miércoles, febrero 08, 2012

Los hechos puntuales



Vaya por delante un asunto: en mi ajurídica opinión, el juez Baltasar Garzón no debería ser condenado por prevaricación en el caso relacionado con su pretensión de investigar los crímenes del franquismo. Yo a Garzón lo veo culpable, eso sí desde hace muchos años, de ser un juez con unos conocimientos procesales cuestionables (no es la primera vez que la instrucción de un sumario se le atasca) y demasiado ideologizado. Pero, como digo, un prevaricador no es alguien torpe; es alguien hábil y listo que utiliza esa habilidad, y esa inteligencia, para llevarse el gato al agua y tomar decisiones que sabe no debe tomar.

Pero una cosa es considerar que un tipo no es culpable de lo que se le acusa, y otra muy distinta es que quien le apoya pueda decir chorradas.

Dicen las noticias publicadas por ahí que el fiscal José Navajas, durante su intervención en la sesión final del juicio por lo que se ha dado en llamar la Causa General del Franquismo, ha afirmado que el suceso de Paracuellos fue «un episodio puntual de saca de presos»; que los investigadores de hoy en día cuestionan que hubiese personas de la República implicadas, en directa referencia a Santiago Carrillo, superstite de aquellos tiempos.

Con la venia, esto es muy, pero que muy, cuestionable.

Hombre, lo mismo tiene razón, puesto que, al fin y al cabo, no hay ninguna regla inmanente que nos diga cuál ha de ser el significado que hemos de dar a la expresión «episodio puntual». Lo mismo cabe considerar que 85.000 personas apiñadas en las gradas del estadio Santiago Bernabéu un domingo de fútbol son «un episodio puntual de ocupación de unas instalaciones deportivas». Sugiero a los adúlteros y adúlteras que, cuando sean pillados por su cónyuge llamando al móvil a la churri seis o siete veces al día, aduzcan que se trata de meros «episodios puntuales».

Durante las primeras semanas de la guerra civil, y durante meses, las sacas de presos, y los intentos de hacer presos a civiles desarmados, estuvieron lejos de ser puntuales; a menos que nos queramos referir a que, normalmente, se producían, con puntualidad, al caer la tarde. Paracuellos no es un hecho aislado. Está el Tren de la Muerte. O el Túnel de Usera, más tarde. O los siete religiosos de Ciempozuelos. Y está, sobre todo, la matanza de la cárcel Modelo, donde hasta diputados de la nación, como Melquiades Álvarez, murieron masacrados como perros, en el mismo patio, sin juicio y, por supuesto, sin la defensa a la que les daba derecho la Constitución de la República.

Acudo aquí a las memorias de Aurelio Núñez Morgado, embajador de Chile y decano del cuerpo diplomático entonces destacado en España, quien, en calidad de tal, hubo de coordinar las negociaciones con el gobierno español para conseguir que respetase el derecho de asilo de personas, una vez más civiles, que se habían refugiado en las embajadas para que no se los llevasen a las checas. Morgado cuenta en su libro, con pelos y señales, el caso del marqués de Veragua, descendiente de Cristóbal Colón, hombre para entonces ya provecto y carente de notación política, quien desapareció de su casa, generando con ello, por razón de su ilustre tatarabuelo, la reacción inmediata de los embajadores latinoamericanos. Relata en el libro cómo el gobierno les daba garantías de que lo mirarían, de que lo buscarían; pero sólo logró encontrarlo fiambre, en una cuneta de las afueras de Madrid; ello a pesar de que los embajadores tenían noticias ciertas de que estaba en la checa de Velázquez.

Pero fue, claro, un «caso puntual»; más que nada, porque no había más descendientes de Colón que apiolarse por allí.

Es importante que el lector sepa,  y si no lo ha imaginado se lo digo yo, que el autor de este blog es tonto, pero no gilipollas. Quiero decir que critico el desconocimiento de los hechos de la guerra civil, pero soy perfectamente consciente de que me estoy situando en el best scenario; puesto que es más que probable que la verdad sea peor y, en realidad, se digan estas cosas porque se quieren decir, y porque hay toda una corriente que, además de permitirlo, lo alienta.

La historiografía republicana lleva setenta años intentando orillar los sucesos de Madrid, de Barcelona, de Valencia, tras el estallido de la guerra civil, así pues es bastante probable que ya, con los años que lleva, jamás se baje ya de la burra.

La burra porta, fundamentalmente, dos alforjas.

La alforja uno es el argumento que el propio Navajas, según las noticias, ha sacado a pasear en su discurso: es cuestionable que dirigentes republicanos estuviesen implicados en lo de Paracuellos.

La alforja dos, íntimamente ligada a la uno, sostiene que, si bien las violencias del bando franquista, durante y después de la guerra, fueron perpetradas por sus responsables, las violencias republicanas fueron perpetradas por una masa ignota de incontrolados sin nombre, que no se sabe ni a qué líderes ni a qué ideas daban servicio. Todo lo malo que pasó en la República, desde la quema de iglesias del 10 de mayo de 1931, hasta las checas y los paseos, fue cosa de incontrolados.

Y, la verdad, lo mismo tiene razón; para desgracia de los republicanos. Yo, la verdad, no sé cómo los memoriohistóricos no se dan cuenta de que defender estos argumentos es poner a la República en el peor lugar ante la Historia.

Si verdaderamente la matanza de Paracuellos se produjo sin la intervención de ningún miembro del gobierno, o de la Administración, o de las Fuerzas de Seguridad de la República, entonces lo que tenemos no es, desde luego, un caso de cooperación para el asesinato; tenemos un caso de dejación de las funciones de gobierno, que es muchísimo más grave. ¿Acaso alguien, hoy, en Madrid, puede coger a 2.000 pavos, meterlos en camiones, llevarlos a las afueras del aeropuerto de Barajas y matarlos a tiros, impunemente? Si alguien intentase cosa tal, ¿acaso no irían la policía, la guardia civil y la BRIPAC, en fila de a siete, a impedir tal desafuero? ¿Cuántos nanosegundos tardaría el ministro del Interior, o el delegado del Gobierno, fuese del partido que fuese, en dar la orden de movilización?

Morgado cuenta en su libro un episodio, citando de las actas de las reuniones del cuerpo diplomático, que muestra a las claras la escasa implicación de los mandos republicanos en las cosas que pasaban en Madrid más o menos en los tiempos en los que Paracuellos parecía el metro de Callao. Conviene reproducir los párrafos (con mis cursivas):

«En la sesión de 19 de noviembre [de 1936], el decano da lectura a un telegrama del Ministerio de Estado, de Valencia [el cuerpo diplomático había acordado no seguir al Gobierno en su traslado], en el que le dice que le concede un plazo de 24 horas para que se desalojen los locales que ocupaban en Madrid las embajadas de Alemania e Italia (...)

»El decano expresa que, apenas recibió la comunicación del Ministerio de Estado, se dirigió al General Jefe de la Plaza [José Miaja Menant] en petición de garantías para hacer salir a la gente que allí se hallaba refugiada, y que consta de unos 20 alemanes y 45 españoles. Se complace declarando que el general Miaja, que también había recibido copia del mismo telegrama, le prometió el envío de las fuerzas necesarias para el momento que se le indicara.


»Se trató extensamente del modus operandi para sacar de la embajada alemana a las personas que allí se encuentran y que sin nuestra ayuda correrían peligro de muerte [sigue la descripción de la distribución de los civiles entre las embajadas]. A fin de no atraer la atención de las milicias [ya se ve lo mucho que confiaba el cuerpo diplomático en Miaja] se acordó proceder a las ocho en punto de la mañana, para lo cual los coches debían ser muy precisos [entiendo que quiere decir puntuales]. Así se le comunicó al Jefe de la Plaza [general José Miaja Menant].

»En la sesión del día 20 se dio cuenta de los graves incidentes producidos en la mañana de ese día con motivo de la evacuación de la embajada alemana. Contrariamente con lo ofrecido por el general Miaja, las guardias militares brillaron por su ausencia; en cambio, había varios centenares de milicianos armados que entorpecieron hasta el punto de impedir la salida de la mayor parte de los refugiados. Las balas disparadas contra los coches de los diplomáticos no causaron más daño que la rotura de algún neumático y la perforación de una carrocería. Este asunto era ya de preverlo. Ayer tarde, dice el decano [Morgado], el representante de Suiza me vino a avisar que en la terraza inmediata a la embajada, y en cuyo edificio Suiza tiene su cancillería, habían colocado dos ametralladoras enfocadas hacia el jardín de entrada de la embajada con claros propósitos de impedir todo acceso a dicho local. Inmediatamente me puse al habla con los ayudantes del general Miaja, en ausencia de éste, y prometieron hacer retirar ese armamento, como, en realidad, a la entrada de la noche, lo realizaron».

Aurelio Núñez Morgado: Los sucesos de España, vistos por un diplomático. Buenos Aires: Talleres Gráficos Argentinos L. J. Rosso, 1941. Páginas 244 y 245.

Cuenta más cosas curiosas. Por ejemplo, en el acta de la primera reunión del cuerpo diplomático, el 24 de julio de 1936, se da cuenta de que (cursivas mías) «días antes había pretendido asaltar la embajada de Chile una masa de 87 milicianos». Probablemente la «moderna historiografía», que como hace poco se cachondeaba el proboscídeo Tiburcio está a un cortacabeza de demostrar que la guerra la ganó la República, será capaz de demostrar que ningún responsable republicano formaba parte de aquella patota de 87 pollos armados; pero la pregunta es: un gobierno bajo cuyo sobaco pueden ir 87 tíos armados por Madrid como si tal cosa y asaltar una embajada... ¿está cumpliendo con su deber de gobernar?

Recapitulemos: mientras en Paracuellos se producía el «hecho puntual», hemos de entender que inusual y aislado, de que centenares de personas fuesen fusiladas contra las tapias, casi un centenar de milicianos asaltaban la embajada de Chile, y varios centenares se congregaban misteriosamente a primera hora de la mañana en la puerta de la embajada de Alemania (informados... ¿por quién?) para impedir la salida de unos refugiados; acción en la que no les duelen prendas de disparar contra vehículos en los que van diplomáticos, que es una cosa que en cualquier país es un delito que te cagas; en tiempo de paz, y en tiempo de guerra. Suceso, el traslado de la embajada, para el cual, en un edificio cercano, se habían colocado dos ametralladoras que batían el jardín de entrada; y que fueron obviamente colocadas por la autoridad republicana en Madrid, puesto que es ley de vida que quien retira, es porque puede retirar. Y si puede retirar, es porque ha puesto. Además, mientras se producía este hecho puntual, en la cárcel Modelo de Moncloa entraban unos cuantos incontrolados que se llevaban por delante, sin juicio ni hostias, a quien les pareció que debían. Siendo esta actuación tan evidente para todo el mundo que las actas del cuerpo diplomático las recogen; son varios los libros de memorias que cuentan cómo el anarquista Melchor Rodríguez, en nombrado responsable de prisiones, tuvo que impedir una saca de presos pistola en mano; y hasta el franquismo, cuando montó su Causa General, encontró innúmeras fotos de los muertos. Que hemos de suponer pertenecerían a la colección privada de algún incontrolado.

En paralelo, diversas organizaciones políticas okupan edificios emblemáticos de Madrid, como el Círculo de Bellas Artes, y montan allí cárceles paralelas a las del Estado, donde detienen a quien se les pone en la punta del rabo (por ejemplo, el descendiente del Almirante de la Mar Océana) y se los llevan por delante comme il faut. La situación es tan desconocida, tan clandestina, tan incontrolada, que los gestores de esas checas emiten vales que circulan por la ciudad, y siguen circulando, al parecer sin que el gobierno se entere, puesto que nunca actuó contra ellos. Vales como el que preside este post. Que, por cierto, ya que estamos aquí, os propongo una adivinanza. ¿Qué diríais que ocupa el envés del vale?

a) Un retrato de Durruti.
b) Un consejo alimenticio.
c) Una consigna anarquista.
d) Una llamada al alistamiento.

Quien quiera más datos sobre las sacas, que sepa que en este blog ya hemos escrito sobre ello.



Como decía, yo no aprecio nada malo, todo lo contrario, en defender a Garzón. Pero no hay por qué retorcerle el brazo a la Historia para hacerlo. Sin embargo, hasta cierto punto es lógico, pues todos estos posicionamientos, probablemente, son el resultado de un movimiento, el de la memoria histórica, que se basa un poco en esto. Se basa en imponer una interpretación historiográfica que en parte está por hacer (por eso el fiscal dice eso de que la actual investigación duda de esto o de aquello). La reacción del fiscal es, literalmente, el producto de lo que hay.

Durante este juicio hemos asistido a una extraña confusión de conceptos. Al menos por lo que yo he podido oír en la radio más que ver en la tele, parece que al juicio han ido testigos que son parientes de personas asesinadas en la guerra o durante el franquismo que reclaman poder desenterrar a sus muertos y darles adecuada sepultura. Lo que pasa es que, cuando menos en mi conocimiento, lo que pretendía Garzón era investigar los crímenes, esto es, derivar un culpable, y castigarlo. A mi modo de ver, son dos cosas distintas. Están relacionadas, pero no son la misma cosa. Si una persona sabe por la razón que sea que su abuelo fue injustamente fusilado en Rusia estando con la División Azul, tiene lógica que intente, en la medida que pueda, encontrar su tumba; pero que se dirija a Vladimir Putin exigiéndole que persiga a los que apretaron el gatillo, como digo, es otra cosa.

El fondo de la cuestión, tal y como yo lo veo, es la amnistía del 77. Una amnistía que no le gustó a nadie, pero que plugo a todos. Los libros son muchos. Por recomendar uno, voy a recomendar el de Francisco Candel, Un charnego en el Senado: Esplugas de Llobregat, Plaza y Janés, 1980; que tiene un capítulo entero dedicado a la amnistía. En uno de los párrafos, cuenta cómo un parlamentario socialista se levanta para recordar que, si votan a favor, estarán amnistiando a quienes han cometido desafueros sobre aquéllos que les perdonan; y un parlamentario de derechas, almirante para más señas, apostilla desde una bancada escondida: «Y Paracuellos»... Ante este panorama, Candel, que no era precisamente un facha (senador de la Entesa del Progrés, con personajes como Mosén Xirinachs), afirma (página 98) que «yo, al final, ya solamente deseo el borrón y cuenta nueva a todos los niveles, y a recomenzar de nuevo con unos esquemas justos y racionales».

En foros de internet, y teta a teta, le he dicho varias veces a quienes, desde la juventud, defienden la iniciativa de Garzón, si no les parece que es una falta de respeto a esas personas. Al senador Prats, a Justo Martínez Amutio, también senador; a Justino de Azcárate. A las personas que ocuparon sitial en aquellas primeras Cortes democráticas habiendo sufrido en sus carnes el mordisco de la represión o del exilio y, aun así, decidieron transar para lograr un futuro. Muchas de las personas que ahora declaran apoyando a Garzón para que pueda aclarar las circunstancias del asesinato de sus parientes tuvieron edad para votar a todos estos representantes parlamentarios que votaron la amnistía; algunos de ellos, con seguridad, les votaron.

Al paso del tiempo, lo importante de las guerras es no repetirlas, porque las guerras son sucesos tan dramáticos, tan jodidos, que jamás se puede aspirar a la reparación de todos sus daños. El otro día leía en un foro de Historia estadounidense que el arqueo que hace la historiografía de los combatientes estadounidenses cuya existencia se disolvió tras las líneas rusas y de los que nunca se volvió a saber nada, es espeluznante. ¿Sería justo buscar a los responsables de sus muertes, que cabe adivinar atroces? Por supuesto. ¿Es practicable? La verdad es que no.

Si ponemos el contador de las culpas a cero, Franco saldrá perdiendo; y, desde luego, bien que se lo merece, porque el franquismo es, mutatis mutandis, el conjunto de unas 350.000 cabronadas de la peor laya. Pero quienes tanto ambicionan ese proceso deberían pensar que, tal vez, su amada II República se puede dejar más de dos, y más de tres, plumas en el proceso. Porque algún día, cuando se vayan repasando las víctimas, se acabará llegando, un suponer, a la persona de Agapito García Atadell (un señor al que un falangista peligroso -por lo visto- como el cineasta Luis Buñuel acusa, negro sobre blanco, de violar a las mujeres de los hombres que paseaba). O de los asesinos de Palenciana. O del Cojo de Málaga (bueno, éste no, que lo mataron los republicanos...). Y a ver quién es el guapo que pide reparación moral para estos hijos de la gran puta.

Y, de paso, nos convence de que sus acciones fueron «hechos puntuales».

El marxista naïf (7)


El gobierno de 2 de noviembre de 1972 es puramente allendista. Ya no cabe hablar, en mi idea, de gobierno de la Unidad Popular, porque en el mismo ya no se respetan las cuotas de los distintos partidos, sino que son ministros aquéllos que Allende quiere. Como los militares y, muy especialmente, el general Carlos Prats González, comandante en jefe del Ejército, que es nombrado ministro del Interior. El contraalmirante Ismael Huerta es nombrado ministro de Obras Públicas, y Claudio Sepúlveda, general del ejército del Aire, de Minería. Según la prensa de la época, podrían haber sido más. Otras figuras señeras del ejército chileno, altos mandos como Rolando González, Urbina, Pickering, Vivero, o los jefes de la Marina, almirante Montero, y del aire, general Carlos Ruiz, habrían declinado educadamente ante el presidente, en la mañana del día 2, sus ofertas. Allende ha metido en su gobierno a tres militares y a los dos altos representantes de la CUT.

Puede la defensa histórica de Allende, sin duda, atacar el movimiento reaccionario que meses después liderará el general Augusto Pinochet; sobre el cual, por cierto, a finales del 72 el presidente tiene una opinión bastante positiva. Puede, lo he dicho, criticarle por reaccionario. Pero no, en mi opinión, por actuar para tomar el gobierno, porque quien trazó primero esa línea fue el propio Allende. Lo hizo, desde luego, sin separarse de la senda constitucional; pero alguien que llega a presidir un país debería tener claro que ésos son matices despreciables para un militar golpista; y los gobiernos no gestionan lo que es moral, sino lo que es.  

El gesto de nombrar a Prats dilapidó la tradición de un ejército constitucionalista y envió mensajes equívocos muy jodidos a los ambiciosos, que siempre son los que mantienen la cabeza fría en estos ríos revueltos. Allende, probablemente, creía que todo el Ejército estaba con él. Por eso lo usaba de andador de la revolución. De haber seguido vivo en esos momentos, de seguro Iosif Stalin le habría susurrado al oído: nombra un cuerpo de comisarios militares, como en el ejército republicano español, como en el soviético, y quítales el mando. Si no les quitas el mando efectivo, nunca podrás estar seguro de que no te lo van a estrellar en la cabeza.

Pero Stalin estaba muerto, y Allende era demasiado naïf. Lo que siempre me ha extrañado, la verdad, es que su amigo Fidel no le pusiera las cosas claras.

El 5 de noviembre, los gremios aceptan las condiciones del gobierno, y vuelven a currar sin haber conseguido el Pliego de Chile que, en la práctica, propugnaba dar marcha atrás en el proceso revolucionario. Desde Santiago de Chile, Gorriarán clama en sus crónicas que el lock-out y su gestión ha hermanado a Allende con los militares. En realidad, esto ha pasado, sí: con algunos militares. El general Prats se declara, como miembro del gobierno, abierto partidario de la política del gobierno, que considera una política dirigida contra «el capital extranjero y los monopolios» (curiosa valoración de la que se deduce que los camiones, las escuelas, los aviones, los despachos de abogados, y todos los que han ido al paro en Chile son propiedad de multinacionales, que los explotan en régimen de monopolio). Hay personas que conciben que el constitucionalismo militar consiste en que los militares nunca se declaren, como tales, ni partidarios, ni enemigos, de nada; no era ése, desde luego, el concepto de Allende.

Las señales comenzaron pronto. El 8 de diciembre del 72, la Corte Marcial recorta más que sustantivamente la condena al general Roberto Viaux por la muerte del general Schneider, dejándola en dos ridículos años. A Jaime Melgosa, condenado a cadena perpetua por realizar los disparos contra el general, se la rebajan a diez años.

En la primavera de 1973, todos los problemas acumulados se pusieron a prueba en unas elecciones de amplio espectro que renovaban, sobre todo, el Congreso. Los relatos de la etapa de Allende, así como los argumentos de muchas personas, sostienen que la Unidad Popular ganó aquellas elecciones, como sostienen que ganó las presidenciales que hicieron a Allende presidente. Ambas afirmaciones, no obstante, son matizables. Muy matizables.

Teniendo en cuenta que la Unidad Popular defendía, pretendía y trató de ejecutar un cambio sistémico en Chile (esto es, que las cosas se hicieran de otra manera o, si se prefiere, acabar con el capitalismo), la UP no podía decir que había ganado nada en 1970, porque la mayoría de los chilenos se había mostrado contraria a dicho cambio sistémico. En marzo de 1973 ocurrió lo mismo; lo que se ventilaba en esas elecciones era, de hecho, si la oposición iba a conseguir la mayoría de diputados suficiente para echar a Allende.

Lo que sí es cierto es que la Unidad Popular, en el 73, ganó votos. Y que consiguió su objetivo, esto es que su oposición no fuese lo suficientemente fuerte como para echar al presidente. Pero los resultados del 73 también pueden interpretarse como la confirmación de que en Chile había una mayoría no revolucionaria. Conclusión que el gobierno no sacó en ningún momento, y es por ello que no faltan analistas que digan que Allende no supo administrar su derrota dulce, victoria pírrica, o como quiera llamarse.

Yo creo que la Historia demuestra que son escasos, si es hay algunos, los políticos que saben interpretar una derrota dulce. Éste fue el calificativo que hizo Felipe González del resultado de unas elecciones, aseveró que había entendido el mensaje, y se aplicó, a las horas 24, a demostrarle al país que no había entendido una mierda. Sabido es que mucha gente habla de lo que en España se llama Síndrome de La Moncloa y en Chile bien puede llamarse Síndrome de La Moneda. Presidir un gobierno es tomar constantemente decisiones jodidas, y es normal que, por pura sanidad mental, uno acabe rodeándose del Yago de turno que, aunque quizá secretamente busque nuestro mal, se dedique a decirnos, a cada momento, que nuestras decisiones son siempre perfectas y nuestros pedos huelen a J’Adore. La repetición constante de la mentira, como dijo Göbbels, la convierte en verdad. El gobernante acaba creyéndose que es más listo de lo que es, que la situación es mejor de lo que es, y de que tiene más poder del que tiene.

En marzo de 1973, Salvador Allende había terminado por torcerle el brazo a los gremios que le habían acorralado con sus paros y había mejorado su volumen de votos. Pudo interpretar que ese aval (no me cansaré de escribirlo: minoritario) se lo daban para consolidar lo hecho. Pero no hizo eso. Lo que hizo fue interpretarlo, tal y como le reclamaba el senador socialista Altamirano, erigido en portavoz del radicalismo allendista, como una llamada a profundizar en las reformas revolucionarias.

La interpretación que hizo Allende de los resultados del 73 fue tan lerda, tan burda y casposamente revolucionaria, que ni siquiera reparó en el problema que le planteaba el relativo fracaso de la Democracia Cristiana. Con un 32% de los votos, Eduardo Frei seguía siendo el principal partido de la oposición, pero muy por debajo de lo que necesitaba y de hecho esperaba. Un 32% significaba que la DC no podía aspirar a ser, ella sola, alternativa a la UP; que es lo que, paradójicamente, le habría dado más fuerza al gobierno.

¿Por qué? Pensémoslo en términos españoles y actuales. Si tú, lector, fueses Rajoy, ¿preferirías que el PSOE obtuviese 110 diputados, u 80? Un punto de vista miope se decantará por lo segundo. Miope, porque no verá que los 30 diputados de menos del socialismo no serán, desde luego, para el PP. Serán para otros grupos de izquierda que, automáticamente, tendrán una fuerza para pactar con el PSOE que hoy no tienen. En conclusión, la oposición al gobierno del PP será más radical, más bloqueante, que la que pudieran ejercer los socialistas de dominadores del cotarro opositor.


La literatura comunista quiere ver en Eduardo Frei un golpista más y en la DC el centro del golpe de Estado. En mi opinión, si la DC acabó siendo una especie de civil colaborante del golpismo militar no fue por convicción, sino por debilidad; no tenía votos suficientes para oponerse al universo Partido Nacional-grupos de ultraderecha. Pero esto es algo que Allende, borracho de su presunto triunfo, no pudo, ni quiso, ver.

Otro factor importante de las elecciones es la debacle de los socios de la Unidad Popular. El Partido de Izquierda Radical, que había desertado de la UP y aspiraba a arañar un 3% de los votos, quedó laminado. El Partido Radical integrado en la coalición gubernamental no tuvo mejor suerte. La Izquierda Cristiana consiguió un solo escaño en la persona de Luis Maira. Y el MAPU tuvo unos resultados lo suficientemente raquíticos como para abocarlo a la división. El sector de izquierda, liderado por el ex subsecretario de Economía Garretón, se embarcó en una vieja hacia lo ultra que no le hizo ningún favor a la coalición.

¿Por qué fueron tóxicos estos resultados para Allende? Pues porque el destino que fijaban para los partidos minoritarios de la UP era su desaparición, fagocitados en las grandes formaciones de la coalición (partidos Socialista y Comunista; al gusto), cosa a la que, tras haber probado las mieles del poder compartido con marca propia, no estuvieron dispuestos a acomodarse. En consecuencia, la presión a la izquierda de la Unidad Popular será aún más fuerte. Como lo era a la derecha por la relativa debilidad de la Democracia Cristiana.

Pero, sobre todo, el principal problema de Allende estaba en el hemisferio izquierdo de su cerebro político, llamado Partido Socialista. El senador Carlos Altamirano, en buena parte responsable de que el socialismo chileno aparezca en esos tiempos como mucho más radical (léase menos estratégico) que el comunismo, es la principal fuerza que susurra al oído del presidente aquello de: «Luc, soy tu padre». En este caso, además, es verdad.

martes, febrero 07, 2012

Confesiones de un empollón

Mi nota media en el bachillerato fue de 9,8. Perdí dos décimas por el inglés. Tengo colgado de la pared de mi despacho el diploma por el que la Universidad de Cambridge me acredita como Certificate of Proficiency in English, y jamás he recibido ni un minuto de clase de inglés fuera de los términos municipales de Madrid o de La Coruña. El día que Franco murió, 20 de noviembre de 1975, me puse muy contento; ganaba tres días para terminar un trabajo que tenía que entregar sobre Dante Alighieri, que todavía conservo y que tiene 36 páginas escritas a máquina. Tenía 13 años.

El ministro de Educación y Cultura, José Ignacio Wert, ha dicho hace poco, al parecer, que el problema de España empezó el día que en clase nos empezamos a cachondear del empollón. La verdad, en sentido estricto no puedo apoyarle. Durante mis años colegiales, yo no me sentí discriminado ni apartado. Nací con ambliopía y con un ojo izquierdo que no servía ni para partir nueces y que, de aquella, en los primeros años de mi vida, estaba pegado a la nariz, como si en la napia hubiese un imán. Sufrí muchísimo más por ser bizco que por ser estudioso. Y eso sólo pasó, además, en los primeros años de colegio.

Yo no tengo conciencia de que alguien haya pasado de mí por ser empollón. Sí tenía la sensación, que los años adultos han confirmado, de que algunos de mis compañeros de colegio se retraían de hablarme porque pensaban que yo era algo raro. Y no se equivocaban, porque es cierto que los empollones somos algo raros; en mi defensa diré que yo también pensaba de ellos que eran raros, pues me parecía, y me sigue pareciendo, que alguien que se sabe de memoria las características de varias decenas de modelos de motos, muy normal no es. Pero, en todo caso, los empollones somos raros. O muy raros, como los de Big Bang. Ahora que lo pienso, Sheldon también es un fanático de los videojuegos. Vete a saber si es un síntoma.

Pero hay una parte del discurso de Wert que sí que es verdad. El español medio puede que no pase de los empollones o puede que, simplememente, se deje llevar por una inercia doble (él pasa del empollón y/o el empollón pasa de él). Pero pasa, definitivamente, de intentar ser un empollón.

Desde mi punto de vista empollón, el gran problema del español, y supongo que será un problema bastante universal, es el «yo no sirvo para estudiar». Uno puede decir que no sirve para hacer rappel porque tiene un vértigo que te cagas; es un obstáculo objetivo y, doy fe, insalvable. Pero uno no puede decir que no sirve para estudiar si nunca lo ha intentado, o nunca se ha cruzado con alguien que verdaderamente lo motive a hacerlo, o si vive en un hogar donde los progenitores valoran más la capacidad de tocar veinte veces con el pie un balón sin que se caiga que la capacidad de memorizar las coaliciones antinapoleónicas.

El problema de intentar ser empollón es que requiere sacrificio. Por eso la mayoría de los empollones lo son por diferentes grados de obligación; en mi caso, por ejemplo, tenía que ganar una beca, y las consecuencias de no ganarla eran altamente indeseables. La mayoría de los empollones que he conocido en mi vida (que son bastantes pues, como dice el refrán castellano, culos conocidos, de lejos se dan silbos) hubieran deseado poder estudiar menos, pero había causas diversas que se lo impedían o les aconsejaban la autocensura. Empollar es sacrificar una parte de la vida, y eso es algo que sólo se empieza a hacer si hay alguien, o algo, que te obliga. Así pues, el primer problema de la falta de empollones en España no está en los estudiantes, sino, first and foremost, en sus padres.

Mi experiencia me dice que hay, o había, dos tipos de padres enfrascados en la labor de enderezar a sus hijos como estudiantes, a hostia limpia si hacía falta. Una categoría eran los padres altamente exitosos, con elevados niveles de vida que, sin embargo, no se debían a abultadas herencias sino a su valía personal. Aquí caben empresarios y, sobre todo, profesionales liberales: abogados, arquitectos. Muchos de ellos, conscientes de que si su hijo se relajaba se exponía a un descenso brutal en su nivel de vida, los atizaban para que estudiasen como habían estudiado ellos.

La otra categoría de padres motivadores estaba formada por los extremadamente humildes, a menudo de escasa educación, que veían en la formación de su hijo, que de forma más o menos cómoda ellos podían pagar, una puerta para el ascenso o la consolidación social.

Entre ambos; entre el profesional brillante y el hombre sin educación pero con ambiciones, se sitúa una amplia masa gris de la sociedad española que es eso mismo: gris. Y no le importa legarle a sus hijos sus grisáceos puntos de vista, según los cuales no es la vida la que se acomoda al esfuerzo, sino el esfuerzo el que se acomoda a la vida. Se trata de padres, y madres claro, que se dicen y se repiten que trabajan muchas horas (sus padres, por lo visto, se tocaban los cojones a dos manos; y no digamos sus madres, amas de casa 18 horas al día, 365 días por año) y que por eso no pueden estar detrás de sus hijos. Se acomodan en eso de que hoy en día los maestros no motivan y no tienen ni puta idea (hecho que, demasiadas veces, es, además, verdad) y entran en una especie de espiral inercial, un «no se puede hacer nada» que, en realidad, quiere decir «no me sale de los huevos hacer algo». Los más sinceros de entre ellos dicen: «yo no pegaba ni sellos y no me ha ido tan mal»; que es como decir: «yo estuve una vez cerca de un león y no me atacó»: Ya, machiño; pero los leones muerden. Las más de las veces.

Luego está, claro, la personalidad del propio estudiante. El adolescente es un animal grupal; hasta tal punto que casi se le podría educar con sólo ver los deuvedés de El encantador de perros. La adolescencia es una etapa de la vida tristemente magnificada por quienes, hace cosa de 40 años, descubrieron el enorme filón de consumo (propio e inducido) que suponen los adolescentes y, por el camino de incitarlos a comprar de todo, los mitificaron a ellos y a su etapa de la vida. Hace algunos siglos, un adolescente no era nadie. Sus padres no les consultaban para nada, hasta el punto de que si tu padre decía que te harías aprendiz de carpintero y resulta que no eras hábil con las manos, lo que te tocaba era ajo y agua. El hombre en formación era considerado alguien sin albedrío y cuya función principal era obedecer. Aquello, desde luego, no estaba bien. Pero la vuelta de la tortilla, por la cual seres que no distinguen el Marca del Fedón deciden sobre más del 90% de su vida por sí mismos, no está mucho mejor.

Al adolescente grupal lo que más le preocupa es ser aceptado por el grupo. Y en el seno del grupo, lo importante es no distanciarse. El adolescente (hombre) fuma si los otros fuman, bebe porque los demás beben, pronuncia constantemente palabras como polla, chocho, polvo, mamada o encular porque sabe que de él se espera tal cosa, y estudiaría si los demás estudiasen. Lo que pasa es que el mundo no es El Club de los Poetas Muertos. Basta que uno solo de los miembros del grupo haya decidido que no vale para estudiar (léase que no quiere intentarlo) para que el resto de la manada vire a sotavento y adopte dicha actitud como su aptitud. A partir de ese momento, cada medio punto por encima de 6 se paga caro. El grupo ha apostado por una de las más seculares engañifas del alma española: mal de muchos, consuelo de tontos.

Hay una parte de esta filosofía que es lógica. Un ser humano de 14 años ha vivido unos 160 meses de vida, de los cuales se ha enterado a medias de unos 50. Así pues, hundir un mes de su vida en el fango de no salir y quedarse a estudiar en casa porque hay exámenes supone tirar a la basura un 1% de su vida. Eso es como pedirme a mí que me encierre a estudiar seis meses enteros y, la verdad, mucho me costaría, sobre todo si fuese un esfuerzo gratis et amore, como de hecho los estudiantes de colegio e instituto conciben el suyo. Otra vez, nos cruzamos con la importante, eterna, figura del padre. A él, a ella, le compete virar esa visión, explicar que las cosas no son así; y, al fin y a la postre, si aun así el cabestro no comprende y se obstina en amurcar contra la puerta de casa para irse de botellón, imponerle el esfuerzo que no está dispuesto a arrostrar por convicción. Son los padres los que deben ejercer esta labor porque el maestro no puede; cuanto más procure el maestro destacar al alumno para retribuirlo, más hará para perderlo, porque más lo apartará del grupo.

Los empollones son una amenaza porque el estudiante preuniversitario es un profesional cuyo oficio consiste en aprobar exámenes; no en aprender: en aprobar exámenes. El empollón es una clara amenaza porque, con su actitud, demuestra que se puede hacer mucho más que aprobar exámenes. Altius, citius, fortius. El empollón llega más lejos y, éste es el temor de la masa grupal, le demuestra al maestro que puede pedir más (reflexión estúpida donde las haya; si hay alguien que conoce bien las posibilidades de una mente púber, ése es el maestro). Y es en este punto en el que la moderna pedagogía, egalitaria e integradora, le ha puesto las cosas muy complicadas a los estudiosos. El profesor acomodaticio, que por las razones que sean llega a la escuela como Pedro Picapiedra, fichando al entrar y empezando inmediatamente a soñar con el momento en que fichará la salida, yabba dabba du, se alía, lo quiera o no, lo perciba o no, lo pretenda o no, con el enorme grupo gris. De una forma más o menos denotada, comienza a destilar pasotismo hacia el empollón; comienza, primero a permitir, después, directamente, a celebrar, las bromas contra el empollón, porque en el fondo son las suyas. Quizá es que él, también, cuando era joven, entendía que la vida hay que buscarla en el fondo de una botella marrón de zumo de lúpulo. O quizá es que, simplemente, está desmotivado, y la visión de un estudiante motivado, de una forma u otra, le jode.

Si las aulas se llenan, como yo me temo que se han llenado, de maestros acomodaticios, o de maestros que realmente creen que no hay que destacar al brillante porque eso sería como tratar de retrasados a los demás, el empollón pierde apoyo por el último flanco que lo esperaría. Es como si un día te cruzaras con el Papa y el tipo fuese y te abriese la cabeza golpeándote con un cáliz.

De todas formas, yo no sé, cuando Wert dice lo que dice, en qué momento está pensando; pero lo cierto es que lo que denuncia es un defecto secular. Yo siempre he pensado, y algún que otro soplamocos me he ganado por decirlo en voz alta, que España tiene la desgracia, repito, la desgracia, de ser la cuna de la literatura picaresca. Sí, ya sé que las novelas picarescas son la leche de bonitas, auténticas joyas literarias. Pero es obvio que la picaresca sólo puede nacer en una sociedad que la tenga asumida, que la tenga embebida en su forma de ser. Y que una sociedad permita, ampare, proteja y celebre al pícaro es una muy mala noticia.

Seamos claros: el pícaro, las más de las veces, es un hijo de puta. Un tipo que acaba obteniendo un beneficio para el que ni ha trabajado ni ha hecho el más mínimo mérito. Es más: lo más normal es que haya caminado, y mucho, en la dirección exactamente contraria.

La literatura picaresca, por lo tanto, consiste en disfrutar, en reírse, en celebrar el espectáculo de un hijo de puta siendo un hijo de puta. 

Hace mucho tiempo que no veo cine español; pero cuando lo veía, veía comedias, porque la experiencia me dice que los directores de cine españoles, ejem, no conciben el drama como yo lo concibo (por ejemplo: para muchos directores españoles, las palabras drama y ritmo son antónimos). En esas comedias, sistemáticamente, aparecía siempre un personaje, algún personaje, que representaba al pícaro. El típico pollo que es un jeta y un vago, pero que a base de labia y de algún que otro subterfugio, acaba llevándose el gato al agua. Llevamos así 600 años. Llevamos 600 años presuponiendo que el pollo que trabaja, que se esfuerza, que incluso se encierra en una vida monótona y complicada (el hombre que, en palabras de Santos Discépolo, labura/día a día como un buey), es un hombre mezquino, miserable, avaro, probablemente machista y meapilas que, consecuentemente, merece ser embargado en todo o parte de lo que consigue por ese héroe anti-héroe tan español que es el pavo que no trabaja o trabaja lo justo, que trapichea, que se escaquea, que engaña y que tima. ¿Cómo no vamos a burlarnos de los empollones, si ése es el concepto que tenemos de la Spanish way of life?

Philip Roth, uno de los mejores escritores vivos en mi opinión, escribió una novela, la Pastoral Americana, reivindicando esta figura. La figura del burgués que llega a los cincuenta y tantos con el espinazo doblado de tanto cargar fardos, el ojo del culo como la boca del metro de Sol de tanto aguantar mamonadas, y la garganta insensibilizada a base de desayunarse sapos. Una parte importante de la vida es eso: trabajo de muladar, penetraciones anales no queridas y deglución de batracios. Pero el alma española siempre está buscando atajos que le eviten eso; y cada uno que lo consigue, aunque sea a base de engañar y meterle a otros el codo en el ojo, es sacado en hombros de la plaza y celebrado como un héroe.

Todo se reduce, ni más, ni menos, a una discusión sobre qué modelo queremos presentarle a los españoles por hacer. Los mensajes subliminales siguen siendo, hoy, los mismos que en los tiempos del Lazarillo. Uno se sienta delante del televisor a ver Aida y aprende que los empollones son humanos cercanos a la definición de extraterrestre, o mariquitas bienintencionados; y que la definición de tener éxito es entrar en la casa de Gran Hermano.

Pero que nadie se preocupe, que estamos ante la generación mejor preparada de la Historia de España. Cosa que volveremos a decir en la siguiente generación; en realidad, diremos lo que haya que decir, con tal de no tener que reconocer dos cosas: una, que hay un problema; dos, que ese problema, simple y llanamente, somos nosotros.

lunes, febrero 06, 2012

El ¿fin? del chaconato

El destino de las formaciones ecuménicas es tener que lidiar con las corrientes. Para una formación política que pretenda tener el suficiente número de votos como para poder aspirar al poder, aunque sea como partido minoritario, la inexistencia de tendencias o banderías es mala noticia. Quien no tiene tendencias apunta sólo a un tipo de votante, y con un tipo de votante no se llega a ninguna casa coloreada, sea su color el blanco, el rosado o cualquier otro. Para llegar a gobernar hay que poner los pies por lo menos encima de dos hombros distintos.

La formación más ecuménica de la política española es la tradicionalmente más votada: el Partido Socialista Obrero Español. Ya en sus inicios tenía corrientes en su seno, aunque quedaron bastante desdibujadas bajo el liderazgo de Pablo Iglesias, que era un liderazgo de hierro porque tenía muy sólidos principios ideológicos. Pablo Iglesias no creía en la colaboración con los políticos burgueses porque, en su espontánea lógica marxista, sabía bien que su aspiración respecto de esos mismos políticos burgueses era mandarlos a tomar por culo; razón por la cual, en su sincero simplismo, el tipógrafo prefería no colaborar con ellos.

Todo esto cambió tras la Semana Trágica de Barcelona, que enseñó a las fuerzas de izquierdas la posibilidad de conseguir cosas uniéndose a las izquierdas burguesas, aprovechando que éstas abandonaban el turnismo canovista para ponerse frente a la personalidad de Antonio Maura, el líder conservador. El famoso «¡Maura, no!» se parece al No a la Guerra como una gota de agua a otra, y el nivel de galvanización ejercido en las izquierdas, muy parecido. En 1909, Iglesias era ya, además, el Abuelo Cebolleta del socialismo patrio, que adivinaba estrategias y ambiciones mucho más allá de tener concejalitos en los ayuntamientos más grandes; así pues a don Iglesias, poco a poco, lo fueron dejando pensar en sus cosas en su mesa camilla de la calle Ferraz, mientras otros líderes más jóvenes se aprestaban a asaltar el poder estatal, primero (1917); controlarlo por la vía de los votos, después (1931);  y volver a asaltarlo, de nuevo, por la fuerza violenta (1934).

El PSOE, es teoría que no escribo por primera vez, ha tenido siempre tres tendencias. Las citaremos por su calificativo histórico.

Existe el largocaballerismo, que es una forma de hacer PSOE basada en la confluencia, ideológica, de mensaje e incluso de estrategia, con las izquierdas más a la izquierda del propio partido. Para el largocaballerismo, hacer socialismo es construir, en cada momento, una sociedad en cierto sentido nueva; cuando menos, significativamente distinta a lo que hay. El largocaballerista, por lo tanto, se siente con altura moral para decirle a la sociedad española cómo debe ser, y hacia dónde debe evolucionar. De alguna manera, es un estilo político de avanzada que, como el leninismo, acepta la existencia de una vanguardia (nótese la cantidad de formaciones de izquierdas que, hoy como en el pasado, se llaman o llamaban Vanguardia + algo) que es la que sabe, y que avanza movimientos sociales. No es, por lo tanto, un movimiento que acepta, o da carta de naturaleza a, los cambios; los crea, porque tal considera que es su función.

Existe el prietismo, que es, de hecho, el modo de hacer socialismo más habitual. El prietismo tiene sus convicciones ideológicas, más bien moderadas (hoy diríamos socialdemócratas). Tiene capacidad de interlocución con los adversarios ideológicos del partido pero, eso sí, su principal característica es el accidentalismo. El principal político prietista es Bruce Lee: be water, my friend. Si la botella se convierte en una coalición de derechas, el agua se convierte en una coalición de derechas; si la botella se convierte en una alianza de izquierdas, el agua se convierte en una coalición de izquierdas.

Existe, por último, el besteirismo que, desde unos presupuestos ideológicos incluso radicales, tiene, sin embargo, un compromiso con la estabilidad institucional y política del país que le impide dejarse llevar por esos mismos presupuestos para echarse al monte o nada parecido. El besteirismo es un socialismo práctico que, por definición, y puesto que su obsesión es la gobernabilidad o, si se prefiere, el orden, evita los extremos en la práctica.

Lo que se ha vivido el sábado pasado en Sevilla es un enfrentamiento entre el PSOE largocaballerista y el besteirista, por incomparecencia del moderno prietismo, que salió escaldado de la última elección a la secretaría general del partido y ha considerado, a mi juicio con enorme acierto, que no es el presente el momento procesal oportuno para dar el paso al frente. El besteirismo socialista de toda la vida, representado por un Felipe González transmutado ahora en político entrado en años y con amplia experiencia, ha maniobrado para eliminar del panorama a esa suerte de nuevo largocaballerismo que llamamos zapaterismo. Así las cosas, debiéramos encontrarnos ahora con un PSOE que haga lo que hizo en los últimos años de la UCD, esto es una oposición sistemática y exigente pero escasamente demagógica, buscando recuperar el poder sobre bases sólidas.

No obstante lo dicho, si algo se aprende estudiando Historia es que las historias nunca se repiten. Dicho de otra manera: uno nunca se baña dos veces en el mismo spa. Entre el proceso teórico y el real hay tantas diferencias que, para desgracia de los promotores de la movida, las posibilidades de que las cosas salgan de otra manera son muy elevadas.

Hay, como digo, una serie de factores que yo veo fundamentales:


1) La personalidad del arquitecto del proceso. Alfredo Pérez Rubalcaba ha cometido muchos errores en los últimos años. El mayor de ellos, aceptar la vicepresidencia de un gobierno presidido por un señor en el que no creía, y al que, de hecho, llegó para cortar las alas. Fue un error porque cuando Rubalcaba aceptó la vicepresidencia del gobierno hasta un tonto podía imaginarse que la crisis económica iba a llevar a España del ronzal hasta las elecciones, fuesen cuando fuesen; y que, consecuentemente, a él no sólo no le iba a quedar espacio para desplegar el estilo de gobierno que quería montar, sino que, más aun, se vería obligado a defender lo indefendible. Como de hecho le ocurrió; la reacción rubalcabiana a la reforma exprés de la Constitución es un buen ejemplo de lo que aquí digo.

También fue un error esa decisión porque, como sabe todo el mundo que haya jugado dos minutos al Call of Duty, o que en su defecto haya hecho la carrera militar, cuando la cosa va de darse tiros, disponer de una posición elevada siempre es una ventaja. Y no creo que nadie dude de que ser el presidente de un vicepresidente es lo más parecido que se puede imaginar a un nido de ametralladoras en alto. Así pues, Zapatero le arreó los cebollazos que quiso mientras trataba de quedar au dessus de la melée, y hoy es el día que la debacle de los 110 diputados es la debacle de Rubalcaba.

También Largo Caballero laminó a Prieto desde la altura. En abril del 36, por poner una fecha, Indalecio Prieto era la polla de Montoya. El tipo que había diseñado el cinturón ferroviario de Madrid. El tipo al que Gil-Robles temía en las Cortes (mientras se corría cada vez que el que se levantaba era Largo, de ídem peor orador). El hombre al que hasta Calvo-Sotelo, que era un tipo bastante infatuado que no respetaba demasiado a nadie, prodigaba en amabilidades. Era la niña bonita de Azaña. El que iba a ser presidente del Gobierno. El alma de la República. En abril del 37, apenas un año después, no era nadie. Un ministro teóricamente encomendado de la dirección de la guerra, que no dirigía nada, a quien los asesores soviéticos ninguneaban, a quien el presidente del Consejo de Ministros trataba como una braga sucia y que, algunas semanas después, iniciaría una existencia de zombie político por medio mundo. Una vez recuperado su tessssoro, el Anillo de Poder en el Partido, Prieto se desquitaría de todas estas humillaciones echando de la formación a Juan Negrín.

2) Hay herencias del zapaterismo que los nuevos mandantes en el partido van a poder negar, si quieren, y otras que no. La obsesión de Zapatero por la igualdad, por la memoria histórica o por la laicidad son cosas en las que, si los nuevos dirigentes del partido dejan de insistir machaconamente, no les va a pasar gran cosa. Cuentan con la indudable ventaja de que son cosas en las que difícilmente el PP les va a merendar el electorado; y, dado que IU parece dispuesta a seguir masturbándose con su papel de maquis del parlamentarismo español, tampoco por su izquierda le van a hacer demasiada sombra.

Pero hay una herencia que les costará negar, y que es la peor: la relación con los nacionalismos.

Ha dicho en las últimas horas el PSC que no se siente representado por la nueva Ejecutiva; y lleva razón. La nueva Ejecutiva no parece demasiado preocupada con el objetivo de profundizar la autonomía catalana; que era un objetivo al menos de boquilla asumido por el zapaterismo. El  nuevo largocaballerismo, de una forma que el personaje tomado para bautizar la tendencia jamás pudo siquiera imaginar, ha consolidado la nacionalización del socialismo catalán, que ya no se entiende sin la reivindicación del hecho diferencial, la balanza fiscal, y resto de versiones del solo, fané y descangallao, sólo que con seny.

La bomba de relojería que le ha dejado Zapatero al PSOE es el hecho de que, guste o no, el socialismo ya no se entiende sin un catalanismo a la remanguillé. Para colmo, en una elección que en modo alguno es casual, había elegido a una catalana para sucederle. El tiempo dirá si Rubalcaba va a tener los huevos de hacer con el PSC y con Karma Chacón (qué nombre tan relajante) lo que hizo Aznar con el PP catalán y Alejo Vidal-Quadras; sólo que esta vez las tropas invasoras, en lugar de llegar del flanco izquierdo, tendrán que llegar desde el derecho. Mi apuesta es que o no se atreverá, o no será capaz, por inexistencia de un candidato alternativo sólido.

Por lo que se refiere al nacionalismo vasco, más le vale a Rubalcaba decir la verdad cuando asevera que no hay nada raro en las negociaciones con ETA.

3) La recuperación del discurso. El largocaballerismo siempre se ha caracterizado por ser enormemente atractivo, porque ha hecho uso de cuantas dosis de demagogia le han sido necesarias para llevarse el gato al agua. Largo Caballero era en 1935 el Lenin Español, a pesar del pequeño detalle de que en 15 años no habían surgido nuevos Lenin, lo que llevaba a pensar que tal vez fuese irrepetible; y Zapatero iba a cambiar la política mundial con su Alianza de Civilizaciones y su confluencia planetaria con un señor al que no le ha temblado la mano a la hora de mantener la prisión de Guantánamo.

Lo malo de que alguien use de la demagogia industrial es que, cuando llegas tú, te deja sin discurso. Largo era un demagogo revolucionario porque cada vez que veía que la CNT le pasaba por la izquierda le entraban los siete males. Su loca carrera dialéctico-armamentística (pues mientras declamaba discursos guardaba cajas de armas en hotelitos de Moncloa) provocó que, tras la mal llamada Revolución de Asturias, que al microscopio aparece claramente como lo que es: un golpe de Estado revolucionario; tras la dita Revolución, digo, el PSOE no tuviese más discurso que el patibulario y violento. Discurso que le costó décadas superar.

Rubalcaba ha comenzado su andadura como nuevo lìder de la izquierda comentando que hay que cambiar el Concordato con el papado. El dato es un síntoma bastante claro de que el nuevo secretario general del PSOE carece de discurso propio, y tiene que vivir, aún, de las teclas sensibleras inventadas por ese antecesor al que pretende hacer olvidar.

El nuevo PSOE tendrá que decidir si quiere estar indignado o parecerse a la socialdemocracia alemana de los setenta. Si quiere sostener un otanismo sin complejos o se va a echar al monte de las causas perdidas (y no exentas de violencia). Si prefiere que Chávez le llame amigo o asesino.  Y lo tiene jodido. porque todos los demagogos dejan tras de sí un gran recuerdo.

4) Chacón ha salido viva del embroque. También salió Bono, incluso más, de su enfrentamiento con Zapatero, cierto. Pero, sinceramente, esperemos que ya nadie, ni dentro ni fuera de la política española, se encuentre con las circunstancias con que se encontró Zapatero para labrar en acero su liderazgo; porque son unas circunstancias que causaron más de 200 muertos.

El zapaterismo está, hoy, en su mejor situación de los últimos tres años. Vale que si hubiese ganado habría sido aun mejor; pero eso no quita que todo lo que hay en los 1.000 días anteriores al presente sea peor que lo que hay ahora.

El zapaterismo tiene una aldea gala donde refugiarse. Que los galos juren por San Jordi, en lugar de por Tutatis, es apenas un matiz. Una aldea gala donde no va haber examen parcial en tres años; eso son dos años, como poco, prometiendo sin tener la necesidad de dar. El rubalcabismo, en cambio, se va a retratar en las vascas, entre otras cosas porque, probablemente, el rubalcabismo es lopezismo; no se olvide que Patxi López es, a día de hoy, el único socialista políticamente vivo que se ha entendido con el PP.

El zapaterismo tiene un líder que difícilmente se va a quedar en León dialogando con el viento. En el momento en que sienta o piense que se ha hecho perdonar los peores de sus errores, le va a jugar al felipismo avant la lettre el mismo juego sucio que el felipismo le jugó a él en su momento. También podríamos llamarlo aznarismo, pues en la derecha el efecto también se da: el antiguo líder, por encima del bien y del mal, dando conferencias en los que lo ve muy claro, y da la sensación de pensar que lo que pasa es que su sucesor no se entera de nada, o no tiene la sensibilidad que hay que tener.

En suma, el largocaballerismo zapaterista, que domina a la perfección las herramientas de la demagogia (no en vano está petado de especialistas en comunicación pública), está donde quería estar para poder disparar cuando le plazca. Al otro lado le queda el desgaste, y la necesidad de Rubalcaba de ir a más de una federación socialista con el cuchillo de capar entre los dientes si quiere que el aparato le responda. En esta vida hay victorias que son, verdaderamente, para echarse a llorar.

No tendremos chaconato, pues. Tan sólo de momento.

O, tal vez, al final llegará Prieto, y se llevará el momio.

El marxista naïf (6)


El 1 de octubre, el gobierno cierra una emisora, Radio Agricultura, controlada por el derechista Partido Nacional, por ofensas a los militares. El 3, estudiantes democristianos se manifiestan contra el gobierno, y en la noche partidas de Patria y Libertad y Ronaldo Matus se pasean por Santiago.
El día 9, finalmente, Villarín anuncia el paro de los transportes. Ello a pesar de que el gobierno había aprobado un aumento del 120% de sus tarifas, aunque se había enrocado en otras reivindicaciones, que consideraba ideológicamente inasumibles. Concretamente, los camioneros querían frenar la estatalización en su sector.

El 11 de octubre se suma la Confederación Nacional de Dueños de Camiones. Villarín exige la devolución de Radio Agricultura. Allende no sólo no acepta, sino que lo detiene, como a otros activistas. Poco a poco, el desabastecimiento obliga al gobierno a declarar el estado de emergencia en varias provincias del país, hasta llegar a 25. El 12 de octubre, otras organizaciones, como la de comerciantes de Rafael Cumsille, se unen al paro. Pero sólo son los primeros. Pasando los días, se unirán: los constructores, los médicos, las matronas, los ATS, los empleados del Banco Central, propietarios campesinos, abogados y maestros. Poco a poco, una huelga gremial provocada por la subida estratosférica del coste de la vida se convierte en una huelga política, antigubernamental.
En este punto, el gobierno actúa de forma no muy democrática, la verdad. Como primera provisión, decreta que todas las emisoras del país deban pinchar, en determinados momentos, la señal de la Oficina de Radiodifusión Nacional; en este punto, habría que recordar que en España también pasamos un periodo en el cual el informativo nacional de radio, incluso en las cadenas privadas, tenía que ser el parte de Radio Nacional; periodo en el que quien gobernaba en España, muy demócrata no era.

Aprovechando este monopolio radiodifusor, Allende realiza una alocución al país donde asevera que «a Chile no lo paralizará la reacción derechista»; era y es, evidentemente, muy libre de decir cosa tal, pero tampoco deja de ser sorprendente que cuando las huelgas generales las convocan las izquierdas que, en aquel momento, apoyaban a la Unidad Popular, son actos justos y reivindicativos; pero cuando se convocan contra ellos resultan ser una «reacción derechista». Es obvio, al menos para mí, que las derechas, con aquellos paros, estaban sobreactuando y cantándole un órdago al allendismo; tan obvio como que Allende lo quiso, pasando de la natural prudencia que, en mi opinión, debe exhibir en estas circunstancias quien está al frente del Ejecutivo.

La huelga de los transportistas hace, además, que Allende profundice en un grave error, sobre el que volveré en el epílogo de estas notas, cuando cuente los que, en mi opinión, fueron los errores de Allende. Como digo, el error viene ya de antes. Ya desde meses antes del paro, todos los periodistas que siguen a Allende destacan el hecho de que nunca aparece en público sin estar rodeado de militares; y nunca deja de acudir a actos castrenses.

Que la apuesta del golpismo de derechas son los militares no es duda alguna; entre otras cosas, la derecha, en 1972, está pidiéndole ya sin recato a los milicos que se alcen.  A Allende, esta tentativa le mueve a una reacción que seguramente él consideró genial, pero que, con el tiempo, desvelaría su truñesca naturaleza: si no quieres caldo, toma dos tazas.

En efecto, Allende, lejos de acorralar y amenazar a los militares, los corteja. Aprovecha para ello el martirio de René Schneider, que está bien presente en la cúpula militar; una cúpula, por cierto, con setenta veces siete más tradición de respeto al orden constitucional que el ejército español.





Los militares entran en el Gobierno Allende. Y, ante el caos de los paros, el general Héctor Bravo, que es jefe de la zona especial de Santiago, es nombrado por el presidente responsable del transporte de todo Chile; en otras palabras, el hombre encargado de organizar el regreso del país al orden. Hay que reconocer que es un movimiento inteligentísimo por parte del presidente. Lo que las derechas estaban esperando es que ese cargo recayese en algún Vuscovic de la vida, o peor, ¿por qué no?, en alguien cercano al MIR, para acabar de montarla. Fue un movimiento inteligente… a corto plazo. A largo plazo, le enseñó a los militares la puerta abierta de la implicación en política. Y Allende fue enormemente lila al imaginarse que podría colocarse él en el quicio de esa puerta y empezar a decir: tú sí pasas, tú no pasas…

En todo caso, el paro de los transportistas provoca toda una reacción popular. Sólo en el primer día de llamado para ello, se presentan 7.000 voluntarios para conducir vehículos. La ultraizquierda anuncia que va a asaltar los comercios, movimiento que el general Bravo aborta inmediatamente. Otro punto en el haber de Allende por haberle nombrado. El 15 de octubre, el mismo general Bravo cierra una emisora, Radio Nueva, que se ha solidarizado con los huelguistas. Las carreteras de Chile están repletas de miguelitos, clavos de tres puntas que los piqueteros, que salen todos siempre del mismo tronco sean de izquierdas o de derechas, colocan para joderle la vida a todo aquél que no les hace caso.

El 18 de octubre, la patronal de autobuses, que estaba al borde de la huelga, llega a un acuerdo con el gobierno. Para entonces, el toque de queda, desde el crepúsculo hasta las seis, se ha declarado en Santiago, Valparaíso, Cautín y Curicó. Hay atentados por todas partes, provocados por la extrema derecha, incluso con muertos. Desde el 22 de octubre, las acciones violentas se intensifican. A tres carabineros les ponen una bomba en un repetidor y los dejan para el arrastre. La ultraderecha se enfrenta con el ejército en la misma calle.

Para el 30 de octubre, Allende se siente lo suficientemente fuerte como para desconvocar la reunión que tenía convocada con los líderes gremialistas para discutir el conocido como Pliego de Chile, es decir la plataforma reivindicativa de la huelga. La oposición reacciona haciendo uso de su mayoría parlamentaria para denunciar ministros: denuncia a Jaime Suárez (Interior), Carlos Matus (Economía), Aníbal Palma (Educación) y Jacques Chonchol (reforma agraria).

El 1 de noviembre Allende, mucho menos presionado por la huelga, anuncia la ruptura de las conversaciones con los gremios. Y el 2 de noviembre, da la gran campanada con el nombramiento de un nuevo gobierno.

viernes, febrero 03, 2012

El marxista naïf (5)


En mayo, la DC presenta un informe en el Senado sobre los 2.000 fundos que el MIR ha expropiado manu revolutionaria con la pasividad, si no la anuencia, del gobierno de la Unidad Popular. Para como, toda esa comprensión no le servirá de nada a Allende, pues el MIR acabará peleado con él. Están, también, los fracasos de la política económica del ministro Pedro Vuscovic, otro personaje como Allende, totalmente bienintencionado pero con los ojos tan velados por la ideología que no acaba de ver que la expansión monetaria a lo bestia con la que pretende resolver todos los males no hace sino revivir el gran fantasma de los chilenos, sobre todo los más humildes: la inflación galopante. Ya a principios del 72, el gobierno tuvo que reconocerse, aunque fuese en privado, que la denominada «batalla de la producción» se había perdido. El año, además, terminó con un rosario de caceroladas de mujeres en diversas ciudades, como protesta por la política económica.




La situación es tan jodida que el Partido Comunista, a través de uno de sus articulistas, lanza este recado en la revista El Siglo: «Sería funesto seguir ampliando el número de enemigos y, por el contrario, deben hacerse concesiones».

Llueve en Chile. Y su presidente, Salvador Allende Gossens, oye llover.

Las cosas, no obstante, pueden ir a peor.

El 12 de mayo de 1972, en la cuna del MIR, la ciudad de Concepción, se autorizan varias manifestaciones a la vez. Una es progubernamental, la otra está patrocinada por el MIR y la tercera es de la oposición conservadora. Allende ordenó que las tres demostraciones tuviesen  horarios distintos. Si con eso pretendía evitar las hostias, es que, verdaderamente, era más naïf aún de lo que cabe sospechar. Nadie, salvo el siempre disciplinado Partido Comunista, se hizo caso. Las manis se solaparon, así pues llovieron los palos y las piedras, y un estudiante de ultraizquierda, llamado Caamaño, falleció en el tumulto.

El MIR, siguiendo el libro del buen revolucabestro, se echa al monte. La situación es tan comprometida que acabará provocando la antes mentada defección del PIR, que se fue de la Unidad Popular precisamente por lo pastueña que la veía con los que querían la revolución total, pasar a cuchillo a los burgueses, bla; hacen de Pinochets rojos, vaya. La situación se encona de tal manera que incluso uno de los elementos de presión sobre Allende, el senador socialista Altamirano, une su voz con la de Luis Corvalán, jefe del PCCh, para pedir calma. El Partido Comunista, por boca de Corvalán, realiza un diagnóstico que no puede ser más acertado: «no queda más remedio que hablar de la posibilidad de una guerra civil. Hay sectores de la ultraderecha y la ultraizquierda, que quieren este desenlace o que, sin quererlo, trabajan objetivamente en tal dirección». El veterano comunista sabe lo que dice. Bueno, él y cualquiera, porque, para entonces, PyL y el Partido Nacional están ya pidiendo, descaradamente y en la calle, un golpe de Estado militar que acabe con el presidente.

Otra línea evolutiva que se produjo entre el 71 y el 72 es la radicalización parlamentaria. Como ya hemos dicho, en el Congreso chileno el Partido Nacional y la Democracia Cristiana tienen la capacidad de formar una mayoría sólida. Eduardo Frei lo sabe y por eso trata de arrastrar a su partido a la alianza con el Partido Nacional; pero la democracia cristiana tiene muchos elementos demasiado de izquierdas como para creer en esa alianza. Por eso, cuando el Partido Nacional comienza a pensar en acusar parlamentariamente a los ministros, cosa que puede hacer legalmente si considera que han realizado actos contrarios a la Constitución, se encuentra con el bloqueo de la DC, que se niega a colaborar. Aún así, a finales del 71, el PN acusa en el parlamento a José Tohá, ministro del Interior y miembro del entourage personal del presidente.

Allende responde con una crisis de gobierno en los comienzos del 72. Los comunistas conservan sus tres carteras, los radicales dos, los socialistas pierden una (cuatro), la izquierda cristiana y la radical una cada una; y, finalmente, una para el MAPU, y otra independiente. Allende, siguiendo las indicaciones del Congreso, cesa a Tohá en Interior; y lo nombra ministro de Defensa. A partir de ese momento, el gobierno pasará a la ofensiva contra sus enemigos. En abril, la Unidad Popular patrocina una gran marcha, y en junio inicia conversaciones con la Democracia Cristiana, con la intención de aislar tácticamente al Partido Nacional y asegurar apoyo parlamentario sólido para el presidente. Allende y el presidente de la DC, Renán Fuentealba, se entendieron a la perfección; fruto de ello, la DC retiró un proyecto de ley presentado en el Parlamento que habría recortado los poderes del gobierno y el presidente; y Allende, en contraprestación, sacrificó a uno de sus álfiles: Pedro Vuscovic.

La caída de Vuscovic fue como un mensaje de que el allendismo parecía avenirse a, en aras a una entente con la DC, moderar su programa económico. Sin embargo, no era tan así; la UP tenía sus líneas rojas. En la negociación con la DC, se negó a olvidarse de la nacionalización de alguna que otra empresa que los centristas le pedían, o exigían, dejase en paz. Las conversaciones, por lo tanto, duraron sólo dos semanas; y en su descarrilamiento Fuentealba, líder de una facción más progresista del partido, perdió la partida frente a Eduardo Frei.

Frei, una vez ganada fortalecido dentro de su partido, lo cual suponía virar a la DC hacia el acuerdo con el PN, pone el punto de mira en las elecciones de 1973. Para ganarlas, decide, en una decisión irresponsable que muchos han tomado antes que él y muchos la tomarán después (es posible, de hecho, que en la España de hoy alguien lo esté pensando), mover la calle. Factor común Congreso enviando proyectos de ley gubernamentales a la vía muerta y acosando, cuando no acusando, a los ministros.

El 14 de septiembre de 1972, en declaraciones públicas, Allende denuncia lo que denomina el Plan Septiembre, consistente en inestabilizar el país mediante una huelga monstruo entre los transportistas. Para entonces, la Unidad Popular ya está poniendo su granito de arena para el buen rollito a base de manifas monstruo por todo el país. Los transportistas lo niegan todo. El MIR se apresta a anunciar que hará todo lo posible para detener la conspiración.

En octubre del 72, el hijo de un gallego, antiguo militante socialista, se convierte en el principal protagonista de la vida chilena: León Villarín es el Presidente de la Confederación Nacional de Camioneros, desde la que surgirá el principal órdago al allendismo. 

miércoles, febrero 01, 2012

El marxista naïf (4)


Esta medida, nacionalizar el cobre, sí que la propone al legislativo, pues, como ya hemos sugerido, sabe que cuenta con avales superiores a cualquier otra iniciativa, ya que ya el gobierno Frei ha intentado que el 51% del capital de la denominada Gran Minería esté en manos del Estado chileno. El 11 de julio, que por ello fue instaurado por el allendismo como feriado (Día de la Dignidad Nacional) las minas de los tres gigantes estadounidenses (Anaconda, Kennecott y Cerro Corporation) son nacionalizadas.

El gobierno Allende había decidido dar la vuelta de tuerca realmente importante: el enfrentamiento económico con los Estados Unidos. Lo cual quiere decir: la nacionalización del cobre. La primera víctima, por contarlo todo, fueron las estaciones meteorológicas americanas situadas en Chile, una de ellas en la Isla de Pascua, que fueron evacuadas. Después, el gobierno decretó la nacionalización de las minas del cobre. El 19 de julio de 1971, la Casa Blanca –Nixon- contestó. El gobierno americano anunció la aplicación de la denominada enmienda González, que se basaba en la ya famosa en mienda Hickenlooper, por la cual los EEUU pueden frenar, congelar o negar asistencia económica a todo gobierno que indemnice inadecuadamente a una empresa del país. Además, contestó con una restricción del crédito internacional a varios países latinoamericanos, especialmente Chile y Bolivia, país éste que también estaba abordando nacionalizaciones en el sector petrolífero. Al mes siguiente, el Eximbank le niega a Chile un gran crédito de 21 millones de dólares. Luego llega el Banco Interamericano del Desarrollo. Hay que decir que esta política por parte de Nixon es ciega y sectaria. El crédito de Eximbank se había pedido para poder comprar tres aviones Boeing para la línea LAN Chile; así pues, fue la empresa de Seattle, americana por los cuatro costados, la que pagó el pato.

No conozco a nadie que dude de la legitimidad de la medida tomada por Allende; de hecho, ya estaba insinuada por la política anterior de la Democracia Cristiana. Sin embargo, el error de Allende en este punto no fue el qué, sino el cómo. Con esas ínfulas típicas que a veces se dan a las cosas nuevas, recibidas como generadoras de un antes y un después pero rara vez objeto de un análisis reposado, buena parte de la izquierda mundial recibió con albricias la que entonces se denominó Doctrina Allende, rebautizada por la famosa revista Newsweek como matemática marxista.

La Doctrina Allende no cuestionaba el derecho del propietario de un bien nacionalizado a recibir un justiprecio. Sin embargo, matizaba, y vaya si lo matizaba, ese derecho, aseverando que, para fijar ese justiprecio, había que tener en cuenta los beneficios obtenidos durante el tiempo de propiedad, y su legitimidad social. Dicho de forma muy esquemática: en el caso de que un gobierno expropie a un banquero que explotase a sus trabajadores no pagándoles lo suficiente, el justiprecio del banco debería ser minorado en el monto de dicha explotación.

Como idea no está mal. Como tampoco es mala idea lo de las balanzas fiscales entre comunidades autónomas. Ambas teorías, sin embargo, adolecen del mismo problema: son incalculables. Para calcular el beneficio o pérdida social inducido por la explotación de un bien por un empresario, hay que hacer asunciones; por ejemplo, cuál es el salario digno que una persona debe cobrar. Las asunciones, por definición, son subjetivas. Máxime cuando uno es juez y parte.

Este problema se podría haber resuelto, más o menos, si el gobierno chileno hubiese acudido a algún arbitraje internacional que avalase los cálculos. Pero no fue así. Cierto es, desde luego, que los trabajo de cálculo relacionados con las minas fueron hechos con la colaboración de empresas externas. Pero, vaya: una era una organización francesa llamada Sofremines, que lo mismo era muy imparcial; pero la otra era un equipo de expertos enviado desde la URSS, con un ministro a la cabeza.
Allende, en un salto mortal bastante burdo, se convirtió en la persona que calcularía el precio que él mismo debería pagar;  por mucho que, formalmente, fuese la Contraloría del Estado la encargada del cálculo técnico, suya, por así decirlo, es la redacción del decreto supremo 92, de 28 de diciembre de 1971, donde establecía que la rentabilidad socialmente aceptable de las minas de cobre había de ser del 10%, y que todo lo que estuviese por encima no se pagaría.  Obviamente, en no pocas ocasiones esta cuenta le salió cero, o cantidades bajas que, efectivamente, podía pagar. E, incluso, en el caso de la Kennecott, el cálculo resultante fue que no sólo no había que pagarle un duro, sino que los americanos le debían a Chile más de 300 millones de dólares.

La Doctrina Allende generó, a mi modo de ver, graves problemas a Chile más allá de sus fronteras, graves problemas de credibilidad que, que yo sepa, no han sido aun totalmente valorados por los historiadores económicos. Además, fortaleció la posición de los EEUU en el ámbito internacional, que ya, de por sí, no suele ser debilucha. La Doctrina Allende fue un gran error, quizá el mayor de los errores de Salvador Allende durante su mandato.

Otro de los problemas inesperados para el gobierno fue la conflictividad en la propia minería. El marxismo tiene un punto mesiánico y buenista según el cual, como procede a liberar al obrero de la alienación de su plusvalía por el burgués, no cabe esperar que dicho obrero se rebote. En general, los países comunistas han hecho valer esta predicción del marxismo a base de susurrarle al obrero que como se le ocurra protestar lo llevan a la Lubianka. No fue el caso de Allende, que era un marxista mucho más liberal que el resto de los marxistas que en la Historia han gobernado, aún sumados y multiplicados por 27. Allende dejó hacer, y se encontró con que los mineros, por mucho que les hubiesen nacionalizado, compañero, se pusieron a protestar. Eran, en general, obreros privilegiados en lo que al salario se refiere. El precio del cobre cayó, la demanda acostumbrada también lo hizo (la Kennecott, en un movimiento que, la verdad, no cabe reprocharle, redujo en un 60% su demanda a las minas otrora de su propiedad, sólo el primer año; el segundo, ya ni compró). Con todo ello, se resintieron los salarios, y vino la conflictividad. Allende fue a Chuqui, que en Chile no es un muñeco diabólico sino una localidad minera, a decirles a los esforzados proletarios que tuviesen paciencia y esperasen a que los obreros de otros sectores consiguiesen sus objetivos sociales; y los esforzados proletarios le señalaron un columpio del parque, y le instaron a utilizarlo. Incluso, en noviembre de 1971, durante su visita a Chile, el compañero Fidel se dejó caer por la mina de Chuquicamata y le dio a los camaradas mineros que se alineasen con la política del gobierno. Los de la pica y la linterna le señalaron al Faro de la Revolución Latinoamericana el mismo columpio donde, meses antes, habían subido al propio Allende. En 1972, el conflicto se cerró. Sí. Pero no mediante la gimnasia revolucionaria, compañero, sino doblándole el sueldo a los mineros.

¿Labró la nacionalización del cobre la perdición de Allende? En mi opinión, sin duda. La idea de nacionalizar el cobre, unida a la torpe terquedad en que ambas partes, EEUU y Chile, acabaron cayendo, acabó con las posibilidades del presidente de evitar el raid golpista. La reacción de Washington fue sobreactuada, excesivamente intransigente y, a la postre, aval de una intervención intolerable en los asuntos internos del país. Pero Chile tampoco se puede ir de rositas en el juicio de este enfrenamiento. El secretario de asuntos latinoamericanos estadounidense, John H. Crimmins, llegó a ofrecer a los negociadores chilenos una rebaja de la tensión a cambio de una voluntad indemnizadora algo más intensa que salvase la cara del conflicto. La delegación que había viajado a Washington, formada fundamentalmente por comunistas, simplemente se negó, como se negó a un arbitraje internacional en la materia. En todo caso, Allende no se podía permitir un acuerdo en las negociaciones de Washington. Ni el Partido Socialista, enormemente radicalizado, ni los no-socios-pero-socios del MIR se lo habrían permitido.

Sin embargo, es un error considerar que Estados Unidos decidió acabar con Allende para recuperar los derechos económicos de tres o cuatro multinacionales. La mano de la Casa Blanca es más larga, y sus condicionamientos más profundos. En mi opinión, lo que acabó por decidir a Kissinger y Nixon de ir contra Allende con todo lo gordo fue la combinación entre la nacionalización del cobre, la visita de Fidel a finales del 71, y el hecho evidente que Allende no estaba dispuesto e echar del pequeño planeta de la Unidad Popular a ese Principito indignado que era el mundo MIR, formalmente no integrado en la coalición de gobierno pero de hecho identificado con ella en lo esencial.

Estados Unidos decidió acabar con Allende por la misma razón que jamás habría permitido que, un suponer, el Partido Comunista Italiano hubiese desbancado a la Democracia Cristiana del poder en la Italia de los cincuenta. Por la misma razón por la cual los cada vez más aislados sedicentes representantes de la República Española en el Exilio recibían, sistemáticamente, reproches en el Foreign Office por hablarse con los comunistas. Chile estaba, está, en el patio de atrás de los Estados Unidos. Y en el patio de atrás de los Estados Unidos, el jefe no se anda con gilipolleces. Se cometió un error, que se llamó Cuba; uno y no más, Satanás. A día de hoy no podemos descartar, en lo absoluto, que ese error, tener que aceptar la supervivencia del régimen castrista, no le costase la vida a John Kennedy; esto nos da la medida de la importancia de las cosas para según qué gente. Allende quedó marcado el 11 de julio de 1971, Día de la Dignidad Nacional; y, paradójicamente, él mismo acabaría señalándole a los americanos el camino por el que joderle.

Por el camino, la nacionalización del cobre supuso graves problemas externos para Chile, sobre todo por el flanco de la Kennecott. De forma inmediata a la nacionalización, en noviembre de 1971, se creó el Tribunal Especial del Cobre, formado básicamente por las grandes cabezas de la judicatura chilena, para resolver los conflictos surgidos en los justiprecios, o sea la Doctrina Allende. La Kennecott apeló ante dicho Tribunal, pero el Tribunal, casi un año después (agosto del 72), se declararía incompetente para juzgar las indemnizaciones fijadas por la Contraloría y Allende, lo cual es un tanto exótico (si no podían juzgarlo ellos… ¿quién quedaba? ¿Dios? ¿Marx? ¿Belén Esteban?). 

Ya el 4 de febrero de ese año de 1972, la Kennecott había obtenido de un tribunal de Nueva York el embargo de diversos bienes chilenos. Pero el 8 de septiembre de 1972, justo un día después de que el Tribunal haya reafirmado su declaración de incompetencia, Frank Milliken, presidente de la Kenn, anuncia la retirada de la multinacional del Tribunal, o sea la ruptura frontal con Chile, y pone a los abogados a trabajar. El 30 de septiembre, apenas 20 días después, los abogados de la Braden Cooper, del grupo Kennecott, presentan ante el Tribunal de Gran Instancia de París la petición de embargo de 1.750 toneladas de cobre chileno que en ese momento navegan en un barco llamadol Birthe Oldendorf con rumbo a Le Havre. Los estibadores de dicho puerto se negarán a descargar la mercancía cuando sean informados de que va a terminar en manos de los americanos.

El 2 de noviembre se celebra un acto de conciliación en el tribunal parisino (fallido, claro) entre la Braden Cooper y Codelco, el organismo público chileno coordinador del asunto del cobre. Los abogados chilenos, en un ejercicio de cierto cinismo jurídico en mi opinión, defienden que un tribunal extranjero no puede entender de cosas que forman parte de una reforma constitucional de un Estado. Según este argumento, como digo un tanto folklórico en mi opinión, el día que un país se secuestre y dicte una reforma constitucional según la cual los ciudadanos rubios se tendrán que cortar una pierna, a la justicia internacional no le quedará sino aplaudir con las orejas.

El 29 de noviembre, no obstante, los chilenos ganan: el tribunal de París, al devolverles el control del cobre de El Havre, admite los dos pilares de la tesis chilena: la legalidad de la Doctrina Allende y la inimputabilidad, fuera de Chile, de Codelco. Más o menos por esas fechas, la Kennecott solicita a un tribunal de Vatseras, en Suecia, el embargo del cobre de un barco que se dirige a dicho país. El tribunal se lo deniega, pero inmoviliza el cobre.

Pese a la victoria inicial, el 9 de enero de 1973, los abogados de la Kennecott consiguen que un tribunal alemán decrete el embargo de 3.000 toneladas de cobre.

Para entonces, principios de 1973, Chile está ya en una situación bipolar. El proyecto de la Unidad Popular ha tenido como consecuencia quebrar la unidad de la democracia cristiana lo que, en la práctica, hace que el país se divida en los que están con Allende, y los que están en contra. Unos muy con, y otros muy, pero muy contra. Tanto las acciones de Patria y Libertad como las de los denominados Grupos Rolando Matus difícilmente se pueden considerar otra cosa que terrorismo reaccionario. Pero la actuación del MIR tiene de respetuosa con la forma y el fondo democráticos lo que yo de piloto del SEPLA. En junio del 71, el asesinato de Pérez Zujovic tuvo como consecuencia la primera alianza estratégica entre la DC y el derechista Partido Nacional (primo hermano de los Rolando Matus) en la llamada Confederación Democrática. Dos años después, esa alianza está cerca ya de ser de hierro. Antes, incluso, se producen indicios que Allende, en  muchas cosas tan íntegro como miope, no sabe ver. El socialista Hernán de Canto pierde la alcaldía de Valparaíso a manos del candidato democratacristiano.  La Unidad Popular, a continuación, sufre una pequeña grieta con la defección parcial del PIR, Partido de Izq   uierda Radical, el ala izquierda de la DC (el ala izquierda-izquierda, el MAPU, permanece fiel a Allende). En enero del 72, la DC gana en las elecciones legislativas en las provincias de Linares y O’Higgins.

lunes, enero 30, 2012

El marxista naïf (3)


Los primeros meses de gobierno de Allende fueron aclarando dos divorcios; o, mejor dicho, uno y medio, porque el allendismo nunca se divorció, en realidad, de la ultraizquierda. Evidentemente, la extrema derecha, Patria y Libertad, se extrañó por completo de los actos y proyectos del presidente, y a las pocas semanas de ocupar éste la Casa de la Moneda ya le prescribía la muerte que acabó teniendo. Por su parte, la ultraizquierda del MIR y de Vanguardia Organizada del Pueblo vaticinaba la sustitución de Allende por otro presidente más revolucionario; pero nunca terminaba de cortar las amarras con un gobierno que, al fin y al cabo, estaba haciendo más cosas que ninguno en la línea que ellos pretendían. Todo esto era presenciado a prudente distancia por el PC Chileno, a causa sobre todo de sus vínculos con Moscú, es decir con un centro de poder para el cual Chile sólo era una pieza más de un complejo ajedrez y que, por lo tanto, tampoco estaba dispuesto a darlo todo. 

El 8 de junio de 1971, el régimen vivió su primera gran prueba de fuego cuando la Vanguardia asesinó al político democratacristiano Edmundo Pérez Zujovic. Las acusaciones a la Unidad Popular no se hicieron esperar pero Allende, llevando hasta el final el principio de respeto total a la legalidad y al orden, lavó esa mancha con una investigación en la que los terroristas fueron finalmente descubiertos.

Por el camino, y bajo la batuta del ministro Vuscovic, en Chile comenzaron a nacionalizarse industrias a puñados. Es elemento habitual de la literatura más proallendista recordar que esa situación se produjo en un ambiente de fuga masiva de capitales; el aeropuerto de Santiago se preñó de viajeros que volaban a Argentina con maletas que parecían embarazadas de cuero. Pero también es cierto que no tiene mucho sentido dejar el dinero dentro de un circuito que está siendo crecientemente nacionalizado; por mucho que la fuga de capitales sea una acción insolidaria, no lo es menos que quien aborda un proyecto para hacer estatal una parte fundamental de la economía, para tener bajo su sobaco un tercio del suelo agrícola de Chile como pretendía la ODEULAN, más le valdría haber previsto este efecto, porque cae de cajón.

Si los socialistas chilenos hubiesen leído la Historia de la II República española, también habrían previsto un efecto que, en parte, parece les pilló por sorpresa: el cierre patronal de facto producido en los fundos chilenos, que secó la producción agrícola; igual que pasó en España, sobre todo, durante la primera reforma agraria republicana.

Como consecuencia, Chile entró en una dinámica de moneda crecientemente desvalorizada, algo contra lo que el gobierno luchó poniendo a funcionar la maquinita de hacer billetes (o sea, echando gasolina a la hoguera); y, al igual que pasó en España durante la guerra civil en zona republicana, la toma del poder de gestión de las empresas por los trabajadores devino en una inmediata caída de la productividad y, en general, de la eficiencia. 

Ya en abril de 1971, Vuscovic tuvo que anunciar la imposición de contingentes a la industria nacional; no máximos, sino mínimos. «Se trata de producir más», sentenció.  De hecho, oigamos al mismísimo Allende: «mientras no se forme una conciencia política, y los obreros, los campesinos y los empleados, no entiendan que este país sólo progresa produciendo más y trabajando más, este país, sencillamente, va al fracaso». Esta frase, por cierto, instila otro de los elementos identificadores del allendismo, siempre según mi opinión: la Unidad Popular era un gobierno de izquierdas, y como gobierno de izquierdas actuó un poco como si considerase que los trabajadores harían lo que ella les pidiese, porque sí. 

Es error común de muchos políticos olvidar que el común de los mortales no se rige tanto por principios ideológicos como ellos. El trabajador medio no come de las teorías de Lenin o las formulaciones de Gramsci. Su vida consiste en estar atento a la relación entre lo que gana y lo que le cuesta vivir, y montarla, si puede, cuando lo primero baja y lo segundo sube. Presos de una convicción un tanto angélica sobre las masas revolucionarias, ese Pueblo magnificado en la teoría marxista que, por lo visto, nunca se equivoca y nunca ataca a gobernantes de izquierdas, los dirigentes de la UP nunca pensaron encontrarse con el problema de que los trabajadores fueran a ser menos eficientes cuando les quitasen de en medio a su empresario; y mucho menos que fuesen a montar movidas reivindicativas salariales contra ellos. Pero los trabajadores lo hicieron: los textiles; los taxistas de Santiago, que montaron la mundial para conseguir la bajada de bandera de cinco pesos; e incluso, sorpresa de sorpresas, los trabajadores de las minas de cobre nacionalizadas. 

Como ilustración de esto que digo, de esta suerte de incapacidad de entender que pobre y trabajador no quiere decir revolucionario y menos aún marxista, copio aquí la descripción que el propio Allende hizo del problema nuclear de la reforma agraria: «La ley permite expropiar enseguida la tierra, pero hay que discutir con el patrón sobre los animales, maquinaria y todos los complementos del trabajo agrícola. El hecho de decir: “se expropia tal fundo” no implica que pase de inmediato a la Corporación de Reforma Agraria. Entonces, el campesino dice: “si este fundo está expropiado, es nuestro”. Y este fundo no va a ser entregado, como suyo, a los campesinos, sino que, sencillamente, lo trabajaremos en cooperativa y, en excepcionales casos, en haciendas del Estado. Eso hay muchos campesinos que no lo comprenden. Y es que hace falta tiempo y crear una conciencia».

En lo tocante a la llamada a producir más, las grandes empresas privadas, en general, objetaron de colaborar con el gobierno. Y, aunque el gobierno les había amenazado con multas e incluso la nacionalización, se la tuvo que envainar no pocas veces. A los empresarios les era muy fácil justificarse: no producían porque no podían importar materias primas que necesitaban. Lo cual, con la moneda local compitiendo a barrigazos en el torneo de los siete trampolines, era una puñetera verdad.

De todas formas, hay otro factor. Según el balance que haría el general Augusto Pinochet en las primeras semanas de su dictadura, la cifra de empresas nacionalizadas o intervenidas de forma significativa por la Unidad Popular rondó las 800. Casi todas ellas lo fueron desde el inicio del gobierno de la Unidad Popular hasta mediados de 1972. A partir de entonces, las nacionalizaciones se frenaron casi en seco. Un periodista tan poco sospechoso de ser crítico con Allende como Ted Córdova-Claure, en su libro Allende, No, reconoce que la clave de ese frenazo fue «la falta de autoridad de los interventores, en general tan sólo autoridades políticas, para imponer la necesaria disciplina de producción». 

Este balance nos dice dos cosas: una, que el gobierno ocupó la dirección de las empresas estatalizadas no con personas que supiesen lo que se hacían, sino que tenían la ideología, y tal vez las amistades, adecuadas. Dos, que esas personas o no pudieron o no quisieron evitar que las empresas cayesen en la turbia espiral de la cogestión de los trabajadores que, como sabemos bien por los pobres resultados de las industrias de guerra en la retaguardia republicana española durante la guerra civil, no suele funcionar lo que se dice bien.

El plan de estatalización, por lo tanto, chocó con dos cosas, ambas relacionadas, una vez más, con la sencillez de pensamiento con que Allende había enfrentado el problema: una, el hecho de que los obreros, cuando ven deteriorados los que consideran sus derechos, protestan; y tener que protestar contra un camarada no les detiene (a menos que ese camarada les condene a muerte, véase Stalin). Dos, que la Unidad Popular estuvo muy lejos de hacer una gestión modélica de las estatalizaciones, convirtiéndolas en cotolengos de comisarios políticos; ocupando puestos donde había que saber ingeniería con personas que lo que sabían era levantar el puño a buen ritmo.

Otro problema de las estatalizaciones fue la credibilidad de su situación provisoria. Con el tiempo, hasta Allende y sus análisis se dieron cuenta de que, en un país que era mayoritariamente burgués y de centro-derecha, el gobierno no podía ir por ahí anunciando la implantación del marxismo. Así pues, cuando las estatalizaciones comenzaron, el presidente se dedicó a decir que en Chile había sólo (¡sólo!) 91 empresas cuya nacionalización era necesaria, y que las demás que se interviniesen era ejercer un «control público transitorio», con la finalidad de devolverlas. Sin embargo, el hecho de que el volumen de empresas intervenidas fuese ocho veces el prometido no ayudó a que la gente creyese estas palabras. Y, además, a Allende le surgió otro problema, sempiterno problema: su izquierda. Los trabajadores de esas empresas que algún día se devolverían, azuzados por los grupos que gritaban «avanzar sin transar», la ultraizquierda que, le gustase o no al allendismo, formaba parte de él, se negaron. Lógico. Cuando has llegado a ser el cogestor de tu curro, ¿qué aliciente verás en que la empresa le sea devuelta algún día a Don Ramón?

En diciembre de 1970, el proyecto de la Unidad Popular había recibido un balón de oxígeno por su izquierda. Tras la muerte, en un enfrentamiento con comunistas, del universitario mirista Óscar Arnaldo Ríos, el MIR, que hasta entonces se había extrañado de la labor del gobierno, decidió adoptar una actitud más moderada, retirando presión sobre el Ejecutivo. Pero el gobierno, en realidad, registraba los problemas por su derecha. Muy pronto, la policía comenzó a informar de conspiraciones desmanteladas, como la Acción Parral, destinada a acojonar a los comerciantes con la inminencia de un saqueo por activistas de ultraizquierda, buscando sembrar el caos en Santiago; o las reuniones de ex combatientes rumanos de la segunda guerra mundial en la residencia de Luis Callis, al parecer miembro del Partido Nazi.

A pesar del balón de oxígeno, no creo que sea alejarse dramáticamente de la realidad que, de alguna manera, todos debieran aceptar, si decimos que la izquierda de Allende no dejó de ser nunca un problema para su proyecto. En Cautín, por ejemplo, tanto el MIR como el MCR, Movimiento Campesino Revolucionario, desoyeron las órdenes del gobierno de colaborar con una reforma agraria tasada, con sus decretos y sus cositas, y se aplicaron a ocupar fundos sí o sí (otra analogía con la España republicana, pues esto mismo fue lo que pasó, sobre todo, durante la primavera del 36). En Pucón, un agricultor, Ronaldo Martus, falleció tiroteado mientras protegía su propiedad. Las acusaciones sobre el gobierno se sucedieron con fuerza. El allendismo, por lo tanto, se encontró con el mismo problema con el que se encontró el Frente Popular en la España del 36: la acción de ésos de los que la historiografía de izquierdas, quizá porque no le cuadran demasiado en su visión de una República idílica, considera incontrolados, como si por tener dicha calidad ya el gobierno no tuviese la responsabilidad de controlarlos. En mi opinión, los intentos del gobierno de Allende por controlar a sus incontrolados fueron más sinceros; pero igual de inútiles.

Ciertamente, mientras el 18 de julio del 36, cuando la legalidad republicana entró en una fase bien distinta, muchos de quienes habían cometido los desafueros en defensa de la revolución, entre ellos los asesinos de Calvo Sotelo, seguían por la calle haciéndose pajas a gusto, en Temuco la Corte de Apelaciones se apresuró a abrir un proceso y una investigación de total seriedad sobre la muerte de Martus. Pero eso no detuvo al MIR-MCR. La Unidad Popular se empleó contra los ocupadores ilegales, pero no paró la espiral. Los mapuches consideraban aquellas ocupaciones como plenamente legales, por referirse a tierras que decían habían sido suyas. Y los propietarios (es decir, la derecha) pronto dejó de confiar en el que el gobierno le fuese a resolver el problema, y empezó a tomarse la justicia por su mano. 

La distancia entre Allende y el MIR se acreció; obsesionado con cumplir la ley, el presidente llegó a hacer algo que es anatema en las reformas agrarias revolucionarias: devolverle tierras a propietarios que, a los ojos de la ley, las habían perdido por motivos ilegales. Al mismo Temuco fue Allende a decir que los propietarios que hubiesen cumplido la ley (es decir, que hubiesen invertido en el bienestar de sus jornaleros) no tenían nada que temer. Pero para entonces la derecha no le escuchaba. En el área de Linares, durante la ocupación legal de una finca, un ingeniero agrónomo, Hernán Mery, fue enviado a parcelar el Purgatorio.

En medio de esta conflictiva puesta en vigor de la nueva economía, el humor del Congreso y el Senado, donde no olvidemos que la Unidad Popular está en minoría, es cada vez peor; más antigubernamental. Pero no por ello Allende decide cambiar el ritmo y transar. Buen conocedor de los vericuetos legislativos como ex presidente del Senado que es, Allende aprovecha estas esquinas y pequeños huecos para colar su política económica. Un ejemplo es el de la nacionalización de la banca, que ejecuta por medio de la Corporación de Comercio, que se va haciendo, paulatinamente, con las acciones de los ahorradores pequeños y medianos. Así, la banca termina siendo estatal sin haber tenido que pasar por el cuerpo legislativo para obtener el nihil obstat.

Más o menos del primer año de mandato data un grave error de la Unidad Popular. Salvador Allende, que ya hemos dicho era en 1970 un político fracasado, había intentado muchas veces llegar al gobierno sin conseguirlo; eso, y la enorme desigualdad social de Chile, había provocado en el presidente unas prisas enormes por descontarla. De hecho, en el Chile de Allende acabaron por aplicarse medidas de dudosa legalidad, como que tender una línea telefónica en el chalé de una persona rica fuese mucho más caro que en el apartamento de un barrio humilde. Pero, más allá de esa progresividad que le causó enormes problemas al gobierno, en el primer año de su mandato, subido a la grupa de un análisis económico que calificaremos de pobre por no ser bastante más rudos y despreciativos, decidió mejorar las condiciones del obrero mediante aumentos salariales hasta del 100%. 

Es bastante lógico pensar que Salvador Allende Gossens no se hablase con José Antonio Girón de Velasco, uno de los leones más rugientes del franquismo irredento. Lástima para el chileno, en todo caso. Si se hubiesen hablado, Girón le podría haber contado que a mediados de los cincuenta del siglo pasado a él, entonces ministro de Trabajo, se le ocurrió la misma idea. ¿Los obreros viven mal? ¡Pues que cobren un 25% más, y Arriba España! 

Arriba España, una polla. Girón le podría haber contado a Allende lo que pasó, que no fue otra cosa que lo que pasó en Chile. Más dinero es más masa monetaria,  más masa monetaria más inflación, inflación es espiral, y, al final, los precios suben un huevo más que los salarios. El obrero cobra un 100% más, pero es un 20%, un 30%, un 50% más pobre. Bull’s eye!

Para colmo, para cuando la inflación se desbocó por causa de estos aumentos salariales, el gobierno perdió los nervios y, en lugar de gestionar la masa monetaria, la multiplicó de modo y forma que algunos escritores de la época se quejan de que «el Banco Central se ha convertido en una imprenta». El exceso de efectivo en circulación era en 1970 de 12.000 millones de dólares. La Junta Militar, a las pocas semanas de llegar al poder (1973), lo valoró en 406.000 millones. Sic.

El allendismo provocó, en términos generales, un importante deterioro en el nivel de vida de los chilenos, también de los más humildes a los que defendía. Este hecho explica la enorme conflictividad que ha de llegar; explica los conflictos entre un gobierno marxista y los obreros que son su Luz; y explica que la Unidad Popular lleve a cabo, lo antes posible y echando mano de interpretaciones un tanto forzadas, el principal elemento en el que sabe que puede encontrar el acuerdo de todos los chilenos porque, lejos de estar situado en el terreno de las ideas económicas o sociales, se sitúa en el terreno del orgullo nacional.

El 12 de mayo de 1971, Allende propone al Congreso la nacionalización del cobre.