jueves, octubre 10, 2024

Mao (27): El amigo americano

Papá, no quiero ser campesino
Un esclavo, un amigo, un servidor
“¡Es precioso, precioso!”
Jefe militar
La caída de Zhu De
Sólo las mujeres son capaces de amar en el odio
El ensayo pre maoísta de Jiangxi
Japón trae el Estado comunista chino
Ese cabronazo de Chou En Lai
Huida de Ruijin
Los verdaderos motivos de la Larga Marcha
Tucheng y Maotai (dos batallas de las que casi nadie te hablará)
Las mentiras del puente Dadu
La huida mentirosa
El Joven Mariscal
El peor enemigo del mundo
Entente comunista-nacionalista
El general Tres Zetas
Los peores momentos son, en el fondo, los mejores
Peng De Huai, ese cabrón
Xiang Ying, un problema menos
Que ataque tu puta madre, camarada
Tres muertos de mierda
Wang Ming
Poderoso y rico
Guerra civil
El amigo americano
La victoria de los topos
En el poder
Desperately seeking Stalin
De Viet Nam a Corea
El laberinto coreano
La guerra de la sopa de agujas de pino
Quiero La Bomba
A mamar marxismo, Gao Gang
El marxismo es así de duro
A mí la muerte me importa un cojón
La Campaña de los Cien Ñordos
El Gran Salto De Los Huevos
38 millones
La caída de Peng
¿Por qué no llevas la momia de Stalin, si tanto te gusta?
La argucia de Liu Shao Chi
Ni Khruschev, ni Mao
El fracaso internacional
El momento de Lin Biao
La revolución anticultural
El final de Liu Shao, y de Guang Mei
Consolidando un nuevo poder
Enemigos para siempre means you’ll always be my foe
La hora de la debilidad
El líder mundial olvidado
El año que negociamos peligrosamente
O lo paras, o lo paro
A modo de epílogo  


Stalin sabía bien que este cambio de actitud por su parte iba a suponer una noticia devastadora para Mao; sabía, pues, que tenía que tirarle un hueso. Así que el 18 de noviembre le envió un telegrama a Mao informándole de que, por fin, iba a dejar que Mao An Ying, su hijo, regresase a Yenan. La noticia le llegó al jefe comunista cuando se encontraba en medio de un colapso nervioso, derivado de que las cosas en Manchuria fuesen como la rana. El 22, fue ingresado en un hospital (del cual todos los demás pacientes habían sido dados de alta el día anterior); los primeros cuatro días que pasó allí no fue capaz ni de levantarse de la cama.

Shi Zhe, el asistente más cercano a Mao, viéndole al borde del ictus o algo así, le sugirió el envió de un telegrama a Stalin pidiéndole ayuda. Mao estuvo de acuerdo, y Stalin, de hecho, contestó inmediatamente, ofreciendo enviar a un equipo de médicos. Mao dijo que sí, pero parece que apenas unas horas después se lo pensó mejor. Sólo unos días antes, Stalin había llamado a Moscú al médico soviético que atendía a Mao, el doctor Andrei Orlov (no confundir con Alexander Orlov, el tipo que estuvo en la guerra civil española y luego desertó). Nada más pisar el aeropuerto de Moscú, Stalin le ordenó a Orlov que se diese la vuelta y regresase a Yenan. En un gesto muy de jefe español, pues, le echó al subordinado la culpa de la decisión que había tomado él.

Orlov estaba en Yenan de nuevo el 7 de enero de 1946, acompañado por otro doctor-espía, un tal Melnikov. Examinaron a Mao y no lo encontraron enfermo de nada. En el avión de los doctores también voló An Ying, orgulloso poseedor de una pistola labrada, regalo del mismo Stalin. Volver a ver a su hijo, aparentemente, le hizo bastante bien al líder comunista.

El ejército soviético abandonó Manchuria el 3 de mayo de 1946, tras diez meses de ocupación. Las órdenes de Mao fueron defender las grandes ciudades y las líneas férreas, conservándolas bajo control comunista. De hecho, su orden fue “defenderlas como se defendió Madrid”; que, tal vez, no era el mejor símil del mundo, para qué nos vamos a engañar. Liu Shao Chi fue de la opinión de que el objetivo era demasiado ambicioso para los comunistas, y que lo mejor era comenzar a preparar el abandono de varias ciudades. Pero Mao insistió en que las ciudades debían defenderse hasta la muerte (entiéndase: hasta la muerte socialdemócrata, es decir, la muerte de otro). El comunismo oficial, años después, construyó la teoría, muy vigente aun hoy en día, de que Mao fue el padre de una estrategia consistente en hostigar a las ciudades desde las zonas rurales. En realidad, esta estrategia no fue de Mao, sino de Liu; y Mao, de hecho, la prohibió.

Pasó lo que tenía que pasar: una batalla tras otra, quedaba en evidencia el dato de que el Ejército Rojo no era enemigo para los nacionalistas. En unas pocas semanas desde que el primo de Zumosol soviético se hubo marchado de Manchuria, el gobierno chino había tomado todas las grandes ciudades manchúes salvo Harbin.

El 1 de junio, Lin Biao solicitó permiso a Mao para abandonar Harbin. Su plan era acercarse a la frontera con la URSS y sus satélites, y montar allí una guerrilla rural. La respuesta de Mao fue rogarle a Stalin, por dos veces, el regreso de las tropas soviéticas a Manchuria. Algo que Stalin, quien se debía a los acuerdos de Yalta, no podía hacer sin generar un escándalo. Así las cosas, el 3 de junio Mao aceptó el abandono de Harbin. El líder comunista se encontraba , en ese momento, en una situación desesperada. Uno o dos golpes más, y el entonces futuro, hoy pasado, de China (y del mundo) habría sido otro. En puridad, la única esperanza que tenía Mao es que alguno de los actores geopolíticos del área fuese tan subnormal como para ayudarle hasta el punto en que Stalin había decidido que no podía.

Puede parecer difícil que pueda haber alguien tan subnormal. Pero, amigo mío, si eso piensas, estas infravalorando a los Estados Unidos de América.

En los Estados Unidos, Chiang Kai Shek no caía simpático. Muy especialmente, le resultaba bastante antipático a muchos de los mandos del ejército USA emplazado en China. Hierático, mandón, una especie de Ho Chi Minh sin comunismo, el Generalísimo despertaba enormes desconfianzas en muchos despachos de los Estados Unidos. Las potencias occidentales llevaban doscientos años considerando a los chinos como unos tipos con sus tradiciones y sus mierdas, pero fieles y pacíficos como perritos. Chiang, sin embargo, era un gato cabreado, y ellos lo sabían.

Ante estas personas para las que Chiang era un chino impredecible que sabe Dios qué China iba a construir cuando la hiciese suya, Mao supo construirse su propia imagen de comunista avant la lettre que, en realidad, lo que quería era una reforma agraria, y poco más. Y los estadounidenses, que tienen siempre esa capacidad innata a creerse lo que quieren creer, le creyeron. Visto lo visto en el resto de la película, supongo que es difícil de imaginar. Pero lo cierto es que, en los convulsos y muy especiales momentos del final de la segunda guerra mundial, momentos en los que todos los que habían ganado eran amigos, donde no había más cabrón en el mundo que el fascismo, y donde todo el mundo avanzaba sinceramente hacia un mundo chupi guay de salchipapas; en ese ambiente, digo, el Kuomintang era el malo; y el Partido Comunista Chino era ese amiguete rarito de las fiestas de universidad que, hombre, rarito es; pero te cae de puta madre.

A mediados de 1944, cuando todavía los japoneses luchaban en China, Franklin Delano Roosevelt, ese cráneo previlegiado que yo creo que si lo ve el otro Roosevelt, se levanta de la tumba, le da dos hostias y luego se vuelve a meter; Franklin Roosevelt, digo, envió una misión a Yenan. No la envió a China, ni a Chongqing. La envió a la capital comunista. Lector compulsivo de los relatos de ciencia-ficción de Edgar Snowrrondo, Roosevelt creía que podía mecer la cuna del comunismo chino con la complicidad de Mao; y Mao, que para según qué cosas era como siete veces más listo que él, lo dejó creerlo. Unos días después de haber llegado los estadounidenses a Yenan, Mao le confesó a los soviéticos que estaba pensando en la idea de cambiarle el nombre al PCC; y esa idea sólo podía venir de un lado. Moscú entendió la jugada y, pocos días después, el mismísimo Viacheslav Molotov le contaba al general Patrick Hurley, enviado especial de Washington a China, que había que entender la forma de hablar de los chinos; y que, por eso, muchos se llamaban a sí mismos comunistas cuando, en realidad, no lo eran. Venía a decir Molotov que “comunista” venía a ser una palabra más o menos como era (más bien: como algunos pretenden que era) el comunismo al final del franquismo; es decir, que en realidad era una sinécdoque en la cual se englobaban todos aquéllos que eran críticos con el régimen y sus condiciones sociales. En consecuencia, explicó Molotov, la URSS no se sentía concernida hacia muchos de esos chinos que se decían comunistas, pero no lo eran. Todas estas mierdas fueron creídas en Washington como si fuesen advocaciones de Nuestra Señora de Fátima; entre otras cosas, como digo, porque querían ser creídas.

En diciembre de 1945, las cosas estaban muy lejos de haberse desarrollado como Rita Irasema, el Padre Ángel, Snowrrondo y el resto de asesores de Roosevelt habían imaginado. Había una guerra civil de la hostia en China, y Harry Truman, el sucesor de FDR, había decidido pararla. Para ello, decidió enviar a China a uno de sus pesos pesados, el general George Marshall; un general, no lo olvidéis, que durante años pensó, dijo y escribió que Iosif Stalin era un tipo muy de fiar.

Marshall era un veterano de China. Había estado allí en los años veinte; y era uno de esos altos mandos militares americanos a los que no les gustaba Chiang Kai Shek. Asimismo, creía a pies juntillas en que el comunismo chino y los Estados Unidos tenían más cosas que los acercaban que cosas que los alejaban. En el curso de su primer encuentro, Chou En Lai le dijo a Marshall que el mayor deseo del PCC era que China fuese una democracia al estilo estilo estadounidense; han pasado ochenta años, y el general Marshall sigue esperando. El gran portavoz del comunismo chino habló y no paró de lo claro que tenía que Mao, puesto a elegir un socio geopolítico, siempre preferiría a Washington sobre Moscú; una afirmación que, con el nivel de información que hemos de suponer tenía EEUU en aquel entonces, hay que ser un subnormal de mierda para encontrarle el más mínimo adarme de verdad. Pero ésta fue la versión de las cosas que Marshall le transmitió a Truman; hasta el punto de que, en los años venideros, a pesar de que el curso de los acontecimientos fue bien claro, Marshall siguió sosteniendo que los comunistas chinos habían sido más cooperadores que los nacionalistas.

Prueba de que Marshall, más que no tener información, se negaba a creer la que recibía (mientras otorgaba estatus de verdad evangélica a mentiras como las de Snowrrondo) es que, todavía en diciembre de 1945, le dijo a Chiang Kai Shek que era realmente importante “determinar si Mao Tse Tung tiene algún tipo de contacto con Stalin”; porque, tócate los remueldes María Remigia, ése era un hecho que ¡todavía tenía que confirmarse! En febrero de 1948, es decir tres años después de terminar la segunda guerra mundial, todavía le dijo al Congreso de los EEUU que “en China, no tenemos evidencia concreta de que el Ejército Rojo esté apoyado por fuerzas comunistas exteriores”.

Este pollo, el indocumentado general Marshall, visitó Yenan a principios de marzo de 1946. La primera consecuencia de la visita fue el pequeño exilio del hijo de Mao, An Ying. An hablaba inglés, y por ello tenía línea directa con los estadounidenses; de hecho, el corresponsal de la Associated Press, John Roderick, le había hecho una entrevista. Eso era algo que Mao no podía soportar. Así que lo mandó al campo a una misión ridícula que consistía básicamente en tomar por culo.

Mao y Marshall tuvieron un largo paseo, según el relato que Marshall le envió a Truman, durante el cual, según el estadounidense, “Mao no mostró ningún resentimiento y aseveró su total espíritu de cooperación”. Mao le contó a Marshall que lo que había en Manchuria no era un ejército sino bandas de pringaos; tan desorganizados que en Yenan ni siquiera habían podido contactar con sus jefes (el principal de los jefes de estos presuntos guerrilleros aislados era un miembro del Politburo; cosas que no se sabe qué es peor, si que Marshall no las supiese, o que las supiese pero no las creyese).

El resultado de aquella entrevista fue claro. En la primavera de 1946, Mao estaba, como aquél que dice, enfrentándose a su propio Dunquerque. Las tropas nacionalistas en Manchuria empujaban a los comunistas hacia el norte, y amenazaban con echarlos del país. Pero, en ese momento, el general Marshall, tras su sincera y buenrollista conversación con Mao mientras paseaban entre flores y besando osos panda, procedió a presionar a Chiang Kai Shek para que detuviese la ofensiva. Un enfurecido Generalísimo hubo de aceptar un alto el fuego de quince días. El 3 de junio, como ya sabemos, Mao, arrastrando el escroto, había dado la orden de abandonar Harbin. Pero horas después comenzó el alto el fuego; y el 5 envió otra orden, estableciendo que Harbin habría de ser defendida a toda costa, y añadiendo: “la marea ha cambiado”. Algo sabría.

La tregua de Harbin fue una de las peores noticias de toda la guerra civil para el bando nacionalista. En el peor de los casos, haber seguido con sus ataques le habría supuesto destruir toda posibilidad de los comunistas de llevar a cabo el plan de Liu Shao, y construir una base en la frontera con los soviéticos. En el mejor de los casos, los habrían destruido; lo cual habría ahorrado la vida de 70 millones de chinos en los años por venir. Para nada de eso pasó, porque el puto general Marshall de los cojones no quiso que pasara.

Más aún. Marshall se dirigió a Chiang para sugerirle que el alto el fuego se extendiese en el tiempo hasta los cuatro meses; y en el espacio a lo largo y ancho de toda Manchuria. La propuesta traía aparejada la idea de dejar a los comunistas establecerse permanentemente en el norte de la región.

Para sorpresa del líder del Kuomintang, la presión de Marshall se vio aumentada por la presión del propio presidente Truman; y es que Harry Truman, la verdad de las cosas, da la impresión de no haber entendido nunca, ni medio bien, el sudoku asiático. Las cosas como son, para los inquilinos de la Casa Blanca la opinión pública lo es siempre casi todo; y en el ese momento en EEUU el apoyo a Chiang Kai Shek era del 13%, con un 50% de estadounidenses considerando que lo que tenía que hacer el país era salir de China.

A mediados de julio, dos escritores chinos anti nacionalistas fueron asesinados en la calle en zona controlada por el Kuomintang. En agosto, Truman le escribió una carta muy dura a Chiang en la que citaba estos hechos. El Generalísimo, ante estas presiones, ordenó a sus tropas en Manchuria que se pusieran en modo esperar y ver. Hay que decir que Chen Li Fu, uno de los generales más cercanos a Chiang, fue una especie de líder de quienes no querían ese pasteleo; y lo hizo diciéndole al Generalísimo: “tienes que ser como Franco en España: una vez que decides combatir el comunismo, tienes que combatirlo hasta el final”. Es muy probable que Chiang estuviese de acuerdo con su compañero. Pero Washington le había dejado claro que si seguía con las hostias no podría contar con ellos, y el chino los necesitaba.

De esta forma, Mao Tse Tung, que estaba vencido y a punto de colarse por el sumidero de la Historia, pudo construir una base comunista en el norte de Manchuria, más grande que Alemania, con fronteras y conexiones ferroviarias con la URSS y sus países satélite en la zona.

Miles de estadounidenses, que en ese momento empezaban a recortarse los pelos de los huevos, acabarían pagando todo aquello con sus vidas en las planicies de Corea. Pero para entonces, el general George Marshall era un héroe nacional. Y es que, ciertamente, qué razón tenía mi padre cuando decía eso de: “hay que joderse”.

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