martes, junio 09, 2020

La Baader-Meinhof (6: el incendio del Schneider)

Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Al maco
Huidos 
El preso-investigador
Esa chica de escuela católica
La pareja se encuentra
Matrimonio y maternidad
Divorcio y radicalidad
Los últimos pasos
Hagamos que el capitalismo financie su propia destrucción
El traslado al Oeste
Bajo mínimos
El rescate
La escalada
Kaiserlautern
Las bombas de Heidelberg
La caída
Sabihondos y suicidas
Sartre echa un vistazo
Estocolmo
El juicio
Mogadiscio
Epílogo: queridos siperos


El nacimiento de Félix Robert coincidió, o tal vez fue la consecuencia, de un decisivo momento de estabilización económica de la pareja, ya que en 1966 consiguieron firmar un contrato con una editorial. Sin embargo, tan rápido como mejoró su posición se les acabó el amor. Siguieron viviendo juntos algunos meses, pero ya no se trataban. Ensslin participó entonces en un cortometraje subidito de tono, de 12 minutos, titulado Das Abonnement. Para entonces, leía a Marcuse, no se perdía una manifa y acabó teniendo problemas con la policía por distribuir unos folletos difamatorios contra diversos magistrados.

Poco tiempo después del nacimiento del niño, Benno Ohnesorg fue asesinado. Éste fue el momento que destruyó el poco pacifismo que pudiera tener Gudrun (“ahora que experimento la realidad”, dijo, “no puedo seguir siendo pacifista”), y empezó a hablar de una lucha “de veinte o más años” contra el Estado (asunto en el que acertó: la Fracción del Ejército Rojo no anunciaría su disolución hasta finales de los noventa). Se pasó el resto de 1967 en la calle, manifestándose. Crecientemente radicalizada, se fue deshaciendo de todo: primero de su pareja, a pesar de que era un activista de primera fila; después de la SDS; luego de sus diversos círculos de amigos, a los que inevitablemente iba encontrando demasiado blandos; y, finalmente, hasta de su pequeño hijo, al que acabó abandonando porque, decía, las obligaciones de madre la hacían sentir como en una trampa (haberlo pensando antes de salir al bosque, bonita).

Lo que está claro es que Gudrun Ensslin estaba en el momento de conocer a hombres diferentes, más alineados con sus deseos. Como Andreas Baader, por ejemplo.

Baader no era un revolucionario. Cuando menos al inicio de su carrera, y yo creo que básicamente hasta el final de la misma, nunca leyó a Marx, ni a Lenin, ni a Mao; por no leer, no leyó ni a Gloria Fuertes. No era una persona con conciencia política; si estaba en las protestas era por joder, porque para él todo era una mierda. Gudrun le hablaba del Estado fascista y Andreas se descojonaba. A él todo se la sudaba. Pero sabía cosas muy útiles. Por ejemplo, le enseñó a Gudrun cómo entrar en un coche y llevárselo.

Bernd Andreas Baader tenía, en 1968, 25 años. Era bávaro, muniqués, hijo de un historiador. Berndt Philipp Baader, que, desde 1941, era archivista del Estado de Baviera. Movilizado durante la guerra, lo mataron en el frente ruso. Anneliese, su viuda, no se volvió a casar, así pues Andreas creció como un huérfano.

En la escuela, Baader fue eso que llamamos un abusón y un pasota. Su madre y sus tías hicieron lo que pudieron por encontrar algún talento intelectual en el puto niño, de hecho creían o querían creer que tenía madera de escritor; pero lo cierto es que el cohete nunca despegaba; Baader nunca soñó siquiera con hacer la EBAU. En realidad, no tenía interés por estudiar nada, ni tampoco de aprender un oficio. Si tomó clases de cerámica, por ejemplo, fue sólo porque era ya demasiado mayor para estar holgazaneando todo el día.

Otra característica de Andreas es que no le importaba mentir, sobre todo si con ello generaba una expectativa de beneficio. Por ejemplo, se pasó semanas tosiendo ruidosamente para tratar de convencer a todo el mundo de que tenía un cáncer de pulmón.

Se marchó a Berlín en 1963, básicamente porque residir allí le permitía estar exento del servicio militar. Sus apetencias era las de todo el mundo que no sabe qué hacer: trabajar como periodista. Logró colocarse en el Bild Zeitung, el principal periódico de la cadena Springer, durante unas tres semanas. No le salió muy bien. Así que allí estaba, el residente en Berlín, sin un puto duro ni perspectivas de conseguirlo. Eso sí, ser pobre le sirvió para excitar su conciencia social, pues reputaba totalmente injusto ver cómo otros tenían lo que él no tenía (y jamás se había esforzado en tener). Pero era un tío bien parecido; ahí había un valor añadido que explotar.

Se fue a vivir con Ellinor Michel, una pintora. Ellinor, que estaba casada con otro artista que de hecho se dejaba caer por el piso de cuando en cuando, no podía quejarse. Sus cuadros estaban relativamente cotizados y le permitían vivir dignamente. Su conciencia social le llevaba a aprovechar esa situación para acoger en su casa a personas que, como Baader, estaban en situaciones comprometidas. Bueno, era su conciencia social y también sus ganas de frotar, porque el hecho es que acabó teniendo una hija con Baader, Suse.

En aquellos tiempos, la vida de Baader no era modélica, pero tampoco era lo puto peor. Hasta 1967, de hecho, los problemas que tuvo con la ley fueron todos con la ley de tráfico, por conducir sin licencia o falsificarla, o por conducir sin seguro. Sin embargo, en 1967, la vida de Andreas iba a cambiar cuando conoció a la rubia Gudrun Ensslin. Se enamoró de ella y la llevó al catre, donde al  parecer lo pasaban muy bien. A principios de 1968, Gudrun se acopló en el apartamento de Ellinor Michel. Aquello fue demasiado para la pintora, que ya había soportado que su mozo metiese de vez en cuando goles fuera de casa; pero, claro, eso de que le trajera a la novia a la suya propia, a vivir al retortero de su generosidad, como que no. Así que les dijo a la parejita que se fueran marchando; Andreas y Gudrun se marcharon con tanta prisa que se dejaron a sus hijos, Suse y Félix. No volvieron para recogerlos. Se marcharon a Frankfurt, donde Gudrun introdujo a Andreas en la SDS.

Estamos en los mediados de marzo de 1968. Gudrun, Andreas y un amigo de los dos, Thorwald Proll, están de vista en Baviera. Allí estaban bien y tenían la movilidad garantizada por Horst Schönlein, el promotor de un pequeño teatro que tenía un Volkswagen que no le importaba prestar (en realidad, era de su hermana. La gente, por lo general, es muy dada a prestar con prodigalidad las cosas cuando no son suyas; véase, como referencia, cualquier gobierno).

Para entonces, Andreas y Gudrun ya habían llegado a la conclusión de la inevitabilidad del uso de la violencia, tal y como ella venía sosteniendo desde la muerte de Benno Ohnesorg. Baader, como digo, no es que hubiera adquirido una sólida conciencia política; su discurso average seguía girando, básicamente, alrededor de la palabra “mierda”. Pero estaban juntos y tenían ganas de liarla.

Allí, en Munich, fue donde concibieron la idea de provocar un incendio. Fue también en la ciudad bávara donde fabricaron las bombas caseras. Luego cogieron el VW de Söhnlein  y condujeron hacia Frankfurt, aunque pasaron por Stuttgart para hacerle una visita a la familia Ensslin.

A las cinco y media de la mañana del 2 de abril, que era martes, Thornwald Proll hizo una de esas cosas que le han amargado la vida a más de un joven en las últimas décadas, sobre todo jóvenes españoles. Una cosa que tienes que aprender, querido lector español, es que nosotros, cuando conocemos a alguien que nos cae bien, en un congreso, en un tren o en una calle, tenemos muy a gala despedirnos con ese clásico “algún día nos tenemos que ver”, “si algún día pasas por Madrid no dejes de llamarme”, y tal. Los lectores no españoles de este texto deberéis entender que eso, en un 98% de los casos, es un mero dislate retórico. Quien dice “tenemos que vernos” es perfectamente consciente de que jamás volverá a ver a ese tipo o a esa tipa; está intentando sólo quedar bien.

Precisamente porque no todo el mundo entiende las cosas así es por lo que, amigo lector, no está mal que digas esas cosas; pero nunca las acompañes con tu dirección o tu teléfono. Nunca. Hay muchas personas en el mundo, entre las cuales se encuentran, por ejemplo, muchos estadounidenses, bastantes alemanes y un colectivo no desdeñable de argentinos, para las cuales “me encantaría volver a verte, éste es mi teléfono” significa: “si algún día estás en mi ciudad, puedes dormir, comer, y lo que se tercie, en mi casa, durante el tiempo que te salga de los cojones”.

Proll había conocido a una chica, Cornelia Vogel, en un congreso contra la guerra de Vietnam. Allí ambos jóvenes, embravecidos por las consignas y la constatación de que tenían las mismas ideas sobre una cosa que estaba pasando en Asia, se intercambiaron todo tipo de parabienes.  Entre los parabienes, Cornelia le dio a Thornwald la dirección de su casa frankfurtina en la Beethovenstrasse. Como digo: error.

A Cornelia, que era madre soltera y vivía con su bebé en un apartamento de dos habitaciones, lógicamente se le helaron las trompas de Falopio cuando vio a tres bigardos y a una rubia de dimensiones respetables en el descansillo de su piso, cargando con las inevitables mochilas. Los echó, claro. Con buenas palabras y gestos de solidaridad, camarada; pero los echó. Por cierto, eran las cinco y media de la mañana. Porque otra característica del jeta viajero es que no le importan ni horas, ni circunstancias. Se presenta de madrugada, se presenta en medio de la boda de tu hija la pequeña, y pone cara de póker como si todo fuera lo más normal del mundo mundial.

Así las cosas, el grupo tuvo que emigrar a la casa de Jochen Drews, un colega del cole de Proll. Drews, sin embargo, también los echó, y debió de ser con argumentos más convincentes porque no les quedó otra que regresar al apartamento de Cornelia y darle la puta brasa hasta que la convencieron de quedarse en su salón. A las ocho, Drews, ya informado de que se había librado del marrón, los visitó. Los cuatro lo volvieron a encontrar aquella tarde en una cafetería y estuvieron tomando algo con él (es de suponer que pagó Drews). Después se fueron al Zeil, la zona comercial de Frankfurt, su verdadero objetivo.

Una vez allí, se dividieron en dos parejas. Prohl y Söhnlein se fueron al Kauhof, un gran almacén que hacía esquina; mientras que Baader y Ensslin se fueron a otra tienda cercana, la Schneider. Andreas y Gudrun no hicieron ningún intento de pasar desapercibidos. Entraron en los grandes almacenes, subieron a la planta de mobiliario y, una vez allí, se repantingaron en unas hamacas de jardín. Cuando les vinieron a preguntar qué querían, estuvieron mirando un sillón de jardín eléctrico, que ponderaron exageradamente. Era una escena bastante chusca, pues su vestuario dejaba bastante claro que no podían pagar aquel mueble, bastante caro. Se marcharon sin siquiera preguntar el precio, estuvieron en otras plantas mirando, pero ya sin decir nada.

Ambos se marcharon de los almacenes; pero volvieron al filo de las seis y media, hora de cerrar. La novedad, constatada en las declaraciones, es que estaba vez llevaban una bolsa con algo dentro. Recorrieron de nuevo los almacenes, casi vacíos, sin preocuparse tampoco mucho en ser percibidos (iban riéndose), dejando las bombas en diferentes sitios.

Cuando regresaron a la última puerta abierta de los almacenes, ninguno de los empleados que les estaba esperando se dio cuenta de que ya no llevaban la bolsa. Cuando se hubieron marchado, llegó el vigilante de noche, así como una pequeña cuadrilla de pintores, que tendría que pasarse toda la noche trabajando en el quinto y sexto piso.

Recién pasada la medianoche, un hombre que trabajaba en una compañía de taxis justo enfrente del Schneider llamó a los bomberos: había fuego en la tercera planta.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario