A lo largo del verano de 1944, los
aliados lo vieron claro. Las tropas soviéticas conseguían nuevos
avances, los japoneses registraban sonoras derrotas y el desembarco
de Normandía se producía primero y se consolidaba después. Los más
optimistas apostaban porque Dwight Eisenhower, el jefe de las tropas
aliadas, se tomaría el turrón en Berlín aquella Navidad.
Sin embargo, toda una guerra
eclosionaba debajo de la guerra conforme esta última terminaba. El
reto planteado por el Eje germano-italiano en Europa había sido de
tal calibre, y la coalición que se había montado para plantarle
cara tan heterogénea, que ahora, encima de la mesa, quedaba un
montón de problemas por resolver: el reparto de las zonas ocupadas
de Alemania; el problema polaco; Grecia; Yugoslavia; Checoslovaquia;
una eventual política común frente a Japón; la futura Organización
de las Naciones Unidas...
Las tres grandes potencias
contendientes se habían reunido ya, en 1943, en Teherán. Pero en
aquel momento sólo había tiempo y ganas para las cuestiones de
estrategia militar. No obstante el presidente estadounidense,
Franklin Delano Roosevelt, había propuesto un plan de
desmembramiento de Alemania en cinco Estados diferentes y autónomos:
Prusia, Hannover, Sajonia, Hesse-Renania y Alemania del Sur, la
última de las cuales pertenecería a una Federación Danubiana.
Josif Stalin, camarada primer secretario general del Partido
Comunista de la Unión Soviética, se había mostrado frontalmente
contrario a este plan, argumentando que los alemanes siempre iban a
tener la pulsión de reunirse (en lo cual no se equivocó); y
defendiendo, por lo tanto, la idea del recurso permanente a la fuerza
para mantenerlos en su sitio.
Esto fue todo lo que se avanzó en
Teherán en términos de geopolítica de posguerra. Muy poco, pues, y
además en clave de desacuerdo. Es por esta razón que FDR tuvo claro
ya durante todo el año 1944 que sería necesaria una nueva reunión,
más política diríamos hoy en día. El 17 de julio, un telegrama
salió de la Casa Blanca en dirección a Downing Street y el Kremlin;
telegrama en el que el presidente de los Estados Unidos proponía la
celebración de tal conferencia en Escocia, concretamente su región
norte. El gesto de proponer ese lugar cuyos habitantes dicen que lo
que hablan es inglés era bastante inocente, por no decir pueril: el
norte de Escocia estaba básicamente equidistante entre Moscú y
Washington (pueril, sí: pero décadas después volvería a inspirar
el encuentro entre Ronald Reagan y Mihail Gorvachov en Rejquiavik).
El zorro georgiano, sin embargo, rechazó la oferta amablemente,
alegando su estado de salud; lo cual no deja de ser una coña, pues
quien realmente estaba a las puertas de la muerte era, precisamente,
quien estaba proponiendo las frías y húmedas tierras escocesas para
el embroque. Comenzando a tejer su tela con paciencia, como siempre
hacía, el líder soviético recibió al embajador estadounidense en
Moscú, Averell Harriman, y le explicó que en Teherán había
sufrido enormemente de dolor de oídos (es probable que fuese así;
aunque, por lo que sabemos de Stalin, probablemente ese dolor le
venía de las muelas); y que los médicos le habían desaconsejado
vivamente cualquier campo de clima. Con dos cojones, pues, Stalin,
que estaba en la flor de la vida, daba pasos para imponerle a un
viejo chocho y enfermo la celebración de la conferencia en algún
lugar de su confianza, a ser posible dentro de la propia URSS.
Las dos potencias occidentales no
perdieron el empuje. Durante el verano, Roosevelt y Churchill se
intercambiaron muchos telegramas (ésa era la forma de parlamentar
entonces) discutiendo sobre qué lugar podrían proponerle para que
tuviera que aceptarlo a Oncle Jo, como
lo llamaban en privado (algo así como el Tío Pepe). Llegaron a
pensar, de hecho, que podrían convencerlo de que la reunión tuviese
lugar en Atenas o, tal vez, en Chipre. El problema para estas sedes
era que, para celebrar ahí la reunión, sería necesario que los
barcos de guerra soviéticos pudieran salir del Mar Negro, esto es,
pasar los Dardanelos. Por esta razón, Roosevelt y Churchill pensaron
en pedirle a Turquía que le declarase oficialmente la guerra a
Alemania. Sobre esta premisa se pensaba en el Pireo, en Salónica o,
incluso, en Constantinopla. El lector que esté leyendo estas notas
en este punto debe recordar que, en 1944, la posición de Grecia como
parte integrante de lo que llamamos el bloque occidental no estaba
tan clara. Stalin ambicionaba hacer a Grecia miembro de su club de
camaradas, así pues la oferta tenía lo suyo de interesante.
Asimismo, se manejaron opciones como Jerusalén (a Churchill le
gustaba porque, literalmente, “tiene muchos hoteles de primera
clase”), Roma, Malta, Taormina, Egipto... pero todas aquellas
propuestas, más o menos formales, chocaron con la obstinada
respuesta de un Stalin que era renuente a abandonar su país.
En
octubre, en plena campaña electoral americana, Roosevelt, que se
sentía seguro de ganar, volvió a la carga e hizo llegarle a Stalin
la propuesta de una conferencia a finales de noviembre en Malta o en
Chipre. Stalin respondió informando de que no se movería más allá
del Mar Negro. El 14 de noviembre, un FDR reelecto propone una
conferencia para finales de enero de 1945 en Roma o en la Riviera
italiana. Stalin reiteró su niet.
Fue
ante esta resistencia que Harry Lloyd Hopkins, uno de los principales
asesores de Roosevelt y a quien éste había encargado los contactos
con el diplomático soviético Andrei Gromyko, propuso la elección
de alguna villa de Crimea. Y la prueba de que ese resultado o
parecido era el que estaba esperando Stalin es que, para sorpresa de
los estadounidenses, Gromyko aceptó ipso facto;
cuando para cada decisión, antes y después de Yalta, los
diplomáticos soviéticos siempre abandonaban la habitación,
usualmente sin regresar durante días, porque tenían que consultar
con Moscú (el régimen soviético rara vez tuvo eso que conocemos
como un embajador plenipotenciario). Churchill protestó vivamente
por esta aceptación, pero le dio igual, porque no fue apoyado por
Washington en su beligerancia.
Lo
único que dejó abierto el zorro estalinista, porque eso sí que lo
tenía que decidir el Kremlin, era la localización concreta. A
finales de noviembre, Stalin propuso Odesa. Pero fueron esta vez los
médicos de Roosevelt los que dijeron que esa ubicación era
imposible para el estado de salud del presidente. Finalmente,
aceptaron Yalta, y no sin grandes reticencias, pues consideraba el
equipo médico (y no se equivocaba) que Roosevelt no estaba ya en
condiciones de hacer un viaje tan largo.
La
reunión quedó fijada para el domingo 4 de febrero; si bien
Roosevelt y Churchill decidieron tener ellos un encuentro previo en
Malta, para resolver previamente algunos contenciosos
angloamericanos. Stalin, pues, envió las invitaciones oficiales el
10 de enero. Fue Churchill quien bautizó la reunión con su nombre
secreto Argonauta.
Yalta
era y es una estación de salud en la costa oriental de Crimea. Las
cadenas montañosas que la rodean la mantienen abrigada de los
vientos del norte y el noreste, lo que tiene como consecuencia que
sea un lugar de clima más bien suave; de hecho, casi nunca nieva en
Yalta. Estas circunstancias hicieron históricamente de Yalta un
lugar propio de descanso para los zares, para la nobleza, para los
ricos comerciantes rusos y, ya en el siglo XX, para los orondos
miembros de la Nomenklatura soviética
que se cobraba esas coimas a cambio de construir (despacito) el
socialismo. Las muchas villas y palacios construidos por los ricos en
la zona fueron convertidos, en su mayor parte, en hospitales por los
bolcheviques; lo cual acabó por darle a la ciudad una
caracterización clara como ciudad termal para el tratamiento de
muchas dolencias.
En
agosto de 1944, cuando Roosevelt había propuesto por primera vez la
conferencia que conocemos como de Yalta, los rusos estaban
combatiendo en el Vístula, bastante más lejos de Berlín de lo que
lo estaban los aliados occidentales en el Rhin. Sin embargo, como
bien sabemos, Stalin se benefició de ser, en realidad, el jefe de
Estado aliado más centrado en eso que llamamos la Batalla de Berlín,
y pronto comenzó a trabajar para facilitarla. Dado que estaba
enfrentando una gran resistencia en Polonia, en octubre, cuando
Churchill estuvo en Moscú, aprovechó para presionarle para que los
aliados creasen un nuevo frente en Viena, para obligar a los alemanes
a diferir tropas hacia allí y restar presión o resistencia en el
frente polaco.
Aquí
tenemos otra razón de por qué el líder comunista hizo que pasaran
las semanas de 1944 sin una definición clara de la conferencia. En
octubre, cuando como hemos dicho la idea nació por primera vez, se
encontraba en una posición poco elegante. El Ejército Rojo sufría
tales pérdidas en el frente polaco que incluso el mariscal Zhukov no
descartaba que se quedase atascado durante meses.
Era claro que Alemania concentraba sus esfuerzos en evitar la
invasión de Prusia y de Silesia. Sin embargo, desde diciembre el
rápido debilitamiento de los ejércitos alemanes, coincidente con su
desgaste en las Ardenas, cambió las cosas. En las primeras semanas
de enero, Stalin ya tenía claro que podría llegar a la conferencia
habiendo conseguido un control, si no total, sí desde luego muy
amplio, de Polonia; algo que era fundamental para permitirle negociar
el estatus de ese país en las condiciones que quería. De hecho, una
cosa que algunos analistas de Yalta olvidan es que, si el 30 de
diciembre es la fecha en la que Roosevelt y Churchill aceptaron
oficialmente la localización de Yalta y la fecha del 4 de febrero
para su celebración, al día siguiente,
esto es el 31, el llamado Gobierno de Lublin, esto es el gobierno de
Polonia en el exilio formado por filocomunistas, dio el paso de
declararse Gobierno Provisional de la Polonia Democrática Liberada;
declaración que Moscú aceptó apenas ocho días después.
La
preparación de la conferencia de Yalta, por otra parte, no hizo sino
aflorar las veleidades, ejem, zaristas del camarada primer secretario
general del PCUS. Para empezar Stalin, consciente de que había
ganado la parte fundamental de la partida, supo ser magnánimo y
cederle a Roosevelt el mejor palacio de todos los disponibles en la
villa, para que a todos les quedase claro quién era el número uno.
En segundo lugar, Stalin hizo llegar a Yalta dos vagones de
mercancías llenos de caviar, 16 toneladas (eso, en pasta de hoy, es
una facturita de 140 millones de euros). Hizo residir en Yalta,
durante toda la duración de la conferencia, al cocinero jefe del
Kremlin, que no sé si lo sabéis pero se llamaba Sidor Kirilovitch
Kriutchkov; y sus dos famosísimos (entre la gente que vivía de coña
en la URSS) adjuntos: Vassili Pavlovitch Roubetz y Anastasi
Ivanovitch Pogoriantz, éste último un armenio especializado en la
gastronomía del Cáucaso; así como un tal Livite, somelier,
encargado de seleccionar los mejores vodkas y champanes caucasianos
para las numerosísimas delegaciones que se anunciaban (sólo EEUU
pensaba trasladar 400 personas...) Evidentemente, los soviéticos esperaban ganarse a los occidentales en plan Máster Chef (al fin y al cabo, tenían todos los becarios que querían).
El oficial de la marina estadounidense Norris
Houghton se encontraba en el verano de 1944 de servicio en el
Atlántico cuando recibió una orden TOP SECRET que le conminaba a
trasladarse a Missouri. Allí se reunió con otros cinco oficiales de
la Marina que no se conocían de nada, pero que pronto descubrieron
qué les unía: todos hablaban ruso y, de hecho, todos eran de
ascendencia rusa: los tenientes Dimitri Keusseff, George
Schervatov, Mihail Kimack, John Cheplick y John Romanov. A estos seis
se unieron otros marineros rusoparlantes especialistas en radio:
Andrew Bacha, Andrew Sawchuck, Harry Sklenar, Alexis Nestoruk,
Nicholas Kornilov y Ruseel Koval. El teniente Schervatov, que
comandaba el grupo, había nacido príncipe en San
Petesburgo. Houghton era de hecho el único que no había crecido
hablando ruso (sus antecesores eran irlandeses y escoceses y habría
sido tontería; aunque no hay que descartar que cuando los escoceses
dicen hablar el inglés, en realidad estén hablando ruso). Pero
había estudiado ruso en una academia y de hecho había pasado cinco
meses en Moscú estudiando el teatro local. Por esto había declarado,
al principio de la guerra, que tenía el ruso como segundo idioma,
cosa que era verdad sólo a medias. Al llegar a Missouri, sin
embargo, se guardó de sacar a sus superiores del error.
Hay
que decir, por cierto, que en aquel campo de Missouri había más
grupos que el ruso. Había uno alemán, otro griego e, incluso, uno
chino.
A
principios de 1945, este grupo estaba en Nápoles y fue embarcado en
un carguero, el Catoctin,
que ellos suponían iba a los Balcanes a realizar algún tipo de
misión secreta. Para su sorpresa, sin embargo, el destino del barco
era el Mar Negro. Entraron a finales de enero en el puerto de
Sebastopol. Inmediatamente, de uno de los barcos que acompañaban al
carguero, el William Blount,
los estadounidenses comenzaron a desembarcar toneladas y toneladas de
pertrechos; entre ellos, cómo no, decenas y decenas de máquinas de
escribir.
Comenzaba
el baile.
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