lunes, julio 02, 2018

El caso Grimaldos (o crimen de Cuenca)

Estamos en la tarde calurosa del 21 de agosto de 1910. En las trochas de Veguilla, en el municipio conquense de Osa de la Vega. Un hombre está pastoreando las ovejas de una finca. Se llama José María Grimaldos. En medio de su labor, de natural esforzada y silenciosa, ve aparecer detrás de una trocha a León Sánchez. Sánchez es el mayoral de la finca de Veguilla y amigo personal de Grimaldos. Dado que el pastor suele estar siempre más o menos en los mismos lugares, Sánchez está acostumbrado a buscarlo cuando quiere compañía, compartir con él algo de picadura y de conversación.



Hace un siglo, ambos hombres son personas de ingresos más bien magros; pero como tampoco hay mucho que hacer con el dinero por ahí, surge, como aquel que dice, la capacidad de ahorro. Grimaldos le confiesa a Sánchez que está pensando en irse de vacaciones; sí, de vacaciones. Se marchará a los baños de Celadilla, no lejos de allí, en El Pedernoso, ya que ha conseguido ahorrar unas 300 pesetas (un capital de cierta importancia para la época, y más para un pastor).

Ésta es la última vez que Grimaldos es visto por Veguilla.

Un mes después de que a Grimaldos nadie le haya vuelto a ver, en Tresjuncos, la aldea donde vive, todo el mundo comienza a cuchichear. Con esa notable capacidad que tienen los pueblos, y el español a escala notable, de enjuiciar sin pruebas, testificales ni conocimiento, los vecinos de Grimaldos concluyen que alguien lo ha matado, y lo ha matado por las 300 pesetas que, supuestamente, llevaría encima. La familia de Grimaldos va más allá del rumor, se presenta en el juzgado de Belmonte y denuncia a León Sánchez y a un amigo suyo, Gregorio Valero, éste guardés del monte público, por haber matado a su pariente. Ambos, Sánchez y Valero, son detenidos por la Guardia Civil, la cual les somete a un interrogatorio profundo. No encontrando nada, son puestos en libertad, y ambos vuelven a Osa de la Vega.

Pasan tres años. A Belmonte llega otro juez, Emilio Isasa Echenique, y la familia de Grimaldos ve en este hecho una oportunidad para volver a hablar de lo suyo. El juez les hace caso, reabre el ídem, y la pareja Sánchez/Valero es detenida de nuevo. Son interrogados una vez más, aunque esta vez digamos que la Guardia Civil utiliza otros métodos. Les arrean una mano de hostias y les realizan torturas aun peores. Bajo la evidente influencia del extremo dolor corporal y el miedo a la muerte, el guardés Valero acaba por confesar el delito; poco después, Sánchez hace lo propio. Pero, claro, cuando alguien que es inocente confiesa, está el problemita de que suele enfangarse en los detalles. Ambos son llevados por la Guardia Civil a Osa de la Vega para que identifiquen el lugar donde enterraron el cadáver. Los dizque delincuentes, que lo son porque así lo han decidido el pueblo de Tresjuncos, el juez Isasa y la Guardia Civil, optan por la versión que les parece más plausible: enterraron el cadáver en el cementerio. Pero tienen mala suerte. En señalando una fosa (Valero dice, según la prensa: "pizca más, pizca menos, ahí está") los operarios comienzan a cavar y encuentran un esqueleto; pero resulta ser de una mujer y, además, el forense, porque en 1910 los forenses ya no son tontos (algunos; otros, la verdad, practicaban muy bien el deporte de mirar para otro lado), dictamina que fue enterrada de 18 a 20 años antes. Se hicieron más agujeros en las proximidades de la innominada aldeana fallecida, to no avail.

Ante este fracaso, los acusados cambian la versión. Ahora afirman que descuartizaron el cadáver de Grimaldos, que se lo dieron a los cerdos, y que las partes que éstos no quisieron las incineraron. Sin embargo, conforme pasan las fechas y se acerca la vista del juicio, ambos comienzan a poner distancia mental con las torturas que han sufrido, y vuelven a reclamar su inocencia.

Con todo este material: dos sospechosos de los que no se obtiene nada mediante interrogatorios normales; que sólo bajo tortura declaran ser culpables; que elaboran una historia falsa sobre la forma que tuvieron de deshacerse del cadáver; que luego elaboran otra historia que no tiene nada que ver con la primera; y que, finalmente, tras semanas en la cárcel deciden volver a proclamar su inocencia. Ante todos estos elementos, digo, el juez Isasa concluye que tiene una versión sólida y coherente del crimen. En una finca llamada Casa de la Vega, a tiro de piedra de Osa, en la cocina de la casa, se produjo el crimen. Allí estaba esperando Valero junto al fuego; Grimaldos, oliéndose la tostada cuando entró, se quedó sentado en la puerta, pero Sánchez vino por detrás y lo golpeó, mientras Valero le asestaba varias puñaladas en el cuello. Ni qué decir tiene que un mínimo análisis forense de la Casa de la Vega no habría encontrado ni un adarme de la mucha sangre con que un ser humano apuñalado en el cuello lo deja todo perdido en varios metros a la redonda. Detallitos.

La investigación es tan minuciosa que incluso hay dos detenidos más como cómplices. El primero es la esposa de Valero, que en ese momento está criando a una niña recién nacida. La meten en el mismo maco que a su marido once días, durante los cuales la depresión, intensificada por el hecho de que la mujer podía escuchar los quejidos de su marido después de que lo forrasen, le inhibe la leche, con grave riesgo para la vida de la niña. El otro detenido es el padre de la mujer, un señor tan mayor y tan enfermo, y tan lejano a los hechos, que lo tienen que dejar libre.

La vista del juicio se realizó en Cuenca, en medio de la expresión indubitada por parte de los vecinos de Tresjuntos de su hostilidad hacia los acusados y su convencimiento de que las cosas habían sido como las relataba el sumario. El fiscal le pidió a Valero y Sánchez la pena de muerte, pero después modificó sus conclusiones. El 21 de mayo de 1913, tras escuchar al jurado, el juez le mete a los dos acusados 18 años por asesinato. A León Sánchez lo encerraron en Cartagena y a Valero en San Miguel de los Reyes, Valencia. Para entonces León y Gregorio, probablemente porque era la única forma en la que podían encajar los hechos de todo lo que les estaba pasando, se acusaban entre sí. Cada uno pensaba del otro que era el verdadero asesino.

Los dos condenados consiguieron la libertad condicional el 18 de febrero de 1924; cumplieron doce años cada uno, pues. Sánchez se fue a Villaescusa de Haro y Valero regresó a Osa de la Vega. Ambos, pero sobre todo el segundo que regresó al lugar de su supuesto crimen, hubieron de enfrentarse al rechazo y los recelos de la gente, siempre tan proclive a juzgar a los demás y a perdonar las flatulencias propias.

1926. Han pasado 16 años desde el fantasmagórico crimen de la Casa de la Vega, un crimen sin cadáver, sin huellas de sangre, sin testigos, cuyo botín nunca apareció; y dos desde que los teóricos perpetradores del mismo salieran de la cárcel. Podemos imaginar al párroco de Tresjuncos, tal vez un hombre ensotanado y amablemente metido en años y carnes, que en ese momento se entretiene en la sacristía mientras se toma un refresquito de limón. Suena la campanilla de la puerta. El cura se levanta tranquilo: será el cartero, siempre viene a la misma hora.

Es.

El probo empleado de Correos le entrega un sobre que lleva el remite del párroco de Mira, otro pueblo conquense casi tocando ya la raya de Valencia. El cura de Tresjuncos se malicia de qué va la carta, y no se equivoca; es una petición bastante común entre párrocos: alguien que emigró quiere casarse, y el párroco que ha de oficiar la ceremonia pide la partida de bautismo del novio, no sea que acabe administrando el sacramento del matrimonio a un hombre no ingresado en la fe católica. Pero lo que no se espera el cura es el nombre que va a leer en la petición: quien quiere casarse es José María Grimaldos.

El puto muerto.

El párroco de Mira, advertido por su colega tresjunquense, se allega al pueblo acompañado por Grimaldos, a quien todo el mundo reconoce como el auténtico desaparecido 16 años antes. Es allí donde cuenta su historia. Efectivamente, con sus puñeteras 300 pelas se fue a Celadilla, donde resolvió que no quería regresar a su vida anterior. Por ello, se marchó a Camporrobles, donde se colocó de pastor. Tras un año de trabajo allí se colocó de sirviente en una casa de Cuevas de Uruel, para volver después al primer pueblo y luego a Fuerte Robles, para acabar en Mira, donde había decidido casarse. Si tomáis todas estas referencias y las colocáis en un mapa concluiréis que, en realidad, Grimaldos nunca estuvo muy lejos del lugar de los supuestos hechos. Algo de lo que tendremos que volver a hablar.

La reaparición de Grimaldos fue un escándalo. Como siempre, la Prensa hizo un uso bastante torticero de su función social, arrimando el ascua a sus sardinas. El Debate, por ejemplo, periódico muy de derechas y hostil a la institución del jurado, cargó contra éste, echándole la culpa de todo. Otros periódicos la tomaron con la Guardia Civil, con el juez, etc.

El 7 de marzo de 1926, cediendo a la presión de la opinión pública, el Ministerio de Justicia crea una comisión de investigación del caso, presidida por un magistrado del Supremo, para adverar la identidad de Grimaldos (cosa que se hizo en un pis pas) y revisar el caso en el que, reconoce por primera vez negro sobre blanco la autoridad judicial, se han producido confesiones forzadas por la tortura.

El caso Grimaldos, o Crimen de Cuenca como mejor se lo conoce, sirvió prácticamente desde el inicio para quintaesenciar los resultados de la brutalidad policial. Para cuando se estableció la encuesta del Ministerio de Justicia, en España existía la censura de prensa por causa de la dictadura del general Primo de Rivera. Por ello, en su momento los relatos veraces de las confesiones de Sánchez y Valero hubieron de circular de forma clandestina; cosa que, la verdad, ocurrió con mucha profusión. A León Sánchez, los guardias civiles le pusieron palos debajo de las uñas, además de atarle por los testículos, tras de lo cual lo llevaban a tirones mientras le daban culatazos. A Valero le elevaron de tal manera los brazos por detrás de la espalda que se desmayó del dolor; también le arrancaron el bigote, pelo a pelo. Pero, ojo: todos esos tormentos fueron realizados con la autorización, y en algunos casos incluso en presencia, del juez o de su secretario.

Pero en el Crimen de Cuenca, aunque muchas veces no se quiera ver, hay otro culpable. Los pueblos de Tresjuncos y Osa de la Vega, que descargaron sobre los sospechosos todo su odio, los juzgaron antes de entrar en la sala y luego exigieron una sentencia acorde. Los vecinos de Tresjuncos se agolparon en espera del fallo y las crónicas dicen que expresaron un malestar evidente cuando supieron que aquél no les reservaba a los acusados el garrote vil. En la actitud de algunos vecinos se aprecia lo peor de la vida rural española, siempre tan preñada de viejos resquemores.

El penalista Luis Jiménez de Asúa, que durante la República haría carrera política y terminaría incluso presidiendo la fantasmagórica II República en el exilio, le dedicó en su momento un análisis contemporáneo al caso Grimaldos, un análisis que según propia confesión publicó fuera de España (en Buenos Aires) para evitar enfrentamientos. En su texto apunta elementos incluso políticos en el asunto. En el centro del escenario aparece Francisco Contreras, diputado en Cortes por el distrito en el que estaba encuadrado Tresjuncos y buen amigo del juez Isasa. Paco el Feo, como al parecer se lo conocía, ejercía el control político y económico de Tresjuncos a través de dos hermanos apellidados Val o Del Val, protectores de la familia Grimaldos, sobre todo de Manuel, el tío del presunto muerto. La segunda denuncia de desaparición de Grimaldos, la que se presentó ante el juez Isasa y provocó todo el caso, fue presentada por sus padres, su tío Manuel y un cuñado de dicho tío llamado Jorge. Fue redactada en Belmonte por un terrateniente, Pedro Caballero, y en ella se dice que dos mujeres del pueblo afirmaban haber visto al desaparecido entrar en un lugar llamado El Palomar, pero no salir; pero que sí habían visto salir a Sánchez y Valero.

El juez Isasa admitió a trámite esta denuncia, tal vez a instancias de Contreras. Ordenó y permitió, si no presenció, los malos tratos obrados en la persona de los acusados. Ordenó que pasaran un mes engrilletados y alimentados únicamente con pan y sardinas. Encarceló injustamente a la mujer de Valero, que estaba criando a un bebé, y a su padre. Y, asimismo, también encerró a Lorca, cuñado de Valero, haciendo que fuese engrilletado y conminado a confesar que había visto el crimen. Pero, más todavía, como finalmente se supo, en la primera investigación del caso, cuando Sánchez y Valero fueron dejados en libertad, el juez municipal de El Pedernoso, Toribio Heras, había practicado, por orden del juez antecesor de Isasa (Antonio Rodríguez González), una comprobación por la que había averiguado, y así lo dejó por escrito, que en los baños de Celadilla tanto su dueña, Petra Algaba, como un empleado, Bienvenido García, le informaron de que un labriego llamado José María (los informantes desconocían el apellido) había estado allí unos días el tiempo que Grimaldos pretendía haber ido, y que después se había marchado a la finca de un tal José María Perona, donde pretendía trabajar. Isasa, literalmente, pasó de toda esta documentación y no hizo nada por tirar de ese hilo, hecho éste que le habría llevado, rápidamente, a concluir que Grimaldos estaba vivo. De hecho, tanto Petra Algaba como Bienvenido García fueron citados a Belmonte para deponer su testimonio, cosa que hicieron. Pero Isasa lo olvidó.

De hecho, la anciana madre de Sánchez, cuando éste ya entró en la cárcel, fue a Celadilla y habló con la dueña, quien le confirmó que Grimaldos había pasado por allí después de haber sido presuntamente asesinado. Ambas fueron a Belmonte para declarar ante el juez, pero éste no las recibió.

Con todo, en este feo asunto del Crimen de Cuenca hay un elemento de cuando menos honda sospecha que afecta directamente a El Cepa, como se conocía a Grimaldos, cuando no a sus parientes.

La prensa de la época preguntó muchas veces a Grimaldos. Son muchas las entrevistas y declaraciones suyas que pueden encontrarse en las hemerotecas, y del estudio conjunto de dichas publicaciones es difícil concluir que Grimaldos vivió tantos años tan cerca de la desgracia de sus amigos sin saberlo. Ante un periodista, por ejemplo, llegó a declarar que había sufrido mucho por Sánchez y por Valero; una declaración que provocó la inmediata repregunta del periodista en el sentido de si conocía su desgracia, lo cual él negó categóricamente pero, claro, sin poder explicar convincentemente el sentido de su primera frase. Asimismo, también reconoció haber tenido noticia precisa de la muerte de su madre, hecho éste que le habría causado una gran pena; pero nunca explicó cómo pudo estar tan bien informado del fallecimiento de la buena mujer y no llegar nunca a saber que sus dos amigos estaban en el maco.

Si Grimaldos estaba tan bien informado tuvo que ser por intermedio de su hermano; pero éste nunca dijo una palabra para aliviar la carga de los condenados. Asimismo, parece ser que otra hermana del labrador recibió una carta suya, sin firmar, y agarrándose al detalle de que era un anónimo (aunque por las cosas que decía tenía que saber que era de su hermano), la quemó. Dado que Grimaldos era persona reconocida por todos como de escasas luces, en su momento la tesis más plausible de las manejadas fue que fueron sus hermanos los que le impidieron regresar a Tresjuncos, por temor a las consecuencias que les podría acarrear que se descubriese el tremendo error judicial que habían provocado.

El caso Grimaldos, pues, es un importante ejemplo de cómo actuaban, en la España de hace un siglo, la combinación entre el caciquismo rural y un sistema constitucional lleno de agujeros y con un montón de válvulas que las personas con poder: jueces, policías, políticos, podían manejar a placer. Es, a mi modo de ver, uno de esos casos cuyo conocimiento le lleva a uno a recordar lo importante que es la democracia y, dentro de la democracia, su principal elemento, que es el imperio de la ley. Porque cuando lo que impera es el albedrío, el capricho, la venganza o la pulsión, sea ésta de uno, de veinte o de veinte mil, lo que acabamos teniendo, normalmente antes de la hora de la siesta, es gente en la cárcel que no debería estar, personas que se cobran hostias que no merecen y, en general, mucha mala leche.

La compensación le llegó a los condenados en forma de sentencia del Supremo, en 1928. Muy tarde, y muy mal. Aquel recurso de revisión estuvo plagado de chapuzas jurídicas, la principal de ellas que fiscal y tribunal se enfangaran en una discusión sobre si les era aplicable a los reos el derecho de revisión puesto que en el Código Penal se reservaba para condenados que aun estuviesen cumpliendo su pena; olvidando los inteligentes jurisconsultos el leve detalle de que ambos estaban en libertad provisional, ergo todavía estaban cumpliendo condena. La sentencia ofreció a los condenados la retribución pública de anular su condena. Pero poca cosa más. Los guardias civiles que perpetraron las torturas salieron limpios; como se libró, inexplicablemente, el médico forense que dictaminó que a aquellos dos tipos, a los que les habían dado una somanta de hostias, no presentaban ningún signo de violencia. Por lo que se refiere al juez Isasa, falleció poco tiempo después de la primera sentencia del Supremo. Se considera que esa muerte fue un suicidio, aunque yo no lo tengo tan claro.

A Sánchez y a Valero les dieron dos empleos en el Ayuntamiento de Madrid y pasado el tiempo, ya en los años treinta, les concedieron una pensión.

Y punto pelota.

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