miércoles, junio 05, 2019

Pericles (6: el juicio de Cimón y la estrella de Esparta se apaga)

Ya hemos estado en:
Un proyecto imperialista
Por qué ser un alcmeónida no era ningún chollo
Xántipo, Micala y el coleguita Leotícides
Cimón

¿De qué se acusó a Cimón o, cuando menos, qué sabemos nosotros de dicha acusación? Aunque pueda parecer lo contrario, y cuando menos por la información que nos aporta Plutarco, Cimón no fue encausado por las acciones de Tasos, que llevaron una fuerte carga de intereses personales; fue acusado de haber sido sobornado para no atacar Macedonia. En el análisis de los acusadores, atacar Macedonia era la consecuencia lógica desde un punto de vista naval-militar, una vez que los temas en Tasos habían sido razonablemente bien. Sin embargo, es aquí, decían los acusadores, donde Cimón se había dejado llevar en exceso por sus intereses personales, pues, contactado para darse la vuelta a cambio de pasta, habría aceptado la movida.

A decir de la mayoría de la gente de letras que yo conozco que ha metido la pituitaria en este tema, la verdad es que la acusación tenía bastantes agujeros, alguno de ellos negro. El principio general en el que se sustentó, “después de Tasos, Macedonia”, parece ser más una cosa de ésas que se dicen en la barra del bar (“pues subes los impuestos, y listo”; “esto lo sacas de los ricos, que tienen mucha pasta”; “qué coño déficit, la igualdad es lo primero”) que un principio asentado en sólidos análisis estratégicos y logísticos. No está nada claro, pues, ni que Atenas tuviese fuerzas suficientes para continuar la campaña por Macedonia, y mucho menos claro aun está que el collar le fuese a salir más barato que el perro.

Hay que entender, por lo tanto, que los atenienses, probablemente, y según cuando menos yo concluyo de las informaciones de Plutarco, no tenían pruebas, incluso ni siquiera sospechas, de que Cimón hubiese recibido un soborno. Lo que pasa es que llegaron a la conclusión de que debería haber atacado a Macedonia y que, en consecuencia, puesto que no lo había hecho, tenía que haber aceptado un soborno.

El dato importante para la historia que estamos contando aquí es que Pericles ni modo se empleó a fondo en esa acusación. Según Plutarco, cuando le tocó hablar como juez, hizo una intervención deliberadamente corta y esquemática, más que probablemente buscando no dañar a Cimón con sus argumentos. De hecho, la actuación de Pericles le pareció a Plutarco tan falta de intensidad que incluso se hace eco de un rumor de barra de bar según el cual la hermana de Cimón, Elpinike, le habría ofrecido acostarse con él a cambio de que fuese lenitivo con su hermano (a lo que Pericles, según esta leyenda urbana, le habría contestado: “eres demasiado vieja para realizar esa misión”, que ya le vale al Caracono).

En el sistema ateniense era relativamente común que los representantes públicos fuesen designados para ocupar puestos o asumir labores que no querían. Pero esto no parece ser así en el caso de los jueces acusadores. De forma bastante lógica, la información que tenemos nos apunta a que en los juicios, sobre todo en los políticos, siempre se procuraba que el tribunal estuviese formado por personas con elevado interés en el tema que se iba a tratar y, de hecho, escapar de la condición de juez, una vez designado, no parece que fuese tan difícil como librarse de la mili. Por ello, debemos concluir que Pericles quiso ser el acusador de Cimón; lo que cuando menos yo no tengo nada claro es por qué o para qué. De su actuación cabe concluir que su intención no fue exactamente acabar con Cimón, sino controlar los daños para eso que podemos llamar el complejo alcmeónida-cimónida que, muy probablemente, con aquella acusación amenazaba con acabar en el albañal de las enciclopedias. La otra posibilidad, que también se suele señalar en los libros, es que la intención de Pericles fuese, en realidad, acabar con un rival político; pero si luego hizo una acusación tan débil fue porque, conforme avanzó el proceso, se fue haciendo evidente que los cargos contra Cimón eran relativamente débiles. Además, es más que probable que los cimónidas desplegasen toda su capacidad de poder e influencia, y ante ello los jueces se acojonasen un poco.

Supongo que a los amantes de la figura de Pericles les gustará más esta segunda posibilidad, porque dibuja a un estratega ateniense que, verdaderamente, supo ser listo en el momento en que había que serlo. A los acusadores de Cimón les había pasado lo que les pasa a los malos políticos: no habían sabido manejar los tiempos adecuadamente. Empalmados por la posibilidad de construir un caso contra Cimón, se lanzaron a ello como si no hubiera un mañana, sin reparar en que estaban levantando una movida penal con poca base. Cimón tenía a su favor los cienes y cienes de veces que, como general, no le había hecho ascos a una campaña más; más el hecho evidente de que era asquerosamente rico, así pues difícilmente el rey de Macedonia podía aspirar a ofrecerle una cantidad que le hiciese tilín.

Cimón salió de aquel juicio del 463 más fuerte de lo que ya lo era antes. Aunque la información que tenemos no es muy precisa, todo hace indicar que los acusadores terminaron como el gallo de Morón, si bien Pericles Caracono obtuvo los réditos de haber estado en el juicio como un mediopensionista que pasaba por allí, y todo parece indicar que se salvó de la quema.

Cimón, sin embargo, tenía dos defectos como gobernante. Dos defectos que, aunque él no lo supiese, estaban minando su capacidad para ser el tipo del que hoy hablasen los textos universitarios sobre Historia Antigua. Dos defectos en los que podría haber reflexionado si se hubiera visto en dificultades, pero que ahora que había ganado difícilmente podía ver, cuando menos por sí solo.

El primero de los defectos de Cimón era su abierto proespartatismo. Él mismo lo declaró durante su juicio: la manera de hacer las cosas que realmente le molaba era la de los espartanos, a los que admiraba tanto que hasta le puso a un hijo suyo el nombre Lakedaimonios, literalmente, El Espartano.

El segundo de sus defectos, consecuencia del primero, es que para Cimón todas las novedades clisténicas le parecían lo que probablemente habían sido para su inventor: meros movimientos estratégicos en los que no creía nadie. Cimón, como general ateniense, consiguió muchos éxitos para Atenas; pero la Atenas para la que él creía luchar era la vieja ciudad oligárquica en la que, según su visión, su propia familia estaba llamada a ocupar una posición primate. Toda la gloria de Atenas, en su visión, era para esa estrecha elite, y la función de los demás era proveerles con sus brazos y su sangre para conseguirlo.

La inteligencia de Pericles reside, precisamente, en entender estas dos cosas justo en el sentido contrario.

Un año después de el juicio de Cimón, en efecto, la Historia se presentó a las puertas de Atenas, llamó con mano firme y, una vez dentro, lo cambió todo. El año 462 antes de Cristo es una de esas fechas que todo dizque amante de la democracia debería saberse de memoria, pues es un año crucial en la Historia de Atenas, de la Hélade y del mundo. Fue el año en el que los atenienses votaron el cambio de sus alianzas estratégicas en Grecia y profundizaron en su sistema democrático como nadie había hecho hasta entonces.

Fue un cambio radical y de gran calado al que, sin embargo, es posible que los propios atenienses no le diesen gran importancia. Hay que recordar, en este sentido, que la información que tenemos respecto de ese año por parte de quienes lo vivieron o estuvieron cerca es muy escasa. A Tucídides todo lo que parece importarle son las consecuencias para la política internacional; Aristóteles, en su libro sobre la Constitución de Atenas, aporta informaciones no muy precisas. En consecuencia, podemos decir que sabemos con razonable precisión el qué, pero no el cómo. Y eso incluye el papel de Pericles y explica que, en realidad, su figura permaneciese básicamente en la sombra durante siglos.

En fin, sabemos que la piedra angular de la política de alianzas de aquella Atenas era su amistad con Esparta. Esparta, como es bien conocido, era una polis monárquica con dos co-reyes y un gobierno extraordinariamente elitista, asumido por un número muy reducido de familias originales de la ciudad. Para que funcionase un momio tan elitista era necesaria la clase de siervos o ilotas, que eran los que labraban la tierra para sus señores, financiándoles así una existencia que estaba totalmente dedicada a lo militar.

Aunque ya sé que la visión más o menos extendida de esta situación tiende a considerar que los espartanos se las arreglaron para mantener este sistema sin problemas, eso no es cierto. Muy particularmente, en el año 465, la Lacedemonia sufrió un fuerte terremoto que, lógicamente, trajo su epílogo de pobreza, lo que movió a los ilotas a la rebelión. Los siervos, que buscaban lógicamente liberarse del yugo de la aristocracia lacedemonia, acabaron concentrándose en una fortaleza de montaña, Itome. Los espartanos, entonces, sabían mucho de lanzarse como cachoburros contra el enemigo, pero muy poco de asedios. Así pues, decidieron pedir el comodín de la llamada, y convocaron a sus aliados, preferentemente los atenienses, para que les echasen una manita.

Según la tradición, un ateniense llamado Efialtes comenzó a dar por culo en el Speaker's Corner con la idea de que Atenas no debía asistir a Esparta contra los ilotas. Los más estúpidos e iletrados de los propagandistas de la liberté, egalité et fraternité, los más imbéciles e indocumentados de los popes de la democracia, salivan al contar esto haciendo la interpretación de que los atenienses, con su democracia recién estrenada, se solidarizaron con la causa de la libertad de los ilotas. Este argumento, como digo, es de una lerdez que de no ser triste, sería cómica. ¿Los atenienses, que cada día cuando iban al ágora se cruzaban con decenas de esclavos, de repente solidarizados con la causa de los ilotas? Sí, claro; y yo, cardenal.

Si Efialtes comenzó a decirle a los atenienses que había que tascar el freno con los lacedemonios no fue por consecuencia del sistema democrático, sino del poder que en los diez o quince años anteriores había conseguido acrecer Atenas. Ahora somos un imperio, les vino a decir. ¿Por qué ayudar a Esparta si es nuestro mayor contrapoder? Si hay alguien en la Hélade que puede hacernos sombra, ésos son los lacedemonios; démosles por saco, pues. Al fin y al cabo, no pasará mucho tiempo antes de que ellos acaben por pensar lo mismo...

Efialtes, lógicamente, tuvo que enfrentarse con Cimón el proespartano. El hombre más poderoso de Atenas en ese momento consideraba que sería un gravísimo error de Atenas no ayudar a Esparta en los términos de la Hélade. Grecia, decía Cimón, es un gigante permanentemente amenazado por otro gigante (Persia). Para sostenerse frente al enemigo, decía, ese gigante necesitaba dos piernas: Atenas y Esparta; y si ahora los atenienses no ayudaban a los lacedemonios estarían, literalmente, cortándose una pierna.

En parte porque su argumento, la verdad, era bastante sólido, en parte porque, al fin y al cabo, el personaje del momento era él, el caso es que Cimón se llevó el gato al agua. Varios miles de hoplitas atenienses fueron enviados a Lacedemonia para ayudar a lo espartanos a someter de nuevo a sus siervos. Lo cual, si uno se para a pensarlo, inauguró la Historia de la democracia por el camino que luego ésta ha transitado más veces: el camino de considerar la democracia como algo personal, pero que no necesariamente nos obliga a desearle lo mismo a otros pueblos en tanto que, dictatoriales y todo, nos sirvan para algo.

Por razones que sólo podemos imaginar, parece ser, sin embargo, que los espartanos no recibieron a los atenienses con los brazos abiertos. Tucídides nos dice que, una vez en la Lacedemonia, los generales espartanos comenzaron a recelar de aquellos hoplitas que, dijeron, podían ser una mala influencia para sus siervos. Una vez más, eso que ya he llamado otras veces el Efecto Revolución Francesa: soldados que combaten con los brazos las ideas que llevan en la cabeza. Por alguna razón, pues, los dorios se dieron cuenta de que, si bien aquellos soldados les ayudarían a someter a los ilotas, tal vez, a la larga, iban a acabar calentádoles la cabeza.

Poco amigos de los gestitos, los espartanos actuaron sin recato, así pues le indicaron a los hoplitas el camino de vuelta. El gesto fue recibido en Atenas como lo que era: un insulto. Para desgracia de Cimón, la popularidad de Esparta descendió en picado y las ideas de Efialtes, la convicción de que ya era sólo cuestión de tiempo que Atenas y Esparta terminasen a hostia limpia, se apoderó de las calles. De hecho, los atenienses, en un gesto inusitado, acabaron sendas alianzas con tesalianos y argivos.

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