Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Huidos
El preso-investigador
Esa chica de escuela católica
La pareja se encuentra
Matrimonio y maternidad
Divorcio y radicalidad
Los últimos pasos
Hagamos que el capitalismo financie su propia destrucción
El traslado al Oeste
Bajo mínimos
El rescate
La escalada
Kaiserlautern
Las bombas de Heidelberg
La caída
Sabihondos y suicidas
Sartre echa un vistazo
Estocolmo
El juicio
Mogadiscio
Epílogo: queridos siperos
En esta foto, de izquierda a derecha: Thorwald Proll, Horst Söhnlein, Andreas Baader y Gudrun Esslin, durante su juicio por incendio. Blogger no me deja referenciar la imagen directamente a su URL original, pero es ésta.
Los bomberos de Frankfurt se aprestaron a llegar al centro de la ciudad para sofocar el incendio. Cuando ya estaban en ello, se encontraron con que otro fuego comenzaba en la primera planta. Y, muy pronto, dos fuegos estallaron en la cuarta planta del Kaufhof.
Al mismo tiempo que esto ocurría, una voz de mujer apareció
al otro lado del teléfono en una llamada a la agencia alemana de noticias. Se
limitó a decir: “dentro de muy poco tiempo, habrá llamas en el Schneider y en
el Kaufhof. Es un acto político de venganza”.
Los cuatro terroristas se acercaron por el barrio comercial
para ver los fuegos. Era la suya una visita técnica en la que pudieron
comprobar, encantados, que las cuatro bombas habían funcionado.
Se equivocaban, sin embargo. La prensa del jueves día 4, que
publicó todos los detalles del incendio, informó de que en el Kaufhof había aparecido
una bomba sin explotar. Esto, muy probablemente, les puso nerviosos. Se dieron
cuenta de que necesitaban dinero para poner tierra de por medio. Así que se
citaron con Drews para venderle el Volkswagen. Proll, Baader, Söhnlein y
Ensslin debían de pensar que el resto del mundo era igual de rocapollas que
alguno de ellos, porque la venta, obviamente, era imposible: el coche no era de
ninguno de los cuatro. Cuando Drews pidió papieren y se coscó de la movida, los nerviosos incendiarios cambiaron de estrategia y pasaron
directamente a pedirle dinero, camarada. Drews pasó de ellos. No le culpo. La verdad, haber intentado venderte fraudulentamente un coche no es el mejor de los antecedentes a la hora de convencerte de que eres alguien de fiar a quien se le puede prestar pasta.
Algún tiempo después, Cornelia Vogel se pasó por el Club
Voltaire de la ciudad para desasnarse un poco de sus obligaciones maternales, y
para ver si pillaba cacho. Pilló. Allí estaban los cuatro de Palacagüina
también, quienes, cuando la vieron comerse la boca con otro tío, se ofrecieron
para llevarse al niño a casa (porque Cornelia había ido a ligar con queco y
todo; una valiente, la tía) y dejarla sola. Cornelia aceptó, nos ha jodido. Un
par de horas después, se presentó en su casa de la Beethovenstrasse con su
churri de esa noche. Los cuatro incendiarios se jugaron la piel aquella noche, porque para entonces
Cornelia ya tenía muy claro a qué habían venido aquellos cuatro a Frankfurt. El
ligue de la tía los quería echar del apartamento.
Los dos neoenamorados, sin embargo, resolvieron no levantar
el polvo (aunque sí que debieron de echar mucho). A la mañana siguiente,
mientras los cuatro seguían durmiendo en el salón del apartamento como si
fueran unos jetas resacosos, se escabulleron del apartamento con el niño. Cuando
Cornelia regresó del trabajo no los encontró en el apartamento, con lo que
concluyó, con alivio, que se habían pirado. Pero ni modo. A las siete de la
tarde aparecieron de nuevo. Cornelia cada vez estaba más desesperada y empezaba
a pensar que nunca se irían. La noche antes, cuando su ligue le había dicho que
no los quería en el salón, les había pedido que se fueran; pero ellos,
siguiendo al pie de la letra el libro de instrucciones del viajero cabrón, le dijeron
que sí, pero siguieron durmiendo.
Las cuitas de Cornelia Vogel, sin embargo, estaban a punto
de terminarse. A las diez de la noche, llamaron a la puerta. Polizei. A cascarla,
machos.
Los polis, como buenos alemanes, habían hecho los deberes.
Traían una orden. Allí mismo pusieron el apartamento patas arriba y revisaron
hasta las bragas de las chicas. En el bolsillo de una ropa propiedad de Gudrun,
que la verdad se tenía por muy lista pero no lo era tanto (andando esta serie, ya veremos cómo fue su última detención, sin ir más lejos), encontraron una
tuerca exactamente igual que varias que habían aparecido en el incendio y, lo
que es más, que es como para darle a la rubia con un martillo en la cabeza,
encontraron una nota en la que se describían los productos químicos usados para
fabricar las bombas. Para colmo, en el maletero del Volkswagen apareció más
material. Una especie de "Yo soy Espartaco" tontolaba.
Söhnlein fue el primero que dijo pío, pio, que yo no he
sido. Yo sólo viajé con estos tipos, la típica movida. Sin embargo, también le
encontraron un papel que claramente era suyo (era para su teatro y, para colmo,
lo había firmado personalmente) en el que aparecían más anotaciones “técnicas”, más que probablemente relacionadas con la fabricación de los artefactos.
Los empleados del Schneider no dudaron lo más mínimo cuando,
ante una rueda de reconocimiento con siete rubias bastante altas y tirando a
delgadas, reconocieron a Gudrun. Recuérdese que tanto ella como Andreas se
habían paseado por el almacén haciendo el cona, así pues no tiene nada de
extraño (muchos años después, en la pantalla del cine, Jason Bourne nos contaría eso de "camina deprisa pero no corras, y viste siempre de negro"; pero para entonces la mitad de estos cuatro ya no podía escucharle, y la otra mitad se había retirado del oficio). Su abogado, en todo caso, aduciría después que, en la rueda, Gudrun
era la única que llevaba pantalones. Las empleadas del almacén, pues eran
mayoritariamente mujeres (mala suerte, porque las mujeres se suelen fijar
mucho, sobre todo en otras mujeres) dejaron claro que recordaban, además de sus
ropas, sus ojos, su pelo (de “colas de rata”, dijeron) y el dato de que Gudrun,
ejem, estaba un poco, que decimos los hombres, “planchada”. Vamos, que en el
viaje entre su cuello y su ombligo no había ningún puerto puntuable.
En cuanto a los hombres, los tres fueron colocados en una
rueda de reconocimiento junto con otros dos hombres jóvenes parecidos a ellos.
Aquello estuvo a punto de ser un error de los investigadores, pues si en una
rueda de cinco personas, tres son culpables, la verdad es que, aunque sólo sea
al azar, como argumentó la defensa, es relativamente fácil señalar a algún sospechoso.
Sin embargo, finalmente tuvieron la cintura de someter a esa rueda de
reconocimiento sólo a los empleados del Schneider. Para ellos, pues, sólo había
un sospechoso: Andreas Baader. Y lo señalaron sin vacilar.
A Baader, Proll y Söhnlein los enviaron a la cárcel de
Hammelsgasse, donde Baader, como Hitler, empezó a leer. Como sus proveedores de
lecturas eran su abogado, el inefable Horst Mahler, y Gudrun Ensslin, deberéis
entender que no empezó precisamente por Platero
y yo. Gudrun, por su parte, pasaba su tiempo encerrada leyendo, escuchando música
clásica y tejiendo un jersey para María Pía Heinitz, la mujer de su abogado,
Ernst Heinitz.
El juicio se celebró el 13 de octubre de 1968. Para entonces, era un suceso mediático que había captado gran interés en el área y en toda Alemania en general. Los tres principales abogados de la lista de nueve eran Mahler, Heinitz, y un joven profesional llamado Otto Shily, que montó una buena porque se negaba a ponerse la toga. Al principio, los acusados hicieron de lo de siempre, esto es, de inocentes. Pero pasados unos días de juicio, tras un descanso Gudrun Ensslin realizó una declaración “acordada con Andreas Baader”. Declaró que ambos habían realizado la acción en el Schneider, pero que en el Kaufhof no había ido nadie (y, por lo visto, era un caso de combustión espontánea). ¿La motivación? Pues protestar por la indiferencia ante la guerra de Vietnam y, en general, para protestar contra la estructura social capitalista. Baader habló en consonancia. Admitió haber colocado una bomba en el área de muebles, dentro de un armario; pero explicó que su intención era sólo destruir el armario y no provocar un incendio. “Los únicos a los que se quería golpear”, dijo, “eran el capitalismo monopolista y las compañías de seguros”.
Más adelante en el juicio, sin embargo, ambos cambiaron sus
declaraciones. Aseguraron que ellos no sabían lo que había dentro de las
bolsas, y que las habían colocado siguiendo órdenes de terceras personas que no
identificaron.
Finalmente, el fiscal pidió seis años de prisión. El 31 de
octubre, cuando el juez estaba empezando a leer la sentencia, los abogados de
la defensa intentaron un espectáculo a la desesperada, amagando con abandonar
la sala. Ensslin se unió al coro gritando que no tenía ningún interés en
escuchar las palabras de un juez del Sistema. Entre el público hubo gente que
la jaleó. Por ejemplo, Daniel Cohn-Bendit, ese demócrata. Para ser exactos,
gritó que “los estudiantes deberían ser juzgados por tribunales de estudiantes”.
Además de demócrata, fino jurista. El juez ordenó la expulsión de Cohn Bendit.
Baader y Söhnlein se volvieron hacia el público, que los vitoreó. El juez
decretó que todo el mundo se fuera a tomar por culo de allí. Los policías
tuvieron que cazar, literalmente, a Baader y Söhnlein, que se habían puesto a
dar saltitos por la sala.
Finalmente, cuando todo se calmó, el juez pudo leer lo que
había escrito.
Les metió tres años a cada uno.
Los acusados del juicio del incendio se mostraron muy
relajados y chulitos durante la vista. Pero lo cierto es que la condena fue un
putadón para ellos. Especialmente para Baader que, la verdad, no estaba hecho
para estar en la cárcel. Como buen ni- ni, para Andreas todo lo que no fuera
estar todo el día en la calle haciendo lo que le saliera del pingo era una puta
desgracia. Desde el punto de vista del tribunal, aunque la sentencia había sido
egalitaria, la principal preocupación era Ensslin. Durante el juicio, el doctor
Reinhard Redhardt, el siquiatra designado para revisar a los acusados, había
realizado un retrato muy duro de la rubia. En primer lugar, había dicho, y en
esto acertaba de pleno, que Gudrun era la médula espinal del grupo. Pero
también dijo que era una persona capaz de desarrollar un odio muy elaborado,
capaz de traicionar a su propia madre. De hecho, tras la sentencia siguió
siendo controlada por el siquiatra a causa de tener hermanos con problemas
mentales.
Algo debía de tener claro sobre todo aquello la madre de
Gudrun. Mientras que la madre de Andreas Baader decía y no paraba que el
encarcelamiento de su hijo había sido un tremendo error (y es que hay madres
con menos sentidos que un urogallo), la madre de Gudrun no se mostró tan optimista. En su concepción, si alguna posibilidad había tenido su hija de tener
una vida normal, se había acabado con la sentencia, pues ahora su fama, la
Prensa, y la cárcel, acabarían con ella. La conocía bien.
El 13 de junio de 1969, sin embargo, los cuatro condenados
fueron puestos en libertad, a la espera de una apelación que estaba prevista
para noviembre de aquel mismo año. Para entonces, disfrutaban del apoyo
incondicional, de la fama entre las personas de la extrema izquierda alemana.
Y, en cuanto a los Shili, a la izquierda pija, guardaban las distancias con
ellos, pero no les hacían ascos.
La urgencia para los tres, pues hemos de descontar a Söhnlein, que decidió seguir su vida y no la movida,
era encontrar algún tipo de ocupación, ahora que eran escuchados y respetados
en según qué círculos. Decidieron unirse a un movimiento que se estaba
produciendo en Frankfurt, animado sobre todo por jóvenes de la SDS o cercanos a
dicho movimiento, que tenía como centro los locales donde se acogía a jóvenes
con problemas o con hogares desestructurados. El intento de estos activistas
era ganar a esos jóvenes hacia la causa de una mayor libertad, de la reducción
de restricciones.
Proll, Baader y, sobre todo, Ensslin, encontraron en la “liberación”
de aquellos chavales, la mayoría huérfanos o hijos de hogares donde la droga y
el alcohol era la especia más usada, una misión a su medida. Y los chavales,
por su parte, recibieron muy bien el hecho de que unos estudiantes (o presuntos
estudiantes) montasen hogares para ellos y se preocupasen por su desarrollo.
Si no podían incendiar almacenes, por lo menos intentarían
incendiar adolescentes. Una decisión inteligente, pues, la verdad, los segundos prenden mucho antes que los primeros.
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