lunes, julio 24, 2023

El referendo de 1966

 Estamos en el año 1965. El general Francisco Franco Bahamonde ha superado ya la esperanza de vida de su cohorte demográfica, pero aun así espera a ser eterno, a no morir nunca; no personalmente, desde luego, pero sí a través de su régimen político. El sueño de Franco es el que Adolfo Suárez expresaría para su Unión de Centro Democrático: una solución política que dure 103 años. Sin embargo, las cosas no están yendo en esa dirección. 

En primer lugar, España está cambiando. La España que salió de la guerra civil en abril de 1939 era otra. No sólo ideológicamente, sino también socialmente hablando. La República que Franco combatió era en un 60% una economía y una sociedad agrarias; pero eso ha cambiado radicalmente con los llamados planes de desarrollo de la primera mitad de los años sesenta. Además de una emigración fuera del país, ha habido un traslado masivo de población hacia las ciudades, su industrialización laboral; y eso ha cambiado puntos de vista y necesidades. El franquismo ha creado una clase media y una alta burguesía que ahora sueña con ser europea y que, a cambio de ver a su país integrado en la Comunidad Económica Europea, no acaba de ver claro eso del Movimiento Nacional.

Con todo, el principal problema del general Franco, la marca distintiva de eso que normalmente llamamos tardofranquismo, es la división política en su partido único. Teóricamente, el mando y gobierno del Movimiento Nacional sigue siendo ejercido por un solo partido político, Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalistas. Pero eso es solo fachada. 

Diez años antes, en 1956, el poder omnímodo de Franco se ha visto cuestionado por la intentona de la Falange joseantoniana (porque hay una Falange joseantoniana y una Falange franquista, bien que muy permeables) de construir el Estado fascista que siempre fue la aspiración de Primo de Rivera. Franco, pues, se ha debido enfrentar al hecho de que su principal apoyo político en la guerra civil, la Falange, no creía tanto en su mando personal como en el mando del Partido, y como tal quería ejercerlo. Ya entonces, el resto de las familias del franquismo: el gran capital, el tradicionalismo, la Iglesia y, sobre todo, el Ejército, le han dejado claro que no aceptarán ese estado de cosas. Por eso Franco, aprovechando los sucesos estudiantiles de 1956, ha dado un golpe de mano, ha enviado a la papelera el proyecto de Ley de Gobierno de la Falange (que lo colocaba incluso a él bajo la auditoría del Partido), ha pronunciado en las Cortes su primer discurso sin citar a José Antonio; y, sobre todo, ha decidido impulsar otras familias políticas del franquismo en el gobierno. Es el tiempo de los llamados tecnócratas, rápidamente identificados con el Opus Dei. 

Los gobiernos de Franco (siete ya en 1965) se caracterizan, sobre todo desde mediados de los cincuenta, por ser delicados equilibrios entre familias franquistas. Familias que se llevan muy mal. Los falangistas se refieren a los tecnócratas como "la secta secreta" o "la masonería  blanca"; y, de hecho, en 1966, interpretando los gestos de apertura y normalización del régimen, impulsarán una Ley de Prensa que acabará (aunque, en muchos casos, de forma más teórica que práctica) con la censura previa. La Ley de Prensa del 66 no sirvió mucho para que los críticos del franquismo pudiesen hablar; pero para lo que sí sirvió fue para que los medios falangistas pudiesen atacar a los ministros tecnócratas, con una crueldad tal que el propio fundador del Opus, José María Escrivá de Balaguer, acabará escribiéndole al secretario general del Movimiento, José Solís Ruiz, para exigirle que los medios falangistas bajasen el tono de eso que en los tiempos actuales hemos dado en llamar bullying político.

Los tecnócratas son políticos que no solo son del Opus Dei. De hecho, esa calificación yo creo que es un poco misleading, teniendo en cuenta que la Obra nunca pretendió dirigir los gobiernos de Franco. Yo creo que sería más útil y preciso llamarlos carreristas por su origen: el almirante Luis Carrero Blanco; o normalizadores, en el sentido de que llegaron a la cumbre del franquismo para hacer lo que ni los falangistas, ni los tradicionalistas ni el propio Franco habían conseguido: dotar al régimen de una pátina de normalidad democrática que permitiese su adhesión a las instituciones europeas.

1966 fue un año de frenética limpieza en las normas del Estado de sesgos totalitarios o, como dicen muchos de forma un tanto apresurada y desenfocada, fascistas. Buena parte de los tecnócratas eran administrativistas y constitucionalistas, especialistas en Derecho que de lo que sabían era de estructurar Estados. El gran hito de su labor en el 66 será la ley que extingue las responsabilidades penales de la guerra civil (ley que, por cierto, con la actual legislación de Memoria Democrática en la mano, no sé, la verdad, si no está ilegalizada y, por lo tanto, dichas responsabilidades han renacido). La medida se tomó, claramente, para lanzar al exterior la idea de que España ponía el contador a cero; se trataba de lanzar la idea, no muy acertada pero tampoco totalmente errónea, de que los muchos emigrados de la República que todavía pululaban por Francia, Bélgica, México o cualquier otro país, podían volver cuando quisieran sin ser molestados. La emigración, sin embargo, reaccionó diciendo, primero, que la ley era un indulto y no una amnistía, matiz que les parecía importante (ya se sabe que el indulto presupone el arrepentimiento); y, sobre todo, destacaron que eso sin una verdadera democratización del país no servía de nada.

Aquel año de 1966, por lo demás, hubo dos procesos electorales en la España franquista: las elecciones municipales de concejales del tercio familiar (que no elección de alcaldes, que eran gubernativos); y las elecciones sindicales.

En las elecciones sindicales hubo bastante participación, sobre todo en la elección de enlaces que era la más abierta y democrática; aunque en el País Vasco, Asturias y Cataluña, la presión del sindicalismo anarquista y socialista, no colaboracionista, generó tasas de abstención del 35% (oficiales). Comisiones Obreras, como es bien sabido, prefirió participar en estos procesos y, aun con vivas protestas por la falta de democracia en el proceso, sacó bastantes buenos resultados.

Las elecciones de concejales del tercio de cabezas de familia, sin embargo, ya eran otra cosa. Ahí, la sensación general era de que todo era un paripé, y que votar a los candidatos que se podían presentar era una gilipollez. Consecuentemente, hubo grandísimas tasas de abstención, sobre todo en las ciudades grandes; y eso que la Unión Democrática de Joaquín Satrústegui, de alguna manera situada extramuros del Movimiento, consiguió presentarse. El Instituto de Opinión Pública, el CIS del momento, publicó una encuesta preelectoral absolutamente divorciada de la realidad (como se ve, hay prácticas que no cambian) que predecía un 22% de abstención. En todo caso, al franquismo tener que reconocer que uno de cada cuatro votantes iba a pasar del tema ya le jodió bastante. Por su parte, la empresa sociométrica DATA realizó, con ocasión de esas elecciones, la primera encuesta preelectoral de la Historia de España y predijo, escandalosamente, una abstención del 33% en la ciudad de Madrid. Pero la real fue del 68%. 

Es en este ambiente de desunión política, presiones internas y externas para recauchutar el régimen con parches de democracia, presión creciente en las fábricas y las universidades, en el que el general Franco decide, finalmente, atender a las peticiones del almirante Carrero y dotar a España de una dizque Constitución que se combine con el Fuero de los Españoles, norma que fija sus derechos y deberes, y que pueda ser enseñada por ahí a la hora de defender que España es un Estado moderno y no el patio de un cuartel cuyo coronel mayor se llama Francisco Franco. Esto es el proyecto de Ley Orgánica del Estado. 

La LOE es, para los franquistas, la consolidación final del franquismo; el último clavo en el ataúd que comenzó a clavarse en 1936 cuando Franco fue nombrado Generalísimo; la señal de que lo que hasta entonces podría haberse considerado provisional, ahora se decía permanente. Por eso la difusión del proceso fue total y transparente. No sólo los españoles fueron informados; es que era muy difícil huir de ser informado.

Una de las claves de bóveda de aquella LOE, que los administrativistas consideraban fundamental para darle al régimen una apariencia de modernidad, era la separación de las figuras del jefe del Estado y el jefe de Gobierno. Hasta entonces, en efecto, sólo había habido uno y trino; el general Franco. Esto le daba al régimen una pátina clara de dictadura militar, además de impedir la correcta implantación de la solución monárquica que hasta el propio Franco parecía convencido (a ratos, eso sí) de que era la necesaria para España.   

La idea disparó inmediatamente la rumorología sobre la persona del nuevo presidente del gobierno. Se habló del general Muñoz Grandes, del almirante Carrero, de Fernando María Castiella y de Fernando Garrigues (senior, obviamente). Mientras tanto, se prepararon cuatro anteproyectos de Ley Orgánica. José Solís y la factoría de la Gran Vía (Secretaría General del Movimiento; ese edificio en el que, decían los falangistas con sorna, se entraba por José Antonio y se salía por Desengaño) diseñaron un proyecto muy autoritario. Antonio Garrigues redactó su imagen especular liberal. En medio, los borradores de Carrero y López Rodó y de Antonio María Oriol, ministro de Justicia. Los dos proyectos extremos, uno por duro y otro por flojo, se desecharon, y se creó una comisión de estudio en la que estaban todos estos redactores más Agustín Muñoz Grandes, Manuel Fraga y Antonio Iturmendi, de profesión, monárquico. Constitucionalmente hablando, Franco tenía la potestad de promulgar la ley con su sola firma, sin consultarle ni a Dios bendito (un procedimiento poco democrático pero que, la verdad, vistas las trazas, es el sueño húmedo de más de uno de nuestros gobernantes democráticos, tan amigos de su figura democrática más cercana, el decreto-ley); pero decidió pasarlo por la aprobación de las Cortes, para dar una muestra más de que iba de buen rollito europeo. 

El 22 de noviembre de 1966 se celebró la sesión de Cortes extraordinarias para que Franco presentase el proyecto. En el discurso que pronunció, el general Franco quiso parecer como el estadista que trataba de articular un Estado moderno; pero también quiso dejar claros algunos puntos, el principal de ellos que moriría con las botas puestas (y lo cumplió). Para Franco era muy importante dejar claro que abrir la posibilidad de un jefe de gobierno distinto de él, más la designación de un heredero perteneciente a la familia real, no quería decir que él se fuese a ir. Se dijo en su discurso convencido de que "quien adquiere la responsabilidad de gobierno en ningún momento puede acogerse al relevo ni al descanso", puesto que "debe consumirse en la conclusión de la empresa comenzada". Luego siguió con una serie de dicterios encadenados contra la II República, a la que responsabilizaba de todos los males de España (como se ve, la teórica de la herencia recibida no se inventó ayer); oponiéndola a la "España verdadera que se rebeló contra unas fuerzas que pretendían arruinarla". Utilizó gran parte de su discurso para tratar de convencer de que los sistemas de partidos políticos, que reconocía eran los más frecuentes en el área europea, no eran propios de España ni resolverían sus problemas. Y terminó, cómo no, afirmando la inmanencia e inamovilidad de los Principios del Movimiento Nacional. O sea, le vino a decir a sus diputados: tranquilos todos, majetes, que éste es un cambio lampedusiano. 

La verdad, no sé si escribir que no le culpo. Pero, la verdad, le entiendo. En 1966, los incentivos que podía tener el general Franco para ir más allá y avanzar en la verdadera democratización de España, es decir, de recortar su propio poder y el de su familia política, eran nulos. España, ciertamente, era un país relativamente aislado en Europa; pero acababan de darle una pastizara de la hostia para financiar sus planes de desarrollo; así pues, ya no había bloqueo. La oposición al franquismo, aunque ahora sus hijos y nietos nos quieran hacer creer otra cosa, era una mierda de oposición. En las memorias de Enrique Tierno Galván, el viejo político socialista, coordinador de la verdadera oposición socialista interior en España (al PSOE, entonces, ni estaba ni se le esperaba) cuentan con cierta sorna sus reuniones en un despacho de la calle Marqués de Cubas, en las que todos sabían quiénes eran los policías que los estaban vigilando desde la calle, mientras que los policías sabían perfectamente quiénes eran los que se reunían. Franco, en 1966, tenía ya, ciertamente, un serio problema en el ámbito laboral, y en la universidad. Pero eso le movía a combatirlos más que a abatirse ante ellos. 

Sea como sea, el régimen montó toda una campaña de opinión pública con la presentación de la LOE. Hubo periódicos que incluso hicieron una edición especial de la sesión de las Cortes. La prensa extranjera, sin embargo, no tragó el anzuelo. Los periódicos británicos y franceses señalaron, mayoritariamente, que aquello era un trile franquista diseñado para seguir controlando todo proceso político. El New York Times, más cauto, escribió que "todo depende del concepto que el general Franco tenga de democracia orgánica". En general, los medios extranjeros interpretaron que el proyecto de Franco era generar en España una monarquía autoritaria que lo sucediese. El diario Pueblo, propiedad del sindicato único, anunció que, con la presentación del proyecto de ley, en Estados Unidos "se ha derrumbado el mito del Estado fascista español"; afirmaba que el anuncio de Franco había causado "sorpresa y turbación" en el extranjero, y se preguntaba qué más tenía que hacer el general para que España fuese admitida en la OTAN y en la CEE.

Dentro del régimen, el punto más caliente de la LOE fue la proclamación de España como una monarquía, lo que suponía el anuncio de que se designaría un sucesor con apellido borboneado. La Falange joseantoniana era rabiosamente antimonárquica, y no pocos de ellos sostenían ideas que hoy calificaríamos como de izquierdas. Aquel noviembre, por ejemplo, tras una misa por el alma de José Antonio, un grupo de un par de cientos de falangistas intentó manifestarse por Madrid al grito de Falange sí, capitalismo no. Otro elemento que le levantaba ronchas a los falangistas no franquistas era que la LOE desarmaba el poder del sindicato único, que era la base del Estado fascista de José Antonio que, no se olvide, se llamaba nacional-sindicalista.

Frente a esto, el franquismo puso a funcionar la máquina de las adhesiones, que empezaron allegar a cientos de los consejos locales del Movimiento y los ayuntamientos. Hubo manifestaciones amablemente permitidas y la Hermandad de Cristo Rey, formada por ex combatientes requetés, anunció campanudamente su voto positivo. Javier de Borbón Parma, el líder dinástico de los carlistas, felicitó a Franco por su iniciativa; aunque las Juntas Carlistas de Defensa lo desmintieron, por considerar que la LOE era demasiado blanda con la libertad religiosa. 

El Ministerio de Información y Turismo y la Secretaría General del Movimiento se encargaron de la campaña del referendo. Al frente, pues, estaba el ministro Manuel Fraga; además de José Solís y de Luis González Seara, director del Instituto de Opinión Pública, en plan Gran Tezanos. Tuvo un papel también importante Carlos Robles Piquer, entonces director general de Información en el ministerio de Fraga.

La campaña se basó, en primer lugar y de forma dictatorialmente lógica, en silenciar cualquier opinión discrepante. Quienes querían el NO en el referendo no pudieron explicar por qué. Las autoridades blandieron el artículo 33 del Fuero de los Españoles, que prohibía a los ciudadanos atentar contra la unidad espiritual y social de España, para negarle a los opositores dentro del franquismo el derecho que pidieron a tener espacios en televisión y otros medios para explicar su opinión.  38 personalidades catalanas, por su parte, acusaron al gobierno de haber incumplido con su censura el artículo 68 de la Ley Electoral de Antonio Maura (la vigente en el momento); to no avail.

Todos los medios de comunicación, sobre todo los estatales, institucionales y partidarios, fueron entregados a la labor de preparar el referendo. Se generó una serie de documentales llamada España 1980, que venía a prometer el oro y el moro a los españoles por el mero gesto de votar sí. La oposición protestó por un uso partidario de unos medios que, decían, eran de todos los españoles puesto que los estaban pagando. Juristas y periodistas críticos se preguntaban en sus columnas quién controlaba de verdad TVE. Hay que ver qué cosas más imbéciles se preguntaba esta gente, ¿verdad?

En cada provincia se creó una Junta Consultiva del Referendo, presidida por el gobernador civil y encomendada de coordinar las acciones de sensibilización política, que se realizaban pueblo a pueblo. Se contrataron avionetas que dibujaban la palabra SI en el aire. Toreros, artistas y futbolistas prestaron su imagen para pedir el voto afirmativo. Se hicieron festivales de música, cincuenta anuncios televisivos distintos, 2.000 carteles publicitarios de gran formato también distintos, un millón de pósteres, 200.000 pegatinas y, por supuesto, un cuarto de millón de fotos oficiales del general Franco. El Estado se gastó unos 100 millones de pesetas; que parecerá poco, pero fue un puto pastón.

La idea principal con la que se machacó a los españoles fue la estrecha vinculación entre el voto positivo y la paz; o, si se prefiere, la correlación entre el voto negativo y el regreso de la guerra. Argumento secundario fue la excitación del nacionalismo español, en el sentido de destacar que la LOE no hacía sino regular un régimen político a la española, en lugar de imponer los esquemas de los países extranjeros. Por último, obviamente el voto positivo se interpretaba como una anuencia en la persona del general Franco quien, como os he dicho, había vinculado la ley con su permanencia al frente del poder hasta su último suspiro. Todos los ciudadanos recibieron un sobre en su casa en el que se les mandaron una papeleta con el si y otra en blanco. O sea: la del no ni siquiera se les envió.

El franquismo, en todo caso, no se fiaba de las buenas intenciones del español medio a la hora de ir a votar. El artículo tercero del decreto que reguló el referendo recordaba que votar era un derecho, pero también una obligación, de todo español mayor de 21 años. Se reguló, por ejemplo, que las empresas exigiesen a los trabajadores certificado de haber votado para pagarles aquella jornada completa. De hecho, el artículo 84 de la ley electoral de 1907 o Ley Maura, que como os he dicho estaba vigente, establecía multas y castigos para el votante que no votase. El voto, pues, era, por así decirlo, semiobligatorio o cuasiobligatorio. 

El referendo se situó en día laboral para que el personal no pudiera irse a esparragar al campo en lugar de votar. El Ayuntamiento de Madrid decretó la gratuidad de sus microbuses aquel día para que todo el mundo se pudiera desplazar a los colegios electorales; en muchos lugares se alcanzaron acuerdos de colaboración con los taxistas. Muchas empresas dieron media jornada de fiesta para votar (siempre y cuando el currela regresara con el certificado, claro). En los pueblos pequeños, el tema fue más descarado aún. Por ejemplo, en Almajano, Soria, el alcalde reunió a los 178 vecinos, firmaron todos un pliego con su voto afirmativo, y lo enviaron días antes del referendo. El día señalado ya no votaron. 

Finalmente, el referendo de diciembre de 1966 tenía 21.803.397 votantes, de los cuales 19.446.709, es decir un 89,19%, votó. Los votos afirmativos fueron el 95,86%, los negativos el 1,91%; los nulos o en blanco fueron incluso más que los negativos, 2,1%. La mayor abstención se dio en Guipúzcoa, en torno al 25%; y los mayores porcentajes de votos nulos o en blanco se admitieron en Guipúzcoa, Vizcaya y Barcelona. 

De este referendo se dijo, en su momento, que lo habían votado hasta los muertos; y no les faltaba razón. El día 11 de diciembre, si vais a la hemeroteca, podréis ver que el diario Arriba cifraba el censo electoral en 19.620.877 personas. Una semana después, el 17, al informar de los resultados, la cifra de votantes publicada era de 20.067.098; el censo, pues, había crecido en 400.000 almas en seis días. De hecho, la cifrfa final de electores fue todavía mucho mayor, en casi 1,8 millones. En suma, en pocos días habían "aparecido" dos millones de votantes de la nada. El gobierno explicó que la primera estimación de electores se había establecido con el censo de 1965, pero que la población había cambiado. ¿Tanto? Se echó mano, sobre todo, del argumento de que habían regresado muchos emigrantes para votar. 

Otra figura muy irregular fue la del elector transeúnte. En su obsesión por hacer que todo el mundo votase, el régimen instruyó a los ayuntamientos para que, en el caso de que un votante fuese a estar fuera de su demarcación el día del voto, se le expidiese un certificado de votante transeúnte, con el cual podría votar en cualquier otro colegio electoral. Las cifras oficiales indican que nada menos que dos millones de españoles, cifra a todas luces exagerada, o sea uno de cada diez, fue votante transeúnte el día del referendo. Esto abrió las sospechas de dobles y hasta triples votos pues, buscando la complicidad de los colegios, un transeúnte podría votar en varios colegios electorales ajenos al suyo y, luego, desplazarse al suyo y votar. El votante transeúnte es la razón de que hubiese poblaciones, como Móstoles, donde hubo más votantes que censo (que, por cierto, ¿por qué tenía tanta gente que ir a Móstoles precisamente ese día?)

El referendo del 14 de diciembre de 1966, producido 27 años después del final de la guerra, fue el acto con el que el general Franco verdaderamente quiso dejarlo todo, como él diría, "atado y bien atado". Pero la verdad es que no fue así. A la opinión pública extranjera no podía convencerle un referendo con un porcentaje de apoyo tan elevado. Vale que los referendos se convocan siempre para ganarlos; pero una cosa es eso y otra la ausencia total de discrepancia. Franco y sus estrategas (Solís, Fraga, González Seara, probablemente Carrero) pecaron de estrechos, quizás presionados por su jefe del Estado, que toleraba muy mal cualquier apariencia de oposición en su régimen. Es mi convicción personal que, si no hubieran hecho guarradas con el censo ni con la normativa, y si hubiesen dejado hablar a los portavoces del ne más o menos soportados por el régimen (falangistas joseantonianos, Satrústegui, Gil-Robles...), habrían ganado la votación con holgura; mi estimación personal es que en aquella España el sí no habría bajado del 70%. En el mundo hay cienes y cienes de referendos limpérrimos y súper democráticos que se ganan con un 70% de los votos. Habría sido distinto.

Por lo demás, la LOE no podía evitar la deriva en la que estaba entrando el régimen. Las diferencias entre las familias franquistas eran irreconciliables; y en las grietas que abrieron en el denso muro de la dictadura comenzaron a poder moverse los movimientos de oposición; bueno, el movimiento de oposición porque, la verdad, más allá del Partido Comunista, todo lo demás eran tertulias de café y chorradas declamadas al aire. El siguiente paso sería la designación de Campechano; pero que Franco se tuviera que tomar dos años para ello ya es un síntoma claro, que viene a unirse a sus escasas ganas por activar la previsión de su propia legislación y nombrar un jefe de gobierno.

8 comentarios:

  1. Según tu opinión, ¿cuál fue el mayor error que cometió Franco a lo largo de su vida?

    Muchas gracias.

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    1. Sin dudarlo, el último (los fusilamientos). Nunca lo he entendido del todo.

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    2. Felipe7:53 p.m.

      Supongo que te refieres a los fusilamientos de septiembre de 1975.

      ¿Cuál habría sido la diferencia para Franco de no haberlos ordenado?

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    3. Sí, entiendo lo que comentas.

      Suponiendo que se les perdona y no hay fusilamientos, ¿crees que el régimen habría podido continuar?

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  2. Mi padre militaba en aquellos años en el PSI y recuerdo un comentario que me hizo de aquellos años que retrata bastante lo débil que era la oposición.

    Don Enrique (Siempre llamaba Don Enrique a Tierno) no tenía gente, lo que tenía eran relaciones.

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    1. Anónimo10:41 a.m.

      Querido Juan ¿Estás bien? Ya no veo publicaciones tuyas...

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    2. ESTABA de puta madre. Pero se me acabaron las vacaciones.

      En vacaciones no publico porque no tengo wifi

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    3. Anónimo3:26 a.m.

      Oh, genial qué bueno :) ya te tendremos de vuelta entonces :3

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