viernes, junio 05, 2015

Richelieu (11: de nuevo, Italia)

Recuerda que ya te hemos contado los primeros pasos de la férrea voluntad de Richelieu, así como el estreno de Richelieu como político en los Estados Generales. Luego le hemos visto ascender a secretario de Estado, y después cómo el obispo eligió mal el bando, y estuvo a punto de irse por el desagüe de la Historia. Eso sí, inmediatamente comenzó a cambiar las cosas para llevarse bien con el rey. La estrategia da sus frutos pues Richelieu, no sin esfuerzo, consigue alcanzar la cumbre del poder. Una vez allí, se deberá enfrentar a su primer conflicto en el exterior, conocido como de La Valtelina

Tras resolver el conflicto de la Valtelina, Richelieu hubo de enfrentarse a una fuerte conspiración interior y exterior, que terminó resolviendo con el ejemplarizante castigo del marqués de Chalais. A continuación, hemos pasado a contarte el que tal vez es el hecho más importante del mandato de Richelieu, esto es el sitio de La Rochelle. Luego la cosa se pondrá de nuevo mal en Italia, y se producirá el desagradable, pero ejemplarizante, affaire Montmorency-Bouteville.

Como corresponde a una Europa tan convulsa y en proceso de mutación hacia el complejo sistema de poderes en que se acabaría por convertir, la situación política no podía seguir estable por mucho tiempo. El problema era, cómo no, la Italia del Norte. El área del Milanesado y la Valtelina puede ser considerada como el Vietnam del siglo XVII, esto es el teatro en el que todas las potencias obrantes en el horizonte geopolítico habían decidido medir la longitud de sus penes. Para Francia, ya lo hemos dicho, el conflicto tenía, además, un elemento estratégico, por cuando el control del norte de Italia le venía a garantizar una movilidad bélica sin la cual no podía soñar con hacerle sombra a España y al Imperio. Pero, claro, esto sus enemigos también lo sabían.


El modo que estos dos aliados católicos utilizan para poner las cartas sobre la mesa es un clásico de la Historia de la geopolítica: hacer como si los tratados los hubiera firmado un espontáneo desconocido. En efecto, Viena y Madrid hicieron como si el tratado de Susa no existiese y, consecuentemente, enviaron tropas (para ser más concreto, Fernando II las envió) para ocupar las posiciones de los grisones. Asimismo, España hizo mandar a Spínola, su Schwartzenegger particular, a Milán. El general Colalto, al mando de más tropas imperiales, se hizo con Mantua.

El 23 de marzo, Richelieu, una vez más cambiada la púrpura cardenalicia por la armadura del generalato, cruza de nuevo los Alpes y toma Pignerol, una población estratégica para el paso entre Francia e Italia. La toma de Pignerol no la esperaba nadie; yo diría que ni siguiera el propio Richelieu creía en ella. Lo que está detrás de esta victoria de importante calidad estratégica es, tal y como yo lo creo, el hecho de que el haber resuelto el problema religioso (más o menos) en el interior de Francia le otorgó a este país un plus de acometividad con el que los españoles no contaban. Exactamente igual que les ocurriría a los europeos que se las tuvieron que ver con Napoleón y sus generales, en un principio esperaban una Francia más feble, por desunida; pero, sin embargo, ya para entonces la capacidad de golpeo en tierra de los galos había cambiado mucho, ganando en calidad y capacidad de respuesta. Madrid, nada más conocer la noticia de Pignerol, esto es que Richelieu había abierto un grifo por el cual podía manar infantería en Italia a raudales, comenzó a hablar de paz. Pues lo que se hablan de paz, exactamente igual que los que hablan de acuerdo y diálogo, sin siempre los que menos interesados están en ello.

Para España, además, fue un golpe nada positivo el hecho de que el propio Papa encontrase que la vía lógica era la negociación, y enviase a alguien de su sangre, Antonio Barberini, a las negociación. Barberini, por cierto, acudió a las negociaciones acompañado de un becario que llegaría aprender mucho en aquel tipo de embroques y convertirse en un político de primera fila: Giulio Mazarini o, si lo preferís, Julio Mazarino.

El Papa, claramente del lado de los españoles (evidentemente, no podía perdonarle al muy religioso rey francés que no se hubiese pasado por la pómez a todos sus protestantes) intentó algo que a los inquilinos de Castelgandolfo siempre se les ha dado de coña, esto sacar de lo peor, mejor. Esto quiere decir que desde el Vaticano se abrió la idea de un pacto por el cual las dos partes litigantes en los pasos alpinos, esto es Francia y Austria, se garantizasen mutuamente el paso. Lo cierto es que esta propuesta tal vez la hubiese firmado Froilán de Borbón, teniendo en cuenta la afición que muestra por dispararse en el pie; pero no Richelieu, quien sabía que, controlando Susa y Pignerol, un acuerdo como ése venía a significar que él, que se había ligado a Heidi Klum y Adriana Lima, le cedía una de las dos al emperador, quien había demostrado no ser capaz de conseguir un polvo ni pagando.

A todo esto hay que unir que todo el poderío francés, como cualquier poderío medianamente serio, no era gratis. Las finanzas francesas estaban, como dicen allí, sur la paille. Armando sabía, pues, que tenía que llegar a algún tipo de acuerdo. Lo que resolvió fue hacerse fuerte antes de que dicho pacto llegase a producirse. De esta forma, y observando la descarada (y tradicional) doblez mostrada por Saboya en todo el merdé, resolvió okuparla.

El 10 de mayo, el rey Luis XIII se reunió con su primer ministro y generalísimo a las riberas del frío Ysère, en Grenoble, donde hoy aceleran partículas; dejando tras de sí en Lyon a la reina María y a todo el partido anticardenal, para entonces alimentado y casi dirigido por Michel de Marillac, que ocupaba en la Corte el puesto de garde de Sceaux.

Contra el criterio y para mosqueo de esta Corte reaccionaria, decidida partidaria de la paz, el Consejo de Guerra, o sea digamos el Estado Mayor francés, votó unánimemente la continuidad de las hostilidades, así como la invasión de Saboya. Contra las protestas de propios y extraños, el rey francés, surfeando sobre la ola de la Historia que cada vez conspiraba más para que Saboya perdiese su independencia real, tomó aquel reino casi sin problemas para, acto seguido, volver grupas, con su ejército, hacia los Alpes.

En Lyon se montó la mundial. Ya se conocen bien los argumentos: que si un movimiento tan arriesgado va a terminar con Francia. Que la si la casta ha actuado en su propio beneficio. Que si el cardenal éste tiene mesmerizado al rey, y bla. Tanto Luis como su primer ministro han de volver cagando melodías a Lyon y reunir el Consejo de Ministros. Marillac se pone de canto, con su habitual estilo entre rudo y maleducado; Richelieu no dice ni jota; en realidad, tiene preparada una prueba más de su poder pues, cuando todos esperan que deba ser él quien se levante para defenderse, quien lo hace es el propio rey, quien, de una manera más o menos elegante, viene a decir que él va a cruzar los Alpes por sus santos cojones. Porque, ojo con la bomba, lo que quiere es recuperar Casal, el lugar donde se encontraba sitiado el duque de Mantua; en otras palabras, mandar a tomar por saco cualquier adarme de poder no francés en la Valtelina.

Las cosas, sin embargo, no fueron así. El 22 de septiembre de aquel 1630, el rey cae presa de unas fiebres disentéricas que, a finales de mes, provocan que en la Corte se le de por perdido. Sin embargo, el día 30 de septiembre el estallido de un abceso intestinal elimina la fiebre y provoca una recuperación que en ese momento se tuvo por milagrosa. Sin embargo, antes de que se produjese esta recuperación, lo cierto es que a Richelieu, como vulgarmente se dice, no le llegaba la camisa al cuerpo, y de hecho estuvo, más que probablemente, pensando en dos alternativas para salvar su cuello: refugiarse en su territorio de Avignon, o refugiarse en el Languedoc, aprovechando la ayuda de su amigo el duque de Montmorency.

A pesar de todos estos problemas, la campaña italiana se hizo, sin el rey y sin Richelieu, quien hubo de permanecer en la Corte para tratar de controlar el fortísimo partido contrario a él, y que para entonces hacía que no pudiese ir a lugar alguno sin la compañía del señor de Tréville (jefe de los mosqueteros) y como treinta guardias personales. Faltos de la acometividad que habrían tenido de estar el rey con ellos, los franceses hubieron, sin embargo, de aceptar una tregua general, la tregua de Rivalta, en buena medida muñida por Mazarino. No obstante, los acuerdos finales, esto es los pactos de Ratisbona y Cherasco, a los que hay que añadir un codicilo secreto firmado en Turín el 6 de julio de 1632, concluyeron con una victoria más que aseada de los planteamientos franceses: la posesión de Mantua y del Montferrat le era garantizada al duque de Nevers, mientras que Francia como tal recibía tanto Pignerol como el valle de Perusia.


A finales de noviembre de aquel año de 1630, toda la Corte estaba de nuevo reunida en París. La reina, derrotada en su política procatólica; el rey, todavía débil. Y Richelieu en medio, mirando debajo de la cama cada noche. Cada noche.

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