jueves, julio 11, 2024

Stalin-Beria. 3: De la guerra al fin (1): Brest-Litovsk 2.0

Brest-Litovsk 2.0
La ratonera de Kiev
Cambian las tornas
El deportador que no pudo con Zhukov
La sociedad Beria-Malenkov
A barrer mingrelianos
Movimientos orquestales en la cumbre
El ataque
El nuevo Beria
La cagada en la RDA
Una detención en el alambre
Coda

Como de costumbre, Iosif Stalin se fue a la cama muy tarde el 21 de junio. Durmió, como de costumbre, en su dacha de Kuntsevo, en el sofá. A las 4 de la mañana, un soldado de guardia, contraviniendo todas las reglas, golpeó en la puerta, despertó al camarada secretario general y le informó de que el general Zhukov estaba al teléfono. Zhukov le informó de que estaban siendo bombardeadas Kiev, Minsk, Sebastopol, Vilna y otras ciudades. Stalin le escuchó en silencio. Tan en silencio que Zhukov preguntó: “¿Me entiendes, camarada Stalin?”

Pero Stalin no contestó. De hecho, estuvo en silencio las dos primeras horas de la Operación Barbarroja, mientras soldados y civiles morían, y decenas de aeroplanos eran destruidos en sus hangares. La orden de resistir sólo llegó después de esas dos horas. Tuvo que ser Molotov, a pesar de que Stalin era, formalmente, el jefe del gobierno de la URSS desde el 6 de mayo de 1941, el que se comiese el marrón de explicarle a los ciudadanos por radio que estaban en guerra con Alemania. De hecho, Stalin no le habló en la radio a sus amigos proletarios hasta el 3 de julio.

Eran las cuatro de la mañana del día 22 de junio. Zhukov acababa de soltar su expletivo “¿Entiendes lo que te digo, camarada Stalin?” Esperó en silencio en la línea. Segundos después, Stalin murmuró: “Ven al Kremlin con Timoshenko. Y llama a Poskrebyshev para que convoque al Politburo”. Recordad que hacía una hora que se habían marchado.

Los convocados estaban pronto en el Kremlin. Stalin ordenó que le pusieran al teléfono al cónsul alemán. Molotov desapareció de la sala. Allí quedaron, sentados en torno a una mesa imperial, Andreyev, Voroshilov, Kaganovitch, Mikoyan, Kalinin, Shvernik, Beria, Malenkov, Voznesensky y Shcherbakov. Molotov regresó, se sentó en su sitio y, asaeteado por los ojos de todos los demás, murmuró y tartamudeó, más que dijo: “el embajador alemán comunica que el gobierno de su país nos ha declarado la guerra”. La razón, continuó, leyendo de un papel que traía, era prevenir un ataque de la URSS. O sea, “qué harías tú/en un ataque preventivo de la URSS”. Hitler parece ser el primero y único que contestó a esa pregunta.

Stalin le dedicó una mirada fiera a su ministro de Asuntos Exteriores. No era para menos. No hacía ni medio año que Risitas había aseverado, recién llegado de Berlín, que Alemania nunca atacaría. Timoshenko, con ese pragmatismo que siempre tienen los militares, propuso realizar un reporte de la situación. Stalin estuvo de acuerdo. Entonces entró en la sala Vatutin, quien hizo una exposición de hechos que, la verdad, había que ser muy subnormal para no conocer previamente. La parte más positiva, que las guarniciones fronterizas, pese al duro castigo que recibían, no habían desertado. Lo peor, que los alemanes estaban haciendo papilla los aeródromos soviéticos.

El Politburo se habría de quedar todo el día 22 en aquella sala, con apenas salidas para mear. Querían arropar a su secretario general, quien daba toda la impresión de que había sido él, y no Trotsky, el que acababa de recibir el golpe del piolet de Ramón Mercader.

Timoshenko estaba muy nervioso. El hombre que arrostraba la responsabilidad militar de salvar a la URSS del embate de la maquinaria militar que había hecho chucrut con los franceses sabía, en esas horas, que tarde o temprano tendría que explicarle a Stalin que, en materia militar, las cosas no son tan fáciles como parecen en las pelis. Que la mejor estimación para poner en marcha a una división variaba entre cuatro y veinticuatro horas, pero con mayor probabilidad lo segundo que lo primero. El Estado Mayor había elaborado un decreto de defensa a las doce y veinte de la noche; decreto que fue recibido en las unidades una hora después. Luego, cada comandante local tuvo que comenzar a manejar sus mierdas, cosa que les tomó a cada uno de ellos una hora u hora y media más.

El resultado es que, en muchos casos, pasó lo que normalmente pasa en las pelis, y en Pearl Harbor. Muchas tropas se enteraron de que iban a ser atacadas cuando efectivamente fueron atacadas. Las unidades móviles alemanas avanzaron en las primeras horas hasta 60 millas, un éxito que nadie, ni siquiera los alemanes, había esperado. Las fuerzas soviéticas de segunda línea, que se estaban desplazando hacia la frontera para reforzar a sus compañeros, se encontraron bajo las bombas lanzadas por los aviones alemanes. La mayoría de las comunicaciones se perdió.

Había despuntado ya la mañana del 22 cuando se planteó la cuestión de que había que contarle al pueblo soviético que los alemanes estaban atacando. Todo el mundo, de forma natural, miró a Stalin. Al fin y al cabo, ésa era la teórica que el propio georgiano había venido construyendo en los quince años anteriores: yo, yo, yo, y cuando no esté yo, yo también. Esta vez, sin embargo, Stalin ni siquiera se tomó unos segundos para sorber su pipa y sopesar el tema. Como un resorte, contestó que ni de puta coña. Mikoyan dejó escrito que, en ese momento, Iosif estaba en una situación de total breakdown, en medio del cual, sin embargo, era bien consciente de que le había vendido al ciudadano soviético dos cosas: una, que los alemanes nunca atacarían; dos, que, si se ponían chavos, serían derrotados en su propio territorio. Stalin siempre le dijo a sus ciudadanos que no habría invasión.

Por otra parte, ya he dicho que, en esas horas, la información era muy confusa y no se sabía lo que estaba pasando en la frontera. Stalin tampoco quería hablar sin tener información precisa.

Tras acordarse que sería Molotov quien hablaría, Stalin, probablemente algo más calmado, exigió que los alemanes fuesen aplastados. Fue cuando Timoshenko elaboró la que se conoce como Orden número 2 del Consejo Principal de Guerra, dirigida a todos los distritos militares en los frentes occidental y suroccidental. Esta orden, sin duda inspirada por Stalin, conmina a las tropas a usar toda la fuerza disponible contra los alemanes pero, cautelosamente, sigue recordando que los soviéticos no deberán cruzar sus fronteras mientras no reciban órdenes para ello.

La situación era especialmente desastrosa en el frente noroeste (básicamente, la frontera báltica). En realidad, como habría de recordar el general Piotr Petrovitch Sobennikov, comandante del VIII Ejército y por lo tanto principal defensor del solar báltico, no existía ningún plan trazado, mucho menos desplegado, de defensa. Los alemanes habían acabado antes del amanecer con toda la aviación disponible en el distrito. Todo el mundo daba órdenes, y casi nadie las cumplía.

En las primeras horas de la guerra, Stalin apenas bebió una taza de té. Permanecía sentado, mirando con sorpresa a cada persona que entraba en la habitación. Su primera reacción se produjo cuando Timoshenko propuso crear un cuartel general, y Zhdanov, Molotov y Malenkov se enfangaron en una discusión sobre el tema. De repente, el secretario general les interrumpió y ordenó que los altos mandos militares se desplazasen a los frentes sudoeste y oeste. Luego se puso a trabajar con Vatutin en la que sería la Orden número 3. Ordenaba destrozar al enemigo los días 23 y 24 de junio en el sector de Suvalki, frentes noroeste y oeste, así como en los sectores de Vladimir-Volnya y Brodi. Stalin quería que los soviéticos capturasen Lublin el 24 de junio.

Con las horas, la situación pareció perder tintes desesperados. A las diez de la noche del primer día de guerra, Vatutin pudo reportar que las tropas fronterizas habían conseguido repeler al enemigo. En ese momento, la falta de comunicaciones no le permitía a los comunistas saber que, en realidad, los alemanes habían penetrado muy lejos dentro de la URSS. No comenzaron a percatarse de la verdad hasta la mañana del 23, cuando no lograron comunicar con el alto mando sobre el terreno y empezaron a darse cuenta de que no tenían ninguna información de varias tropas. De hecho, conforme avanzó el día se fue haciendo más evidente que la información con que contaban del frente oeste era manifiestamente mejorable. De hecho, las órdenes cursadas por el general Dimitri Georgievitch Pavlov dan toda la impresión de que se emitieron sin conocer que los alemanes habían destruido los depósitos de combustible que necesitaban las tropas soviéticas para hacer los desplazamientos que se les ordenaban desde Moscú.

El peor momento para Stalin llegó a finales de mes. Siete u ocho días acumulando malas noticias, conociendo la magnitud de la catástrofe provocada por los alemanes tanto en el frente báltico como en el denominado frente occidental (la entrada en la URSS por Polonia, bien de frente hacia Moscú, bien “hacia abajo” camino de Ucrania) provocaron la verdadera desesperación del secretario general y el momento en que el pánico lo paralizó. Según los testimonios de quienes vivieron aquellas horas, entre el 28 y el 30 de junio, la URSS careció de líder; el que tenía, el hombre que había asesinado a millones de compatriotas para quedarse solo en la cumbre del poder, era en ese momento un nenaza tembloroso.

Los alemanes avanzaban hacia Minsk. Casi todos los frentes habían colapsado. Las mejores fuerzas del frente occidental, muy especialmente, o estaban rodeadas, o estaban destruidas. Las únicas buenas noticias venían del frente suroccidental; pero eso era, claro, porque ahí había una innecesaria acumulación de tropas soviéticas; no era, pese a lo estimado, la ruta elegida por Hitler para atacar.

Según Mikoyan, él mismo, Molotov, Malenkov, Voroshilov, Beria y Voznesensky consideraron necesario crear un Comité para la Defensa del Estado, bajo la presidencia de Stalin, que centralizase todo el mando. A Stalin la propuesta le extrañó, pero no se opuso. Tras esta coordinación en el ámbito político, el alto mando se aplicó a crear un nuevo frente occidental capaz de presentarle batalla a los alemanes. El 29 de junio, en su fase sicológica de recuperación del control, Stalin se convirtió en un perfecto tocapelotas, haciéndole bullying a sus generales a base de peticiones y críticas constantes. De hecho, comenzó a cesar militares, alguno de los cuales, como Pavlov, terminó en el paredón. Era la única forma que conocía de hacer las cosas.

Efectivamente, el 30 de junio, el Comité de Defensa se creó y tomó como primera decisión cesar a Pavlov como comandante del frente occidental y sustituirlo por Timoshenko. Ese mismo día, Fiodor Isidorovitch Kuznetsov, comandante del frente noroeste o báltico, ordenó a las tropas retirarse para crear un nuevo frente más sólido. Enterado Stalin, ordenó que fuese cesado y sustituido por el general Sobennikov, con la instrucción de recuperar la línea fronteriza original en el río Dvina. Las tropas, para entonces, se retiraban como meretriz por arbusto y los alemanes, que olieron la sangre, tiraron para delante. Horas después, Minsk había caído, y el secretario general del PCUS no podía creerlo. De hecho, se quedó tan jodido que, por primera vez desde el comienzo de la invasión, se fue a su dacha y se quedó allí un día entero.

Aquí entramos en el terreno de la especulación. Sabemos, eso es cierto, que durante esas horas en la dacha, a Stalin lo visitaron Beria y Molotov. Pero, ¿qué hablaron? El caso es que el mariscal Kiril Semionovitch Moskalenko, con ocasión de una reunión celebrada el 2 de julio de 1957 relacionada con las acciones de desestalinización, largó sobre el tema. Moskalenko fue encargado de colaborar con el fiscal general Roman Andreyevitch Rudenko en el caso contra Lavrentii Beria. En el curso de esas sesiones de interrogatorio, Beria declaró que en 1941, muy probablemente en aquella reunión en la dacha, Stalin, Beria y Molotov habían discutido la posibilidad de una rendición. Acordaron que, de hacerlo, le ofrecerían a Hitler las repúblicas bálticas, Moldavia, y partes significativas de Ucrania y Bielorrusia. Aparentemente, trataron de contactar con Hitler a través del embajador búlgaro, Iván Stamenov. Siempre según Beria-Moskalenko, Stamenov se habría negado a realizar la gestión, y les dijo que Alemania nunca conseguiría vencer sobre Rusia.

Beria añadió, siempre según Moskalenko, que Stalin no había dicho ni una palabra durante el encuentro de los tres con Stamenov. Aparentemente, los tres líderes soviéticos habían encontrado la disculpa para hacer aquello, pues, según contó Beria que dijo Molotov, aquello no dejaba de ser un segundo Brest-Litovsk; y si Lenin había encontrado coraje para hacerlo, por qué no ellos. Stamenov, sin embargo, les dio a aquellos tipos una lección de altura ante la Historia, y le dijo a Stalin: “aunque tuvieras que retirarte hasta los Urales, al final prevalecerás”. Según Moskalenko, Stamenov confirmó en lo esencial lo confesado por Beria.

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