Atenta la compañía con:
Muy pronto, sin embargo, la reina de Inglaterra habría de encontrar elementos de preocupación más allá del control sobre esos veteranos de guerra que ella consideraba brigands. El Papa Sixto de Roma llevaba tiempo intentando, y la derrota de la Armada no le había parado en lo absoluto, atraer al rey escocés Jacobo a la fe católica. Londres seguía esos movimientos, digamos, filosóficos, con cierta distancia. Pero la filosofía religiosa pasó a ser una amenaza más palpable cuando los espías de Walsingham le informaron de que el duque de Parma estaba elaborando un nuevo plan de invasión de las Islas, esta vez desde una Escocia que de alguna manera recibiría a a los españoles. La oferta para Jacobo era casarse con una princesa española. Esta oferta no llegó muy lejos pero, como veremos ahora mismo, abrió el melón del matrimonio del rey, asunto éste de enjundia.
El rey
Jacobo había ratificado los términos de su liga con Inglaterra en
1586, a cambio de una jugosa pensión. En los términos de aquella
adhesión escocesa al proyecto inglés, su rey se había comprometido
a no tomar en matrimonio a mujer alguna sin el consejo y el
conocimiento del rey o reina que estuviese sentado en Londres. Hay
que recordar que no era la primera vez que Isabel trataba de atar a
los belicosos y tan difíciles de entender escoceses mediante el
matrimonio; ya lo había intentado con María y Leicester. La idea de
Isabel es que Jacobo se casase con alguna damisela anglicana de su
aprobación y que ambos se fuesen a vivir a palacio con ella.
En medio
de estos planes, en Escocia se habían fijado en
Ana, la benjamina del rey Federico II de Dinamarca y la reina Sofía.
Ya en 1584 se había hablado de la posibilidad de un matrimonio de ella con
el monarca faldimedio. A los daneses el tema les sonaba bien; pero
Isabel decidió favorecer la candidatura de Catalina de Navarra,
hermana de Enrique de Navarra, es decir, el candidato
hugonote a la corona francesa. Los protestantes franceses veían en
Isabel a la campeona exterior de sus aspiraciones; e Isabel, que como
sabemos era renuente a apuntarse sola a esos bombardeos, quería,
como paso previo, contar con el apoyo de Jacobo.
Enrique
de Navarra, sin embargo, no le gustaba a los ingleses de la Corte. Lo
veían un rey demasiado campechano, que escuchaba a todo el mundo,
fuese noble o no; y eso, sí, es algo que un inglés de pura cepa
siempre reputará como un defecto. Pero, además, apareció,
lógicamente, el factor que, dicho sea en justicia, Isabel habría
querido evitar, pero que estaba ahí por obra y gracia de sus más
altos funcionarios: la muerte de María, reina de los escoceses.
Nadie le puede reprochar a los nobles escoceses que profesasen,
frente a Jacobo, una total desconfianza hacia las intenciones de la
reina en el punto de su matrimonio. Siempre proclives a decir lo que
piensan aunque duela, los escoceses le escupieron a la cara a su rey
que una pensión era poco pago por todo lo que la reina pedía a
cambio del rey escocés; llegaron a decirle, incluso, que para esa
vergüenza ni siquiera le compensaba ser rey.
Jacobo,
sin embargo, era un tipo que jamás tuvo los bolsillos bien cosidos;
para él, la pensión era de gran importancia, porque le permitía
sobrevivir a sus deudas, que eran muchas.
El rey
Federico la cascó en 1588, y es probable que no hiciera falta
embalsamarlo porque ya tenía dentro suficiente alcohol como para
conservarse como la momia de Lenin. La muerte del rey alcohólico
(que, por cierto, probablemente murió porque le envenenaron el
cubata) debilitó notablemente la candidatura de Ana y dio alas a las
propuestas de la propia Isabel en favor de Catalina La de la
Comunidad Foral. Los escoceses, sin embargo, supieron maniobrar con
eficacia y, a finales de este año, le arrancaron al Parlamento local
una subvención al rey de 100.000 libras, que llegó oportunamente
salpimentada con la sugerencia de que el rey buscase una esposa en
Dinamarca. Por esos tiempos, Walsingham descubrió que lord Huntly,
un noble católico muy cercano al rey escocés, era uno de los apoyos
en las islas a la idea de Parma de invadirlas desde Escocia. Isabel,
por lo tanto, decidió que tenía que cegar la vía danesa o
cualquier otra que no fuese la que ella quería.
Lo
primero que hizo fue remitirle a Jacobo la documentación descubierta
sobre Huntly; pero el escocés no hizo nada. De hecho, cuando la
presión de Isabel lo llevó a encarcelar al noble católico, lo
visitó diariamente en la cárcel, le llevaba comida y lo besaba como
un pariente (o como otra cosa; ahora mismo lo veremos). Jacobo, además de ser una persona de natural indecisa y
con un buen punto cobarde, era escocés (cosa que Isabel no) y
conocía Escocia (cosa que Isabel, y todos los ingleses que ha parido
después, tampoco); y porque conocía Escocia sabía que era un país
en el que difícilmente se podía cambiar un cenicero de sitio sin la
aquiescencia de los católicos. Por lo demás, las anécdotas
relacionadas con lo mucho que besaba Jacobo a lord Huntly vinieron a
revigorizar los rumores sobre la homosexualidad del escocés; lo cual
ponía las cosas un poquito más difíciles.
El 30
de julio de 1589, para colmo, un correo llegó a Londres a uña de
caballo con la noticia de que el rey Enrique III había sido
asesinado. El rey había llegado a una tregua con los
católicos Guisa; pero había decidido contraatacarlos. El 13 de
diciembre de 1588, estando en Blois, había llamado a Guisa a
su cámara, y allí lo había hecho asesinar, para luego cortar y
quemar su cuerpo. Las cenizas del hombre probablemente más poderoso
de Francia fueron tiradas al Loira. Al día siguiente, Luis de
Lorena, cardenal de Guisa y hermano del duque, fue estrangulado.
Enrique, pues, había diseñado una operación que merecería figurar
en los últimos minutos del metraje de alguna de las películas de
The Godfather.
Siete
meses más tarde, había llegado la venganza: Enrique había sido
finalmente apuñalado estando en unas maniobras en Saint-Cloud, cerca
de París. Su verdugo fue Jacques Clément, un monje dominico.
Así
pues, Francia estaba on the verge of civil war,
como seguro dirían no pocos de los miembros del Consejo de la reina
en las horas siguientes a la llegada del correo. Una guerra civil
que, como todas las que importan algo, tendría una importante
parcela de intervención extranjera, lo cual quiere decir: El
Escorial. En efecto, nadie más interesado en agitar el avispero
francés que Felipe II, quien albergaba el plan de acabar con los
hugonotes (y a la larga, muy a la larga, terminó por cargárselos, la verdad).
El rey
Enrique había nombrado en su lecho de muerte (tardó varias horas en
cascarla) a Enrique de Navarra como el heredero de la corona, con la
condición de que se convirtiese al catolicismo. En paralelo, las
listas de Whatsapp de la cuestión escocesa echaban humo con la
noticia de que Jacobo, finalmente, había decidido casarse con Ana de
Dinamarca. Puso como disculpa que Catalina de Navarra era un callo
malayo, lo cual era cierto pero nunca había sido obstáculo para un
matrimonio de alcurnia. Ana, sin embargo, tenía catorce añitos y
estaba buena. No es que eso a Jacobo le importase mucho; pero sí le
importaba a la hora de poner freno a los rumores de que era un
trucha.
La
Corte de Londres hizo lo que pudo para, cuando menos, convencer al
escocés de que aplazase en el tiempo su decisión; pero no lo
consiguió. Burghley quería seguir luchando, pero Isabel lo
convenció de que era mejor dejarlo. En primer lugar, la oposición
de Londres estaba mosqueando seriamente a los daneses. Y, en segundo
lugar, Enrique de Navarra, que ahora debía luchar por el trono de
Francia, le había retirado a su hermana la parte del león de su
lista civil, por lo que se convertía en una novia apenas sin dote y
eso, hablando de Jacobo de Escocia, viene a significar que su
atractivo se multiplicaba por cero. Era impensable que aquel tipo se fuese a casar con una tía que era un craco, lo cual se lo ponía más difícil a la hora de consumar siendo como era él poco proclive a la secreción de testosterona; y que, además, no tenía un mango para solventar sus veleidades de ludópata.
Jacobo,
en todo caso, necesitaba a la reina inglesa. Por la pasta. A pesar de
la generosa subvención concedida por su parlamento, el disipado rey
escocés no había sabido guardar. Ahora se encontraba con que se
quería casar y no tenía dinero suficiente para pagar la boda, mucho
menos para acometer las necesarias obras de rehabilitación en varios
de sus palacios. Isabel, por lo tanto, no sólo acabó accediendo a
una boda que no quería, sino que le dio a Jacobo 2.000 libras más
otras cantidades para que pudiese preparar la estancia de Ana en las
viejas habitaciones que había ocupado María en Holyrood. Trataba,
claramente, de controlar a Jacobo por la pasta.
La
princesa Ana de Dinamarca salió de su país con dieciséis naves que
portaban sus cositas (modestita que era la niña). Salió el 5 de septiembre de 1589, pero pronto
se encontró con varias galernas. En realidad, la expedición salió
de puerto tres veces, y por tres veces tuvo que volver. Después de
50 días de espera (y de enfermedad de la joven prometida) logró
llegar a Oslo. Allí decidió quedarse para reparar sus barcos y
esperar la primavera, que dicen tiene menos olas.
Mientras
esto pasaba, en Londres la reina Isabel, que no tenía noticias de
que el viaje de Ana estaba siendo tan problemático, le hacía
entrega al embajador escocés de ricos regalos en oro y plata,
mientras le mandaba una carta a Jacobo reprochándole sus prisas. El
rey escocés, sin embargo, tenía otras prioridades que contestarle a
la reina inglesa, pues había decidido ir a Oslo para ver a su
churri. A los escoceses les gusta decir que aquel viaje, en medio del
invierno del norte de Europa, con sus galernas heladas, fue una
machada de Jacobo. En realidad aciertan, aunque no exactamente como
creen. Jacobo no hizo ese viaje porque estuviese ardiendo de amor por
su damita, sino porque había sido informado de que en Edimbrah
todo el mundo se hacía lenguas con que si Ana estaba en Oslo porque
había descubierto que su marido era sarasa, y ahora no se quería
casar.
Así
pues, Jacobo cogió el AVE para Oslo; y hacerlo fue todo uno con el
estallido de los rumores de que lord Huntly preparaba, en coalición
con Parma, una especie de golpe de Estado. En realidad no había tal,
pero ninguna de las tranquilidades afirmadas por el Consejo de
Escocia apaciguaron a Isabel. Así las cosas, la reina inglesa le
escribió a Jacobo conminándole a acabar de una vez por todas con
Huntly.
Jacobo
terminó por recibir la carta; pero no estaba dispuesto a bailar la
melodía que le tocaba la reina. Para él, lo principal era arrearle
un zasca a todos los escoceses que pensaban que reservaba las
turgencias de su pene para objetivos entonces considerados contra
natura; así pues, el 23 de noviembre, en el Gran Salón del Palacio
Viejo del Obispo de Oslo, se casó con Ana. El 21 de abril, los
barcos partieron hacia Escocia; Ana fue proclamada reina de Escocia
en la iglesia de Holyrood el domingo, 17 de mayo.
Poco
tiempo después de la boda, Isabel envió al conde de Worcester a
Edimburgo. Edward Somerset era uno de los pocos nobles británicos de
menos de 50 años en los que Isabel tenía confianza. Worcester fue a
la capital escocesa con la noticia para Jacobo de que iba a ser
admitido en la Orden de la Jarretera. No obstante, la principal
misión de Somerset, que cumplió a la perfección, fue ganarse a la
joven Ana en la simpatía hacia Isabel. Ana contestó, efectivamente,
a las cartas de Isabel con amor y comprensión; lo que terminó por
convencer a la reina de Inglaterra de que había casado al voluble
rey escocés con la persona adecuada.
Adecuada
para ella, claro.
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