martes, abril 08, 2025

Tenno Banzai (12): De Ohka a Ohka, fracaso porque me toca



Una vieja introducción al tema (2008)

Las sutilezas de una civilización muy suya
Un día estás aquí, y otro día estás aquí
De Pearl Harbor al sacrificio de Attu
Planes desesperados
Un poema de Norinaga Nootori
El 25 de octubre de la escuadrilla Yamato
Nace el mito
Victorias, derrotas y dudas
El suicida-acróbata
Últimos coletazos filipinos
De Formosa a Iwo Jima
De Ohka a Ohka, fracaso porque me toca
… o eso parecía
El gran ataque
Últimas boqueadas
 

     


 

Iwo Jima era y es una isla volcánica, con una sola altura que es precisamente el volcán Suribachi, casi sin árboles y con muy poquita agua natural. Allí habían decidido encastillarse los japoneses para hacer imposible el avance enemigo. 21.000 soldados literalmente enterrados en la tierra, invisibles, que se enfrentaban a unos 24.000 marines.

Los japoneses de la isla estaban al mando del teniente general Tadamichi Kuribayashi, un hombre recio y cabrón que parecía tener claro que sus soldados iban a morir de una forma u otra, pero, les exigía, debían hacerlo no antes de haberse cargado a diez enemigos. Y así fue durante las 26 jornadas que duró aquella lucha; lucha que le costó tantos efectivos a los estadounidenses que son muchos los que sostienen que tuvo mucho que ver en la decisión del lanzamiento de las bombas atómicas.

Todos estos hechos se produjeron sin que el ataque kamikaze del 21 de febrero, que ya hemos contado, tuviese continuidad. El ejército japonés, ya lo he dicho, estaba ya en fase amarrategui con los aviones; y, además, se juzgaba que la distancia era demasiada. Sin embargo, el 7 y 9 de marzo sendos aviones de exploración habían tomado fotos de Ulithi, que demostraban que la flota americana había retornado al atolón. Había que aprovechar la ocasión.

En 24 horas, se creó un grupo de ataque especial, bautizado Azusa, que debería atacar el día 10. Ese ataque se bautizó asimismo Tan-go, es decir, Operación Tan. Nueve aviones de reconocimiento les precederían para abrirles camino. 24 bimotores Ginga, cada uno con una bomba de 800 kilos, les seguirían.

Tras haber despegado el 10 de marzo, sin embargo, se supo que los mensajes iniciales habían sido mal interpretados y que, en realidad, en Ulithi sólo había un portaaviones. Así que se ordenó a los aviones volver, y sólo para saber, cuando estuvieron de nuevo en tierra, que los mensajes iniciales habían sido los correctos, y que había una fuerte presencia naval estadounidense en la base.

Por esta razón, el grupo Azusa volvió al aire el 11 de marzo. Varios aviones, sin embargo, tuvieron problemas mecánicos y tuvieron que aterrizar en Kanoya, Okinawa y Miyakojima. El tiempo era inicialmente bueno; pero a la altura de la isla Okinotori Shima, aquello parecía Caldas de Reis una tarde de noviembre. Los pilotos de los Ginga, sin embargo, estaban, como siempre en una misión suicida, sobreexcitados. Dudaban mucho de tener combustible para volver. Así que, cuando los aviones de reconocimiento se volvieron a Kyushu, se quedaron solos en el aire, quemando sopa y sin ver una mierda. Finalmente, un piloto consiguió ver, entre la lluvia, una isla muy característica, la isla de Yap; a partir de ahí, los japoneses se podían hacer una idea cabal de dónde estaba Ulithi. Algunos aviones, sin embargo, iban con la reserva y aterrizaron en Yap, o en Minami Daitojima. Dos más aterrizaron directamente en el mar, y le hicieron un jibaku a los boquerones.

Quedaban 11 aviones irredentos. Volaban a paso de tortuga, para no gastar sopa, y no vieron las luces de Ulithi hasta que no fueron luces, es decir, que ya era casi de noche.

Los estadounidenses se sentían seguros en Ulithi. Sabían que estaban muy lejos de cualquier puesto japonés y, por eso, habían convertido aquel atolón en una especie de astillero-discoteca, donde reparaban sus navíos y lo iban pasando bien. Trabajaban de noche con luces y no se tomaban muy en serio lo de la vigilancia aérea. Y, bueno, no les faltaba razón, porque varios de los aviones japoneses llegaron poco menos que planeando y acabaron amerizando.

A las siete de la tarde del 11 de marzo, un primer avión japonés, no apercibido por los estadounidenses, escogió un portaaviones y se fue a por él. Era el Randolph. El avión llegó cuando la mayor parte de la tripulación estaba viendo una película en el hangar de aviación, bajo el puente de vuelo. Si los estadounidenses pueden ser culpados de no haber estado muy atentos, no lo pueden ser de lo que siguió. Nada más producirse el impacto, los que estaban viendo la película la abandonaron sin problemas (lo mismo era española). Ulithi quedó en total oscuridad y todos los marineros ganaron sus puestos de zafarrancho. No hubo más jibaku. Aquello se había convertido en estrellarse contra un agujero negro. Los aviones japoneses comenzaron a volar como pollo sin cabeza hasta que, sin combustible, fueron a dar con el mar.

La Operación Tan había sido una cagada. Se habían perdido muchos aviones a cambio de causar unos daños que incluso los estadounidenses se tomaron horas antes de comenzar a reparar en serio (y fue sólo entonces cuando se dieron cuenta de que había sido un ataque kamikaze). Además, a finales de febrero, estaba claro que Iwo Jima sólo era cuestión de tiempo. El japonés medio comenzaba a entender que su ejército se había quedado exhausto.

En realidad, los más listos en el Alto Estado Mayor japonés sabían, desde Tarawa (noviembre 1943), que las fuerzas anfibias estadounidenses eran muy superiores a los combatientes de tierra japoneses. Por lo demás, desde Leyte, la superioridad naval americana pesaba como un baldón sobre cualquier estrategia de defensa. Los mandos navales, además, no compartían el celo extremo y ciego de sus compañeros voladores, y eran renuentes a sacrificar sus últimas unidades en operaciones suicidas que, entendían, nada harían frente a una fuerza naval tan poderosa como la enemiga.

La situación llevó a la Marina a reorganizar sus fuerzas aéreas el 1 de marzo, con la creación de la X Flota aérea. Se incorporaron a la misma todos los aparatos de instrucción, es decir la décimo primera, décimo segunda y décimo tercera escuadras, que eran la reserva de la V Flota recientemente creada.

Esto dejaba las cosas de la siguiente manera: la I Flota reconstituida tenía 300 aviones en Formosa; la III Flota sumaba 800 aparatos, repartidos en el Japón oriental; la V Flota, con 600 aviones, estaba en el Japón occidental; y la X Flota, con 400 aparatos, estaba dispersa por todo el país. En total, unos 2.100 aparatos, que pueden parecer muchos, pero que estaban en franca minoría contra el enemigo. Por no mencionar que muchos de sus pilotos apenas habían sido entrenados.

La falta de aparatos movió al Estado Mayor a tomarse con tranquilidad la movida kamikaze. En puridad, en ese momento, sólo Onishi en Formosa tenía unidades suicidas. Sin embargo, en la mente de muchos estrategas nipones seguían pesando los éxitos obtenidos en Filipinas por varios ataques suicidas, que ya hemos visto; por no mencionar el hecho de que, en una inferioridad tan flagrante, las tácticas tradicionales tampoco prometían nada. Por ello, los estados mayores de la V y X flotas fueron invitados a crear unidades kamikaze. Lógicamente, la respuesta de los aviadores fue entusiasta; como ya he tenido ocasión de comentaros, en general tenían la sensación de que mantener las tácticas tradicionales no iba a mejorar su esperanza de vida.

A primeros de marzo, la actitud naval y aérea del enemigo dejaba claro que estaba preparando una nueva acción ofensiva. En la noche del 9 al 10 de marzo, los estadounidenses vomitaron un montón de bombas incendiarias sobre Tokio. El 16, el enemigo era el dueño de Iwo Jima. Las diferentes Task Force al mando del almirante Marc A. Mirtschner salieron de Ulithi a mediados de marzo. Su objetivo claro desde el principio: arrasar los aedódromos enemigos. El 18 de marzo, los aviones que despegaron de la Task Force 58 volaron hacia Kyushu. Aquello presentaba una oportunidad para las nuevas unidades suicidas de la V Flota.

En la mañana del 19 de marzo, 50 aviones, más otros de escolta, volaron hacia los navíos mientras los aviones estadounidenses atacaban Kyushu. Como siempre, escogieron a los portaaviones. Se estrellaron contra el Enterprise y el desgraciado Franklin, aunque ambos conservaron su formación. Al día siguiente, 19, los aviones estadounidenses volvieron a atacar Kyushu y el tráfico naval japonés alrededor de Kobe y Kure. Era la primera vez que la isla de Honshu y el conocido como Mar Interior eran bombardeados por el enemigo.

Esta vez, los que contestaron fueron los grupos especiales de la X Flota. A pesar del densísimo fuego artillero, lograron estrellarse contra el Essex, el Wasp y, otra vez, el Franklin. Éste último, que había tenido 700 bajas y estaba gravemente escorado, se marchó, renqueando por el mar, hacia los Estados Unidos.

Aquellos ataques se conocieron como Operación Ten-ichi y son, probablemente, o cuando menos en mi opinión, el ejemplo más eficiente de la estrategia kamikaze. Los japoneses, que evidentemente habían perdido varios aviones, habían causado la pérdida de 116 aparatos estadounidenses, y provocado la baja definitiva para la guerra de un gran portaaviones. Sin embargo, tampoco hay que sobrarse. La superioridad enemiga era para entonces tan chulesca, que las consecuencias estratégicas tampoco eran la leche. Además, no todo el mérito es de los suicidas. Buena parte del éxito japonés se debe a la resistencia numantina ejercida por el 343 cuerpo aéreo nipón, al mando del barón rojo japonés Minoru Genda, que fue el encargado de defender Kobe y Kure de los ataques.

Aquello, además, no había parado nada. El 21 de marzo, aviones de reconocimiento nipones localizaron varios portaaviones estadounidenses a unos 600 kilómetros al sudeste de Kyushu. Era jefe de todas las fuerzas aéreas de la isla el vicealmirante Matome Ugaki, lo cual lo convertía en jefe de la V Flota. Cuando supo los informes, decidió poner en juego las nuevas bombas Okha; bombas planeadoras pilotadas transportadas por un bombardero hasta la cercanía del objetivo, debían ser luego soltadas y conducidas por un piloto voluntario. El capitán de navío Motoharu Okamura, organizó el ataque. El único problema era que, con 30 cazas Zero a disposición, la flotilla de escolta se quedaba corta, en opinión de Okamura.

Al mando de la expedición fue colocado el capitán de corbeta Goro Nonaka. Nonaka estaba deseando cabalgar un torpedo y cargarse a unos cuantos charlies; pero compartía con Okamura la inquietud de que, con tan poca escolta, los bombarderos no lograsen llegar a sus destinos. Pero Ubaki les dijo que era lo que había. En esas circunstancias, Okamura, convencido de que enviaba a sus pilotos a una muerte estúpida e inútil, anunció que él mismo iría en los aviones. Pero Nonaka le dijo que ni de coña, que allí el único que se suicidaba estúpidamente era él.

El 21 de marzo, a las 11,35 de la mañana, 18 bimotores de Tipo I y los 30 Zero salieron de Kanoya; aunque sólo 16 de los bimotores llevaban bombas Ohka.

A las dos de la tarde, tenían al enemigo a la vista. Pero, entonces, aparecieron unos 50 cazas Grumman Hellcat. Los 30 Zero hicieron lo que pudieron, pero eran menos. Pronto, los Hellcat estaban yendo a por los bombarderos. Los bombarderos soltaron las bombas para poder maniobrar mejor, pero aún así 15 de ellos acabaron estallando en el aire. Los tres que se escaparon entre las nubes fueron localizados más tardes, y multiplicados por cero.

El bautismo de fuego de las bombas Ohka había sido, para qué decirlo de otra manera, una puta mierda.

Tras perder Iwo Jima, para el Alto mando japonés era ya claro que los estadounidenses habían decidido no invadir Formosa (algo que reputaron probable) y que, consiguientemente, su siguiente objetivo sería Okinawa. Consideraban los japoneses que, por diversas razones, el enemigo esperaría hasta el verano para comenzar su operación, por lo que desde marzo se aplicó a afinar su estrategia. Japón sabía que, si caía Okinawa, caería Japón. Por eso, todo el plan de defensa de la isla presentaba detalles de holocausto; pues, entre otras cosas, no se hizo plan de evacuación. La defensa se confiaba a una fuerza terrestre de unos 100.000 hombres, el XXXII Ejército nipón, comandado por el general de cuerpo de ejército Mitsuru Ushijima y su jefe de Estado Mayor, el general Isamo Cho.

La estrategia de defensa japonesa en Okinawa era totalmente novedosa. La misión de las fuerzas de la isla no era lanzar contraataques que empujasen al enemigo hacia el mar, sino fijarlo, cuando más tiempo, mejor, allí donde estuviera. La idea era conseguir, de esa manera, que los estadounidenses mantuviesen enormes activos navales alrededor de la isla, para que así la aviación japonesa los pudiese atacar. Y aquí volvían a la ecuación los jibaku y las operaciones por percusión: volvía a sonar la hora de los kamikaze.

El vicealmirante Ugaki, a quien ya conocemos, había aceptado esta misión y había ordenado la creación en Kyushu de tres grandes cuerpos kamikaze, los grupos Kikusui, una palabra que quiere decir crisantemo flotante (normalmente, símbolo de pureza espiritual en la cultura japonesa). En realidad, esta denominación acabaría siendo la de todas las fuerzas aéreas encomendadas de la defensa de Okinawa.

La base misma de las operaciones japonesas en Okinawa era la estrecha colaboración entre las fuerzas de tierra y las fuerzas aéreas; con las navales haciendo de líbero, puesto que estaban tan disminuidas que apenas podían comprometer nada. Para poder verdaderamente fijar al enemigo, era necesario que infantería y fuerzas aéreas funcionasen coordinadas como un reloj (algo que el doctor Negrín probablemente sabía, y por supuesto escondía, cuando, al final de la guerra civil española, todavía le decía a la gente que había posibilidades de fijar al enemigo en el frente; cuando, faltándole como le faltaba fuerza aérea, eso era una simple y puta mentira).

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