viernes, abril 05, 2024

Curso de arriano upper-intermediate (4): Más Arrio

El sabelianismo
Samosatenses, fotinianos, patripasianos
Arrio
Más Arrio
Semiarrianos, anomoeanos, aecianos, eunomianos y acacianos
Eudoxianos, apolinarianos y pneumatomachi



En ese tiempo, además, Hilario de Poitiers, el campeón de la ortodoxia en occidente, trató de reaccionar a la pujanza semiarriana en su territorio mediante las negociaciones para alcanzar algún tipo de pacto en oriente que los debilitase; pacto que se basaba, sobre todo, en la aceptación por parte de los heréticos del principio de la homoousion. Desde ese momento hasta la muerte de Constancio, en el 361, se sucedieron los concilios, normalmente con diferentes propuestas de Credo adjuntas; algunas semiarrianas, otras homoeanas, otras anomoeanas. Es decir: el arrianismo se imponía, pero esa imposición se hacía desde la división, por lo que se puede decir que, cuando menos en parte, moría de éxito, pues no podía ofrecer algo que es fundamental para cualquier Iglesia, teniendo en cuenta que toda Iglesia es, por definición, un business model: unidad en la gestión.

El concilio más importante de entre todos éstos fue el de Arimino, que tuvo una continuación oriental en Seleucia. En Seleucia se presentó un Credo homoeano, sancionado por el emperador. Sin embargo, en estos encuentros la falta de unidad de los arrianos hizo que los ortodoxos ganasen la partida, rechazasen el Credo y afirmasen la fe nicena. Esto fe lo que ocurrió en Arimino; pero en Seleucia los arrianos, que jugaban más en casa, contraatacaron, de nuevo con el apoyo imperial. Los obispos entendieron claramente el mensaje sobre lo que significase que un emperador “pidiese” por dos veces que un Credo fuese aceptado; así las cosas, lo votaron a favor. El Padre y el Hijo pasaron a convertirse en dos tipos que se dan un aire, en plan Ernest Borgnine y Edward G. Robinson.

A Constancio le siguió Juliano, denominado El Apóstata porque intentó, sin éxito, restituir la vieja religión romana, convencido de que los cristianos nunca dejarían de pelearse. Juliano se refería a los cristianos como “galileos”, y lo hacía así sabiendo muy bien que estaba metiendo muchas gentes muy disímiles en la misma cesta. Quería precisamente eso: transmitir la idea de que, para él, todas las sutilezas sobre las personas divinas le parecían gilipolleces. Ante la falta de tracción que tuvieron durante su reinado las querellas religiosas, Atanasio pudo, una vez más, volver a Alejandría, y convocar un concilio allí, en el año 362. 

El concilio de Alejandría fue muy importante para la Iglesia actual. Estableció con bastante precisión los building blocks de la ortodoxia, especialmente en lo tocante a la hipóstasis; señaló netamente las líneas que, una vez traspasadas, llevaban a la heterodoxia, cuando no a la herejía; y estableció los principios fundamentales de la solidaridad nicena. Atanasio, por ello, consiguió que ese concilio irradiase la idea de que la ortodoxia católica presentaba un frente unido y estable; un frente en el que era de esperar que se pudiese recaudar la pasta en paz; razón por la cual, los meses y años posteriores al concilio fueron testigos de un rosario de adhesiones a la vieja fe por parte de muchas sedes occidentales, tanto en Italia como en la Galia. Atanasio, sin embargo, acabó buscándose la enemiga de Juliano, por lo que tuvo que huir de nuevo de su ciudad. A la muerte de Juliano, su sucesor, Joviano, apenas reinó un año. La cortedad de dicho reino fue mala noticia para los ortodoxos. La decisión de Joviano de permitir el regreso de Atanasio apuntaba claramente a una restauración ortodoxa. Sin embargo, a su muerte llegaron Valentiniano y Valente, que fueron otra historia.

Valentiniano parece haber sido un emperador con pocas ganas de tomar partido en la querella eclesial. La ortodoxia, con él, gano espacios en oriente; pero también es cierto que, en Lampescus (365), los semiarrianos vieron confirmado el derecho a rezar su Credo. En occidente, el obispo Dámaso, sucesor de Liberio, celebró dos concilios seguidos que condenaron a los arrianos. Valente, sin embargo, se demostró un emperador claramente proarriano, dando pábulo incluso a los miembros más extremos de la creencia.

En el año 367, un edicto de Valente reanudó la represión en oriente. Atanasio fue perseguido una última vez, hasta su muerte en el 373. Para entonces, la Iglesia católica ya no se preocupaba sólo del arrianismo. Tal y como había quedado claro en el concilio de Alejandría, los ortodoxos cada vez estaban más temerosos de una nueva forma de pensamiento que terminaría por negar cualquier característica humana en Jesús, y que conocemos como apolinarismo. Los arrianos, divididos, no fueron capaces de administrar la victoria que Valente les había brindado en mano; por ello, en el 376 el emperador llamó al regreso a los exiliados ortodoxos. Ese mismo año, Valente murió, colocando todo el Imperio en manos de Graciano. Graciano, deseando eliminar las muchas consecuencias negativas del reinado de Valente, dictó un edicto de permisividad religiosa que benefició a todos menos a los anomoeanos. La misión de Gregorio Nacianceno a Constantinopla sirvió para cambiar las cosas en una capital que por cuarenta años había permanecido básicamente proarriana; finalmente, los reinados de Teodosio y Graciano terminarían por debilitar al arrianismo de forma definitiva; aunque, como ya os he comentado, en buena parte eran las divisiones internas las que habían debilitado previamente a este bando cristiano, que bien pudo ser prevalente, cuando menos en las tierras orientales.

Los historiadores y teólogos católicos suelen destacar, y no yerran en lo esencial, que, en efecto, el gran problema de arrianismo es que era una teología más negativa que asertiva; se basaba más en negar algo (la homoousion) que en afirmar algo. Las ideologías negativas, esto lo demuestra cada día, en cada rincón del mundo, la izquierda anticapitalista y antiburguesa, tienen el problema de que son extremadamente proclives a las divisiones y los cismas internos. Ésta fue, en efecto, la gran debilidad del arrianismo, al que siempre le faltó, incluso en vida de Arrio, un buen líder unificador. A lo largo de los concilios celebrados en los tres primeros cuartos del siglo IV, los arrianos presentaron no menos de una veintena de Credos distintos; mientras que los ortodoxos permanecieron, y permanecen, impasible el alemán tras el niceno. Cuando el concilio de Constantinopla (381) se convocó frente a un arrianismo dividido, los ortodoxos no tuvieron otra cosa que hacer que reafirmarse en lo que había sido su mantra durante medio siglo.

Teodosio, que ya estaba preocupado por otras herejías que surgían con fuerza, creyó acabar con el arrianismo a través de sus edictos. Sin embargo, éstos encontraron una vía alternativa para fluir. La inmensa mayoría de los misioneros, por así llamarlos, que convirtieron a los líderes godos a finales del siglo IV, eran arrianos. Ulfilas, conocido como obispo de los godos, era firmante del Credo de Arimino.

Para los godos, que traían de serie una religión muy poco compleja y escasamente teológica (apenas teorizaban sobre quién era su Dios, o sus dioses) se encontraron siempre mucho más cómodos en la relativa simpleza arriana que enfangados en las sutilezas conceptuales de la creencia en un Dios Uno y Trino. Crisóstomo, obispo de Constantinopla entre el 398 y el 407, ya tuvo que lidiar con la nutrida colonia gótica de la ciudad, que era abrumadoramente arriana; lo tuvo tan sobaco de grillo con ellos que, adelantándose en 1.500 años al concilio Vaticano II, tuvo que pasar por la horca caudina de decirles la misa en su idioma, y ordenando sacerdotes góticos (o sea, que eran godos; no que fuesen maquillados como vampiros).

Los burgundios se hicieron cristianos en el 413; pero a mitad del siglo V entraron en contacto con el arrianismo, y lo abrazaron. Los suevos, por su parte, eran ya arrianos cuando los visigodos los dominaron. En ese mismo siglo, en el norte de África Geiserico y su hijo Hunerico, sucesivos reyes vándalos, persiguieron a los ortodoxos. En aquellos tiempos, de alguna manera, las conquistas góticas se hacían a la mayor gloria de la pasta arriana; y las de los francos, de la ortodoxa. Sin embargo, en el 517 los burgundios acabaron cayendo del bando católico; y, setenta años después, Recaredo terminaría el problema en España. Los lombardos fueron los últimos godos arrianos, pero a mediados del siglo VII, estaba todo el pescado vendido.

… o no. En 1531, el español Miguel Servet publicó su libro De Trinitatis erroribus, un libro en el que atacaba claramente la idea de la divinidad del Hijo. El reformador Ecolampadio intentó convencerlo de no decir esas mierdas, pero él no hizo caso y estuvo veinte años enseñando sus ideas por Europa, hasta que fue preso por el Concejo de Ginebra, y muerto en la hoguera en el 1553.

No fue el único reformador que, llevando a la práctica las ideas de Martín Lutero, acabó defendiendo ideas cuando menos cuasiarrianas. Lewis Hetzer, un anabaptista ejecutado en Constanza el 1529, Juan Campano en Wittemberg, o Valentín Gentilis en Nápoles, ejecutado en Berna en el 1556, son ejemplos de ello. Muchos de estos reformadores heréticos, perseguidos en Suiza, emigraron a Polonia, donde fundaron una especie de club literario antitrinitario, presidido por un franciscano reformado italiano llamado Francesco Lismanini. Fueron el origen de una herejía que conocemos como socinianismo (y que por razones de economía, vamos a dejar fuera del ámbito de este curso).

El último canto de cisne del arrianismo (so far) se dio en Inglaterra, en el siglo XVII. A finales del XVI y principios del XVII, en efecto, en Inglaterra se produjo una discusión revivida sobre la naturaleza de la Trinidad. El diácono de San Pablo, que se llamaba Sherlock; y el canon de Christchurch, que se apellidaba South, estuvieron implicados en una famosa polémica en la que ambos intentaron explicar la Trinidad de una forma compatible con la razón humana; y, claro, como eso es imposible, ambos fueron acusados de defender ideas heréticas: el primero de triteísmo, el segundo de sabelianismo. Aquella condena provocó que en un país donde la libertad de libelo ya se había desplegado de alguna manera, comenzasen a aparecer, mil y pico años después, folletos arrianos, que fueron muy difundidos. Ralph Outworth, uno de los grandes especuladores filosóficos de su generación, fue acusado de veleidades arrianas. Sin embargo, el más confesado arrianismo lo profesó Samuel Clarke, junto con su discípulo William Whiston. Clarke fue autor de un libro llamado The Scripture Doctrine of the Holy Trinity, por el que acabó en los tribunales. La causa, escribir cosas como: whenever the terms One and Only God were used in Holy Scripture, they invariably meant God the Father, to the exclusion of the other persons of the Godhead. Otrosí: “siempre que las Escrituras hablan de un único Dios, se refieren al Padre y excluyen las otras personas de la divinidad”. Mantuvo que el Hijo estaba “subordinado por naturaleza” al padre, y utilizó para él términos como self-existent o unoriginated, que fueron reputados como escandalosos.  Los ataques a Clarke dividieron a la intelectualidad inglesa en una polémica vivísima que fue, como digo, el último relámpago arriano. 

De momento.

 

Bueno. Como ya he tenido ocasión de explicarte, un arriano, en realidad, puede ser, básicamente hablando, tres cosas: semiarriano, anomoeano, o acaciano. Así que vamos ahora, en esta unidad del curso, con estas tres derivadas.

Comenzamos por la más importante: el semiarrianismo. Pasado el concilio de Nicea, el arrianismo sufrió una cierta escisión entre sus miembros más relapsos, que permanecieron  conocidos como arrianos a secas; y los miembros más templados, ambiciosos de algún tipo de confluencia con la ortodoxia nicena, conocidos como semiarrianos; y que, al fin y a la postre, se convertirían en la grey mayoritaria del arrianismo.

Los semiarrianos fueron un grupo de sacerdotes y laicos muy numeroso y, en general, caracterizado por ser personas de muy elevada influencia política en el Imperio Romano de Oriente. Fueron, por lo tanto, personas muy influyentes que, en una proporción no desdeñable, apreciaron en el arrianismo una vía interesante para hacerse con la pasta que la Iglesia cristiana era capaz de allegar; pero, al tiempo, fueron conscientes de que ese tipo de presiones, desde la radicalidad, no se hacen con eficiencia. Así pues, pretendieron colocarse en un cálido medio entre Atanasio, el alejandrino que ya conocemos, campeón de la ortodoxia; y Aecio y Eunomio, campeones del arrianismo borroka tras la desaparición de Arrio.

Cada uno de los tres partidos, tras Nicea, se colocó detrás de una palabra. Los nicenos detrás de homoousios, es decir, el Hijo es una sustancia con el Padre, negando pues, que pudiera haber sido creado. Los arrianos de toda la vida, tras la palabra anomoios, es decir, el justo contrario: el Hijo no es de la misma sustancia que el Padre y, consecuentemente, fue creado por Él (lo que justifica que fuesen conocidos como anomoeanos). Y, en medio, los semiarrianos, refugiados en el homoiousios, es decir la idea que de que Hijo es de una sustancia parecida a la del Padre. Para los semiarrianos, pues, Jesús era divino, pero no de la misma naturaleza que su Padre.

El gran líder de los semiarrianos, ya en Nicea, fue Eusebio de Cesarea, hasta el punto de que, en realidad, los semiarrianos bien pudieran ser llamados eusebianos. A Eusebio lo sucedió en su sede Acacio (358), un obispo que fue todavía más contemporizador que su maestro, llegando a afirmar que el Hijo no fue creado, como de hecho defiende el Credo niceno y es uno de los pilares teológicos del catolicismo (tan pilar, que todo católico que cumpla con el prefecto sacramental debe hacer profesión pública de fe en dicho principio al menos una vez a la semana durante toda su vida). Esta postura in between (el Hijo no fue creado pero, aún así, no es una deidad eterna) es lo que conocemos como acacianismo.

Los semiarrianos fueron un poco el Opus Dei de su tiempo. Quiere eso decir que, además de rezar y todo eso, se ocuparon muy mucho de ganar para su partido a personas poderosas que influyesen en personas más poderosas aún. Su principal victoria fue ganarse al crepuscular Constantino, quien en los últimos años de su vida fue, en gran parte, conformado en su espíritu (que tenía muchas cosas de las que arrepentirse) por prelados semiarrianos. Como consecuencia, bajo el mandado del siguiente emperador, su hijo Constancio, se puede decir que el semiarrianismo se impuso en lo que hoy llamamos Oriente Medio.

Pero, claro, pronto se iba a montar.

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