[Aviso previo: si eres mujer y tienes menos de 45 años, puede que este artículo te ponga de muy mala hostia. Estás avisada.]
El final de la guerra civil con la victoria del que para entonces ya podía denominarse con propiedad bando franquista supuso una regresión importante en muchos puntos de la vida social de España. Esto no ocurrió solo por las imposiciones de un dictador; una parte no desdeñable de los españoles, lo que podríamos denominar la base social del golpe de Estado de 18 de julio de 1936, había acabado por identificar las ideas de progreso con tendencias políticas muy concretas (sobre todo, el comunismo), lo que le llevaba a rechazarlas. Como consecuencia, en la España de Franco una parte de sus habitantes abrazaron con pasión la vuelta a las viejas reglas sociales que se quintaesencian en el concepto de nacionalcatolicismo; y la otra parte las aceptó como un mal menor.
En esa situación, ni uno solo de los grupos sociales homogéneos de España perdió más que la mujer. Es imposible realizar un estudio serio y sistemático sobre el tema, pero los casi 40 años de franquismo, durante la práctica totalidad de los cuales se realizó una discriminación en su contra, desposeyeron a muchas mujeres de la riqueza que poseían y, ya en un plano más moral, también de su dignidad y, en no pocos casos, autoestima. Esta situación se asentaba sobre un magma jurídico impuesto por el nuevo régimen, en gran parte recibido del pasado, no pocos de cuyos elementos ya podían considerarse caducos cuando las tropas franquistas entraron en Madrid. Aunque hay que recordar, en este punto, que el primer franquismo, el que ganó la guerra, era de raíz fascista, y el fascismo tendía a ser profundamente machista, como ya hemos tenido ocasión de analizar al hablar de cómo Hitler redujo el desempleo en Alemania; así pues, al régimen de Franco, en este punto, le iba, por así decirlo, la marcha. Este post va de cómo se practicaba esa discriminación jurídica desde el punto de vista fundamentalmente económico.
En primer lugar, es necesario hacer un
matiz que puede parecer poco importante y lo mismo es así; pero es,
en cualquier caso, un matiz. Lo que el Derecho español durante buena
parte del siglo XX (es un tanto irreal hablar de Derecho franquista:
el Código Civil y otras normas muy importantes a la hora de
delimitar los derechos de la mujer son anteriores a 1939) trata de
dejar claro es la minoridad de la mujer no en tanto que mujer, sino
en tanto que mujer casada. Esto es: al contrario de lo que se suele
decir, la discriminación jurídica de la mujer no tiene que ver
estrictamente con un desprecio hacia el sexo femenino en su totalidad
(que sí se daba en el siglo XIX, durante el cual la mujer era
considerada menor de edad); sino con una recepción de la vieja
concepción de la familia del derecho romano, esto es una institución
jerarquizada en cuya cúspide se sitúa una persona, el pater
familiae, que por su propio
nombre se ve que ha de ser hombre. Es la mujer casada la que pierde
sus derechos. Trataremos, de aquí en adelante, de ver cómo.
La verdadera piedra
angular de la discriminación de la mujer en el Derecho español de
buena parte del siglo XX, y desde luego durante el franquismo, es el
artículo 57 del Código Civil; una norma que es, en buena parte, una
obra del siglo XIX que bebe de la fuente del Código francés llamado
de Napoleón; norma en la que el emperador, según es teoría
generalmente aceptada, vertió toda su bilis contra el género
femenino, que tan esquivo se presentó a la hora de obedecerle como
él hubiera querido.
El
artículo 57 del CC español establece una diferencia sutil entre
cónyuges al señalar que «el marido debe proteger a la mujer y ésta
obedecer al marido».
Son deberes totalmente diferentes el de uno y el de otro, como
fácilmente puede concluirse. El hombre no puede abandonar a su
esposa a su suerte, pero la mujer tiene una obligación de diferente
calidad, que es hacer todo aquello que el marido le diga que ha de
hacer.
El
artículo 60 de aquel Código Civil, en coherencia con el 57,
establecía que el marido es el representante de la mujer casada; en
consecuencia, ésta no puede, sin la correspondiente licencia
marital, comparecer en juicio (lectoras asesinas, bajad el cuchillo:
la legislación penal establecía que la mujer, en el caso de tener
que defenderse en causa criminal, recuperaba la capacidad de
representarse). La licencia expresa del marido es también necesaria
para aceptar herencias (artículo 995), solicitar la división de
éstas (artículo 1.053), para ser albacea (893), tutora (237) o
mandatario (1.716). El artículo 624 impide a la mujer realizar
donaciones con sus propios bienes
(con algunas excepciones si los receptores fueren los hijos) ni
recibir donación alguna si es condicionada u onerosa.
Más allá del
Código Civil, los artículos 6 y 7 del Código de Comercio prohíben
a la mujer casada ejercer el comercio sin autorización marital, y el
artículo 11 de la Ley de Contrato de Trabajo incluso les impedía
aceptar un contrato de trabajo (esta situación intentó aliviarse,
ya en tiempos de Franco, mediante un decreto en 1970; pero, la
verdad, se alivió malamente).
El franquismo se
permitió incluso la humorada de diseñar, discutir y aprobar una ley
llamada de Derechos Políticos, Profesionales y de Trabajo de la
Mujer, texto tenido por bastante avanzado en su tiempo; que, sin
embargo, consagraba el principio de licencia marital. Esto es: era
una ley que concedía a la mujer un montón de derechos que, sin
embargo, si la mujer estaba casada se convertían en papel mojado si
el marido decía que no.
Alguno de mis
lectores, y de mis lectoras, estará pensando tal vez, leyendo estas
líneas, que cuando menos a la mujer casada le habría de quedar un
campo intocable, esto es los bienes llamados parafernales: toda
aquella riqueza poseída por la esposa con anterioridad a su
matrimonio y que, por lo tanto, era de su estricta propiedad.
Pues sí. Pero no.
La
mujer casada, en virtud del artículo 61 del código, no puede, sin
licencia marital, adquirir por título oneroso ni lucrativo, enajenar
sus bienes, ni
obligarse. El artículo siguiente del código declaraba nulo todo
aquel acto ejecutado por la mujer contra lo dispuesto anteriormente,
salvo que se trate de cosas que por su naturaleza, estén destinadas
al consumo ordinario de la familia (esto quiere decir que se le
permitía comprar detergente, y esas cosas).
El artículo 1.387,
asimismo, recordaba que, sin licencia marital, la mujer casada no
podía vender, gravar ni hipotecar sus bienes parafernales, ni
comparecer en juicio para litigar sobre ellos, a menos que hubiese
sido habilitada. Tampoco puede hacer pagos sin licencia marital
(1.160).
El artículo 1.384,
eso sí, reconocía que la mujer casada posee la administración de
sus bienes parafernales, pero siempre y cuando no la hubiese entrado
al marido ante notario; de tener este gesto, la mujer perdía la
administración de dichos bienes para toda su vida, dado que la ley
daba una consideración dotal al acto.
Evidentemente, si
la mujer era lo suficientemente lista o estaba lo suficientemente
bien asesorada como para no ceder la administración al marido,
retenía la administración de aquella riqueza que tuviese con
anterioridad al matrimonio; pero, por mor del artículo 1.388, si
dicha riqueza consistía en metálico o efectos públicos, el marido
tenía derecho a exigir que fuesen depositados o invertidos de modo y
forma que la venta o pignoración fuese imposible sin su
consentimiento.
Esta red de
regulaciones hizo que, durante las décadas del franquismo, aquellas
mujeres casadas que deseaban hacer operaciones con sus bienes
parafernales se encontrasen con una actitud continuada, y lógica,
por parte de los compradores de dichos bienes en el sentido de exigir
la licencia marital, por miedo a que cualquier actitud posterior del
marido pudiese enmerdar las cosas. Por ejemplo, los bancos
solicitaban licencia marital sistemáticamente a las mujeres casadas
que querían abrir una cuenta corriente; lo hacían incluso en
Cataluña y Baleares, donde la especial extensión de los regímenes
de separación de bienes y otras especificidades hacían menos
necesario el trámite. La mayoría de las mujeres aceptaban por no
dilatar un trámite tan tonto, que hoy se hace en segundos en
internet.
Con este orden
jurídico, además, había muchas situaciones en las que lo que
terminaba por ocurrir es que la riqueza parafernal de la mujer se
diluía en los bienes gananciales. El caso más claro es el de la
mujer que adquiría un piso, todavía soltera y por contrato privado.
Comenzaba a pagarlo y, una vez casada, era el matrimonio el que
asumía la continuidad de los pagos. A la hora de registrar la compra
en escritura pública, si esto se hacía después de la boda, la
totalidad de la operación quedaba registrada en gananciales,
perdiendo la mujer todo derecho sobre la porción del bien que había
adquirido por sí misma. Además, hay que tener en cuenta que
entonces era moneda común escriturar los pisos por un valor muy
inferior al realmente pagado. Si una mujer que había comprado antes
de casarse un piso por 5 millones de pesetas lo vendía tras haberse
casado por 8 escriturando únicamente 3, el resultado era que perdía
5 millones de su patrimonio parafernal, que pasaba a formar parte de
los bienes gananciales.
Esto
en lo atiñente a los bienes parafernales de la mujer. Porque, en el
caso de los gananciales, ya la cosa era de traca. El artículo 59 del
código establecía la condición por defecto del marido como
administrador de los bienes de la sociedad conyugal. El artículo
1.407 establecía la condición de gananciales por defecto de todos
los bienes del matrimonio; lo contrario, pues, habría de
demostrarse. El artículo 1.416 prohibía a la mujer obligar los
bienes de la sociedad de gananciales sin licencia del marido; y el
impagable artículo 1.408 establecía que serían de cargo de la
sociedad de gananciales todas las deudas y obligaciones contraídas
durante el matrimonio por el marido.
El artículo 1.413
autorizaba al marido a vender y obligar los bienes de la sociedad de
gananciales por sí solo, necesitando la autorización de la mujer
únicamente para los inmuebles y negocios.
Hay
que hacer notar, además, que la legislación, ésta sí, del
franquismo, tenía otras muchas esquinas que resultaban en sutiles
discriminaciones de la mujer por el flanco económico. Así, la
normativa del IRPF establecía, como ahora, un mínimo exento de
ingresos; pero establecía unos mínimos mucho más generosos (hasta
llegar a la exención total) para las familias numerosas. Como estas
exenciones de familia numerosa se establecían en favor del
cabeza de familia, se le hurtaba
a la mujer el derecho a deducirse su mínimo exento si era
trabajadora. Aquí nos encontramos con un precepto que, más que
pensar en la mujer, no piensa en ella; simplemente, el IRPF
«trabajaba» bajo la premisa de que las mujeres ni curraban, ni
currarían, ni falta que les hacía.
Quizá el mejor
ejemplo de discriminación económica de la mujer extramuros del
Código Civil se diera en el caso de la población funcionaria.
Trataré de explicárosla.
El franquismo tenía
un sistema intrincado de ayudas familiares (los famosos puntos), que
tenía un régimen para todos los trabajadores privados gestionado
por la Seguridad Social, y otro específico para los funcionarios. La
ayuda familiar para todo dios se estableció en una ley tan pronta
que lleva fecha de 18 de julio de 1938; y la específica de los
funcionarios quedó establecida por una ley de 15 de julio de 1954.
La
ayuda familiar de los funcionarios se componía de una bonificación
por matrimonio, y un plus por cada hijo. Pues bien, ya empezamos:
para que un funcionario (hombre) reciba la bonificación por
matrimonio, era preceptivo que la mujer no fuese
trabajadora por cuenta ajena o también fuese funcionaria;
si trabajaba, eso sí, no le consumía el derecho a la ayuda por
hijos. ¿Y en el caso de que el funcionario fuese ella?
Pues, en ese caso, la ley privaba a la familia de la ayuda, salvo la
ayuda por hijos, y eso en el caso de que el marido estuviese impedido
o ausente.
Obsérvese
la sutilidad de la norma: un funcionario casado con un ama de casa (y
con hijos, claro) percibía ayuda familiar y por hijos. Si ambos
cónyuges eran funcionarios, la familia sólo podía recibir ayudas
por hijos. Y si la que era funcionaria era la mujer, la familia no
recibía ni ayuda por matrimonio, ni por hijos. La Orden de
Presidencia del Gobierno de 29 de septiembre de 1954, una de las que
desarrolló este sistema, incluso afirmaba claramente en su
exposición de motivos que este orden de cosas perseguía la
implantación del salario familiar único, esto es una sola soldada
por hogar; y el consiguiente regreso al hogar
de la mujer casada que trabajare.
Ítem más: al
fallecer la mujer funcionaria, ésta no podía dejar a sus hijos
pensión de orfandad alguna, puesto que la mujer casada no podía
causar derechos en favor de sus hijos caso de morir.
Todavía
podemos recordar otros preceptos del Código Civil que eran veramente
insultantes para la condición femenina: el artículo 58, que
establecía la obligación de la mujer de seguir al marido donde
quiera que éste fijase la residencia de la familia; o el increíble
artículo 23, por el cual la mujer, si se casaba con un extranjero,
perdía automáticamente la nacionalidad española, de modo y forma
que si la familia residía en nuestro país, ella, a pesar de ser de
Calatayud, tenía que pedir permiso de residencia como si fuese una
senegalesa recién llegada. Y si no estáis todavía de suficiente
mala leche, chicas, os recuerdo aquí la ley de 7 de julio de 1970,
aprobada pues a finales del franquismo, por la cual se consagró el
consentimiento obligatorio de ambos padres para
dar un hijo en adopción. Lo cual, sí, quiere decir que, hasta ese
momento, el marido podía dar a sus hijos en adopción, aun estando
la madre en contra. Aunque no sé de qué os quejáis, teniendo en
cuenta que el franquismo ya había modificado, en 1952, una
disposición del Código Civil, hasta entonces vigente, por la cual
la mujer tenía la obligación de permanecer dentro del domicilio de
sus padres y , en su defecto, de la madre, hasta los 25 años, sin
poderlo dejar a menos que se casase.
Baste para recordar, como tibia defensa del franquismo o de alguno de sus elementos, que en los años sesenta y setenta del siglo pasado no fueron pocas las voces que, en el ámbito jurídico, se levantaron, dentro del régimen, contra este estatus jurídico. El argumento de no pocos de estos juristas, que repito no trataban con ello de negar el franquismo y probablemente no pocos de ellos eran sinceros hombres del régimen, es que la situación jurídica de la mujer derivada, sobre todo, de un viejo Código Civil de 1889, era incompatible con el Fuero de los Españoles y otras leyes fundamentales del Movimiento, que estatuían como principio general la igualdad de todos los españoles ante la ley. La línea de ataque era de raíz constitucionalista: las leyes fundamentales prevalecían sobre todas las cosas (esto es: tenían valor constitucional) en tanto que votadas por los españoles en referendos, y por lo tanto debían imponerse sobre medidas que no eran compatibles con ellas. El franquismo, sin embargo, y como es bien sabido, nunca dio a estas normas un propio valor constitucional, razón por la cual no se sintió impelido, sino en sus últimas boqueadas y arrastrando los pies, a seguir esta línea de pensamiento.
Gracias, Señor, por haber nacido en los 80.
ResponderBorrarCon unas leyes semejantes no me caso ni de coña. Es más; si puedo, me voy del país.
Por lo demás, creo que sería interesante resaltar que, aunque en el artículo se habla de "leyes franquistas", este Código Civil también estuvo vigente durante la Primera y Segunda Repúblicas.
Esta una de tantas cosas que cabría recordarles a los que ante cualquier tontería en seguida dicen que vivimos en una dictadura y que hemos vuelto a los tiempos franquistas.
ResponderBorrarDicho esto, también es verdad que para mucha gente todo esto no fue un poblema hasta bien avanzados los años 60: la mayoría de las mujeres casadas no trabajaba, y las que lo hacían estaban subordinadas al marido por la sociedad y la costumbre. Las más pejudicadas eran las que tenían algún dinero propio y se peleaban con su marido, que podía entonces controlarlas financieramente. Para los matrimonios más o menos bien avenidos era más una formalidad... hasta que comenzó la incorporación masiva de la mujer a la educación y al trabajo, y cada vez más mujeres empezaron a plantarse ante el cónyuge.
ResponderBorrarLa verdad es que me ha sorprendido el detalle de las leyes. Yo había leído y oído cosas en ese sentido, pero conocer los detalles es asombroso. De todas formas no sé hasta qué punto las leyes luego estaban matizadas por el uso según la norma esa de que "las leyes se acatan pero no se cumplen". Eso pasaba antes ¡y pasa ahora!
Mi madre se casó tarde. Como trabajaba en la Renfe pudo viajar gratis por Europa y siempre fue muy independiente. Nunca dio a entender que ninguna ley le encorsetase. Como decía ella, "yo sólo respondo ante Dios y ante el juez de guardia". Sí es cierto que cuando se casó tuvo que dejar la Renfe por narices a cambio de una "dote" (así se llamaba) que le dieron a modo de indemnización. Eso sí, con el derecho de retorno en caso de convertirse en cabeza de familia por la circunstancia que fuese. Sé que le hubiera gustado seguir pero no le machacó la vida. De hecho cuando se eliminó la norma se volvió a incorporar y siguió hasta jubilarse. Y de pequeños siempre tuvimos muy claro que mi padre y mi madre eran un sólo bloque y que "tanto monta" y tal. Obviamente eso funcionaba por la personalidad de mis padres porque a las malas la Ley no amparaba a la mujer en caso de conflicto, como bien ha quedado claro.
También recuerdo que, en un pueblo al que íbamos de cuando en cuando, la gente se burlaba de uno de los vecinos porque ella era la que tenía dinero y él no pintaba nada. Y así le iba, claro. Y había muchos casos así. No sé cómo se la arreglarían, pero no creo que le tuviesen mucho miedo a la leyes (ni al marido).
Por la misma regla de tres, en la India está prohibida la dote, pero hay muchas mujeres que se queman en la cocina “accidentalmente” cuando la familia no puede satisfacer adecuadamente la dote. Y sin salir de España las leyes ahora no parecen haber eliminado determinados comportamientos (mi mujer es médico y ve cada cosa...)
Por eso decía que las leyes seguramente estaban matizadas por los usos y que a veces, mirar las leyes puede dar una imagen errónea de la sociedad a observadores poco avezados. Tengo para mi que el franquismo había sido finiquitado por la sociedad mucho antes de la Ley de Reforma de 1976.
Creo que me ha vuelto a salir otro ladrillo. Disculpa :-S
Creo que vale la pena recodar(sobre todo para los lectores de menos edad) que la sola idea del Divorcio Vincular era un anatema tanto politico como social.Impensado siquiera nombrarlo,mucho menos legalizarlo.
ResponderBorrarDisculpeme el atrevimiento.
Cierto, pero en el caso del divorcio las leyes eran iguales para ambos cónyuges. A no ser que pensemos que el divorcio sólo interesa a las mujeres, que no creo que sea el caso :-)
BorrarY siguiendo con mi hilo argumental anterior, existía el dicho de que "en España no existe el divorcio, pero existe el ahí-te-quedas". Aunque sé que no es trasladable, Fernando Fernán Gómez, como muchos otros, vivieron con una mujer distinta de su mujer durante muchos años. Y por lo que oí (por edad conocer, no conocí mucho) no era muy infrecuente entre la gente más, digamos, anónima. Era muy criticado socialmente aunque la ley que penalizaba el adulterio no actuaba y había que tenerlos bien puestos, pero existía. Sigo pensando que las leyes hacen poco cuando la sociedad no las avala en una dirección u otra (Ley Seca, por ejemplo)
Por cierto, "pasmao" me he quedado con la entrada sobre la forma de reducir el paro en Alemania de Hitler.
Su comentario no estaba publicado,cuando escribi el mio.Tambien omiti decir que hablo desde Argentina,Mea Culpa.
BorrarBuena entrada, clara y resumida.
ResponderBorrarPara quien quiera profundizar este tema, recomiendo este post: http://www.alsurdetodo.com/?p=589
En el que encontramos paradojas como que en la II Repúbica, la mujer sólo obtenía la mayoría de edad real a los 25 años, y el hombre a los 23 (artículos 320-321 del Código de 1931), cuando el franquismo lo otorgaba indistintamente a los 21 (reforma de 1943).
Con ello no se afirma que el franquismo fuera mejor, faltaría más, pero son anécdotas curiosas.