El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
Se trataba, por lo tanto, de retomar el control sobre un
esquema que, quizás, hubo un momento en el que se pudo pensar que no hacía
falta controlar. Y un buen síntoma de que el control era fundamental en esta
nueva etapa es que se anunció que la discusión sobre las misiones se haría con
la presencia del Francisquito.
Para entonces, los ánimos estaban muy caldeados. Eran
muchos los obispos de zonas misionales que consideraban que, simple y
llanamente, el Vaticano II había intentado pasar del tema de las misiones. De
hecho, la Unión Romana de Superiores Generales, que se reunió la misma tarde
del día en que se había anunciado la discusión sobre el tema, se juramentó para
tumbar el texto existente e impulsar la redacción de un esquema como ellos consideraban debido.
Conscientes de quién estaba meciendo la cuna de la asamblea, los representantes
de la Unión contactaron con el cardenal Frings para obtener su apoyo en la
idea; y lo consiguieron.
Al día siguiente, 6 de noviembre, todo recomenzó con un
discurso del Papa en el que éste se mostró optimista sobre la aprobación del
esquema, una vez, dijo, que hubiera sido modificado de acuerdo con los
problemas que se le habían señalado. Muy probablemente, sin embargo, el
Francisquito estaba siendo demasiado optimista. El padre John Schütte, el
muñidor de la conferencia de superiores, envió a un ejército de sacerdotes a
las residencias de los obispos para solicitarle su firma en la propuesta de un
nuevo esquema; recaudó varios cientos.
Así estaban las cosas el 7 de noviembre, sábado, cuando
comenzó la discusión propiamente dicha con la primera petición de palabra que,
tal como había prometido, fue la del cardenal colonio Frings. Con esa capacidad
que hay que tener en la vida, si se quiere progresar, para decir una cosa y la
contraria con total desparpajo, Frings fue de la opinión de que el tema de las
misiones era demasiado importante como para ventilarlo con unos folietes de proposiciones.
Inmediatamente después, la misma idea fue expresada por el utrechino-bombero,
cardenal Alfrink. Al terminar aquella sesión, se sometió a votación la
posibilidad de que el texto de las misiones volviese al corral, es decir a su
Comisión, para ser revisado. Un total de 1.601 votos estuvieron de acuerdo, por
311 que no lo veían .
Lo principal que se puede decir de esta votación es que
dejó a Pablo VI con el culo al aire. O bien el PasPas había estado pobremente
informado antes de dar su discursito; o bien, sabiendo que el personal estaba
encabronado con el asunto del texto de las misiones, había decidido, de una
forma un tanto suicida, apoyarlo. El gesto no pasó desapercibido para los
observadores del concilio, que empezaron a especular con la posibilidad de que
existiese cierta desconexión entre lo que pensaban los padres conciliares y lo
que pensaba su máxima autoridad en la Tierra.
Tal vez para compensar un poco tanto retraso, una
discusión básicamente contemporánea de la de las misiones fue, al contrario que
ésta, supersónica: apenas cinco diitas para dirimir el decreto sobre las
iglesias católicas orientales. Entre el 15 y el 20 de octubre había quedado
solventado. Se votó el 20 de noviembre y se promulgó al día siguiente. Pero,
ojo, que eso no quiere decir que fuese una discusión amigos para siempre
means you’ll always be my friend, lo lailo lailo lailo lailo lailo la. Todo
lo contrarérrimo.
El tema no estaba exento de reproches. El arzobispo copto
de Tebas, en Egipto, Isaac Ghattas, había dicho, en octubre de 1963: “para
muchos padres conciliares, la Iglesia universal es la Iglesia de rito latino,
que se digna de otorgar, en un esquema específico, determinados privilegios a
un grupo minoritario formado por las iglesias orientales”. Ghattas criticaba
así el hecho palmario de que crear un decreto específico sobre las iglesias
orientales era toda una declaración de intenciones; ya que el concilio había
desarrollado un texto sobre la Iglesia. Sin embargo, los temas de la Iglesia
oriental parecían no formar parte de este conjunto de contenidos.
“Ni las iglesias orientales católicas ni las ortodoxas”,
dijo Ghatta, “aceptarán la tendencia que tiene la Iglesia latina de actuar como
si fuese la Iglesia universal”. De hecho, apuntó, el esquema sobre la Iglesia
ni siquiera hacía mención de distintos ritos, o de la existencia de los
patriarcas.
La intervención de Ghattas, por lo demás, no era sino
continuación de una carta que, ya cuatro años antes, le había enviado a Juan
XXIII el patriarca melquita de Antioquía, Maximos IV Saigh. En esta carta,
Máximos explicaba que “uno de los privilegios más queridos de los patriarcas ha
sido siempre su precedencia en rango”, ya que “en los primeros siglos, el
patriarca ha sido siempre la siguiente autoridad tras el Papa, quien entonces
era conocido como el patriarca de occidente”. De hecho, decía el melquita, la
tradición marca la jerarquía de sedes cristianas por este orden: Roma,
Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. La precedencia, pues, ha de
ser de aquéllos que ejercen el patriarcado en estas cinco sedes. Esta
situación, recordaba, se había respetado con los siglos; había sido en el
Vaticano I cuando los patriarcas habían sido físicamente situados detrás de los cardenales.
Juan XXIII nunca le contestó. Y es más que probable que
Ghattas, a la hora de diseñar la furibundez de sus palabras, lo tuviese bien
presente. Máximos repitió la jugada con otra carta tres semanas antes de
comenzar el Vaticano II. Atacando de nuevo con precedentes: “Las decisiones de
los primeros concilios fueron respetadas en el concilio de Florencia en 1439,
donde el Papa Eugenio IV, ordenó que el patriarca constantinopolitano José II
precediese a los cardenales”. Y atacaba donde dolía, diciendo que, con detalles
como aquél, la unión de las iglesias era cosa prácticamente imposible. El
Francisquito tampoco respondió a esta carta.
El Vaticano II comenzó con los patriarcas orientales
sentados en el gallinero. Máximos, ya lo sabemos, fue uno de los participantes
en la Asamblea. Tras la primera sesión, el melquita convocó un sínodo en
Ain-Taz. Encabronados en modo experto los obispos orientales, decidieron en
aquel sínodo hacer pública toda la correspondencia que le habían enviado al
PasPas. Sin embargo, llegó la segunda sesión y, aun habiéndola roscado Juan
XXIII, siguieron sentados en los sitios de la basura.
Diez días después del comienzo de esta segunda sesión, el
arcipreste Vitaly Borovoy, miembro de la Iglesia Ortodoxa Rusa y uno de los
cuatro miembros de la misma que habían sido enviados al concilio como
observadores por el Patriarcado de Moscú, hizo unas declaraciones encendidas en
la Prensa. Vino a decir que el feo gesto de mandar a los patriarcas a mamarla a las filas de atrás era todo lo que en Rusia iba a interesar del concilio; y remató diciendo que si
Roma verdaderamente quería la reunión ecuménica, con esas cosas no trabajaba
precisamente en esa dirección. Al día siguiente de estas declaraciones, los
patriarcas fueron cambiados de sitio y colocados enfrente de los cardenales.
Al día siguiente de las amargas palabras por parte de
Gatta en la tercera sesión, los patriarcas orientales fueron cambiados de sitio
de nuevo. Tenían una mesa para ellos solos, al lado de los cardenales. Estaba
sobre la primera tarima (sobre la segunda estaba la mesa de los moderadores, y
sobre la tercera la de los presidentes).
En este ambiente tan distendido comenzó la discusión sobre
el esquema sobre las iglesias orientales. Y el tema siguió en el mismo tono.
Máximos intervino para decir que el esquema no era gran cosa; pero que, sin
ningún lugar a dudas, lo más mierdero de todo era la parte dedicada a los
patriarcas. Lo llegó a calificar de “inadmisible”. “En primer lugar”, argumentó
el melquita, “es un error presentar la figura del patriarca como una figura
oriental”, dado que, como ya había defendido en la carta a Juan XXIII, “el Papa
no es sino el primer patriarca de la Iglesia”; el descrito por el propio Anuario
Pontificio como Patriarca de occidente. Y luego se montó un Puchimón. Dijo,
con total claridad, que no entendía por qué los patriarcas tenían que consultar
tantas veces a la Curia; “el patriarca y su sínodo”, dijo, “sin prejuicio de
las prerrogativas del sucesor de Pedro, deben ser normalmente las autoridades
superiores para todos los asuntos concernientes al Patriarcado”.
Tú ya sabes de lo que estaban hablando en el fondo, ¿o no?
Exacto: la pasta.
El obispo maronita Michael Doumith fue también
prístinamente claro: “las grandes esperanzas surgidas en las iglesias
orientales con la celebración de este concilio han desaparecido en su práctica
totalidad con este esquema”. Su principal crítica fue que el esquema no dijese
nada sobre el problema de la existencia de obispos de diferentes ritos
católicos en la misma sede. ¿Os dije o no os dije que el fondo del tema era, en
realidad siempre es, la pasta?
En cuanto a las visiones no orientales, el obispo auxiliar
de Filadelfia, Gerald McDevitt, consideró que el esquema estaba redactado de
una forma que asumía que todo católico habrá de retener el rito de aquel lugar
donde nazca. Vino a decir que, si verdaderamente el concilio iba de ecumenismo
y libertad de conciencia, eso no podía ser. De hecho, se preguntó por qué las
personas que querían cambiar de rito tenían que solicitarlo a la Santa Sede (ya
le contesto yo: para poder cobrarles), que además tardaba hasta un año
en contestar.
La discusión terminó, como he dicho, el 20 de octubre. El
esquema recibió un 63% de votos afirmativos, por lo que lo que tocaba era
devolverlo al corral. Los votos cualificados, es decir afirmativos pero
acompañados de enmienda, fueron varios centenares; la mayoría de ellos incidían
en el tema que había denunciado McDevitt, es decir, abogaban por una
liberalización del rito para que cada uno decidiese lo que le petase y tuviese
que andar pidiendo permisos y pagando. Pero, oh casualidad, la Comisión
correspondiente se posicionó en contra de las enmiendas. El 20 de noviembre de
1964 se presentó a votación un texto desde la comisión, con cambios meramente
cosméticos. Al día siguiente, el Papa presidió la votación del esquema, que fue
aprobado por una aplastante mayoría. Ay, la pasta…
Es sólo mi opinión; pero creo que lo que pasó fue que
prevaleció el business model.
Dicho esto, es claro que en Roma estaban preocupados con
el tema del ecumenismo, y el hecho de que la gestión que habían hecho de
aquella crisis, cuando menos en mi opinión, no fue la mejor del mundo. Pablo
VI, por ello, visitó a principios de 1964 al patriarca Atanágoras I de
Constantinopla; y, el 7 de diciembre de 1965, en las últimas boqueadas del
concilio, impulsó el gesto simbólico de que él mismo y Atanágoras se levantasen
las excomuniones recíprocas que llevaban vigentes desde que las iglesias se escindieron,
en el 1054.
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