La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy
En la noche del 19 al 20 de diciembre, un grupo de soldados llegó al domicilio de Exelmans. Un teniente llamado Dauyglen y seis policías entraron en la residencia. Exelmans, con esa teatralidad tan francesa, se enfrentó a ellos, descubriendo su pecho y aseverando que sabía bien que habían venido para matarlo. Louis Sebástien Grundler, comandante de la plaza de París, entró detrás y le dijo que dejase de hacer el conas. Exelmans sacó un pequeño revolver de sus ropas y se apuntó a la sien pero Grundler, fríamente, se lo arrebató como quien arranca un cristal de manos de un niño para que no se haga daño. El general se negaba a irse con los policías, por lo que Grundler resolvió ordenar que quedase vigilado en casa.
Aquello, sin embargo, no parece haber ido muy en serio. O, tal vez, es que las gentes que Soult había movilizado para aquella misión no eran, lo que se dice, partisanos de él. Porque el caso es que, la noche siguiente, Exelmans, tras haber dejado sobre una mesa dos cartas: una para el rey, la otra para el Parlamento, se escapó por el jardín de atrás de la casa. La carta al Parlamento fue leída en la sesión del 24 de diciembre (porque sí, amigo: hubo unos tiempos muy, pero que muy fachas, en los que los parlamentos trabajaban hasta en Nochebuena); fue leída, además, junto a una carta de la mujer del general, en parecidos términos a la de su marido. Tras una discusión que fue violenta y prostibularia, se acordó dar curso de la denuncia de la condesa de Exelman al rey pero, al tiempo, someter a su churri a consejo de guerra.
Exelman, por lo tanto, fue presentado ante un consejo de guerra de la 16 división militar, bajo la quíntuple acusación de: correspondencia con el enemigo, espionaje, ofensa al rey, desobediencia y violación de juramento. Lo metieron preso en el castillo militar de Lille.
El affaire Exelmans excitó los ánimos de toda Francia con la intensidad de un caso Dreyfus adelantado. Fue, además, contemporáneo de un recrudecimiento de los conflictos sociales en el noroeste del país. La razón estribaba en que una de las medidas estrella de los primeros mil días de Soult era, según había decidido el ministro, el proyecto de pensionar “a los oficiales y soldados de los ejércitos reales del oeste heridos en la defensa del trono”. A partir de finales de diciembre, enviados del Ministerio comenzaron a visitar las prefecturas para construir una lista de beneficiarios. Allí donde ni la revolución, ni el Directorio, ni el Imperio, habían prendido gran cosa, es decir, en La Vendée, las cosas fueron tranquilas. El personal, por así decirlo, estaba por la labor; aquello era como recabar información para homenajear a un etarra en Lequeitio. Pero fuera de ese territorio, es decir tanto en Normandía como en Bretaña, cuando soldados y oficiales realistas comenzasen a mostrarse en público y a desfilar con sus uniformes, eran recibidos en los pueblos por la gente a gritos de Mort aux chouans! De todas partes llegaban informes de prefectos advirtiendo de que darle pensiones a aquella gente sería visto como un ultraje. Soult, sin embargo, permanecía impasible el francés, y con su amnistía particular encima de la mesa.
En Rennes, Soult había designado como comisarios de la operación a tres hombres que consideraba fieles: Aimé Casimir Marie Picquet du Boisguy; Louis Desol de Grisolles; y Joseph de Cadoudal, es decir, el hijo del mítico jefe de la resistencia de los chouans, Georges Cadoudal. Los tres, pues, eran miembros conspicuos de la resistencia chuan. De los tres, Boisguy era el que tenía una fama más, digamos, manifiestamente perfectible. Existían muchos testimonios de que había asesinado a sangre fría a grupos enteros de soldados republicanos, además de cometer múltiples actos más de bandolerismo que de lucha política; por no mencionar que había sido frecuentemente recaudador del impuesto revolucionario, por llamarlo en términos que entendamos nosotros. Se decía que había enterrado vivos a un centenar de soldados republicanos y que había violado a dos sobrinas suyas, consideradas poco realistas, para entregarlas después a su tropa; aunque todos estos relatos, la verdad, hay que colocarlos con pinzas. Lo importante, en Historia, no es tanto si son ciertas o no estas acusaciones; lo verdaderamente importante es que la gente las creía. Como los prefectos le escribieron a Soult, incluso había muchos sacerdotes y nobles que no querían a Boisguy en Rennes.
El 10 de enero estaba fijada la fecha para que comenzasen los trabajos de la comisión que habría de completar la lista de los pensionados en la zona. Ese día, los habitantes de la zona se hicieron un auténtico rodea la Prefectura. En ese momento, pasó por allí una calesa en la que iba el sobrino de uno de los cargos de la zona. La multitud lo tomó por Boisguy, así que paró el coche. Lo tiraron al suelo, le dieron una ristra de patadas y lo dejaron gravísimamente herido. Lo indignante es que frente a la prefectura estaba estacionado un batallón del 11 Ligero, que no movió una ceja. Aparentemente, el prefecto de Ile-de-Vilaine, el general Auguste-Julien Bigarré, había optado por la negociación, para tratar probablemente de evitar una masacre. Trató de dialogar con los manifestantes, explicándoles que dentro del edificio todo lo que se estaba haciendo era cumplir las órdenes del rey. Dentro del edificio, Du Boisguy himplaba que había que disparar sobre los manifestantes; pero Bigarré se opuso. De hecho, es que ni siquiera confiaba en que sus soldados fuesen a obedecerle. Lo que hizo fue esperar, y esperar, hasta que a las ocho de la tarde se comenzó a distribuir el rumor de que Boisguy había abandonado Rennes, y la gente se comenzó a dispersar.
Aquella Francia era una Francia muy compleja, que se articulaba alrededor de un concepto: el concepto de reconciliación entre dos grandes bandos que, en ninguno de los dos casos, estaba por dicha reconciliación. En ese ambiente, el rey decidió que las cenizas de Luis XVI, de María Antonieta y de madame Elisabeth, que había subido al cadalso con ellos, serían llevadas en procesión solemne a Saint-Denis. Asimismo, el monarca colocaría la primera piedra de dos monumentos en memoria de Luis XVI; uno en la plaza de Luis XV, el otro delante del cementerio de La Madeleine. El mismo día en que se haría todo eso, en Notre-Dame y en el resto de las iglesias del país se deberían verificar servicios fúnebres; se decretó vacaciones judiciales ese día, y se esperaba que los teatros no abriesen.
Aquello, sin embargo, tenía poco que ver con la reconciliación. La idea de Luis XVIII, que en parte no era sino una idea piadosa hacia su hermano, era, sin embargo, un gesto político de gran importancia. Piénsese, por ejemplo, que en medio del proceso de Transición política, en 1979 por ejemplo, al gobierno de la UCD se le hubiese ocurrido trasladar en procesión los restos de Franco, o de José Antonio Primo de Rivera. La ceremonia se anunció para el 21 de enero de 1815, y el mero anuncio instaló en las calles de París y de otras ciudades del reino una tensión que se podía cortar con más dificultad que un queso curado. Comenzó a distribuirse el rumor de que los realistas esperaban celebrar aquella jornada por su cuenta llevándose por delante a unos cuantos. Se decía que de Bretaña se habían hecho llegar a París bandas de chuans radicales armados, que tenían una lista de personas más o menos responsables de los excesos del pasado, y que esa noche se los iban a cobrar. Todo se iba a disfrazar de conflicto social provocado por los pobladores de la capital al paso de la procesión.
Aquello tenía su base, y a la vez no la tenía; cuando menos, en mi opinión. Que había nobles realistas que estaban en esa pomada, yo personalmente lo tengo por seguro. Las fuentes suelen señalar a hombres del entourage del rey y sus hijos como François Nicolas René de Pérusse des Cars, conde Des Cars (o d'Escars, como también se lo cita). Éste y otros demiurgos se las arreglaron para que, a mediados de diciembre, todos los jefes bandoleros de la Vendée estuviesen en París. Los datos disponibles sugieren que el proyecto le había sido presentado al propio rey por sus hijos y, sobre todo, por la duquesa de Angulema, que era, dentro de aquella familia, la más exaltada en ese momento; el monarca, sin embargo, había rechazado el mojo sabiamente. El tema siguió, sin embargo, sin él.
El 7 de enero se supo que el rey pasaría unas tres semanas en Trianon; las vacaciones reales no eran novedad; pero el hecho de que con él marchase casi toda la tropa presente en la ciudad de París disparó los rumores de que se estaba dejando el campo libre para la matanza. Muchos de los parisinos que tenían cositas que hacerse perdonar durante los alegres tiempos revolucionarios dejaron la ciudad; los otros comenzaron a acumular armas, a llamar a amigos y a encastillarse en sus casas.
En el campo legitimista, entre medias de los que querían cargarse a los viejos revolucionarios y los que creían sinceramente en la posibilidad de una reconciliación nacional, estaban aquéllos que querían convertir el 21 de enero en una jornada de exaltación regalista. Estos, que formaban una importante y nutrida zona gris dentro del legitimismo, no querían matar a nadie; pero propugnaban la idea de que los regicidas, es decir, todos aquéllos que pudieran ser relacionados con la ejecución del rey, fuesen a Saint-Denis en la procesión, llevando antorchas y con los pies desnudos, como penitentes. Se indignaron especialmente cuando supieron que Wellington había convocado un baile el día 18 de enero; querían un luto total los cuatro días anteriores y posteriores a la fecha.
Aquella Francia, y aquel París, estaban pues con los ánimos muy exacerbados, cuando un hecho nuevo vino a poner las cosas todavía más en ebullición. El 15 de enero de 1815 falleció Françoise-Marie-Antoniette de Saucerotte, normalmente conocida como Françoise Raucourt o, mejor, como mademoiselle Raucourt.
La señorita Raucourt es, quizás, el personaje más escandaloso de aquellos turbios y movidos años del último cuarto del siglo XVIII. Se había dedicado al teatro, sobre todo a la tragedia. Pero su protagonismo social provenía de su vida escandalosa. Compitió con otra famosa mujer, la cantante de ópera Sophie Arnoud, a la hora de coleccionar amantes, amantas y amantos. Eso sí, al parecer su voluntad de independencia le jugó una mala pasada, pues no solía aceptar óbolos de los hombres con los que se encamaba, lo cual hizo que siempre estuviese un poco, como dicen los franceses, sur la paille. La Raucourt y su compañera inseparable, Jeanne-Françoise-Marie Souck, coquetearon varias veces con la cárcel, a causa sobre todo de las amenazas que perpetraron sobre sus acreedores. Hay que decir que, para un francés de finales del siglo XVIII, la palabra Raucourt era tan sinónimo de lesbiana como puede serlo para nosotros hoy tortillera o bollera. Se decía que la actriz pertenecía a una especie de secreta sociedad del bollo, fundada por Thèrése de Fleury; pero yo creo que ésa es una cosa más de las que se contaban entonces (como por ejemplo el lesbianismo de la propia María Antonieta). La parroquia de Saint-Roch, una iglesia neoclásica que personalmente considero no exenta de mérito, está hoy situada en el París más pituco, a tiro de lapo de la plaza Vendôme y las Tullerías (el dato es importante para alguna cosa que aquí se contará). Da a una de las avenidas más comerciales de la ciudad, la rue Saint Honoré; donde de hecho se desarrolló todo el follón que aquí se cuenta.
Igual que Lola Montes, al final de su vida, cuando perdió sus encantos, Françoise Raucourt le dio un vuelco a su vida. Se retiró a Saint-Roch y, allí, desplegó una vida de dama cristiana generosa, dando habituales óbolos a los pobres de la zona, y haciendo diversas otras obras de caridad.
En el momento del deceso, era párroco de Saint-Roch el abad Claude-Marie Marduel. En los últimos años de la vida de la Raucourt, Marduel parecía haber desarrollado una simpatía hacia la “conversión” de su feligresa, a la que visitaba a menudo y no pocas veces comía con ella (invitando ella, por supuesto). Aparentemente, Marduel no sabía que aquella anciana mujer tan generosa y temerosa de Dios había sido actriz; y lo supo cuando murió. Consecuentemente, se dice (aunque no es seguro) que se negó a enviarle un sacerdote para administrarle el viático; y lo que sí es seguro es que se negó a oficiarle un funeral en la iglesia. Estaba aplicando el reglamento: no podía decirle misa a una excomulgada.
El día 17, cuando el cortejo fúnebre partía directamente hacia el cementerio, la rue de Helder, donde estaba el domicilio de la Raucourt, estaba llena de gente. La multitud profería gritos anticlericales y abogaba por obligar al sacerdote a cantarle la misa a la muerta. De hecho, cuando el carro tomó la dirección del cementerio, un grupo de personas agarraron las riendas de los caballos, les obligaron a la dar la vuelta, y los dirigieron hacia la parroquia. Se la encontraron cerrada. Algunas personas accedieron a la sacristía, donde encontraron al abad Marduel, al que intimaron a decir la misa. El cura dijo que ni de coña. Para entonces, en la calle no había menos de 5.000 personas que, cuando tuvieron información de lo que estaba pasando, pasaron a tirar la puerta de la iglesia. Llegó un grupo de gendarmes, enviado por la Prefectura; pero, sabiamente, se retiraron sin hacer gran cosa.
Los actores que formaban el círculo de amigos y deudos de la Raucourt eran los primeros que estaban hondamente preocupados con lo que estaba pasando. Aquello olía a hostia limpia. Así que le dijeron al conductor del carro fúnebre que, de una manera discreta, tratarse de tirar hacia el cementerio. Sin embargo, el personal se coscó de la movida y lo detuvieron. El movimiento no sirvió sino para exacerbar las almas; para entonces, se gritaba pidiendo la muerte del abad Maudel.
Alguien, en ese momento, gritó: si no podemos ir a la capilla de Saint-Roch, marchemos hacia la de las Tullerías. Aquello habría escalado los temas; pero el caso es que, en ese momento, la puerta de la iglesia cedió, y el personal entró dentro. Sin sacerdote, las gentes hicieron entrar el féretro y lo colocaron en el coro.
Finalmente, un comisario de policía salió de la sacristía e informó a los presentes de que le había pedido al claustro de Saint-Roch que le rindiese a la señorita Raucourt les honneurs du service divin. Para cuando las tropas enviadas por Maison llegaron al lugar, la misa había comenzado y los disturbios se habían terminado.
El affaire Raucourt, que fue objeto de una importante censura de prensa pero aun así se conoció en todo París, abrió la polémica en torno a la clase sacerdotal. Muchos franceses consideraban que, tras la Restauración, los curas habían vuelto al pasado, y se obstinaban en dar la espalda a los tiempos. Algunos sacerdotes fueron agredidos en la calle. A fuer de ser sinceros, inicialmente el asunto le vino bien al rey. Cuando el comisario anunció que habría misa, muchas personas gritaron vivas al rey; estaban convencidos de que la orden había procedido de las Tullerías. Sin embargo, pronto ganó terreno el rumor de que el abad Maudel había consultado su negativa inicial con el confesor del rey y el propio monarca.
Esto es fango. El rey, efectivamente, había sido consultado el 16; y había contestado que él no veía nada malo en que la difunta recibiese una misa, pero que no era nadie para darle órdenes al clero. Lo importante, como siempre, no es lo que es, sino lo que parece.
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