Savonarola, en todo caso, poco pudo hacer para cambiar las
tornas frente al rey francés, pues la situación era la que era. Florencia
estaba postrada a los pies de las tropas galas, así pues no había gran cosa que
discutir. Carlos VIII tenía una obsesión, que era entrar en la ciudad; justo la
obsesión que, en sentido exactamente contrario, tenían los burgueses de La
Signora. Cuantas veces trataron los florentinos de iniciar algo parecido a una
negociación, se encontraron con la obstinada respuesta del francés: “cuando
todos estemos dentro de las murallas de la ciudad, acordemos lo que haya que
acordar”. Sin embargo, Savonarola consiguió frenar los ímpetus del rey explicándole
que era un instrumento de Dios, pero que si no respetaba a la ciudad de
Florencia pecaría a sus ojos, con lo que el Hacedor se buscaría otro para
cumplir sus designios. Savonarola, con seguridad, quería decir con sus palabras
exactamente lo que quería decir; pero no hay que descartar que los diplomáticos
del rey encontrasen dichas palabras polisémicas y, tal vez, portadoras de
alguna sutil amenaza.
Piero de Medici se hizo llegar a Florencia para intentar ser
el líder de la rebelión contra el invasor. Trató de atraer a las masas desde un
balcón de su palacio, pero los florentinos pasaron de él. Inasequible al
desaliento, y aprovechando que aquella noche era sábado, hizo distribuir vino gratis
entre la población. A la mañana siguiente, se dirigió con una nutrida escolta
al Palazzo Vecchio, a parlamentar con la Signora; los miembros del gobierno de
la ciudad le dijeron que, si quería entrar, tenía que ser solo. Encabronado,
Piero volvió sobre sus pasos y regresó, una hora después, con más gente. Se
encontró la puerta cerrada y con que la gente de la Piazza le tiraba piedras.
Cuando estaba regresando a su palacio, alguien hizo sonar La Vacca, o sea la campana del palacio gubernamental, en un gesto que todo el mundo
en Florencia entendió como una llamada a la lucha y la revolución. Incluso
Giovanni, el cardenal hermano de Piero de Medici, se dejó ver por la calle
gritando Popolo e Libertá!; mientras
tanto, Piero iba por algunos barrios de la ciudad, repartiendo monedas, en una
tentativa desesperada de conseguir partidarios. El cardenal, finalmente, huyó a
San Marcos, donde le prestaron un hábito dominico, que le permitió salir de la
ciudad de estrangis, sobre una mula. Desconocemos cuántas veces acabaría por
recordar esas horas en que tuvo la muerte tan cerca durante sus años de papado.
La revolución florentina, cosa rara en la Historia de la
ciudad y de toda Italia, no había registrado víctimas. Dos días después de
producida, llegaron los rumores a la ciudad de que el huido Piero había reunido
un ejército y marchaba sobre la ciudad. El rumor no fue cierto, pero el levantamiento
popular fue tan bestial que tuvo la consecuencia de convencer a los franceses
de que dominar Florencia no era tan fácil como ellos habían imaginado.
¿Y Fra Girolamo? Savonarola no
estaba en Florencia el día que las gentes recorrieron las calles buscando a
Piero de Medici para pasarle el rodillo por los huevos. Dos días después, sin
embargo, estaba en la ciudad, y desde el púlpito del Duomo predicó las virtudes
del perdón. Resulta difícil entender este movimiento: Fra Girolamo había sido,
hasta entonces, el principal fogonero del movimiento florentino, la persona que
más veces, y con más intensidad, había berreado en el sentido de que algo tenía
que pasar, algo muy gordo. Probablemente, en el momento justo en que ese algo
pasó, ante la visión de lo que podría ocurrir, o tal vez porque sabía qué
deriva podían tener los acontecimientos con los franceses si el casos citadino
perseveraba, cambió su discurso, agarrándose a la condición pacífica que había
tenido la revolución, invitando a los florentinos a seguir en esa línea. Desde
el púlpito, pues, Savonarola les gritaba, en nombre de Dios, Misericordiam volo (quiero
misericordia).
O tal vez era sólo una
estrategia, porque lo que es un hecho es que le funcionó.
La misión frente a Carlos VIII,
que había servido para frenar, siquiera provisionalmente, a los franceses; y la
actitud moderada tras los disturbios, otorgaron a Savonarola una fama de buen
hombre que alcanzó a todos los florentinos.
Finalmente, Carlos, el rey
francés, hizo su entrada en Florencia. Pero lo hizo como amigo, como aliado.
Los franceses pudieron leer, en las portadas de cada iglesia de Florencia, la
pancarta Rex, pax et restauratio
libertatis. Fue a las seis de la tarde, en medio de la oscuridad y la
lluvia. Tardó dos horas en llegar desde las puertas de la ciudad al Duomo, lo
cual nos da la idea de lo petadas que estaban las calles de gente.
Todo era simpatía; pero sólo,
claro, hasta que la segunda parte de la frase del rey francés, “acordemos lo
que haya que acordar”, comenzó a discutirse. Carlos, como siempre, estaba
pelao. Reclamaba de la ciudad 120.000 florines, un pastón. Reclamaba mantener
bajo su directo mando la ciudad de Pisa y las fortalezas que había ocupado,
para asegurar su seguridad en la península. Las peticiones eran una putada,
pero los florentinos estaban medio resignados a atenderlas. Ahora bien, la
siguiente exigencia, ya era harina de otro costal: por razones que se me
escapan, la verdad, el rey francés había prestado oídos a la mujer de Piero de
Medici, el Soplagaitas, y había decidido reintegrarlo al frente de la ciudad.
La pérdida de popularidad de Rajoy empalidece al lado de la sufrida por el rey
francés en cuestión de horas conforme los rumores se fueron extendiendo desde
la Piazza della Signora hacia el resto de la city. El gobierno local rompió las
negociaciones con malos modos.
A partir de ese momento, se
produjo la típica situación en la que, en cada minuto, la tensión parece a
piques de estallar. Los soldados franceses, haciendo honor a su tradición de
hijoputez (manda huevos que sean los tercios españoles de Flandes los que hayan
pasado a la historia de la cabronez milica, cuando los franceses, hasta
antesdeayer por la tarde, han robado y violado lo que les ha salido del pie… y,
si no, que se lo digan a los pueblos españoles por los que pasaron las
Compañías Blancas de Bertrand de Duglesquin), se dedican al pillaje más o menos
industrial. De hecho, la presencia francesa establece un toque de queda de facto. Todo el mundo, tras el rezo
del Ave María, con la caída del sol, se queda en casa, pues estar en la calle
es exponerse a que los gabachos te corten en pedazos. La situación es tan
difícil, que el gobierno de la ciudad decreta que todas las casas deban poner
una lámpara en cada ventana hasta la una de la madrugada, para así tener
razonablemente iluminadas las calles.
Finalmente, pasados unos días,
una banda de soldados franceses toma unos prisioneros en la ciudad para pedir
rescate por ellos. Llevándolos por la calle, la gente empieza a apiñarse y,
finalmente, los gabachos son atacados por la turba. Desde las ventanas caen
piedras, trozos de loza, emisiones epigástricas, meados, maderos, deyecciones,
todo. Una demostración más de que los franceses casi nunca aprenden (300 años
después, volverán a vivir lo mismo en Madrid). El gobierno local apenas logra
frenar el movimiento revolucionario. Pero unos días después se expande el rumor
(absolutamente creíble, por otra parte), de que Chucky VIII y los de Palacagüina-sur-la-mer
están preparando el saco de Florencia. Todas las puertas se cierran, y en las
casas se hace acopio de víveres; y de piedras.
La Signora, que literalmente está meándose de miedo en sus imaginarias bragas, echa mano de su last
resort: Fra Girolamo. Savonarola, que no está menos acojonado de los demás
con lo que ve, sale echando hostias hacia el palacio Medici, donde también
reside el rey francés. Le cuesta dos horas conseguir que los pollas del séquito
franchute le dejen pasar. El rey está durmiendo pero, finalmente, es despertado
para recibir al fraile.
Savo, las cosas como son, le echa un par. Es lo que pasa con
los hombres de Dios, dirán algunos; como no utilizan los testis para nada,
luego les sobran cuando tienen que convocarlos. Sin medias tintas ni polladas,
entendiendo a la perfección que la hora no está para sutilezas, nunca mejor
dicho, florentinas, Savonarola se planta ante el rey medio contrahecho y le
dispara un zas, en toda la boca: “abandona tus acciones impías y crueles contra
los florentinos, que en todo momento te han sido fieles”. Mira que ha dicho
chorradas a lo largo de su vida Savonarola; en esa frase, no obstante, no hay
ni el rastro cigótico de una mentira.
Pero el fraile domina como nadie las técnicas de la
predicación, que se parecen mucho a las del buen pescador; tirar, luego dar
sedal. Nada más proferir esas palabras, toma la mano del rey, y sigue: “¿No te
basta con poseer sus corazones? Su Majestad debe saber que es voluntad de Dios
que abandone esta ciudad sin hacer más cambios. Caso contrario, tanto Vos
como vuestro ejército lo pagaréis mientras viváis”. “Seguid vuestro camino”,
continúa el fraile, mirando al rey a los ojos, como sólo los grandes de España
se supone que pueden hacer en nuestro país, “y no provoquéis la ira de Dios
arruinando a esta ciudad”.
Todo parece indicar que el rey francés quedó, más que
impresionado, chupetizado por este discurso. En la siguiente sesión
negociadora, se había olvidado completamente de la cuestión de reponer a Piero
de Medici.
Eso sí, el punto en que ni Savonarola podría hacer
cambiar las ambiciones de un francés, es en lo tocante a la pasta. Carlos
quería sus 120.000 florines, 50.000 de ellos en cuestión de horas. Si no se los
daba la ciudad, bramaba, “haré sonar nuestras trompetas”; frase que provocó una
respuesta de Capponi que figura en los anales de la literatura revolucionaria: “Y
nosotros haremos sonar nuestras campanas”. Sin embargo, la ciudad acabó
capitulando y otorgando el préstamo. Dos días después, una vez investido con el
título de Protector de las Libertades de Florencia, Carlos dejaba la ciudad.
Una ciudad que, ahora, se había sacudido el mando de los
Medici. Sonaban las campanas para un nuevo tiempo, que reclamaba de una
organización nueva; un gobierno que gestionase, y a la vez defendiese, las
libertades de Florencia, tan costosamente conseguidas.
Había sonado la hora de los mejores. Y, entre los mejores,
el gran pacificador, el Mente Fría de la revolución florentina. El único tipo
capaz de coger la mano del rey de Francia, mirarle a los ojos, y decirle: “tú tócame
los huevos, que te vas a enterar”.
Fray Girolamo Savonarola.
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