martes, enero 14, 2025

Vaticano II (26): El SumoPon se queda con el culo al aire



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie


El 5 de noviembre por la mañana, el secretario general anunció que los responsables del Vaticano II, como Pedro Sánchez, habían cambiado de opinión. Así pues, la discusión en torno al esquema sobre la Iglesia en el mundo moderno quedaría interrumpida al día siguiente, en que comenzarían las discusiones sobre el tema de las misiones. Lo que había pasado es bastante evidente: entre la lista de los que querían hablar habréis visto que estaban conspicuos miembros de la mayoría progresista. Al igual que había ocurrido ya con anterioridad, ellos, que fueron los principales impulsores de que el concilio se resumiese a sí mismo capitidisminuyendo diversos esquemas, ahora querían discusiones amplias y textos más abundantosos. Todo ello, ante la posibilidad de que dichos textos se torciesen más de lo que querían aceptar.

Se trataba, por lo tanto, de retomar el control sobre un esquema que, quizás, hubo un momento en el que se pudo pensar que no hacía falta controlar. Y un buen síntoma de que el control era fundamental en esta nueva etapa es que se anunció que la discusión sobre las misiones se haría con la presencia del Francisquito.

Para entonces, los ánimos estaban muy caldeados. Eran muchos los obispos de zonas misionales que consideraban que, simple y llanamente, el Vaticano II había intentado pasar del tema de las misiones. De hecho, la Unión Romana de Superiores Generales, que se reunió la misma tarde del día en que se había anunciado la discusión sobre el tema, se juramentó para tumbar el texto existente e impulsar la redacción de un esquema como ellos consideraban debido. Conscientes de quién estaba meciendo la cuna de la asamblea, los representantes de la Unión contactaron con el cardenal Frings para obtener su apoyo en la idea; y lo consiguieron.

Al día siguiente, 6 de noviembre, todo recomenzó con un discurso del Papa en el que éste se mostró optimista sobre la aprobación del esquema, una vez, dijo, que hubiera sido modificado de acuerdo con los problemas que se le habían señalado. Muy probablemente, sin embargo, el Francisquito estaba siendo demasiado optimista. El padre John Schütte, el muñidor de la conferencia de superiores, envió a un ejército de sacerdotes a las residencias de los obispos para solicitarle su firma en la propuesta de un nuevo esquema; recaudó varios cientos.

Así estaban las cosas el 7 de noviembre, sábado, cuando comenzó la discusión propiamente dicha con la primera petición de palabra que, tal como había prometido, fue la del cardenal colonio Frings. Con esa capacidad que hay que tener en la vida, si se quiere progresar, para decir una cosa y la contraria con total desparpajo, Frings fue de la opinión de que el tema de las misiones era demasiado importante como para ventilarlo con unos folietes de proposiciones. Inmediatamente después, la misma idea fue expresada por el utrechino-bombero, cardenal Alfrink. Al terminar aquella sesión, se sometió a votación la posibilidad de que el texto de las misiones volviese al corral, es decir a su Comisión, para ser revisado. Un total de 1.601 votos estuvieron de acuerdo, por 311 que no lo veían .

Lo principal que se puede decir de esta votación es que dejó a Pablo VI con el culo al aire. O bien el PasPas había estado pobremente informado antes de dar su discursito; o bien, sabiendo que el personal estaba encabronado con el asunto del texto de las misiones, había decidido, de una forma un tanto suicida, apoyarlo. El gesto no pasó desapercibido para los observadores del concilio, que empezaron a especular con la posibilidad de que existiese cierta desconexión entre lo que pensaban los padres conciliares y lo que pensaba su máxima autoridad en la Tierra.

Tal vez para compensar un poco tanto retraso, una discusión básicamente contemporánea de la de las misiones fue, al contrario que ésta, supersónica: apenas cinco diitas para dirimir el decreto sobre las iglesias católicas orientales. Entre el 15 y el 20 de octubre había quedado solventado. Se votó el 20 de noviembre y se promulgó al día siguiente. Pero, ojo, que eso no quiere decir que fuese una discusión amigos para siempre means you’ll always be my friend, lo lailo lailo lailo lailo lailo la. Todo lo contrarérrimo.

El tema no estaba exento de reproches. El arzobispo copto de Tebas, en Egipto, Isaac Ghattas, había dicho, en octubre de 1963: “para muchos padres conciliares, la Iglesia universal es la Iglesia de rito latino, que se digna de otorgar, en un esquema específico, determinados privilegios a un grupo minoritario formado por las iglesias orientales”. Ghattas criticaba así el hecho palmario de que crear un decreto específico sobre las iglesias orientales era toda una declaración de intenciones; ya que el concilio había desarrollado un texto sobre la Iglesia. Sin embargo, los temas de la Iglesia oriental parecían no formar parte de este conjunto de contenidos.

“Ni las iglesias orientales católicas ni las ortodoxas”, dijo Ghatta, “aceptarán la tendencia que tiene la Iglesia latina de actuar como si fuese la Iglesia universal”. De hecho, apuntó, el esquema sobre la Iglesia ni siquiera hacía mención de distintos ritos, o de la existencia de los patriarcas.

La intervención de Ghattas, por lo demás, no era sino continuación de una carta que, ya cuatro años antes, le había enviado a Juan XXIII el patriarca melquita de Antioquía, Maximos IV Saigh. En esta carta, Máximos explicaba que “uno de los privilegios más queridos de los patriarcas ha sido siempre su precedencia en rango”, ya que “en los primeros siglos, el patriarca ha sido siempre la siguiente autoridad tras el Papa, quien entonces era conocido como el patriarca de occidente”. De hecho, decía el melquita, la tradición marca la jerarquía de sedes cristianas por este orden: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. La precedencia, pues, ha de ser de aquéllos que ejercen el patriarcado en estas cinco sedes. Esta situación, recordaba, se había respetado con los siglos; había sido en el Vaticano I cuando los patriarcas habían sido físicamente situados detrás de los cardenales.

Juan XXIII nunca le contestó. Y es más que probable que Ghattas, a la hora de diseñar la furibundez de sus palabras, lo tuviese bien presente. Máximos repitió la jugada con otra carta tres semanas antes de comenzar el Vaticano II. Atacando de nuevo con precedentes: “Las decisiones de los primeros concilios fueron respetadas en el concilio de Florencia en 1439, donde el Papa Eugenio IV, ordenó que el patriarca constantinopolitano José II precediese a los cardenales”. Y atacaba donde dolía, diciendo que, con detalles como aquél, la unión de las iglesias era cosa prácticamente imposible. El Francisquito tampoco respondió a esta carta.

El Vaticano II comenzó con los patriarcas orientales sentados en el gallinero. Máximos, ya lo sabemos, fue uno de los participantes en la Asamblea. Tras la primera sesión, el melquita convocó un sínodo en Ain-Taz. Encabronados en modo experto los obispos orientales, decidieron en aquel sínodo hacer pública toda la correspondencia que le habían enviado al PasPas. Sin embargo, llegó la segunda sesión y, aun habiéndola roscado Juan XXIII, siguieron sentados en los sitios de la basura.

Diez días después del comienzo de esta segunda sesión, el arcipreste Vitaly Borovoy, miembro de la Iglesia Ortodoxa Rusa y uno de los cuatro miembros de la misma que habían sido enviados al concilio como observadores por el Patriarcado de Moscú, hizo unas declaraciones encendidas en la Prensa. Vino a decir que el feo gesto de mandar a los patriarcas a mamarla a las filas de atrás era todo lo que en Rusia iba a interesar del concilio; y remató diciendo que si Roma verdaderamente quería la reunión ecuménica, con esas cosas no trabajaba precisamente en esa dirección. Al día siguiente de estas declaraciones, los patriarcas fueron cambiados de sitio y colocados enfrente de los cardenales.

Al día siguiente de las amargas palabras por parte de Gatta en la tercera sesión, los patriarcas orientales fueron cambiados de sitio de nuevo. Tenían una mesa para ellos solos, al lado de los cardenales. Estaba sobre la primera tarima (sobre la segunda estaba la mesa de los moderadores, y sobre la tercera la de los presidentes).

En este ambiente tan distendido comenzó la discusión sobre el esquema sobre las iglesias orientales. Y el tema siguió en el mismo tono. Máximos intervino para decir que el esquema no era gran cosa; pero que, sin ningún lugar a dudas, lo más mierdero de todo era la parte dedicada a los patriarcas. Lo llegó a calificar de “inadmisible”. “En primer lugar”, argumentó el melquita, “es un error presentar la figura del patriarca como una figura oriental”, dado que, como ya había defendido en la carta a Juan XXIII, “el Papa no es sino el primer patriarca de la Iglesia”; el descrito por el propio Anuario Pontificio como Patriarca de occidente. Y luego se montó un Puchimón. Dijo, con total claridad, que no entendía por qué los patriarcas tenían que consultar tantas veces a la Curia; “el patriarca y su sínodo”, dijo, “sin prejuicio de las prerrogativas del sucesor de Pedro, deben ser normalmente las autoridades superiores para todos los asuntos concernientes al Patriarcado”.

Tú ya sabes de lo que estaban hablando en el fondo, ¿o no? Exacto: la pasta.

El obispo maronita Michael Doumith fue también prístinamente claro: “las grandes esperanzas surgidas en las iglesias orientales con la celebración de este concilio han desaparecido en su práctica totalidad con este esquema”. Su principal crítica fue que el esquema no dijese nada sobre el problema de la existencia de obispos de diferentes ritos católicos en la misma sede. ¿Os dije o no os dije que el fondo del tema era, en realidad siempre es, la pasta?

En cuanto a las visiones no orientales, el obispo auxiliar de Filadelfia, Gerald McDevitt, consideró que el esquema estaba redactado de una forma que asumía que todo católico habrá de retener el rito de aquel lugar donde nazca. Vino a decir que, si verdaderamente el concilio iba de ecumenismo y libertad de conciencia, eso no podía ser. De hecho, se preguntó por qué las personas que querían cambiar de rito tenían que solicitarlo a la Santa Sede (ya le contesto yo: para poder cobrarles), que además tardaba hasta un año en contestar.

La discusión terminó, como he dicho, el 20 de octubre. El esquema recibió un 63% de votos afirmativos, por lo que lo que tocaba era devolverlo al corral. Los votos cualificados, es decir afirmativos pero acompañados de enmienda, fueron varios centenares; la mayoría de ellos incidían en el tema que había denunciado McDevitt, es decir, abogaban por una liberalización del rito para que cada uno decidiese lo que le petase y tuviese que andar pidiendo permisos y pagando. Pero, oh casualidad, la Comisión correspondiente se posicionó en contra de las enmiendas. El 20 de noviembre de 1964 se presentó a votación un texto desde la comisión, con cambios meramente cosméticos. Al día siguiente, el Papa presidió la votación del esquema, que fue aprobado por una aplastante mayoría. Ay, la pasta…

Es sólo mi opinión; pero creo que lo que pasó fue que prevaleció el business model.

Dicho esto, es claro que en Roma estaban preocupados con el tema del ecumenismo, y el hecho de que la gestión que habían hecho de aquella crisis, cuando menos en mi opinión, no fue la mejor del mundo. Pablo VI, por ello, visitó a principios de 1964 al patriarca Atanágoras I de Constantinopla; y, el 7 de diciembre de 1965, en las últimas boqueadas del concilio, impulsó el gesto simbólico de que él mismo y Atanágoras se levantasen las excomuniones recíprocas que llevaban vigentes desde que las iglesias se escindieron, en el 1054.

El Anuario Pontificio de 1966, una vez que habían terminado todas las ceremonias, las pamemas y las memeces habituales y ya descritas, volvió a situar a los patriarcas después de los cardenales. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario