglarlo, y no arreglarlo.

El principal problema entre el rey y las ciudades, sin embargo, era la economía. Como aún no se había inventado el FMI, de algún sitio tenía que sacar Carlos la pasta para poder transitar por las rutas imperiales que siglos después cantaría la Falange (el reinado de Carlos I desde el punto de vista presupuestario ha sido inmejorablemente analizado por Ramón Carande en su clásico Carlos V y sus banqueros). En Valladolid pidió un servicio de nada menos que 600.000 ducados.

Pasado malamente el trago pucelano, y estando en Aragón, la espichó el abuelo del rey, Maximiliano, lo que dejaba vacante el puesto de emperador de Alemania. Carlos maniobró para llevarse la corona y la consiguió. Cuando lo supo, estaba en Barcelona, se marchó sin más allí, sin acordarse, o tal vez acordándose pero pasando de ello, que la tradición mandaba que todo rey castellano se sometiese al refrendo de sus Cortes antes de aceptar otra corona. Carlos, lejos de respetar tal formalidad, lo que hizo fue pedirles pasta, porque tenía en la nuca respirando a los banqueros Fugger (que dan nombre a la madrileña calle de Fúcar), que eran los que le habían prestado la pasta con la que había sobornado a los electores suficientes para poder llegar a ser emperador.

Para obtener este dinero y coger por sorpresa a las soliviantadas ciudades, en cuyas esquinas todo el mundo se hacía lenguas con que los flamencos de la Corte estaban acaparando las monedas de mayor valor (un rumor parecido al existente hoy en día con los billetes de 500 euros), Carlos convocó unas Cortes inopinadas en Santiago de Compostela. Las sesiones se iniciaron el 31 de marzo de 1520, bajo la presidencia de un extranjero, el canciller Gattinara. Carlos solicitó la pasta. Como no era costumbre de las cortes castellanas andar jodiendo al rey, lo que se hacía siempre era aprobar el subsidio y luego pasar a las reivindicaciones de los diputados. Pero esta vez los representantes exigieron que se hiciese al revés. O sea: yo primero te digo lo que quiero y luego, conforme me hayas contestado, te doy la pasta o no te la doy.

Carlos respondió trasladando las Cortes a La Coruña, pero no le sirvió de gran cosa. Finalmente, para obtener el subsidio, tuvo que prometer, y prometió, que el dinero no saldría de Castilla y que la mayoría de los altos cargos serían castellanos, no flamencos. Su intención de cumplir lo prometido quedó clara el 25 de abril, día de la clausura de las sesiones, en el cual anunció, al tiempo, que se iba a Alemania y que dejaba de regente a Adriano de Utrecht. Lo cual, a menos que pensemos que Castilla llega hasta Utrecht, era un ultraje.

Es entonces, tras la clausura de las Cortes de Santiago y la salida de Carlos de España el 20 de mayo, cuando comienza la rebelión comunera. Y comienza como una auténtica rebelión española, esto es espontánea y sin planificación. En Segovia, las gentes linchan a los recaudadores de impuestos y al procurador Rodríguez de Tordesillas. En muchas ciudades, el populacho quema las casas de los nobles, los curas significados y de alta gama, y los procuradores. Toledo, León y Zamora se declaran en rebeldía. Toledo toma un cierto liderazgo y convoca a todas las demás ciudades el 29 de julio en Ávila. Allí se crea la Junta Comunera.

Antonio Fonseca, capitán general de los ejércitos castellanos, recibe la encomienda del regente, Adriano de Utrecht, para dirigirse a Medina del Campo y luego a Segovia, a sofocar la rebelión de dicha ciudad. En Medina había entonces un importante polvorín artillero y la razón de la escala era hacerse con esas armas. Para sorpresa del general, al llegar a la ciudad, ésta se niega a entregar los cañones y se apresta a defenderse. El 21 de agosto, un victorioso Fonseca, enormemente cabreado por el desafío de que ha sido objeto, entra en Medina a sangre y fuego y se lleva por delante a todo lo que se mueve y la mayoría de lo que no se mueve. La noticia del saco de Medina encabrita al resto de ciudades e, incluso, decide a los indecisos a unirse, como ocurre en Burgos e incluso Valladolid, donde está el de Utrecht. Los alzados, por cierto, siempre buscaron la unión de las ciudades y territorios periféricos de Castilla. Lo que ocurre es que, como mayoritariamente no lo consiguieron, su rebelión ha quedado en el imaginario histórico como una rebelión puramente castellano-leonesa.

Los comuneros obtuvieron rápidas victorias sobre las tropas regalisas. Pero no todo en su seno fue fácil. En realidad, dentro de la Junta Comunera había dos facciones. Una, comandada por la nobleza mediana que se había unido a la rebelión, era de signo moderado y pactista. La otra, más proclive a las masas populares y relacionada con las rebeliones campesinas de la época, era de corte más radical. Estas dos facciones se enfrentaron a la hora de nombrar jefe, pues los radicales querían a su héroe Padilla, conquistador de Tordesillas, quien, sin embargo, fue preterido en favor del moderado y noble Pedro Girón. En Tordesillas, por cierto, Padilla y los suyos se fueron a ver a la reina para ponerla al frente de su reivindicación. Era su jugada maestra porque, como os he recordado ya, según los términos de todos los testamentos la verdadera heredera era ella; así pues, si a Juana le hubiese quedado media neurona para apoyar a los alzados, la legitimidad de Carlos habría quedado muy seriamente en entredicho. La entrevista con Juana, sin embargo, fue un retraso. Se pongan como se pongan los interpretadores de los hechos, estaba tolili perdida.

Girón fue un desastre. Empeñado en poner cerco a los realistas en Medina de Rioseco, desguarneció Tordesillas, donde estaba la Junta Comunera. Para colmo, no tomó la ciudad, sino que acabó replegándose a Valladolid, con lo que los realistas conquistaron Tordesillas y recuperaron a Juana. Girón fue obligado a dimitir y fue sustituido por Padilla quien, junto con sus lugartenientes Francisco Maldonado y Juan Bravo, que vaya suerte tener nombre de bulevar, se dirigió al enclave de Torrelobatón, que tomó. De haber seguido, probablemente, habría estado en condiciones de poner en muchos problemas a las tropas de Carlos.

Los moderados de la Junta, sin embargo, decidieron negociar.

lunes, mayo 03, 2010

Comuneros (1)

Pocas, muy pocas cosas vamos a encontrar en la Historia de España que hayan dado la ocasión para interpretaciones tan diversas como la rebelión de los comuneros. La propia ciencia histórica ha juzgado estas acciones de muy diferente forma conforme, con el paso de los siglos, las escuelas de filosofía de la Historia han ido cambiando. Sea cual sea la interpretación, lo que no es desmentible en caso alguno es el hecho de que la rebelión comunera tuvo un importante eco en nuestro devenir, eco cuyos sonidos aún llegan hoy en día.

Como digo, es difícil ponerse de acuerdo sobre si la rebelión comunera fue una expresión de nacionalismo castellano, o una rebelión en favor de las viejas estructuras de poder que la monarquía moderna estaba llamada a cambiar, o una expresión adelantada de la lucha de clases, como en diversas ocasiones y por diversas escuelas se ha dicho. Quizá es que fue un poco todo eso. A mi modo de ver, la forma más ecléctica de definir la rebelión comunera es como un dolor de parto. La era estaba pariendo un corazón, como diría Silvio Rodríguez, y esos dolores provocaron grandes movimientos y dinámicas. Ese corazón en fase de parto era el imperio español, cuya estructuración apartó a las comunidades como el estorbo que eran para ello.

Nos encontramos en 1504, en Castilla. Un lugar en ese momento extraordinariamente dinámico y en crecimiento exponencial, como cabe corresponder a un territorio que se convirtió en el primer beneficiario tanto de las nuevas posesiones de la península obtenidas tras la expulsión de los reyes musulmanes (y, finalmente, de los musulmanes mismos) como de las no menos importantes posesiones americanas. Castilla mola y es el centro del mundo, como es fácil de dirimir para cualquiera que se pasee por ella hoy en día y se detenga a ver los pedazos de iglesias, conventos y catedrales levantados en aquellos tiempos en esas tierras, signo inequívoco de un poder acojonante, como lo son los hermosos palacios levantados en Trujillo, capital mundial del sueño español de América.

Hay otro factor que cabe resaltar, y es que Castilla presenta, frente a la Francia, a Borgoña, a los estados alemanes e incluso Inglaterra, la diferencia relativa de ser una nación con un poder feudal algo menor. Ya sé que es una imagen histórica clara la de la Castilla agobiada por el poder de los nobles, pero con ser algo cierto, es menos cierto que en otras naciones de Europa porque en España el fenómeno de las ciudades y de las regalías (lugares y explotaciones con obediencia debida al rey, no al señor feudal) son más frecuentes que en otros países, aunque sólo sea porque cuando una parte no desdeñable de España fue liberada del poder musulmán, para entonces ya Isabel y Fernando estaban intentando crear una monarquía moderna, motivo por el cual tomaron buen cuidado de quedarse muchas tierras para sí y otorgar fueros municipales a no pocas villas.

A pesar de esta inteligencia estratégica, Isabel de Castilla fue bastante torpe al pensar en su muerte. Confieso que me resulta difícil entender por qué, pero lo cierto es que, teniendo lo que tenía en la familia, es decir una heredera que estaba mal de la chota (ya sé que está de moda reivindicar a la reina Juana, que si no estaba loca y tal; pero, en mi opinión de mero lector a quien las teorías se la traen al pairo, estaba como las maracas de Machín viajando por un acelerador de partículas); sabiendo eso, digo, y conociendo como conocía a su marido, personaje que no se casaba con nadie ni con nada, no dejara más claros los términos de su testamento. O quizás, como veremos ahora, es que no tuvo más margen.

Para cuando Isabel la Católica abandonó este valle de lágrimas, noviembre de 1504, Juana ya estaba casada con el príncipe centroeuropeo Felipe, AKA Renaissance Clooney. Como digo, es obvio que Isabel conocía a su marido Fernando, un personaje taimado y pragmático que era capaz de cualquier cosa, desde dirimir un hecho de justicia prevaricando a todas luces si eso le iba a suponer llevarse una pasta hasta casarse con otra a su viudez para seguir medrando el reino. Que Isabel amó a Fernando está para mí fuera de toda duda, pero, como en todos los matrimonios, ella iría aprendiendo con los años, a base de experiencias tan poco edificantes como verle marchar tantas veces por la puerta del palacio camino de Murcia, donde tenía barragana oficial y cada vez que iba corrían los nobles espermatozoides por los desagües de las calles. Lisbeth inventó eso que tanto monta, monta tanto, pero quizá a base de ver cómo su marido montaba casi a todo lo que se movía delante de su campo de visión se acabó por dar cuenta de que no le podía dejar en herencia la corona de Castilla. Ella sabía que dejarle a Aragón la herencia castellana es como si mañana se federasen Reino Unido y Mónaco y los Windsor le dejasen en herencia el machito a los Grimaldi. Castilla debía ser heredada por un rey castellano pero, al mismo tiempo, no había que perder mucho tiempo buscándolo porque eso, ella lo sabía muy bien que había llegado a ser reina a base de apartar a quien debería haberlo sido, no haría sino aventar el sempiterno guerracivilismo español y abocar a la nación a darse de hostias again.

Por este motivo, pues la verdad no se me ocurre otro para semejante idiotez, Isabel dejó Castilla en herencia a su hija Juana, a pesar de saber que era como dejarle el país a una mesa de escayola. Miento; una mesa de escayola es setenta veces más estable.

Orillar a su viudo en favor de Juana tenía, sin embargo, el problema de que suponía colocar, de facto, el país en manos de un extranjero, il bello Philippo. Este Pompeyo medieval, tan guapo como él aunque carente de su genio militar, se creía tan Magnus como lo pudiera ser cualquiera, y era muy ambicioso. Los castellanos, por lo demás, eran, como corresponde siempre a una nación ardiente y que está en pleno heyday, muy celosos del mando en su país, y no habrían aceptado a Felipe así como así. Así las cosas, Isabel no tuvo más remedio que nombrar a su marido Fernando regente hasta la mayoría de edad de Carlos, el nieto de los católicos e hijo de Juana y Felipe; aunque dejando claro que era Juana la heredera.

En suma: a partir de 1504, Fernando el Católico y Felipe el Hermoso iniciaron una nada soterrada guerra particular por el mando en Castilla; ambos con un ojito puesto en Fernando, el otro hijo de Juana y su marido, que, al contrario que su primogénito, fue educado en España y contaba pues con las simpatías locales.

En términos generales, en la búsqueda de alianzas para esta guerra sin lanzas, Fernando el Católico obtuvo el apoyo de las ciudades. Lógico. Muchas de ellas habían recibido sus fueros y privilegios gracias a él, tras la conquista de territorios al moro. Y todas, en general, sabían que Felipe era un rey centroeuropeo y venía, por lo tanto, de un mundo donde los reyes acostumbraban a aliarse con la nobleza en contra de los nacientes poderes de la burguesía. No obstante, no sabemos en qué podrían haber parado estos enfrentamientos porque, en septiembre de 1506, Felipe se fue de botellón a Burgos, estuvo allí varios días comiendo y bebiendo como una cerda, y se pilló un melocotón de tal calibre que algo, sea ese algo la aorta, la vegiga o el hígado, le petó inesperadamente y lo clasificó por la B de Varios; muerte con la que se inició el periplo de su mujer acompañada por el cadáver de su marido, que es, como todo el mundo sabe, cosa propia de personas en pleno uso de sus facultades mentales. La muerte del rival, asimismo, provocó el regreso a Castilla de Fernando, retirado en Aragón, y el aplazamiento del problema hasta 1516 cuando, a la muerte del rey mañico, se abrió su testamento.

En sus últimas voluntades, Fernando permanecía en el gesto de su mujer de nombrar a su hija Juana heredera universal; en mi opinión, es posible que con ello cumpliese con alguna promesa a Isabel, porque de lo contrario no se entiende que alguien tan fino y taimado como el Católico cometiese el desliz de seguir poniendo una potencia mundial en manos de una tía que las mañanas que tenía la ciclotimia en fase beta era poco menos que incapaz de abrocharse el puño de una camisola. Aunque no paraba ahí la torpeza de Fernando, pues, dada la incapacidad de la heredera, nombraba gobernador de los reinos a Carlos y, en su ausencia, a Fernando. Recuérdese: Carlos estaba en Alemania y ni siquiera hablaba español, y Fernando había sido educado en Castilla.

Hay, pues, tanto en Isabel como en Fernando la obsesión continua por dar a los castellanos la seguridad de que no van a ser gobernados por extranjeros; se obstinan en proteger el derecho dinástico de una persona que no valía ni para abrir un huevo Kinder y, a causa de esa defensa, crean unos retruécanos tan chiripitifláuticos que no hacen sino crear las bases de graves enfrentamientos. Esto refleja hasta qué punto el proyecto de los Reyes Católicos fue un proyecto parcial y por lo tanto parcialmente fracasado. Porque no sólo no consiguieron construir la monarquía moderna que ambionaban, o más bien como la ambicionaban, sino que, de hecho, desde que ellos murieron España casi no ha hecho otra cosa que ser gobernada por extranjeros, hasta el punto de haber terminado por hacer suyas dos dinastías, una de las cuales lleva el nombre de otro país y la otra es de otro país. Que tiene huevos, con perdón.

Para gobernar con eficiencia ese patio de Monipodio fue nombrado el cardenal Cisneros, hombre de grandes habilidades y valentía fuera de toda duda, cuyo gobierno se resume en el concepto de andar todo el puto día parándole los pies a las casas nobles españolas, casi todas ellas embarcadas en una estrategia de abducción, en su propio provecho, del niñato-gobernador que vivía en esas tierras que algunas veces ganan mundiales de fútbol jugando bien, y otras jugando mal.

La nobleza castellana era una nobleza fundamentalmente lanar, lo cual fue una desgracia para la economía española. En realidad, si el guión de la Historia de España lo hubiese escrito alguien inteligente, Castilla debería haberse convertido, no más tarde del siglo XVI, en una potencia textil como luego lo sería Cataluña. Sin embargo, para que eso fuese así era necesario erosionar los intereses de quienes ganaban dinero vendiendo la lana en basto para que la hilasen y elaborasen otros por ahí fuera. El negocio de gran parte de la nobleza era tener rebaños de ovejas a punta pala que cruzaban España de punta a punta, en constante transhumancia, gracias a los muy muchos privilegios de la Mesta, su lobby económico. El jovencito Carlos, a través de sus posesiones de Flandes, les garantizaba a estos ovejeros un mercado común en condiciones cojonudas, y por eso la nobleza abrazó la causa carlista y procuró preterir todo lo que pudo a Fernando.

Por su parte Carlos, que como decía tenía 17 años, salió echando hostias hacia España, a tomar posesión de su finca. Si no tomó el AVE es porque aún no se había inventado.

Carlos venía con honrada intención de entender a Castilla y hacerla suya. Verdaderamente, al final de su vida demostró ser ya tan español que se retiró a morir a Yuste. No obstante, la cosa no era tan fácil. Venía avalado por los nobles, que tenían un enfrentamiento económico con la burguesía urbana y con el propio campesinado, que ya llevaba cien años bastante soliviantado en todas partes contra el poder feudal. No hablaba español y no era considerado un castellano ni de coña. Todo esto, sin embargo, podía equilibrarse con mano izquierda, savoir faire y un poquito de diplomacia.

Carlos, sin embargo, tenía 17 años. Además, creía que Castilla le pertenecía. Y, además, sabía que no le pertenecía, pues era de su madre.

Era casi inevitable que la cagara. Y a fe mía, mi señor lector, que en el tal terreno de la inopinada deposición, Su Alteza no habrá de decepcionarte en el post venidero.

Y me voy a darle al NBA 2k10, que me acaban de fichar los Oklahoma Thunder.

jueves, abril 29, 2010

¿Fue el franquismo un genocidio?

Uno de los elementos fundamentales de la actual polémica, tan sólo en parte histórica, en torno al franquismo y el tratamiento que cabe darle en el tiempo presente se refiere a la consideración de los crímenes franquistas como crímenes contra la Humanidad que, por lo tanto, no disfrutarían de prescripción y tampoco podrían, según algunas interpretaciones, estar amparados por la Ley de Amnistía del 77.

miércoles, abril 28, 2010

Con permiso de Grecia

Durante mi primer paseo por Cibeles a principios de los ochenta, cuando llegué a Madrid para estudiar, me topé con una manifestación frente al Banco de España. Además de los gritos y las pancartas, había tipos y tipas recogiendo firmas. Uno de ellos me captó en la acera y me invitó, ufano, a firmar contra el FMI. Yo me negué, argumentándole que, para mí, firmar contra el FMI era como para él firmar contra la hermenéutica del dimetilfosfato; esto es, ponerme en contra de algo que no tenía ni puta idea de lo que era. Recuerdo la mirada, mezcla de extrañeza y desprecio, que me dedicó aquel tipo. Lo cierto es que renunció a mi firma en lugar de hacer lo que yo hubiese esperado, esto es explicarme qué era el FMI y por qué tenía yo que firmar.

Luego, con los años, he aprendido que el Fondo Monetario Internacional es una institución fundamental para el entorno mundial de las relaciones de cambio, que ha sido uno de los grandes retos, no plenamente solucionado, de la economía moderna. En efecto, la historia del siglo XX es, económicamente hablando y en buena parte, la historia de cómo el mundo ha tratado de construir entornos estables para las monedas; lucha que nos ha llevado por diversas etapas, como el patrón oro (véase una pequeña serie aquí, aquí y aquí) o Bretton Woods.

Aunque en estos posts se explican muchas más technicalities del proceso, podríamos resumir diciendo que la experiencia del comercio internacional masivo, que es algo que existe desde algo menos de 200 años más o menos, nos dice que es difícil, cuando no imposible, encontrar la fórmula secreta que nos permita mantener la estabilidad de las monedas y no hacer de éstas instrumentos procíclicos que tiendan a hacer más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Otra cosa que hemos aprendido en el siglo XX es que el sueño decimonónico de encontrar una relación de cambio que en el momento t es adecuada y pretender mantenerla para el momento t+1, t+2,..., t+n, es, aparte de erróneo, estragante. La combinación de ambas cosas nos lleva al concepto de relación de cambio flotante pero controlada. La economía moderna trata a la relación de cambio como al niño que se quiere ir a jugar a la pelota: puedes ir, pero no te separes del portal más de cien metros.

El Fondo Monetario Internacional es una institución que existe para asistir a aquellas naciones que, a pesar de beneficiarse de un sistema mundial de relaciones de cambio libres pero controladas, acaban teniendo serios problemas de balanza de pagos. En buena teoría liberal, esto no debería ocurrir pues, al fin y al cabo, alguien que tiene desequilibrios entre entradas y salidas de pasta acaba viendo cómo su moneda se devalúa; pero esa devaluación, automáticamente, hace muy atractivos sus productos en mercados exteriores, lo cual incrementa sus exportaciones y equilibra la balanza. Esta teoría, sin embargo, no se cumple con exactitud, sobre todo cuando en la economía mundial se introducen fuertes factores de distorsión, como ocurrió en los setenta y ochenta con los precios del petróleo.

De las crisis del petróleo y los ajustes que necesariamente forzaron en las economías más desarrolladas, los grandes perdedores fueron las economías fuertemente basadas en la venta de materias primas (lo que mayormente conocemos como Tercer Mundo y que yo llamaría MEM, o sea Mundo Escasamente Manufacturero), las cuales tenían un escaso nivel de soberanía sobre el precio de las mismas y, por lo tanto, se convirtieron en países importadores de recesión. La relativa simpleza de sus sistemas económicos hizo, además, que su capacidad de reacción para equilibrar la balanza de pagos fuese limitada en el corto plazo. En el fondo, la situación de los países en vías de desarrollo a finales de los setenta o principios de los ochenta se parece bastante a la que tuvo España en su peor momento económico, que sin duda fueron los primeros años del siglo XX, con la pérdida de las colonias. En 1900, el endeudamiento de la economía española no tenía nada que envidiarle a los graves problemas que hemos visto en África y Latinoamérica apenas hace unos años. La salida, en la España de principios del XX como en el Brasil de principios del XXI, es la misma: mirar hacia tus potencialidades industriales, y apostar por ellas a saco.

El FMI tiene dos misiones: prestar dinero y asesorar. La primera puede ser polémica si presta a unos y a otros no, pero se podría decir que no lo ha sido mucho en estado puro. El gran problema del FMI, el factor que hacía que ese chaval de principios de los ochenta pidiese mi progresista firma, es el segundo. El FMI no presta a fondo perdido, sino que exige condiciones. Para las naciones endeudadas, el FMI es el last resort porque, normalmente, la vía clásica de financiación, que es la deuda pública, la tienen cerrada. Una nación muy endeudada está al borde de la suspensión de pagos y, por lo tanto, el mercado es poco proclive a comprar sus títulos; a lo que hay que añadir que, si su moneda, o sea la moneda a la que se pagan dichos títulos, está bajando por la cuesta a la velocidad de Ingemar Stenmark, encima hay que sumar un riesgo de cambio de la hueva.

En los últimos treinta años, han sido muchas las naciones endeudadas que han tenido que aplicar, para poder tener la pasta del FMI, sus recetas económicas. Lo cual, a decir de algunos economistas, es relativamente injusto pues, por ejemplo, es éticamente discutible que la Argentina de Raúl Alfonsín fuese responsable de la deuda contraída por unos señores que se llamaron Videla, Galtieri et altera, los cuales, que se sepa, nunca le preguntaron a los argentinos si querían endeudarse. Mutatis mutandis, nunca les preguntaron nada en lo absoluto.

La receta FMI es clara: la prioridad es reconstruir el déficit de la balanza de pagos. Déficit cuyo origen proviene, esto es obvio, de que el país demanda más pasta de la que suelta y, por lo tanto, depende del capital extranjero para financiarse. En consecuencia, lo que tiene que hacer un país efedemizado es adelgazar para quitarse de enmedio todas esas cosas que tiene y no puede pagar mientras, al tiempo, hace, en la medida lo posible, caja para tener más dinero propio con el que pagar. Ésta es la razón por la cual la receta del FMI es tan mal vista por las izquierdas. Allí donde el país tiene empresas públicas, ha de venderlas (véase, sin ir más lejos, el proceso en Argentina); ya que se entiende que los salarios existentes apenas se pueden pagar, se impone la restricción salarial real (crecimientos por debajo de la inflación); se fuerza la eliminación de mecanismos de fijación política de precios para que sea el mercado el que los fije, lo cual suele tener como consecuencia el automático encarecimiento de la vida básica (mientras los salarios se estancan); y, por último, el gasto social (pensiones, sanidad, etc.), en la medida que es público, debe ser revisado.

Esto ha sido así en la Historia reciente de las relaciones económicas internacionales. Las protestas contra el FMI como fabricante de pobreza en aquellos países a los que presta dinero han sido muchas, pero el FMI ha contado siempre con el apoyo de los países más ricos del mundo y, además, la razón le asiste en gran parte cuando dice que lo suyo es el largo plazo y que, en el largo plazo, a no pocos países que han tenido que tomar esta Purga de Benito ha acabado por no irles nada mal.

La crisis financiera internacional del 2008 no es más grave que otras que se han vivido. A día de hoy, en mi opinión, su comparación con la del 29 sigue siendo algo exagerada. Pero tiene un gran interés porque es una crisis, si no más grave, sí más distinta. Ha generado problemas nuevos, el principal de ellos el que podríamos denominar (de momento) problema griego.

¿Por qué es nuevo este problema? Pues, básicamente, porque Grecia, en teoría, no debería tener los problemas que tiene. Grecia pertenece a una zona económica estable, la Unión Europea, y está integrada en una subzona de esa zona, la Eurozona, que es más estable aún. ¿Por qué lo es? Pues porque los países que participan en el euro son países que han pasado un examen, el de la convergencia nominal, según el cual tienen unos niveles aceptables en los tres grandes equilibrios macroeconómicos: inflación, deuda y déficit de las cuentas públicas.

El país euro, por lo tanto, es un país que tiene los elementos necesarios para controlar espirales de precios. Esos controles los ejerce, además, siendo estricto en su estructura de ingresos y gastos públicos de modo y forma que el poder público no sea un elemento distorsionador de la economía. Y eso lo ha conseguido sin tener que apelar a la financiación externa del propio Estado en una proporción excesiva sobre la riqueza del país. En resumen: ha llegado la gripe, pero se supone que Grecia es un país que toma zumo de naranja todos los días, que está obligada a ir bien abrigada cuando llueve o hace frío y que, además, tiene el armario lleno de aspirinas.

Pero Grecia está al borde de la suspensión de pagos.

El primer responsable de esto, a mi modo de ver, es la arquitectura del euro. En la segunda década de los noventa, importó mucho más el cumplimiento nominal de ciertas condiciones que la comprobación efectiva de dicho cumplimiento. Entrar en el euro se convirtió en un proceso como esas ofertas laborales en las que, en lugar de tu título universitario, tienes que presentar una declaración jurada en la que aseguras que tienes dicho título. La pregunta, quizá, no es por qué Grecia ha llegado a estar así estando en el euro, sino si debió entrar en el euro. Y lo inquietante es que éste es sólo un episodio más de los muchos que se han producido en la UE en los últimos quince años, animados por una filosofía modelo caballo grande, ande o no ande. Europa quiere ser grande, y para ser grande ha ampliado su club económico de manera casi exponencial en los últimos años, integrando con ello economías muy diversas, con diferentes niveles de madurez, y rebajando sus exigencias.

Todo esto, sin embargo, ya no tiene remedio. Contra lo que piensan algunos, sacar a Grecia del euro sería una catástrofe. Para todos. Es nuestra moneda, y su credibilidad, por lo tanto, es nuestra credibilidad. Sean cuales sean los errores del pasado, el mensaje que hoy tiene que lanzar el euro es que seguirá impasible el ademán.

Pero el problema griego es mucho más que euro sí o euro no. El problema es el asunto de las ayudas. Es la primera vez desde la segunda guerra mundial que hay que pensar en ayudar a alguien que debería tener más bien vocación de ayudador. Y esto es lo que hace, a mi modo de ver, la ocasión histórica.

¿Qué vamos a vivir en el futuro cercano? Pueden ser dos cosas. Podemos vivir un cambio en la filosofía monetaria internacional. Un cambio por el cual el FMI y los países donantes de la UE se van a convertir en prestamistas, pero olvidándose de la función asesora. Van a dar el dinero, exigiendo algunas reformas, desde luego, pero no imponiendo las políticas de equilibrio que se han estilado en pasadas décadas para los países en desarrollo. O podemos vivir un no-cambio. Podemos vivir una situación por la cual el FMI siga en su línea y le dé a Grecia el mismo tratamiento que a, un suponer, Etiopía: si quieres mi dinero, tendrás que gobernar a mi manera.

Éste, a mi modo de ver, es el centro del agrio debate que se está produciendo hoy en Europa y muy singularmente en Alemania, y que ha obligado a la canciller Merkel a amagar con no soltar la pasta, al menos hasta las elecciones de Renania-Westfalia. Alemania lleva muchos años sustantivando un cambio también histórico por el cual las fuerzas socioeconómicas del país se han comprometido con la competitividad de su economía. No es en modo alguno casualidad de que esta crisis no haya supuesto graves problemas de empleo en este país. Los alemanes llevan tiempo renunciando a sustanciosas ganancias salariales para poder ser más productivos, por cuanto saben que son trabajadores caros, saben que los baratos están a tiro de lapo y muchos de ellos además hablan alemán por los codos, y saben, por lo tanto, que tienen que aceptar sacrificios relativos para no salirse del tiesto por el lado de los ricos. Es normal que esos mismos trabajadores alemanes se nieguen ahora a poner la pasta para que los griegos jubilados sigan cobrando pensiones públicas equivalentes casi al 100% de su sueldo activo (tasa que en Alemania no pasa del 60%).

Pero, como digo, la cuestión es más profunda, histórica. Ahora que sabemos que las crisis globales no son cosas que esquilmen siempre a los pobres antes que a los ricos, ahora que sabemos que también el vecino wealthy y otrora mimado por los rating internacionales también puede quedarse sin curro y hundirse en la indigencia, ahora que sabemos todo eso, ¿qué le exigiremos a cambio de prestarle dinero?

El caso griego está poniendo en cuestión, quizá sin proponérselo, el propio statu quo monetario internacional que representa el Fondo. Está colocando a los gestores de la política económica internacional ante dicotomías muy jodidas. Mi opinión personal es que nada debería cambiar. Con permiso de Grecia, Grecia debe joderse. Hay una canción muy gráfica que cantamos los españoles cuando niños que habla de un carrito del helao, y que viene aquí al pelo.

Grecia debe tomarse el mismo ricino que han tomado otros. El de Argentina, el de Perú, el de Bolivia, el de Nicaragua, el de tantos países africanos. Esto, indudablemente, pone a prueba los sistemas políticos, como saben bien los ciudadanos de tantos países, muchos de ellos hispanohablantes, que han experimentado la ascensión meteórica de políticos populistas que se han subido al caballo del anti-FMI. Pero, ¿cuál es la otra alternativa? ¿Desarrollar unas reglas especiales, más a fondo perdido, para un europeo por el hecho de serlo? Eso sería volver a los tiempos de finales del XIX, cuando los ciudadanos de los países colonizadores de China tenían derecho de extraterritorialidad en aquel país y no podían ser juzgados por los jueces chinos. Lo que no vale para Garzón, tampoco vale para Grecia, aunque sólo sea porque ambos empiezan por la misma letra. La guerra, decía la monja del chiste, es para todos.

Lo otro, como digo, equivale a quitar de la mesa el tablero de la oca, y poner un parchís. Parecerse, se parecen. Pero no son el mismo juego.

lunes, abril 26, 2010

El enigma Llizo

Uno de los clásicos de las películas de magnicidios es hacer que el que asesino del alto político sea un periodista. La cosa tiene su lógica. Los periodistas son, aparte de los políticos, los humanos que tienen un contacto más estrecho con éstos. La necesidad de multiplicar los contactos entre periodistas y políticos hace que, aunque se quisiera hacer comprobaciones de seguridad cuando se juntan, sería imposible. Además, luego está el caso de que, si lo que puede hacer un periodista, como recientemente le ocurrió al entonces presidente Bush, es tirar un zapato, es algo que difícilmente se podrá controlar.

Cabe la pregunta de si alguna vez, en la Historia de España, se ha producido una acción de este tipo por parte de algún periodista. Y la respuesta es sí. Serán varias, pero al menos una yo la conozco y es de la que quiero hablaros hoy, por la curiosa carga de misterio que porta.

2 de diciembre de 1930. Desde hace más o menos un año, España va un poco a la deriva, en medio de la dictablanda del general Dámaso Berenguer, que ha sucedido al frente de los destinos del país al dictador Miguel Primo de Rivera, quien ha fallecido en París poco después, unos meses antes. Diciembre de 1930 es un mes de intensísimo movimiento republicano. Es el mes de la sublevación de Jaca, que terminará con el fusilamiento de los capitanes Galán y García Hernández. Es también el mes del golpe de Cuatro Vientos, otra asonada republicana organizada (por decir algo) bajo el mando de un jefe de conspiradores militares republicanos llamado Queipo de Llano.

A principios de diciembre de 1930 ya se ha producido la reunión del Pacto de San Sebastián, en la que todas las fuerzas republicanas se han unido en una coalición poderosa que, desmintiendo incluso sus propias previsiones, acabará trayendo la república apenas cinco meses después. El gobierno Berenguer está solo, pero sigue gobernando. En la administración Berenguer hay una pieza muy importante, que es el director general de Seguridad, Emilio Mola. El general Mola, que algunos años después jugará un papel aún más importante en los destinos de España como general director del golpe de Estado de 1936, fue un director general de seguridad de gran importancia, como destacan muchas historias de la Policía. De hecho, suya fue la redacción el reglamento del cuerpo que ha sido la espina dorsal de su funcionamiento durante décadas. Como controlador del orden, sin embargo, Mola dejaba un poco que desear, porque a menudo no se enteraba de cosas realmente importantes; pero también hay que reconocer que no hizo su labor precisamente en el mejor momento posible.

El 30 de noviembre de 1930, el gobierno Berenguer ha entregado al rey Alfonso XIII para su firma un decreto que reputa de gran importancia para limar las posibilidades del golpismo republicano del que todo el mundo habla. Se trata de un decreto que establece amnistías varias, especialmente en el arma de Artillería. La norma es un intento por conseguir que el ejército no tenga demasiados motivos para dar un golpe de Estado. Por mucho que pensemos que la razón de los golpes de Estado es la moral política y la ambición de cambiar las cosas en un sentido o en otro, que desde luego es así, también debemos de tener en cuenta que en todo golpismo también entran en juego, en ocasiones de forma muy importante, las ambiciones profesionales. Los golpes de Estado decimonónicos en España casi siempre salieron adelante gracias a la promesa hecha a sargentos y otros mandos intermedios de inmediatos ascensos caso de ganar. El decreto de 30 de noviembre de 1930 fue un intento de hacer imposible ese incentivo. Y probablemente tuvo su utilidad, porque es un hecho que tanto Jaca como Cuatro Vientos fracasaron.

El 2 de diciembre de 1930 hubo consejo de ministros. En la planta de calle del ministerio de la Presidencia, como es normal, espera un grupo de periodistas de diferentes medios, con la intención de obtener de primera mano información de los ministros a su entrada, aprovechando que aquellos eran unos tiempos en los que todavía no se habían inventado ni los guardaespaldas todo codos ni los periodistas tontos de la haba que son incapaces de comprender el sintagma «no quiero hacer comentarios», así pues políticos y periodistas se trataban y se respetaban.

Son las cinco y veinte de la tarde cuando el presidente, general Berenguer, se persona en el lugar. Camina acompañado por los periodistas, los cuales, sin embargo, no toman notas, porque Berenguer se limita a decirles que por el momento no tiene nada que decirles. En la puerta del ascensor, se apresta a despedirse de los plumillas, y es en ese momento cuando ocurre.

Un redactor del periódico El Sol, Joaquín Llizo, se planta delante del presidente, saca una pistola, apunta al techo, y dice:

- Ésta es una demostrción enérgica e incruenta contra el régimen que usted representa.

Acto seguido, dispara.

A Llizo le sobra tiempo de volver a disparar mientras los agentes de policía más cercanos corren hacia él y lo placan. Pero no lo hace. Se limita a esperar, con la pistola humeando todavía mirando al techo, a que lleguen, y cuando lo hacen se deja prender sin resistencia alguna. Cuando se lo llevan, el presidente del gobierno se mete en el ascensor y tranquiliza a los compungidos periodistas.

- No se preocupen, señores, que no ha pasado nada. Esto sólo puede ser obra de un perturbado.

El caso es que Llizo es uno más. Uno más de los reporteros que atienden habitualmente la información política. El resto de los periodistas lo conocen y no pueden creer que haya hecho lo que ha hecho. En los siguientes días se dirá en la prensa que estaba efectivamente un poco tolili, que había mostrado pulsiones suicidas y que incluso eminentes psiquiatras, como el doctor Marañón, habrían aconsejado su encierro en un manicomio. Mola, sin embargo, es categórico en sus memorias al aseverar que «Llizo tenía de loco lo que yo de obispo».

Lo que queda fuera de toda duda es que Llizo pensó mucho lo que hizo. Esto lo sabemos porque escribió dos cosas. La primera de ellas fue una breve carta a su jefe, el director de El Sol, acompañada de su carné de prensa y sus tarjetas. Félix Lorenzo había recibido dicha carta a las cinco y media de la tarde, merced a la orden de Llizo de que no se le entregase antes, con el siguiente texto:

«Mi querido director:

Un motivo esencial de delicadeza hacia la profesión me obliga a dimitir mi puesto de redactor de este periódico. No es que yo vaya a realizar nada indigno. Pero sí lo sería el ponerme hoy en contacto con varios periodistas sin decirles que no estoy entre ellos como compañero, porque a ampararme en ellos, es decir, en la profesión, equivaldría mi silencio. Tengo la esperanza de volver junto a usted, junto a ustedes. Mas por lo pronto remito adjunto mi carné y hasta mis tarjetas. Sólo conservo una en la que tacho la línea que dice “Redactor de El Sol”. Ojalá no haga la fatalidad que aquella esperanza deje de cumplirse. Para todos los de la casa, abrazos míos, y usted reciba otro de su muy agradecido e incondicional. Joaquín Llizo».

Cabe destacar que, por lo que se ve, Llizo incumplió lo que se proponía. De la carta se deduce que quería descubrirse ante sus compañeros periodistas como un ya ex-periodista. No obstante, debió de darse cuenta de que, de hacerlo así, al menos los más conservadores y progubernamentales de sus compañeros podrían aprestarse a denunciarlo.

El segundo papel que redactó le fue intervenido en el momento de la detención. Decía:

«Declaro mi propósito de realizar una demostración enérgica e incruenta contra el capitalismo delincuente, personificado en uno de sus más característicos representantes. Entiéndase por capitalismo delincuente el explotador del trabajo y usurpador del Poder Público. Con un simulacro de violencia demostraré precisamente mi repugnancia, ya que podré y no querré consumarla; pero este mismo simulacro probará mi resuelta actitud contra la iniquidad. Conmigo tiene complicidad toda la opinión sana y valerosa del mundo entero. Aspiro a la justicia y a la libertad igualitarias».

El final de este mensaje demuestra que Llizo se había convertido, si no lo era ya con anterioridad, al anarquismo. Pero, por alguna razón, repugnaba de la violencia del mismo y por ello todo lo que pretendió fue lo que hizo: acojonar al presidente del Gobierno, pero sin hacerle el más minimo daño. Necesitaba, por lo demás, no llevar a cabo la violencia hasta el final puesto que, lo sabemos por el primer mensaje, aspiraba a seguir con su vida después de hacer lo que iba a hacer, y es de suponer que era lo suficientemente listo como para darse cuenta de que para poder tener eso no podía matar ni herir a nadie.

Por la prensa de la época sabemos que Llizo, tras ser llevado inmediatamente a declarar a la comisaría, cayó en tal estado de postración mental, entristecido por lo que había hecho, que hubo que invertir dos horas en la citada declaración. Dejo al juicio de los duchos en psiquiatría qué puede estar demostrando este indicio.

Lo que cuesta creer es que Llizo fuese simplemente un enajenado que cae en una depresión honda por motivos personales (como se dijo en la prensa de la época) y veleidades suicidas. Si hubiera sido así, no habría tenido reparo en mostrar mayor violencia hacia el presidente del Gobierno, o le habría agredido incluso, pues ése era el billete más rápido para la muerte a manos de la policía. Además, su pretensión de seguir siendo periodista, que se refleja también en sus declaraciones, en las que se muestra una vez y otra preocupado con el demérito de la imagen del periodismo que su acción pueda comportar, son sentimientos a mi modo de ver incompatibles con una persona a la que ya le da igual todo y quiere morir.

¿Actuó sólo Llizo? Todo parece indicar que sí. Ni en su casa se encontró nada que lo comprometiese ni nadie se solazó de su acción, mostrando con ello apoyo solidario. ¿Por qué Berenguer? Pues es difícil saberlo, porque lo cierto es que el conde de Xauen no parece persona especialmente señalada como capitalista o explotador del obrero.

Días después, como decía al principio del post, llegarían Jaca y Cuatro Vientos. Y más tarde las municipales y la República. Que yo sepa, a Llizo se lo tragó la tierra. No he logrado saber de su destino, si lo soltaron o no, si regresó a su querido oficio de periodista, ni siquiera si alguna vez fue tratado como héroe republicano dada su acción.

Es un personaje olvidado, cuya acción probablemente no es históricamente importante (una hipotética muerte de Berenguer tampoco habría cambiado mucho las cosas), pero que queda ahí, en la Historia, como uno más de esos episodios apasionantes que plantean más preguntas que respuestas. ¿Quién era Joaquín Llizo? ¿Cuál era su formación, sus antecedentes? ¿Por qué decidió hacer lo que hizo, y cuando lo hizo? ¿Qué pretendía conseguir exactamente? ¿Cuál fue su destino?

viernes, abril 23, 2010

El pacto del no pacto

Le he preguntado a Adobe Acrobat cuántas veces se cita la palabra Historia en las 46 páginas del documento que el Ministerio de Educación anunció ayer a bombo y platillo, conteniendo las bases del pacto educativo.

Adobe me dice que una vez. En el preámbulo. Se dice que las tasas de escolarización actuales son las mejores de la Historia. Y fin de la ídem.

Así pues, me he resignado a entender que un pacto sobre educación no va sobre Historia. Ni sobre matemáticas, puesto que esta palabra no se cita ni una sola vez. Ni sobre filosofía. Eso sí, para que nos vayamos centrando: las palabras lengua, lenguaje, lenguas, se citan 23 veces en todo el documento. Una cada dos páginas.

Creo haber encontrado la clave de todo este embrollo en la página 19. Cito (las itálicas negritas son mías):

«Revisaremos la estructura del bachillerato, para flexibilizar su organización y establecer los procedimientos necesarios, para que el alumnado pueda superar todas las materias que lo configuran, incentivando la responsabilidad y el esfuerzo para la pronta superación
de dificultades y el avance de los estudios».

Creo que, como digo, este párrafo es el texto más sincero que se incluye en todo el pacto de la educación. Lo importante no es tanto que la educación provea de un bagage intelectual y profesional completo y adecuado. Lo importante es que los alumnos aprueben los exámenes.

El ministro Gabilondo está muy contento con su documento. Confiesa sin ambages que ha puesto en él lo mínimo que pueden aceptar las diferentes fuerzas políticas. O sea, que ha hecho un documento para que pueda ser aprobado por consenso. De nuevo, la filosofía antes descrita. Lo importante es aprobar el examen. Si para ello hay que reducir la materia a medio folio, se reduce.

Lo menos que se puede esperar de unos responsables políticos, máxime si por ser los más votados tienen la responsabilidad de gobernar, es tener una concepción de cuál debe ser la formación integral del español y cómo debe impartirse dicha formación. Un ministro de Educación que no tenga esta concepción ya no es un ministro de Educación; es un ministro de Gestión de Infraestructuras Educativas. Y un pacto que lo único que busque sean terrenos para el acuerdo de mínimos no es un pacto de educación; es un pacto sobre cómo seguir llevando esto sin pillarnos mucho los dedos.

Cuando alguien que quiere negociar tiene claro lo que quiere, presenta todo lo contrario de un papel de consenso. El sindicalista que sabe que el patrón va a ofrecer un aumento salarial del 2% se sienta en la mesa y exige el 6%, porque en realidad no piensa bajar del 3,5%. Así se hacen las cosas. Si se trata de pactar a lo Gabilondo, es decir si se trata de poner encima de la mesa un papel que todos puedan aprobar en cinco minutos, lo que pasa es lo que ha pasado con el informe del ministro: de la lista de asuntos a negociar se van quitando, poco a poco, todos los que escuecen. Ya no hablamos de aumentos salariales. Ya no hablamos de categorías. Ya no hablamos de vacaciones. Y, al final, empresarios y sindicatos firman un bello acuerdo en el que se dice que ambos harán todo lo posible para que la empresa funcione mejor. Y viva Cartagena.

El ministro Gabilondo nos ha enseñado ayer cuáles son los puntos de materia educativa en los cuales todas las partes implicadas están más o menos de acuerdo. Cosa que es lógica, porque el documento es tan etéreo que casi parece teológico. Es imposible no estar de acuerdo con él, entre otras cosas porque, leyéndolo, uno tiene la sensación de que estar de acuerdo con él tampoco obliga a gran cosa. Ya que tanto le preocupa el fracaso escolar a las autoridades educativas, podrían haber incluido en su oferta un objetivo sencillo y mensurable; por ejemplo, reducir la tasa de fracaso un X% en X años, con la inclusión de sanciones o acciones de variado tipo para la Administración que no llegare. Lejos de ello, el sedicente compromiso que aparece en el documento es tan genérico que, como digo, es imposible no estar de acuerdo con él.

«Elaboraremos planes especiales de actuación en las zonas con menores tasas de graduación en Educación Secundaria Obligatoria y un mayor abandono temprano de la educación y la formación. Realizaremos estudios específicos sobre las causas del fracaso escolar y elaboraremos planes integrales, con la colaboración de las distintas administraciones, que presenten una oferta atractiva para los jóvenes, que incluyan campañas de concienciación de las familias, refuerzo de tutorías y orientación escolar y los apoyos educativos necesarios».

Decir esto y decir: «trabajaremos en reducir el fracaso escolar» es lo mismo. O sea, que al que se le ocurra decir que no, será porque el fracaso escolar le importa una mierda.

En aras de una foto que supongo se harán dentro de un par de semanas, los políticos han preferido discutir sobre las bonanzas de entrenar la capacidad de salto a colocar un listón en dos metros diez y decir: cabrón el que no lo salte. Es comprensible que eso de tener objetivos concretos no les vaya. La costumbre.

Yo, cuando menos, sigo sin saber cuál es el concepto que tienen los diferentes gobiernos españoles, nacional y autonómicos, sobre el conjunto básico de conocimientos que un español bien educado debe poseer. Aparte de afirmarse que en la nómina de conocimientos imprescindibles está entender y saber expresarse en castellano, poco más se dice. Además, de la lectura del documento queda claro que ya no hablamos de educación: hablamos de encauzamiento y orientación profesional. Hablamos de hacer las cosas de tal manera que un español que tenga vocación de ser ingeniero pueda descubrir que eso es lo que quiere ser, y serlo. Por el camino, hemos olvidado que la educación, durante mucho tiempo, fue una materia mucho más ancha. Los pedagogos de hace ciento cincuenta años no sólo se preocupaban de que sus sistemas educativos pariesen técnicos suficientes; también se preocupaban de que todos, técnicos, humanistas, científicos y artistas, saliesen de la escuela con una formación ecuménica y suficiente.

Todos hemos tenido trece años. Todos hemos tenido una o dos asignaturas que nos rallaban especialmente. Consecuentemente, todos le hemos dicho alguna vez a nuestros padres: pero, ¿por qué tengo que seguir estudiando matemáticas, si ya he decidido que voy a ser paleofilólogo y no las voy a necesitar para nada? Algunos frikis de la vida hemos terminado por pensar, con los años, que eso nos pasaba porque éramos adolescentes y bastante idiotas, y no nos dábamos cuenta de que la escuela no estaba sólo para hacernos expertos en las materias que nos eran precisas en nuestro futuro profesional, sino para hacernos conocedores de muchas materias, todas las cuales nos ayudan a pensar, cada una a su manera. Porque la escuela no es un centro de conocimiento, sino de pensamiento. Quien reflexiona, siempre podrá conocer. Quien no reflexiona, da igual que conozca, porque sólo será un gañán con título.

La Historia debe conocerse no por tener unas fechas en la cabeza, sino porque una de las cosas que nos distingue a los humanos de las iguanas es que las iguanas nunca se ven a sí mismas como el resultado de un montón de cosas que han pasado bastante antes de ayer por la tarde. Esta es la razón de que haya muchos más gallegos orgullosos de ser gallegos que iguanas orgullosas de ser iguanas. Las matemáticas son necesarias porque la forma de pensar que hay que poner en juego para resolver un problema de trigonometría es una forma de pensar que no se entrena leyendo a Kierkegaard. Y así podríamos seguir con un montón de materias que se explican, o no, en nuestras aulas. Siempre llegaríamos a lo mismo. El educando es alguien que carece de herramientas reflexivas que son necesarias para la vida humana, y la educación le provee de ellas.

Seguimos sin saber, a día de hoy, cuál es la idea de nuestros gobiernos sobre qué debe haber dentro de esa caja de herramientas. Lejos de ello, a nuestros representantes políticos, si es que es verdad que el documento Gabilondo les refleja, lo que les obsesiona es que el ingeniero se empape de las herramientas ingenieriles, el artista de las artísticas, etc. Salidas laborales.

He pasado algunas horas de los últimos meses repasando la Economía de segundo de bachillerato con un educando de 17 años. Cuando empezó el curso le dije muy ufano una cosa en la que creía, y creo, a pies juntillas. Le dije: con esta asignatura no vas a tener ningún problema, porque la economía es puro sentido común. Como lo digo, lo pienso: que cuando hay más demanda que oferta de un producto su precio sube, es sentido común. Que un fabricante no fabricará lo máximo que pueda sino aquella cantidad en la que su beneficio se maximiza, es sentido común. Que un crecimiento hay que deflactarlo del efecto precio para observarlo en términos reales, es sentido común. Que una empresa que no genera cash flow no está muy bien, es de sentido común.

Estos repasos, sin embargo, han sido difíciles, en ocasiones muy difíciles. Con el tiempo, he dado con la clave. El problema no está en la economía. Ni en el libro, que es bastante bueno. La profesora, por lo que me cuenta el alumno, deja un poco que desear, pero vete a saber si no son relatos interesados. El problema, el verdadero problema, es que, siendo como es la economía un asunto de sentido común, resulta que mi alumno no tiene educado el sentido común. Eso de si A implica B y B implica C, entonces A implica C, como que le cuesta.

Y tiene media de 7.

El abanico y profundidad de las materias que ha cursado este alumno durante los últimos seis años de su vida es tan estrecho, tan putomiérdico, que lo que le pasa ahora es que cuando tiene que reflexionar, no sabe hacerlo. Su cultura es la cultura de tomar textos de 10.000 palabras (no sé cuántas palabras suele tener un libro de texto; pongo el número a título indiciario), subrayar dentro de estos textos unas 2.500 aproximadamente, y examinarse del conocimiento de esas 2.500 palabras. Lo de entender qué dicen esas 2.500 palabras queda para otra vida. Y la sola idea de que sería bueno intentar entender algo de lo que dicen las 7.500 palabras que restan es, simple y llanamente, obscena.

Para estudiar hoy has de aprender el sacrosanto concepto de lo que entra y lo que no entra en el examen.

A mi alumno le enseñaron a calcular el derecho de suscripción de un accionista en una ampliación de capital, así como el valor de los derechos de suscripción. Durante nuestro repaso, y dado que mi preocupación básica es que entendiese qué es un derecho de suscripción preferente (partía yo de la base, probablemente errónea, que entender los conceptos es la palanca que te permite moverlos), le propuse un problema que simplemente planteaba las cosas al revés: si el accionista ha obtenido X euros con la venta de sus derechos de suscripción, ¿cuántos ha vendido? Y, consecuentemente, si su participación inicial en el capital era del X%, ¿en cuánto se ha quedado?

Su respuesta fue categórica: eso no entra. No nos lo han dado. No hay ningún problema en el libro planteado así. A mí me exigen ir de A a B. Yo le digo: pero ir de B a A es básicamente lo mismo, sólo que al revés. Pero él replica: Ya. Pero no entra.

Mensaje Gabilondo: lo que no está en el examen, no existe. Y el examen va de pasarlo, no de demostrar con él que se ha entendido la materia.

Otro jovenzano de parecida edad, hace algunos meses, cuando yo le enervaba la necesidad de estudiar mucho inglés porque en el mundo real es muy importante, me espetó: «Yo ya hablo inglés: ¡tengo un 8!» Obsérvese la perversión. Hablar inglés ya no es ser capaz de decir en dicha lengua «tráeme el destornillador que tengo que desatascar este lavabo por mis huevos». No. Hablar inglés es tener un 8.

Si, verdaderamente, en la España de hoy es imposible diseñar un sistema educativo único e irrenunciable, que pueda luego ser mejorado por aquellas regiones que consideren su obligación gastarse más pasta en los colegios, entonces el mejor servicio que podría hacerle un ministro a la sociedad es decir esto bien alto. Porque si es así, entonces, Houston, tenemos un problema.

jueves, abril 22, 2010

La revolución iraní (y 6)

El 2 de diciembre de 1978 comenzó el último acto de la revolución iraní. Este día comenzó el Muharram, el mes santo de los chiitas. Ante la posibilidad de disturbios, el gobierno decretó el toque de queda y Jomeini, ni corto ni perezoso, decretó el desafío al toque de queda. El personal, como había hecho cien años antes dejando de fumar, tomó las calles, el ejército disparó y hubo un montón de muertos. Los hombres del Sha le dijeron entonces a los americanos que la gente había aprendido y que no habría más conflictos. Es lo que suele pasar. Pero no pasó así, porque la revolución chiita tiene muchos elementos que otras no tienen. El día 2, centenares de miles de personas invadieron las calles. Para entonces, Washington estaba noqueado. En la Casa Blanca nadie tenía ya ni puta idea de lo que se podía hacer.

En el ashura, décimo día de Muharram y fiesta del martirio de Hussein en Kerbala, el gobierno cambió de estrategia y permitió las manifestaciones. Le dio igual. En Ispahan, las multitudes asaltaron la sede de la Savak y derribaron algunas de las muchas estatuas públicas del Sha. El ejército disparó. Más muertos. Más mensajes de Jomeini indicando a los militares que les perdonaban, pero advirtiéndoles de que no estaban haciendo otra cosa que engrosar la nómina de mártires de la causa. Barzagan viajó a París para intentar convencer a Jomeini de que, blandito como estaba ya el gobierno, quizá era el momento de parar las muertes y negociar. Jomeini, claro, le dijo que ni de coña.

El 29 de diciembre, el Sha nombró primer ministro a Shahpur Bajtiar. Fue primer ministro Bajtiar por la única razón de que otros líderes del Frente Nacional con más predicamento que él, como Karim Sanjabi o Gholam Hussein Sadiqui, rechazaron el cargo. El 3 de enero, Estados Unidos envió al general del Aire Robert Huyser, que llegaba con instrucciones de poner al ejército persa a las órdenes de Bajtiar; era tan así, que el Sha se enteró de que Huyser estaba en Teherán tres días después de que llegara. Todo el mundo daba a Palhevi por amortizado.

Bajtiar era el primero de la lista. Estaba dispuesto a derrocar al Sha y convocar elecciones, como demandaban los manifestantes. Utilizando su poder, le cerró el grifo del petróleo a Israel y al régimen racista de Sudáfrica, en claros gestos de progresismo reformista con los que pretendía cauterizar el radicalismo revolucionario. El presidente Carter, a través del francés Giscard, le envió a Jomeini un mensaje: EEUU apoyaba a Bajtiar y esperaba de Jomeini que apoyase a Estados Unidos. Si decía que no, habría un golpe militar. Queda, pues, claro, que Carter nunca entendió ni remotamente el pensamiento de Jomeini, ni sus apreciaciones estratégicas. Jomeini contestó exactamente lo que estáis pensando que contestó.

Los americanos comenzaron a hablar descaradamente con el Sha de cuándo se piraba de Irán. Bajtiar tomó el poder el 6 de enero y comenzó a dar la barrila para que el Sha se marchase de una puta vez. Sin embargo, tuvo que esperar mucho, hasta el día 16. El Sha retrasó su salida porque quería llevarse parte del pastón que había ido acumulando con los años; muy comprensible.

Irán quedó en manos de un Consejo de Regencia presidido por un venerable anciano sin poder, Jelaleddin Tehrani. El Sha se marchó pensando que lo dejaba todo atado y bien atado, pero para entonces los Estados Unidos ya tenían el plan de establecer una república en Irán. Jomeini respondió adelantando la reina: proclamó que obedecer a Bajtiar era obedecer al diablo y, sobre todo, anunció la formación de un Consejo Revolucionario. Nada más saber que Jomeini también tenía su gobierno, los ministros de Bajtiar comenzaron a dimitir. Por último, Jomeini planteó el órdago, y anunció en París: me voy p'a Teherán.

Bajtiar le pidió tres meses para poder completar su proyecto de reformas. Todavía, por lo que se ve, no se había enterado de que Jomeini tenía su propio equipo y no contaba con él. Jomeini incluso desoyó a Bazargan, que era partidario de que se formase un gobierno en el exilio y se diese tiempo a Bajtiar a limpiar el patio unos meses. De tres meses, Bajtiar pasó a dos. Luego a tres semanas. A todo le contestó Jomeini que nones.

En un Jumbo de Air France, con una tripulación francesa voluntaria (todos hombres; incluso prohibió viajar a su esposa y a las esposas de sus asesores), llegó Jomeini a Teherán dl 1 de febrero de 1979. Los días anteriores hubo gravísimos disturbios y una demostración de fuerza del ejército, que sacó a la calle toda su ferralla; aunque, al mismo tiempo, diversas unidades se amotinaron a favor de la revolución. A pesar de lo que en un momento se temió, a pesar de que Jomeini fue recibido por la multitud casi como un Mesías, no hubo graves disturbios. Jomeini se alojó en la escuela Husseiniyeh, donde nombró a Bazargan primer ministro, pasando como de comer mierda de Bajtiar, que aún no había dimitido. Las deserciones de unidades militares en masa proliferaron como setas. En ese momento, e Washington le llegó al general Huyser el mensaje de que había llegado el momento de impulsar un golpe de Estado. Es de suponer que el viejo general se desconojaría. ¿Con qué? Esa insinuación, tan tardía, tan fuera de la realidad, es la mejor metáfora de la putomiérdica, diríase que soberbia, forma con que Estados Unidos se tomó la cuestión iraní.

Bajtiar declaró el toque de queda. Jomeini escribió en un papel la orden de desafiarlo. El papel de Jomeini llegó a la televisión iraní antes que los soldados que iban a tomarla para hacer respetar el toque de queda.




Tras el triunfo de la revolución, el jefe de la Savak, general Nassiri, fue detenido y posteriormente fusilado. En el ínterin, para intentar salvar el gollete, hizo una confesión completa en la que, entre otras cosas, informó a los revolucionarios de que el gobierno iraní llevaba años teniendo un topo en la embajada USA. Este topo, conocido por el sobrenombre de Hafiz (que yo sepa, los revolucionarios le dejaron irse a Europa finalmente, y nunca se ha sabido a ciencia cierta quién era) fue subcontratado por los jomeinistas para que siguiera haciendo lo que hacía. Facilitó al ministro del Interior, ayatollah Hashimi Rafsanjani, todos los datos sobre los mensajes llegados y salidos de la Embajada durante los últimos días del Sha; así pues, los revolucionarios, en septiembre de 1979, ya tenían una perfecta información de todo lo que Washington había intentado contra ellos, o pensado en intentar.

En ese mismo mes de septiembre, en Nueva York, el secretario de Estado americano, Cyrus Vance, se reunió con el ministro iraní de Asuntos Exteriors, Ibrahim Yazdi, al que intentó convencer de que ambos países tenían un enemigo común, la URSS, y de que Estados Unidos comprendía a la revolución jomeinista. Sin embargo, en el mismo momento que esta entrevista se producía, los papeles de Hafiz eran conocidos en Teherán. A partir de ahí, la oposición frontal del régimen de los ayatolás hacia Estados Unidos plantó hondos cimientos, y hasta hoy.

El 2 de noviembre, en medio de los denodados intentos del Consejero de Seguridad Nacional americano, Zbignew Brzezinski, para tender puentes con el régimen de los ayatolás, diciéndoles que la marcha del Sha a Estados Unidos se había producido a última hora por motivos de salud cuando los iraníes tenían papeles que demostraban que hacía meses que los americanos contaban con ese desplazamiento, Jomeini lanzó un mensaje público a los estudiantes, llamándoles a difundir la conspiración estadounidense.

Aquella soflama fue el mensaje que necesitaba el Comité Revolucionario de la Universidad de Teherán, al mando del hojat al-Islam Musawi Joeiny, para comenzar a preparar el ataque a la embajada , que culminaría en el episodio quizá más humillante de la Historia de los Estados Unidos. Lo que vio el mundo por la tele fue una multitud enardecida que tomó la embajada. Pero testigos bien informados han dejado dicho que no fue eso ni de lejos. Fueron las huestes de Joeiny, 50 activistas de élite y unos 400 más que se hacía llamar morabitun, una especie de antiguos guardias de frontera, los que tomaron la embajada. Mantuvieron secuestrado al personal durante semanas e, ítem más, el presidente Carter autorizaría un operación de rescate muy de película de Schwartzennegger, que terminó como el rosario de la aurora, con los comandos setados contra el suelo. Irán humilló a Estados Unidos durante mucho tiempo.



¿Qué queda de la revolución iraní? Más bien, la pregunta es qué no queda. La revolución iraní es, hoy, en buena parte, el ayatollah Jomeini, por mucho que esté ya muerto. Para bien, y para mal.

Ya he dicho al principio de esta serie que la revolución islámica es la otra gran revolución del siglo XX junto con la rusa. Pero Jomeini no era Lenin, en este caso para desgracia del primero. Jomeini, desde luego, tenía más inteligencia estratégica que Lenin para hacer la revolución. A Lenin su asalto al poder le salió bien por muchas circunstancias, entre ellas la primera guerra mundial, que Kerensky era un maula, y que tenía a su lado a Trosky, que sí era un revolucionario pata negra. A Jomeini la suerte no le regaló nada. Él supo ver, antes que nadie, lo que ahora es tan obvio, es decir la capacidad de lanzar masas políticas islamistas y hacerlas caminar en una dirección sin dudas. Los palestinos han sido de toda la vida tan devotos de Alá como lo puedan ser los chiitas iraníes y, sin embargo, sus líderes nunca han conseguido de ellos tal nivel de consenso y coordinación.

Jomeini fue un gran estratega de masas cuando la labor de las masas fue luchar y destruir lo existente. Pero donde Jomeini pierde frente a Lenin como casi cualquiera frente a Guardiola es en la otra cosa que tiene que ser un revolucionario: un buen gobernante.

La revolución islámica llegó y se hizo con el poder sin tener demasiado claro qué quería hacer de Irán, excepción hecha de los presupuestos teológicos y morales. En Irán no ha habido la construcción de un Estado islámico chiita como hubo la construcción de un Estado soviético en la URSS. Lenin sabe que esa construcción, por mucho carisma que se tenga, supone enfrentarse a contradicciones y diferencias internas en el movimiento. La revolución iraní, sin embargo, se ha saltado ese capítulo. Ha pasado directamente al estadio en el que la revolución, plenamente consolidada, se deshace de las contraversiones que le molestan (o sea, en la URSS, el tardoleninismo y el estalinismo). La pregunta, pues, es si la revolución iraní está suficientemente consolidada como para poder enfrentarse y ganar a sus contraversiones.

Hay otro factor fundamenal, y es que Irán no está solo. Irán está situado en una zona geo-eco-estratégica de gran importancia que no tiene un líder claro. Se han probado varias cosas. Se probó con el islamismo progresista de Nasser; se probó con el liderazo nacionalista sirio; probó el Sha; y Sadam; hasta se podría decir que han probado los talibanes. Los musulmanes son muchos y muy variados y existen diferencias entre ellos que quizá los que no lo somos tendemos a no ver. Por eso, las combinaciones son muchas y muy variadas. El tablero ya era complicadillo pero, por si no era suficiente, el experimento aliado occidental en Iraq, que sabe Dios cómo va a terminar, y la dramática aparición en el escenario de la alternativa talibán, lo han complicado aún más.


En todo caso, sea cual sea el presente, y el futuro, lo que es innegable es que la huella dejada por la revolución iraní es bien, pero bien, profunda.

lunes, abril 19, 2010

La revolución iraní (5)

Ruhallah Musawi, nacido en 1902 en el pueblo de Jomein, próximo a Qom, hijo de Mustafá Musawi, un mullah que murió de un disparo en la cabeza cuando su hijo aún era un niño, se había especializado en la jurisprudencia islámica, en el desarrollo de la cual había terminado por diseñar una teoría que acabó por adaptarse como un guante a las necesidades de la revolución islámica como rebelión de puro origen religioso. Partidario absoluto de la intervención directa de los líderes religiosos en política, Jomeini concebía las necesidades del islamismo como una especie de proceso de flujo y reflujo por el cual primero se desharía de prácticas e ideas obsoletas (como la práctica del disimulo chiita) para después adoptar otras nuevas. Ambas promesas se hicieron notablemente atractivas para los musulmanes más jóvenes los cuales, al revés de lo que ocurría en Occidente, encontraban problemas para encontrar respuestas en el marxismo.

Seudoexiliado en Najaf, Jomeini comienza a invertir el dinero que le llega de su hawza en propaganda, y aquí está otro de los grandes logros del ayatollah, que fue capaz de ver las potencialidades de la comunicación masiva. A finales de los setenta la capacidad de difusión era distinta de la actual, y por eso la estrategia de Jomeini fue la grabación de cintas de casete con sus mensajes, que luego sus discípulos podían escuchar en cualquier lugar del mundo. A su manera, pues, Jomeini se convirtió en una especie de ciberpredicador de la era de antes de la red, lo cual demuestra una notable capacidad estratégica.

En 1974, el presidente de Iraq, Ahmed Hassan el-Bakr, intentó captar a Jomeini para una campaña contra el Sha, pero éste se negó por considerar que era demasiado pronto. En 1977, una vez que el Sha y Sadam habían llegado a una entente, Teherán pidió a Bagdad que actuase contra el líder religioso iraní, por lo que las autoridades iraquíes le dieron a elegir entre suspender su propaganda o exiliarse. En realidad, el Sha pretendió parar el exilio de Jomeini, pero no pudo porque Sadam, consciente de la fuerza de los chiitas en su país, se negó a arrestarlo. Así las cosas, Jomeini eligió el exilio y se trasladó a Neauphle-le-chateau, a 35 kilómetros de París; no sin antes haber intentado permanecer en el mundo musulmán, concretamente en Kuwait, Siria o Argelia. Fue Beni-Sadr, presidente del Comité de Estudiantes Iraníes en París, quien le convenció de que allí estaría bien. Beni-Sard se demostró como todo un estratega de las relaciones públicas: en los pocos meses que Jomeini estuvo en Francia, concedió casi medio centenar de entrevistas, lo que extendió su mensaje por el mundo entero y le granjeó, además, la simpatías de no pocas organizaciones progresistas occidentales (por razones que son fáciles de entender, la prensa siempre tiene simpatía hacia todo aquél que le da más facilidades; y esa simpatía se transmite a la opinión pública).

En septiembre de 1977, la Savak mató a Mustafá, uno de los hijos de Jomeini. Fue un poco antes de su exilio y el ayatollah, coincidiendo con los hechos, dictó la instrucción o i'lamiyah que puede considerarse comenzó la revolución islámica. En la misma, ordenaba a sus seguidores no reconocer el gobierno del Sha, no colaborar con él y fundar instituciones islámicas en todos los ámbitos de la vida civil.

Desde su llegada a Francia, la estrategia de Jomeini revela bien a las claras su conciencia de que la llave de cualquier cambio de régimen en Irán es el ejército. Cada vez más i'lamiyah están dirigidas a las fuerzas armadas o a la actitud que los revolucionarios deben guardar ante ellas. Pidió primero a los soldados que desertaran y después que lo hiciesen llevándose las armas, para así poder ayudar a la revolución. Y no le salió mal: el 1 de enero de 1978, el presidente James Carter fue huésped del Sha en Teherán. En esa misma fecha, siguiendo las instrucciones de las cintas de Jomeini, un batallón antiaéreo desertó del ejército iraní con armas y bagages.

En Irán se multiplicaban los conflictos y las huelgas. Éste, el incremento de la conflictividad, era el primer elemento de la estrategia del ayatollah. El segundo, importantísimo y que ha dejado una honda huella en el fundamentalismo islámico, es la apelación al martirio. En la introducción de estos post, dedicada al chiismo, ya he dicho que el martirio es connatural a la existencia, desarrollo y fuerza moral del chiismo, puesto que esta creencia islámica se basa precisamente en el martirio del hijo de Alí, que tiene para los chiitas la misma importancia que pueda tener el de Jesús para los cristianos. A través de ese prisma es como se debe entender la serie larga de fatwas lanzadas con sus cintas por Jomeini a partir de principios de 1978 llamando a sus seguidores a que no mostrasen resistencia al ejército y que, lejos de ello, aceptarsen el martirio si eran disparados o maltratados.

En realidad nadie en Occidente, salvo la inteligencia judía, supo ver ni valorar la potencialidad de estos mensajes y de esta forma de actuar. Washington siempre la infravaloró, como la infravaloró el Sha. Podríamos decir que la capacidad analítica occidental no estaba en condiciones de poder entender la importancia del martirio y sus capacidades. Lo cual, por cierto, demuestra que en la CIA, el MI5, el CNI y todos esos sitios, debe ser que si pillan a un espía leyendo un libro de Historia le aplican el Código Rojo, porque, si no, no se entiende.

Fue en ese momento cuando importantes miembros del staff del Sha, como el general Afshar Amini, algo así como su jefe de gabinete, comenzaron a pensar, con la ayuda de los israelíes, que tal vez, a las dos estrategias clásicas posibles por parte del régimen (liberalizarse o endurecerse) había una tercera vía consistente en enviar al rey a un largo viaje por el extranjero, pretextando algún tipo de dolencia, que dejase el país en manos de un regente, quizá Farah Diba, que aportase una imagen nueva al régimen. A EEUU, probablemente, le gustara más la solución de promover un golpe militar proamericano; lo que podríamos denominar la solución pakistaní. En medio de toda la milonga se cruzaba el enfrentamiento cainita existente en la corte entre Farah Diba y la famlia del Sha (su madre y sus hermanos), todos ellos maniobrando para controlar el poder.

El 13 de agosto de 1977 estalló una bomba en un restaurante de Teherán frecuentado por americanos. Ese mismo mes, 430 personas murieron abrasadas en un cine de la ciudad de Abadán. Las acusaciones populares contra la Savak por el hecho causaron gravísimos disturbios. Mientras tanto, en palacio se había decidido ya que el Sha no abandonaría el país y que se iniciaría una liberalización, para lo que fue nombrado Jaafar Sharif Emani. Emani publicó un plan de seis puntos que incluía la liberación de presos políticos, el aumento en un 40% del salario de los funcionarios, la apertura controlada a nuevos partidos políticos, elecciones controladas, respeto a los derechos humanos y un plan anticorrupción. Se abolía el ministerio de la Mujer y el calendario aqueménida, gestos ambos destinados a caer bien entre los musulmanes.

La respuesta de los islámicos fue organizar, en septiembre, una serie de manifestaciones monstruo en Teherán que desafiaron la inmediata declaración de la ley marcial. El ejército disparó, causando un mínimo de 100 muertos. En esas jornadas, se esfumó la última posibilidad de que los ayatolás fuesen a avalar algún día el reinado del hijo de Mohammed Palhevi.

A finales del 77, Emani jubiló a varios miembros de la Savak y liberó a centenares de presos políticos. Pero las manifestaciones proseguían, por lo que el Sha, allá por noviembre, se convenció de que la única salida era un gobierno militar.También Estados Unidos opinó que así debía ser. Por lo tanto, el Sha nombró al general Gholan Reza Ashari primer ministro (a pesar de que no quería serlo, por cierto). Tras su subida al poder, el Sha lanzó un mensaje radiado aseverando que había entenido el mensaje y anunciando una nueva etapa de gobierno (hay una ley histórica casi matemática: cuando más asevera un líder que ha entendido un mensaje, menos lo ha entendido). La reacción de la calle, sin embargo, dejó claro a todos que había que buscar soluciones alternativas.

Fue sólo en ese momento, considerablemente tarde en mi opinión, cuando el Sha intentó contactos con la oposición. Contactó con un viejo político del Frente Nacional, Karim Sanjabi, y le ofreció el gobierno. Sanjabi, para sorpresa del palacio real, reaccionó marchándose a París a parlamentar con Jomeini, quien le dejó claro que no contase con él. A su regreso a Teherán, el Sha arrestó al que dos semanas antes era su gran esperanza blanca, para impedir que pudiese dar una rueda de prensa y contarlo todo. Algunos días más tarde, el general Nassiri, de la Savak, era arrestado, y se anunciaba una investigación sobre los negocios de la familia Palhevi. En paralelo, se contactó con Mehdi Bazargan, uno de los pocos civiles por los que Jomeini sentía simpatía. Bazargan había sido encarcelado al declararse la ley marcial y ahora la Savak le ofreció cooperar con el Sha siempre y cuando éste aceptase un estatus de rey constitucional que no actuase en el gobierno.

A finales de noviembre de 1978, con Bazargan ya libre, una delegación de Estados Unidos le visitó. Bazargan le explicó a los americanos que, en su opinión, el Sha debía abandonar el país, sustituido por un Consejo de Regencia y un gobierno de notables. Visto que los americanos se mostraron dispuestos a seguir hablando, Bazargan contactó con algunas las personalidades del entorno de Jomeini, como el ayatollah Muntazari o el que entonces era hojat al-Islam, Hashimi Rafshanjani, con los que acordó cinco puntos:

  1. Abandono del país por el Sha, con el pretexto de algún tratamiento médico.

  2. Consejo de Regencia formado por personas aceptables por todos.

  3. Gobierno nacional aperturista.

  4. Disolución del Majlis.

  5. Nuevas elecciones.

EEUU aceptó estos puntos, pero finalmente se produjo un desencuentro al proponer Bazargan el estudio de cambios en la Constitución de 1906 para eliminar toda referencia al Sha. En diciembre, sin embargo, se llegó a un acuerdo a cambio de la restitución de la ley y el orden.

El ayatollah Muntazari viajó a París con la intención de obtener el nihil obstat de Jomeini e incluso discutir con él los miembros del futuro Consejo de Regencia. Pero se encontró a un hombre totalmente renuente que lo rechazó todo. Todo. Ninguno de los negociadores de Teherán, es decir ni la oposición civil iraní, ni los líderes religiosos que les apoyaban, ni por supuesto los americanos que, increíblemente, en ese momento todavía tenían dificultades para distinguir a un persa de un bosquimano, ninguno de ellos había entendido que los chistes floreados que habían pactado entre ellos no tenían nada que ver con el espíritu de Jomeini. Nada. Quizá es que no escuchaban sus cintas.

Lo que bien pudo decir Jomeini en aquellas entrevistas con Muntazari pudo ser lo que una vez dijo el líder de los Doors, Jim Morrison: we want the world; and we want it now.