viernes, octubre 14, 2022

La forja de España (15): El rey pusilánime y su sueño italiano

 La macedonia peninsular

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El enfrentamiento fraternal
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El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia 


Como dicen los budistas, todo está conectado; y, en geopolítica, todavía más. La suerte de los condados pirenaicos catalanes está hondamente ligada a la pelea a muerte que sostenían Francia y España en Italia.

Carlos VIII, el voluble hermano de Ana de Beaujeu, ambicionaba el reino de Nápoles, al que consideraba una pieza fundamental en la política exterior francesa que tenía diseñada en la cabeza. Sin embargo, sobre París pesaba el hecho de que la presencia hispana en la península era insoslayable y, por eso, mudó la política de su hermana y decidió que lo mejor que podía hacer París era amigarse con los reyes peninsulares. El rey francés se convenció de que no era posible mantener un férreo control sobre los condados pirenaicos y pretender, al mismo tiempo, obtener algún tipo de acuerdo con la fuerza fundamental del teatro napolitano, pues, en ese caso, agraviado y amigo serían la misma persona. Carlos VIII ciñó la corona de Francia en 1492, el mismo año que los cristianos entraron en Granada.

Luis XI, el padre de Carlos, era sobrino de Renato de Anjou, y de su tío había heredado el título de rey de Sicilia y Jerusalén, al que, la verdad, nunca había hecho mucho caso. Carlos VIII, el hijo de Luis, ya era otra cuestión. De una forma un tanto apolillada, el rey francés tenía planes para sí mismo que pasaban por el viejo sueño de controlar la ciudad santa, para lo cual necesitaba disponer de Nápoles. Carlos VIII fue, al decir de muchos historiadores, el primer francés imperialista. Durante toda la Edad Media, los reyes franceses habían practicado una política, tan forzada como inteligente, de consolidación interior. Francia, esto es algo que tal vez es difícil de entender para ojos actuales, era un proyecto por construir con importantes fuerzas centrífugas en su seno. El hecho de que, durante siglos, los inquilinos de la corona inglesa se considerasen personas con derecho sobre amplios espacios de terreno francés, hizo que el principal objetivo de la corona gala fuese conservar, afianzar, defender.

Carlos VIII, sin embargo, jugaba otro partido. Jugaba el partido del Renacimiento; un partido en el que el poder nacional comenzaba a leerse en términos de posesiones que no eran posesiones coloniales, sino posesiones estratégicas. Comenzaba a dibujarse el mapa de un continente europeo con fronteras algo más estables, pero donde quedaban teatros amplísimos sometidos al albedrío de la posesión momentánea de cada señor, de cada corona. En ese entorno, y a menos que se contase con la ventaja de la insularidad, ya no se podía uno basar en el poder sobre los suyos, sobre su nación, para ser grande. En gran parte por esto el rey francés desempolvó la vieja idea de cruzada; que, en realidad, no era tan vieja, puesto que he de recordaros que llegó a la corona francesa el mismo año en que había culminado la cruzada más exitosa de todas las abordadas por los cristianos: la de la península ibérica. Que vosotros no veáis estos hechos como conectados con los que habían pasado unos siglos antes no quiere decir que los contemporáneos de los hechos no lo hicieran. Entonces es que no había licenciaturas en Historia.

Isabel y Fernando jugaron una jugada maestra con aquel rey voluble y un tanto modelo jefe average de empresa de medio pelo: de ésos que no escuchan a nadie y se suelen rodear de gentes que le laman el culo en lugar de darle buenos consejos. Durante los años de la minoridad de Carlos, Ana de Beaujeu le había dado al tema de los condados una serie de patadas a seguir, según las cuales ella no podía decidir como se le exigía desde la península porque eso es algo que tendría que hacer el rey cuando lo fuese. Obviamente, ella contaba con que el rey, una vez tal, asumiría sus tesis y se dejaría manipular. En 1492, cuando dicha toma de posesión se verificó, los reyes católicos destacaron a dos de sus mejores adjuntos, fray Juan de Mauleón y fray Bernat Boyl, para que comenzasen una discreta negociación con el francés. Carlos, por su parte, envió a un diplomático, Jean-François de Cardonne, a Barcelona.

Todo aquello, en su inicio, se llevó a cabo dentro del mayor de los secretos. Sin embargo, allá por junio de 1492, que los ibéricos y Francia estaban negociando sobre la base de algún tipo de acuerdo en Italia era ya cosa conocida por parte de quienes solían estar informados de ese tipo de cosas. Hay que decir, en todo caso, que los franceses tampoco eran unos maulas, y que supieron moverse con agilidad para tratar de hacer que un acuerdo favorable a los intereses españoles no fuera tan fácil. En los años anteriores, conforme la Cerdaña y el Rosellón habían sido invadidos y controlados por Francia, ésta había practicado una política, bastante común en estos casos aún hoy en día, basada en el establecimiento de una clase de mando y aun de colonos procedentes de Francia; una política tendente a crear una nueva clase social, la de los franceses en los condados, lógicamente identificada por la fidelidad a París y no a Zaragoza (o Barcelona). París, en este sentido, supo agitar a esta minoría, pero minoría que con los años se podía decir tan condal como cualquier otra, en el sentido de un pretendido sentimiento de pertenencia a la nación francesa que, de haber existido GAD3 en aquella época, hubiera quedado claro que era muy minoritario (o sea: entonces sólo existía el CIS).

Carlos, por otra parte, se enfrentaba al hecho de que su hermana había consolidado durante los años previos a su reinado la política exactamente contraria a la que él propugnaba. Ana, creyendo con ello interpretar los verdaderos deseos de su padre, había defendido aguas adentro del consejo real francés la idea de que los condados ya no deberían dejar de ser franceses nunca; y no eran pocos los que se sentían seducidos, cuando no comprometidos, con la idea. Carlos, sin embargo, era un joven impulsivo y un tanto quijotesco; y esto hay que decirlo de forma literal, pues, como a Alonso Quijano, eran las lecturas de cantares de gesta las que le habían alimentado esa idea de poner la espada para la liberación de Jerusalén.

Ana de Beaujeu y su marido Pierre, duque de Borbón, tenían, en todo caso, importantes aliados. El más importante de todos ellos era Guillaume de Caramán y de Perilhos, vizconde de Rodda y de Venés, un noble de una recia familia del Languedoc que tenía fortísimos intereses en el Rosellón, acumulados y consolidados durante los años de dominación francesa. Era Guillaume lugarteniente de Gilbert de Bourbon, conde de Montpensier y, mucho más importante a efectos de lo que aquí referimos, virrey del Rosellón.

Caramán fue quien informó a los Beaujeu, a mediados de 1492, de que el sentimiento profrancés en el Rosellón era generalizado y de gran fuerza, y de que los roselloneses no se dejarían arrancar de las manos de Francia sino resistiendo. Es bastante más que obvio que el lugarteniente del principal poder ejecutivo en la región escamoteó la verdad de los hechos en aras de un interés personal, pues era mucho lo que perdería si los condados volvían a manos ibéricas.

El día 24 de junio o, como mejor lo diría un contemporáneo de los hechos, el día de San Juan Bautista, tenían que verificarse las elecciones a cónsules (nosotros diríamos concejales) en Perpiñán. Caramán, oliéndose que los resultados de aquella votación municipal dejarían bien claro que no tenía razón en las cosas que defendía en sus casas (pues, como bien demuestra la experiencia de los institutos sociológicos de la URSS, el gran sueño húmedo de todo CIS es que nunca haya elecciones contra las que contrastar sus análisis y predicciones), intentó impedirlas. No pudo conseguirlo y, por lo tanto, una vez cerradas las urnas, por así decirlo, proclamó directamente y sin votación a cinco cónsules de su cuerda, mientras sacaba a las tropas a la calle.

Las airadas protestas de los roselloneses llegaron a París, y París tuvo que ordenar una auditoría, que le fue encomendada al obispo de Albi. El resultado de esta encuesta fue que, cuatro meses después, el vizconde fue llamado a la Corte mientras se convocaban unas elecciones.

Todos estos hechos no hicieron sino demostrarle a Isabel y Fernando que Francia estaba comenzando a desplegar sus estrategias para mantener en su poder los condados, por lo que decidieron intensificar las negociaciones que, como sabemos, llevaban ya más de medio año desplegándose. De nuevo, Carlos VIII volvió a encomendar al obispo de Albi para los contactos. Éste se hizo acompañar por el obispo de Lectoure, y el conde de Montpensier, Jean-François de Cardonne (aunque luego se juntarían Etienne Petir y Jean de Langlade). Por parte hispana, negociaron fray Juan de Mauleón, Juan de Coloma, Juan de Albión y Juan de Fonseca. El lugar de las negociaciones se acordó en Narbona, aunque luego se movieron a Figueras, tal vez porque los plenipotenciarios preferían comer bien. Este workshop tenía unas conclusiones preparadas el 23 de agosto, lo que a menudo se conoce como Preliminares de Figueras.

Fruto de una diplomacia compleja, los Preliminares de Figueras consagran el principio general de la restitución de los condados pirenaicos a la corona de Aragón. Sin embargo, Francia exigía ciertas garantías, entre las cuales la fundamental era que los reyes españoles aceptaban el principio de que, en caso de conflicto, habrían de aceptar un arbitraje.

Con estos preliminares, los negociadores se desplazaron a Narbona para tratar de coser un tratado final, con todas sus cláusulas. Eran necesarias estas segundas conferencias de Narbona, como normalmente se las conoce, porque en Figueras todo lo que se había fijado era el derecho primario de Aragón de recibir los condados, pero muy poco se había dicho sobre las contrapartidas y seguridades de que disfrutaría Francia.

Evidentemente, si el esquema que os estoy trazando es éste: Francia dando algo, y exigiendo algo a cambio de darlo, si sois medianamente duchos en la Historia de España y de Francia y no sois de esos licenciados en Historia que viven mesmerizados por la Ilustración y la Revolución Francesa y de consuno piensan que los pedos de un francés no huelen, ya deberíais saber, sin leerlo, cómo termina este párrafo. Exacto: las contraprestaciones francesas parecieron tan exageradas a los ojos de los negociadores españoles, que el consenso de Figueras capotó.

En medio de un diálogo de dónde vas, manzanas llevo, los negociadores franceses pidieron el comodín del rey: sin informar a Carlos, no podían dar un paso más. Así pues, la conferencia de Narbona se suspendió para que los obispos de Albi y Lectoure pudieran ir a la Corte francesa, viaje que hicieron con Juan de Albión. El resto se fueron a Perpiñán. Pero en Perpiñán estaba Caramán quien, protegido por Montpensier, había salido incólume de su comparecencia ante la Corte; y que se mostró tan abiertamente hostil a los españoles que éstos decidieron coger el bus de Figueras.

Francia, siguiendo las instrucciones de su rey, exigía de los negociadores españoles mano absolutamente libre en Italia para devolver los condados. Por lo demás, los negociadores, en buena parte dominados por el partido halcón profrancés de Perpiñán, salpimentaban cada paso por una cascada de demandas por parte francesa que hacían imposible el acuerdo por parte española. Su problema, sin embargo, fue que, para llegar al rompimiento total, necesitaban el aval de su rey; y cuando llegaron a la Corte habrían de comprobar que no lo tenían. El rey Carlos VIII quería llegar a un acuerdo con los reyes españoles; barruntaba algo que, por lo que parece, los Beaujeu, a pesar de su intensa inteligencia política, no eran capaces de adivinar: que España había cambiado. Que en la península se había producido una unión dinástica cuyos perpetradores (y, muy particularmente, su perpetradora) habían querido llevar mucho más allá; y que ahora Francia ya no se enfrentaba a Aragón. Se enfrentaba también a Castilla. Por eso mismo, el rey Carlos le dijo a su gente que era imperativo alcanzar un acuerdo. Que había que entenderse con España. Un mensaje difícil de entender para un francés, ciertamente. Pero era, literalmente, lo que había.

Las negociaciones recomenzaron y, para desesperación de Montpensier y Caramán, lo hicieron sobre la base de los Preliminares de Figueras. Se redactó un tratado que Carlos ratificó en Tours. En Barcelona, Fernando e Isabel hicieron lo propio.

El tratado de Barcelona zanjó el problema del paso de Salces y es, por ello mismo, un hito de gran importancia en la forja de nación española. Mediante dicho tratado, Francia y España, dicho sea en la nomenclatura actual, se declaran ambos “amigos de amigos y enemigos de enemigos”, en plan Objetivo Birmania; y le dan prevalencia a esta alianza sobre cualesquiera otras que hayan alcanzado anteriormente ambas naciones, con la única excepción, claro, del PasPas.

En la cláusula fundamental del acuerdo, el rey de Francia, “por más que en su alma y conciencia se encuentra provista de un título de posesión suficiente”, consiente en restituir a sus majestades (los reyes católicos) los condados del Rosellón y de la Cerdaña.

Como garantías de dicho acuerdo, los reyes de Castilla y Aragón y su hijo, Juan, deberán jurar fidelidad al tratado (no deja de tener coña eso de leer a un francés exigiéndole a alguien fidelidad a los tratados, y sobre todo en este tema, pero, bueno...); juramento que deberá ser prestado también por las ciudades de Barcelona y Zaragoza. Por su parte, el rey de Francia jurará el tratado, como también lo harán la Tolosa de Languedoc y Narbona.

Ambas partes se concedieron una amnistía general y recíproca; y un artículo secreto establecía que los reyes hispanos no podrían casar a su hijos sin el nihil obstat de la Corte francesa. Los reyes católicos y su hijo juraron en Barcelona, el 19 de enero de 1493. Pero la entrega de los condados aun se habría de retrasar tres meses.

2 comentarios:

  1. Anónimo12:10 p.m.

    Interesante serie. Pero yo haría dos objeciones....

    Una, los reyes de Francia no eran más hijosdeputa que los de Inglaterra, por poner un ejemplo. Lo que ocurre es que nos tocaron más cerca, sólo eso. Que parece una obsesión, hombre....Iban a lo suyo como todos. Como los mismos reyes de los distintos reinos de las Españas. Y si estos una vez el Estado unificado, fueron lo suficientemente gilipollas como para dejar que la religión -o más bien los intereses de sus papas y obispos-, condicionase su geopolítica, la culpa es suya, no de los reyes franceses, que en su día supieron poner en su sitio a aquellos. Con respetar a los protestantes en Flandes, España se hubiera ahorrado mucha de su decaddencia. Por ejemplo.

    La otra que actualmente la mayoría de los licenciados en Historia -yo no lo soy, que conste- lo son por auténtica devoción a esta, dadas las escasas salidas que tiene la cosa, y se merecen un respeto, y mezclarlos con los "historiadores" a sueldo de ministerios, consejerías y demas chiringuitos, que prostituyen su trabajos a la medida del tamaño de los abrevaderos que les ponen, no me parece justo, ni serio.

    Un saludo, Juan.

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    1. Bueno, obviamente, cada uno tiene sus filias y sus fobias. Yo, personalmente, creo en eso del egoísmo y la hipocresía Inglaterra es el Miño, y Francia el Sil. En mi intransferible opinión, la Historia de Francia es un casi continuo "como sea y con quien sea"; pero eso, obviamente, son opiniones.

      Los licenciados en Historia, por otra parte, es cierto que se pueden ver como víctimas. Víctimas de la carrera que cursan, que a mí me da la impresión de que es un poquito limitada y, además, les transmite una visión de la Historia que cuando menos no es la mía. Por lo demás, movimientos de historiadores y licenciados en Historia "la Reconquista nunca existió" o "España existe desde 1812", no me los he inventado yo.

      Otro saludo para ti.

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