El joven y prometedor burócrata comunista Leónidas Breznev heredó una
tierra teóricamente independiente situada donde Cristo perdió la tarjeta
sanitaria de la Comunidad de Madrid y que puede considerarse un buen ejemplo
del tipo de panachés humanos creados por el estalinismo. Porque uno podrá
pensar que Kazajstán estaba formada de kazajos. Error. En realidad, aquella
república, además de por locales, estaba poblada, en bastante proporción, por
alemanes residentes en las riberas de Volga que habían sido desterrados allí
durante la segunda guerra mundial, chechenos (ésos que luego volvieron a casa
para poner bombas), polacos, e incluso descendientes de los ucranianos que
utilizara el zar en el siglo XIX para colonizar aquellas tierras, y que todavía
se sentían ucranianos en mayor medida de que kazajos. Por no citar las miles y
miles de personas de otros variados destinos que habían sido deportados, ellos
o sus familias, por la policía zarista, o por la comunista.
El primer objetivo era plantar 6,3 millones de hectáreas en veinte meses.
Ahí es nada. Pero Breznev acometió la labor con esa capacidad suya de hacer lo
que se esperaba de él. En un año aproximadamente, creó casi 300 nuevas granjas
estatales, o soljoses, cada una con 50.000 hectáreas a su cargo. Todo eso fue
posible gracias a un apoyo de Moscú que nunca se le regateó, dada la creciente
influencia de Kruschev en la capital de la URSS. Kazajstán recibió un
supercrédito de 50 millones de dólares de la época (en rublos, mucho más) para
construcción; eso sí que fue una burbuja. Las autoridades de la industria y la
agricultura decretaron el transporte hacia la zona de 5.000 cosechadoras,
10.000 camiones, 6.000 sembradoras y más de 50.000 tractores, entre otras
cositas. Se construyeron miles de kilómetros de vía férrea y carretera para
transportar todo eso. En toda la URSS, las organizaciones de partido
prometieron a militantes y mediopensionistas en general salarios de
estratosfera y privilegios varios si se establecían permanentemente en
Kazajstán. Aquellas apelaciones, como las de la División Azul española,
germinaron en un suelo formado por pobreza, viviendas hacinadas y casi nulas
expectativas de futuro; así pues, convencieron a muchos.
La gente emigró a lo bestia. Sólo tractoristas y técnicos agrícolas
cualificados, llegaron 50.000 en menos de un año. A finales de 1956, en los
soljoses trabajaba medio millón de personas que en 1953 no residía en
Kazajstán.
Hasta aquí la visión de los documentales y películas diversas de realismo
socialista (oxímoron) que se hicieron sobre el éxito de la política de tierras
vírgenes. La realidad, sin embargo, fue, en buena medida, otra. Cualquier
persona que esté en este mundo y que haya tenido que organizar desde una cena
con treinta comensales para arriba sabe que los temas logísticos son la puta
mierda más maloliente que se puede llegar a tener entre las manos. Mi récord
personal es organizar una reunión de 243 personas, y casi morí en el intento.
Así que no quiero imaginar lo que tiene que ser desplazar a medio millón de
personas y millones de toneladas de infraestructuras, hacerlas llegar a su
lugar de destino, monitorizar la eficiencia de su distribución, etc. Es un
proyecto de una gran complejidad que sólo algunos ejércitos (sic) podrían
realizar adecuadamente; y, la verdad, los jerifaltes soviéticos lo afrontaron
con ese idealismo naïf, muy comunista, de que las cosas, cuando son virtuosas,
como que se hacen solas.
La verdad es que muchas mercancías nunca llegaron a su lugar de destino.
Fueron utilizadas por otros, o revendidas. En cuando al equipamiento, mucho,
que se enviaba por piezas, éstas fueron llegando a diferentes destinos, comúnmente
muy alejados unos de otros (inciso: ésta es, también, una de las quejas que
realiza Justo Martínez Amutio en sus memorias. Amutio era gobernador de
Albacete en la guerra civil, largocaballerista hasta el duodeno. Como en
Albacete tenía sede la comisión que teóricamente coordinaba las compras de
material de guerra a la URSS, tuvo acceso a algunas informaciones que cuenta en
su libro, entre ellas que muchos aviones llegaban desarmados y sus piezas se
desembarcaban en puertos distintos).
A ello hay que añadir que, como una nueva consecuencia de este buenismo
marxista que citábamos, los ardientes jóvenes comunistas de miles de komsomoles
en toda la URSS llegaron a Kazajstán dispuestos a todo, pero sin tener ni puta
idea de nada (tradición obsesiva de la ideología soviética, transmitida también
al Ejército Popular de la República, es que a la hora de hacer cosas de
militares es mucho mejor un comunista mal militar que un militar no comunista; y lo mismo, por lo que se ve, rige a la hora de plantar).
Les fue encomendado el uso de maquinaria agrícola que no conocían, con el
agravante de que los libros de instrucciones no habían llegado (como siempre,
los envíos parciales, derivados de que el envío de la cosechadora era responsabilidad
de un camarada, y el de las instrucciones, de otro…) Como era de esperar, rompieron las máquinas (en la España de Franco se contaba un chiste muy propio aquí sobre
las miembras de la Sección Femenina que ayudaban voluntariamente en las tareas
agrícolas; puede que alguno de mis lectores más provectos lo recuerde… sí, el
de la vaca, sí). ¿Herramientas para reparación? ¿Piezas de repuesto? Tal vez en
el próximo tren, camarada… Incluso el Pravda
tuvo que acabar publicando (esto quiere decir: el Estado admitiendo) que miles
y miles de toneladas de material había llegado a la estación de ciudades como
Kustanai sin que hubiesen llegado antes
las grúas y elementos de transporte; por lo que todo aquel flamante
equipamiento se quedó allí, en las campas traseras de la estación, literalmente
oxidándose al aire kazajo.
Que la política de las tierras vírgenes produjo cosechas nuevas no lo
negaré (a pesar de la insoportable levedad de las estadísticas oficiales de la
URSS, absolutamente para todo); pero nunca sabremos el valor del esfuerzo
perdido, sobre todo en forma de equipamiento enviado al lugar que nunca llegó a
usarse, o se usó mal, o hubo que tirarlo porque no respondía las necesidades
existentes en su destino. Ésta, como otras, es una de las cositas que hasta la glasnost se llevó a la tumba; y no
parece, la verdad, que Vladimir Putin tenga muchas ganas de conocerla.
Más. En la primera flamante cosecha del primer año, centenares de toneladas
de grano que, a pesar de este caos, habían podido ser cultivadas, se perdieron.
Y, ¿sabéis por qué? Pues porque no había sacos para meter el grano. No sólo no
había sacos, sino que tampoco había lonas para tapar los volquetes de los
camiones, con lo que cuando el grano se transportaba bajo la lluvia, se echaba
a perder. De nuevo, hay un chiste, el del Infierno español y el cubo de mierda,
que recuerda bastante esta situación. O la asombrosa capacidad de organización
del mariscal Göring, que no conseguía alimentar por aire a las tropas atrapadas
en Stalingrado pero que, aun así, un día les envió avión… lleno de condones.
El caos kazajo alcanzó incluso a la joya de la corona soviética: la
sanidad. En efecto, hace ahora cuatro décadas o así, cuando se osaba criticar
al comunismo, sus miles de corifeos (muchos de los cuales han cambiado de
puente con elegancia, y siguen por ahí haciendo películas, er, esto…) sacaban a
pasear casi siempre el mismo argumento: «ya, pero tienen una sanidad universal
y gratuita». Pues sí; pero no para los kazajos, tal y como Breznev habría de
escuchar de labios del ministro de Sanidad de la República, S. R. Karynbayev,
durante una conferencia celebrada en 1954. 68 hospitales en Kazajstán, se dijo
en aquella conferencia, no tenían médicos.
68. Faltaban especialmente ginecólogos y pediatras, con lo que las mujeres
parían con la ayuda de la naturaleza, y sus hijos sobrevivían a las
enfermedades puerperales por designios del Espíritu Santo. Al parecer, nadie en
Moscú se percató de que la gente desplazada se resfriaría y necesitaría alguien
que les mirase la garganta; y los doctores que ya estaban en Kazajstán, cuando
vieron toda aquella multitud llegar, simplemente emigraron, ellos mismos, en
masa, a algún otro lugar menos poblado.
… bueno, pues, a pesar de todo, la gestión de Breznev fue un éxito. En el
verano de 1954, los resultados presentados por Leo a Moscú eran tan
impresionantes que Kruschev reaccionó decretando la ampliación del objetivo de
roturación. En noviembre se reportaron los resultados finales: la cosecha
kazaja de 1953-1954 se había doblado.
Con aquel informe serio y frío, Leónidas Breznev proporcionó a Nikita
Kruschev el tocón y el hacha que éste necesitaba para decapitar a Malenkov. En
enero de 1955, pocas semanas después de reportado el éxito inicial del programa
de tierras vírgenes, el PCUS celebró una sesión de una semana de su Comité Central. Breznev, como miembro del CC, estaba allí.
No sabemos bien lo que pasó dentro de aquel Comité, pero es muy probable
que nada que Malenkov no esperase. Muchos de sus colaboradores habían ido
perdiendo sus puestos en los meses anteriores, y si era listo (que eso está por
ver), ya se habría dado cuenta de que tenía las de perder. El hecho es que el 8
de febrero, dimitió como primer ministro ante el Soviet Supremo, incluso
confesando que era incompetente para el cargo. Kruschev lo sustituyó por uno de
sus Samsagaz particulares: Nikolai Bulganin.
A partir de ahí, el ucraniano comenzó la acostumbrada purga de
malenkovistas, en la que habría de caer, lógicamente, Ponomarenko. La carrera
de Pono desde entonces, de hecho, fue como para vomitar. Lo enviaron de
embajador a Varsovia, luego a la India, luego a Nepal, para ser enviado después
a los Países Bajos. En octubre de 1961, cuando una mujer estaba desertando de
la Unión Soviética, fue, como embajador, al aeropuerto de Schipold a intentar
impedirlo. La policía primero le pidió con buenas maneras que no diese por culo
y luego ya se puso un poquito más severa. El caso es que el señor embajador
acabó metido en una pelea en la que se comió una hostia que le hizo sangrar por
la nariz. Fue declarado por los holandeses persona
non grata.
En Alma Ata, agosto 1955, Leónidas Breznev heredaba oficialmente de
Ponomarenko el cargo de secretario general del partido comunista kazajo. Para
entonces, los cuadros kazajos del partido habían entendido la situación y
pactado con él. De hecho, el primer ministro kazajo, Dinmohamed Kunayev, se convirtió
en su principal valedor allí. Fue en compañía de Kunayev, que de todas formas
era medio ruso, como Breznev acabó por darse cuenta de que Kazajstán disponía de
recursos minerales que eran susceptibles de ser la base de una
industrialización.
La cosa tenía su razón de ser. Breznev era hombre de ojo entrenado para
asuntos agrícolas, y por eso sabía que, a pesar de ser capaz en aquella campaña
de roturar 9 millones más de hectáreas de suelo, la cosecha iba a ser una flus.
En Kazajstán no había llovido gran cosa y, para colmo, en los tradicionales
graneros de la URSS, notablemente Ucrania, la añada se anunciaba soberbia (cabe
recordar, no obstante, que en 1956 fue al revés, y los 16,1 millones de toneladas
cosechados en Kazajstán más que compensaron una cosecha modesta en Ucrania). En
tales circunstancias, a Breznev lo que le quedaba era abordar proyectos
industriales, menos dependientes del clima. Pero no le dio tiempo, porque le
vino Dios a ver.
Bueno, Dios no. Lenin, para ser más exactos.
uno podrá pensar que Kazajstán estaba formada de karajos. Error.
ResponderBorrarPor lo menos el error es gracioso e inocente. Buen artículo.
Errata: "soljoses" por "sovjoses".
ResponderBorrarMe encanta leer sobre los entresijos de los regímenes totalitarios. Espero que acabes escribiendo aquí sobre la "purga" de las SA en la alemania nazi (y sobre Röhm). Me quito el cráneo ante ti.