jueves, agosto 26, 2010

Folletín de verano (28)











Cuando pudieron pensar, los policías sintieron, por encima de todo, relajación. Franco estará solo, había dicho Reparaz. Ellos creían que era una forma simbólica de referirse a un atentado. Convencidos como habían llegado a estar, lo que ocurrió, pese a ser un gravísimo acto de indisciplina, les pareció poca cosa.


Además, la demostración de la XVI de Montañeros al paso del Caudillo fue incómoda y comprometida para Franco. Pero para Rebollo, Luján y Azpíriz resultó a la larga ser oro molido. Era como señalar con una flecha a las personas que tenían que interrogar. En los círculos azules de Madrid ya se tenía de antes a la XVI de Montañeros como una de las unidades más politizadas de Falange, más radicalmente falangista. Sin embargo, aquel gesto acabó de señalarlos.


El principal objetivo de la policía durante los días siguientes fue buscar responsables de aquella demostración. Sin embargo, a los investigadores del caso Anselmo López, en realidad eso les importaba muy poco. Les bastaba con saber que el hecho de que Reparaz supiera lo que iban a hacer demostraba cierta connivencia entre el grupo clandestino de anarquistas y aquellos falangistas; y contaban con la indudable ventaja de que Pepe Durán, su objetivo, era manco, así pues muy difícil de olvidar.


Los tres se mantuvieron en segunda fila. Rebollo, lógicamente, fue quien se encargó de dar los recados oportunos en los despachos policiales para que sus averiguaciones fuesen incluidas en los interrogatorios. Pasados unos días el escándalo de El Escorial comenzó a disolverse, entre otras cosas porque, obviamente, la prensa no lo publicó; sin embargo, los interrogatorios continuaron.


Todos los policías coincidían en señalar que cabía apostar a que muchos miembros del XVI de Montañeros conocían a Pepe Durán. Son cosas que se notan cuando se está interrogando, y tienen que ver con cambios de actitud, con brillos en los ojos y, sobre todo, con el lenguaje gestual; la mayor parte de las personas que son objeto de una pregunta incómoda dan la impresión de descubrir repentinamente que tienen manos y que, además, no saben qué hacer con ellas. No obstante, aquellos interrogatorios eran lo que los policías llamaban «conversaciones amables». Todos tenían orden de sus superiores de no alimentar la hoguera. Los díscolos montañeros apenas fueron molestados, y mucho menos fueron objeto de violencia en los interrogatorios. Si decían no conocer a alguien, eran creídos. No había más margen de maniobra.


La solución la encontró Azpíriz. Habían pasado ya casi diez años desde que el navarro comenzase en la Brigada y durante ese tiempo su carácter como policía se había forjado con claridad. Azpíriz no era hombre de acción, ni tampoco alguien con excesivas capacidades investigadoras. No era un líder sino más bien una persona atrabiliaria a la que le costaba relacionarse con compañeros a los que no conociese bien. Pero tenía un punto fuerte, y lo explotaba. Era tremendamente constante y tenía una memoria prodigiosa. Su futuro estaba en los atestados, en las diligencias, en las sentencias. Azpíriz era ese policía que en el fondo hace falta en cualquier comisaría que es capaz de ver vinculaciones imposibles entre datos, o de recordar esos datos para poder vincularlos.


Fruto de esta querencia suya, el agente se empapó de los expedientes de las personas que se iban a interrogar. Expedientes muy cortos, pues ninguno era delincuente o algo parecido. A su lado, Rebollo y Luján hacían llamadas, presionaban a los policías encargados de las gestiones, pero sin éxito. Él parecía estar aburrido, posando las narices sobre los papeles a falta de algo mejor que hacer. Pero una tarde, llegado ya el mes de diciembre, se encontraba con Luján en la vieja sala donde ambos habían comenzado sus carreras policiales y, de repente, musitó con naturalidad.


-Éste. Este tipo nos dirá dónde está el Pepe Durán de los cojones.


Luján se acercó a la mesa de Azpíriz y espió los papeles. Un informe de filiación como cualquier otro.


-¿Qué hay de raro?


-Nada de raro informó Azpíriz.


-¡No, macho, otra mierda de adivinanza, no! ¿Por qué has dicho que nos dirá dónde está Pepe Durán?


-Porque nos lo dirá.


Luján se pasó la mano por la cara, tratando de tranquilizarse.


-Joder, Azpíriz, ¿cuál es el cuento ahora?


El navarro, por toda respuesta, levantó la vista y se quedó mirando a Luján, directo a los ojos. Esto le hizo sentirse algo incómodo.


-¿Qué coño te pasa, eh?


-Luján, nunca me has llamado por mi nombre.


El comentario dejó al inspector completamente descolocado.


-¿Yo? ¿Nunca?


-Tú, sí. Nunca, sí. De hecho, creo que ni siquiera sabes cuál es.


-¡Cómo no voy a saber cuál es!


-Pues dímelo.


-Pues es… oye, tío, ¡estamos investigando un caso!


-Sí. Hace semanas. Puede esperar un poquito. Apenas unos segundos para que me digas mi nombre de pila.


Carlos Luján sintió que la congoja le pesaba en los hombros. Diez años trabajando juntos y, verdaderamente, se tenía que reconocer que para él Azpíriz siempre había sido Azpíriz.


-Tú tampoco me llamas nunca por mi nombre.


-Pero sé que te llamas Carlos. Y no lo hago porque tú no lo haces. Tienes más categoría que yo.


-Eso es una tontería.


-No lo es. Tú eres inspector y yo no. Aquí todo el mundo te admira y te respeta y a mí me consideran uno más.


Apretó los labios. Por un momento, en su rostro se dibujó el fastidio.


-Tú elaboras teorías dijo con voz ronca- y yo cuento cuentos.


Luján sopesó la posibilidad de enfadarse. Pero no pudo.


-Azpíriz, eso es un golpe bajo.


-José Antonio. Me llamo José Antonio.


-Pues eso, José Antonio. No digas que no te respeto.


Pero ya daba igual. José Antonio Azpíriz había decidido que la conversación había terminado en ese punto, y no había nada que Carlos Luján pudiera hacer. El navarro regresó al papel y señaló con el dedo una anotación.


-El padre de este muchacho informó- es presidente de una pequeña orden militar.


-Ya. ¿Y?


-Pues que su abuelo también fue presidente de esa orden y el chico ingresará el año que viene en Zaragoza1.


-Los militares son familias enteras. No veo que hay de nuevo en ello.


-Conozco un poco la orden continuó Azpíriz, como si Luján no hubiese hablado-. Es una reunión de veteranos que trata de cuidar de las viudas de sus miembros y esas cosas. Muy normal.


-Sigo sin ver…


Azpíriz miró de frente a Luján.


-Su abuelo la presidió. Su padre la preside. Él también va a ser militar. ¿No ves que necesita sucederles?


Luján no pudo evitar sentirse algo impaciente.


-Azpi, er, José Antonio, vamos a ver. Es una puta orden de amiguetes, joder. Chocolate con picatostes, partidas de julepe y mucho aguardiente.


-Pero tienen su parafernalia. Acuden todos los años al desfile de la Victoria con banderín propio y celebran su patrón el día de San Luis Gonzaga. Y ese día… Carlos, ese día, si no hay nada raro, Franco les recibe en El Pardo.


Luján se quedó mudo. Comenzaba a comprender.


-Franco continuó Azpíriz- les recibe en su calidad de presidente honorario de la orden. Es el primero del escalafón del generalato y por eso le corresponde el puesto. Por supuesto que al Caudillo toda esta historia le importa una mierda salvo diez minutos al año. Pero, Luján: eso el chico no lo sabe.


-Ajá. Y tú propones…


-No le podemos poner una mano encima. No lo podemos detener, ni retener siquiera. No podemos gritarle ni presionarle. Pero sí podemos invitarle a pensar. Pensar en qué pasaría si Franco llegase algún día a saber que con firmar una esquelita le puede joder la vida; dejarlo sin la presidencia de la orden, echarle de ella incluso.


-No creo que se molestase en hacer eso.


-Pero eso el chico no lo sabe. Y, desde luego, tampoco va a llamar a El Pardo para preguntárselo. Piénsalo. Tiene lógica. Le diremos que Franco no puede aceptar que dentro de diez o veinte años la prensa le haga fotos en El Pardo regalándole una pitillera de plata a un tipo que veinte años antes le dio la espalda a la salida de la basílica de El Escorial.


-Lo mismo es que, verdaderamente, no puede.


-No creo yo mucho en eso. Aquí en Madrid nos visitan amigos americanos, y les reciben los mismos que le hicieron una recepción a Himmler. Diez o veinte años es mucho tiempo.


Azpíriz hizo un gesto de la mano, espantando su propia digresión.


-Todo consiste en hacer aparecer la cosa como un conflicto de la hostia, y rezar para que el capullo no tenga mucha personalidad.


-¡Me cago en la hostia, qué buena idea! Fue todo lo que consiguió decir Luján.


Se encargaron ellos mismos. Esta vez no permitieron intermediarios. Se presentaron a última hora de la tarde y conversaron largo y tendido con el joven que se había convertido en su objetivo. Ni policía bueno-policía malo, ni nada que se le pareciese. Tan sólo se plantaron delante de él y le dispararon a bocajarro. Aun comprendiendo la fogosidad de la juventud, el desaire al jefe del Estado había sido muy grande, y la memoria de Franco era, todo el mundo lo sabía, proverbial. Quizá algún día tuviese que arrepentirse de haber participado en aquella acción. El chico se defendió, ya con cierto temblor en los labios, argumentando que eran varias decenas, que él además estaba al fondo de la formación y que era imposible que Franco lo recordase.


Ya, claro, contestaron los policías. Pero hay un tecnicismo. Ellos, que habían descubierto su vinculación con la orden militar, estaban obligados a recogerlo en el expediente, quisieran o no. Reglamento de Funcionamiento Policial, artículo 456, apartado e, cuarto párrafo. Podía consultarlo si quería. Acertaron al apostar a que un español medio no tendría en casa a mano ningún compendio de legislación sobre orden público, así pues aquel chico no tuvo ocasión de comprobar que le estaban citando una norma inventada. Nosotros, prosiguió Azpíriz con voz suave, tenemos que recoger este aspecto en el informe. Es más: si algún día usted llegase a ingresar en la orden o a ocupar algún cargo en la misma (a ninguno de los dos policías se le escapó el detalle de que, al oír eso, su interlocutor se revolvió inquieto en su sillón), existe un informe preceptivo que se solicita a la policía. Un informe de antecedentes. Usted no tiene antecedentes, pero tiene esto que técnicamente se denomina Nota de Cautela. Y una Nota de Cautela, tratándose de una organización benéfica de carácter castrense presidida por el Caudillo, tendrá que serle comunicada. ¿Aunque hayan pasado veinte años? Aunque hayan pasado ochenta y Franco haya muerto, señor.


El resto fue fácil. Lo dejaron recocerse, torturarse con la idea de futuros problemas. Entró solito en la fase de negociación: ¿qué puedo hacer? Lenta, pausadamente, como si se les ocurriese en el momento, Luján y Azpíriz sacaron el asunto de Durán. Una Nota de Cautela quedaría claramente equilibrada con un informe positivo en materia de colaboración con la policía. Ya sabemos que usted de lo de El Escorial no sabe nada, pero, quizá…


Vistieron a Pepe Durán de persona fogosa que había tenido años atrás una pelea en la que habría herido levemente a otra persona. Era necesario encontrarle porque había que hacerle pagar una indemnización a la que había sido condenado. A propósito construyeron ese caso, insulso, para que el muchacho tampoco tuviese la sensación de ser un delator. Es una chorrada, dijeron, pero, si nosotros pudiésemos escribir que colaboró voluntariamente para localizarlo, toda esta gilipollez sería historia.


Bingo. Aquel muchacho dio dos direcciones, del domicilio y del trabajo de Pepe Durán, alias El Cervantes.


Visitaron la ferretería donde Pepe Durán era dependiente para descubrir que, como habían imaginado, desde el mismo día siguiente a la muerte de Reparaz no había aparecido por allí. En su domicilio tampoco estaba. Pero eso no les desanimó. Ahora las cosas habían cambiado. Ahora ya no tenían que interrogar a montañeros falangistas bajo la orden de no tocarles un pelo ni presionarles. Ahora la cosa iba del entorno de Pepe Durán. Por lo demás, el registro de su domicilio puso las cosas muy fáciles. Debajo de unas baldosas de la cocina aparecieron tres pistolas y un fusil desmontado, así como proclamas y documentación diversa. Una parte no desdeñable de los pasquines era documentación clandestina elaborada fuera de España, en lenguaje muy violento. No era propaganda; más bien como una especie de guías de revolucionario, lecturas para el hombre de acción.


Carlos Luján abrió la espita y dejó que todo el edificio se enterase de que la policía había descubierto el nido de un anarquista; esperó dos o tres días a que sus vecinos se acostumbrasen a modificar la imagen que tenían de aquel manco de camisa azul. Después de eso, no fue necesario esforzarse; la mayoría de los vecinos acudió voluntariamente a declarar a la comisaría.


Conforme llegaban las Navidades de 1957, el panorama se aclaraba, acorde con el optimismo general. Los periódicos y la radio machacaban casi constantemente con el mensaje de que lo peor ya había pasado y que en España volvía a haber de nuevo abundancia. Por doquier se sucedían las noticias y los reportajes sobre esquinas del país recuperando los tiempos que habían creído perdidos de fiestas en hogares calientes, con mesas repletas de manjares. El optimismo del país era también el de Luján y Rebollo. La información de los testigos apenas tenía incongruencias y era muy completa. José Durán Grisca era un hombre correcto pero que mantenía escaso contacto con sus vecinos. No obstante lo dicho, todos o casi todos lo temían, porque en los escasos conflictos que habían tenido con él, apenas pequeños problemas típicos de la vida comunal, había dejado claro que, aún con una sola mano, era capaz de imponer su criterio de forma expeditiva. Por su casa jamás pasaba nadie. Los sábados a mediodía solía quedarse en el portal esperando hasta que pasaba un coche que se lo llevaba, en dirección a la sierra; supusieron que a sus ejercicios de tiro. Ferretero durante la semana, revolucionario de vanguardia los fines de semana.


Las gestiones en el parque de Chamartín de las Rosas también dieron sus frutos. La policía enseñó la foto del manco por ahí y varios testigos recordaron haberlo visto merodear el día que Léntulo Sediles fue asesinado.


Todo se reducía a encontrarlo. Y una vez más, fue la memoria de Azpíriz la que dio con la solución. Cierto día, ya muy cerca de la Navidad, llegó muy excitado a la Brigada y se tiró hacia Luján como si hiciera mucho tiempo que no lo viese.


-¡Creo que tengo algo! Anunció.


A esas alturas, Luján había aprendido a respetar las intuiciones de su compañero, así pues se quedó mirándolo, invitándolo a hablar.


-El nombre completo de este hombre dijo Azpíriz-. José Durán Grisca.


-Lo conozco bien.


-Hay dos elementos muy comunes. El nombre y el primer apellido. El segundo es muy poco normal.


-Azpíriz respondió Lujan, escéptico-, hay millones de personas así.


-Lo sé. Pero a mí me ha hecho pensar. He pensado: un tipo clandestino. Un terrorista. Lo lógico es que su nombre sea falso. ¿Acaso no ocurrió eso con el tipo aquél, Cendoya?


-Eso es cierto.


-Ya. Pero, puestos a inventar un nombre ¿quién se pondría un segundo apellido tan extraño?


Luján se alzó de hombros.


-Probablemente, porque el tal Durán, o como se llame, suplantó a alguien, probablemente algún muerto. Y ese muerto se llamaría así.


-Cierto concedió Azpíriz-. Pero, ¿qué me dirías si yo te dijese que ese apellido está relacionado con la verdadera actividad de nuestro amigo?


Luján se levantó de su silla y se enfrentó a Azpíriz, que estaba de pie junto a la mesa. Su expresión denotaba un intenso interés.


-¿Qué has dicho?


-Que el apellido Grisca puede ser una pista respondió Azpíriz, tranquilo-. O puede que no. Pero es un hilo del que tirar.


El navarro miró al techo, como recargando sus recuerdos y su inspiración antes de seguir.


-Desde la primera vez que leí ese nombre en los informes me inquietó. Tenía la sensación de que ya lo había visto antes relacionado con el crimen, pero no sabía dónde. No te he dicho nada, pero he pasado algunas tardes repasando expedientes, sin encontrar nada.


-… lo cual, como de costumbre, no te ha desanimado.


Un embrión de media sonrisa delató la satisfacción de Azpíriz por esas palabras.


-La solución no estaba en los atestados. Yo había leído acerca de un Grisca, un Grisca que, además, fue un asesino. Pero no fue aquí con un gesto, abarcó la oficina de la Brigada.


Carlos Luján asintió, tomó un cigarrillo, lo encendió, se sentó en la esquina de la mesa y le hizo un gesto a Azpíriz para que hablase.


-La afición por los folletines de sucesos me hizo policía explicó el navarro-. Primero, de niño, leía historietas. Pero poco a poco me fui interesando por las novelitas de historias reales. El 30 de noviembre de 1920, se produjo en Barcelona un asesinato.


-¿Hace casi cuarenta años? ¿Y te acuerdas?


-Fue un asesinato muy sonado. La víctima era diputado.


-Ya sé: Dato.


Azpíriz intentó, torpemente, disimular su incomodidad.


-Eduardo Dato no era diputado, sino presidente del Consejo de Ministros. Y no fue asesinado en Barcelona, sino en Madrid. El diputado del que te hablo se llamaba Francisco Layret.


-No me suena.


-¿Y te suena Luis Companys?


Aunque Azpíriz estaba hablando en un tono más bien bajo, ese nombre resonó en el aire e hizo que un par de cabezas se volviesen y les mirasen con extrañeza. A Luján no le importó.


-¿Te refieres al catalán ése, al fusilado? ¿Al de Pérez Farrás2?


-El mismo. El presidente de Cataluña.


Luján dedicó una mirada torva a Azpíriz. Como siempre con el navarro, era muy difícil saber si su comentario era la constatación de un dato o, más bien, la expresión de un deseo o una opinión. El inspector terminó por concentrarse en la siguiente chupada de su cigarrillo.


-Bueno, vale. Layret, Companys. ¿Companys mató a Layret?


-Difícilmente contestó Azpíriz, sin expresar emoción alguna-. Ambos eran correligionarios. Además, Companys no pudo hacerlo porque estaba preso en un barco en el puerto.


-Hace rato que me he perdido, José Antonio.


Azpíriz torció el gesto, pero continuó como si tal cosa.


-Supongo que no te tengo que hablar del pistolerismo. Años veinte, obreros y empresarios tiroteándose por las esquinas de Barcelona. La ley de fugas…


Luján asintió.


-En el marco de todo aquello, la policía hizo una redada de sindicalistas y los metió presos en un barco.


-¿Campanas era anarquista?


-Companys. No. Pero tocaba los cojones igual.


-Ah.


-El caso es que, el día 30 de noviembre, los del barco se enteran de que los van a sacar de Barcelona. Companys se lo cuenta a su mujer. Su mujer se acojona, y se va a ver a su abogado.


-Layret.


-¿Ves como no estás tan perdido? Al llegar la señora al portal de Layret, éste baja a verla, con sus muletas porque era tullido. En ese momento, cuatro pistoleros del Libre3 se lo cargan.


-Lo cual nos lleva a Grisca.


-Fulgencio Grisca informó Azpíriz, asintiendo-. Uno de los cuatro pistoleros4. Un apellido que no se olvida con facilidad.


Luján aplastó su cigarrillo en el cenicero, mientras negaba con la cabeza.


-Está muy traído por los pelos.


-Tenemos dos posibilidades respondió Azpíriz, sin desanimarse-: Una: el manco suplantó a una persona que se llamaba José Durán Grisca, a la que difícilmente encontraremos. O bien: en el proceso de conseguirse una identidad nueva, a nuestro amigo le pudo el orgullo. No quiso renunciar a su apellido, para él muy preciado. Lo cual sería coherente con su «profesión». Es un pistolero, y le gusta pensar que viene de una estirpe de pistoleros.


Tosió levemente. Solía ser su señal de que había terminado su exposición.


-Además, ¿qué perdemos? Seguir la pista de todos los Gómez del país nos llevaría un siglo. Pero, ¿y los Grisca? Además, si yo tengo razón, sabemos el hilo de donde tenemos que tirar…


La teoría de Azpíriz tomó cuerpo algunas semanas después, entrado ya el año 1958. A la policía de Barcelona le costó trabajo desempolvar viejos atestados y seguir la pista de aquel Fulgencio Grisca que una mañana de noviembre de 1920 había matado a un diputado en Barcelona. También fue trabajoso, una vez encontrado el hilo, sumergirse en la siempre procelosa caterva de hermanos y primos. Luján seguía las investigaciones por teléfono. El resto fue intuición. Cuando un día le llamaron de Barcelona y le informaron de que habían descubierto a un sobrino Grisca muerto en un tiroteo con la policía tras intentar atracar un banco, supo que ésa era la línea que tenía que seguir. Cuando la policía de Barcelona le informó de que de los tres hermanos de aquel hombre había uno del que nada se sabía, supo que le estaban hablando de su hombre. Principiado febrero tomó un tren y se fue a Barcelona. Allí participó en el interrogatorio del único hermano vivo de su objetivo, pues el otro había muerto en la guerra. Se llamaba Pedro Grisca. Tenía una mercería en el centro y les convenció de ser un probo ciudadano. De hecho, el recuerdo de su hermano y de su tío, el del Libre como él lo llamaba, no parecía gustarle demasiado.


Una entrevista más que, sin embargo, habría de ser fundamental en la investigación del caso López.


-Armando y Carlos… mis hermanos, ¿sabe?, eran así como uña y carne. Pero a Carlos lo mataron.


Pedro Grisca bajó la cabeza. Sabía bien que las personas que le estaban interrogando eran, en el fondo, las mismas que habían cometido aquella acción de la que él hablaba.


-¿Eran compinches?


-Algo así contestó el hombre, con un rictus de escepticismo-. Armando era mucho mayor que Carlos, así pues no le dejaba ir con él a, er, bueno, a todas esas cosas a las que él iba.


-¿Lo hacían por dinero?


El testigo se alzó de hombros.


-No sé. Quizá. Dinero, poder… O sea, decían que el dinero lo corrompía todo, pero luego ellos se corrompían por él. No sé…


Carlos Luján entendió aquella respuesta. Un modelo típico de la época.


-Pero no eran propiamente anarquistas.


-¿Del sindicato, y eso? No, no, qué va el hombre negaba casi con violencia-. Ellos decían que eran ellos, que las organizaciones todas acaban imponiéndose al individuo. Esas cosas…


Luján se sentó frente al hombre y le ofreció un cigarrillo. El testigo no habría agradecido con más pasión que le hubiese regalado mil pesetas.


-¿Son ustedes del mismo Barcelona?


-De Sabadell contestó el hombre-. Un barrio ya en el campo, asimilado a la ciudad. Ellos querían levantar allí un ateneo, comenzar desde ahí. Decían que todo lo que hacían era para eso. Pero, claro, cuando eran más jóvenes.


-Luego…


-Luego Armando comenzó a ver la peseta. Se alquiló de matón, comenzó a dar golpes cada vez más ambiciosos. Y vino lo del banco.


-¿Y Carlos?


De nuevo, se alzó de hombres.


-Para cuando mi hermano murió, yo tenía ya veinte años. Me había casado ese año. Estaba en Barcelona y Carlos seguía en Sabadell, aunque yo me traje a mi madre y allí no le quedó nadie. Un día se presentó en casa y dijo que se iba.


-¿A Madrid?


-No lo dijo.


-¿Y eso fue?


-En el 32. Septiembre del 32.


-¿Y no ha vuelto a saber de él?


-Sí. Bueno, en la guerra, no. Cuando estalló la guerra no sabía si estaba vivo o muerto ni dónde estaba. Pero apareció en el invierno del 38. Llevaba galones republicanos, de teniente, y había perdido el brazo. Discutimos.


-¿Por qué?


Pedro Grisca, más que fumar, devoraba su cigarrillo.


-Yo quería marcharme. A Francia. No había hecho nada. Tan sólo responder a la leva cuando llegó. De soldado me pegaron un tiro en el pie, fue una suerte. Veinticinco años y en casa. Pero se decían tantas cosas… No sé. Los moros…


Luján hizo un gesto con la mano, como intentando señalarle que no importaba que hubiese criticado a las gloriosas tropas de Franco; que pasara página y siguiese hablando. Eso tranquilizó al hombre.


-Carlos apareció por casa con su uniforme de teniente y modos de quien tiene la situación totalmente controlada. Aparcó un coche de la hostia a la puerta de mi casa en una ciudad en la que alguien que tuviese una bicicleta era ya el mandarín de la China. Repartió unas butifarras que nosotros habíamos olvidado que existían.


-Un republicano próspero…


-Sí. Pero raro. Porque todos los… republicanos prósperos, como usted les ha llamado, en aquel invierno, iban en dirección a Figueras primero, y a la frontera después. Para entonces lo del Ebro ya se había ido al carajo5. Todos huían a Francia. Menos Carlos.


Luján sonrió. Le ofreció otro cigarrillo.


-Déjeme seguir a mí. Su hermano le contó que el futuro estaba en Madrid, no en el exilio. Le dijo que había hecho contactos. Que lo tenía todo previsto.


Pedro Grisca miró a Carlos Luján con los ojos muy abiertos e, incluso, empalideció.


-Me… -balbució-… me dijo que la guerra era absurda. Que había descubierto que en ambos bandos había gentes iguales. Con las mismas ideas. Que todo había sido una conspiración para joder a los obreros. Que en la España nacional había una revolución en marcha…


-Y le invitó a unirse a ella.


Grisca no contestó. Parecía ensimismado en su pensamiento, en su discurso.


-Yo quería abandonar Barcelona. Pero… ¡para ir a Madrid! Lo que más me jodió es que ni siquiera se avino a ayudarme a sacar a mi mujer y a mi hija. Lo mandé a la mierda. Me miró con sonrisa de chulo, se dio la vuelta y desapareció. Juro que no lo he vuelto a ver.


Para entonces, Pedro Grisca estaba al borde de las lágrimas. Carlos Luján no estaba allí para presionarlo, así que lo dejó fumar un rato mientras pensaba en lo que le acababan de contar. Luego, cuando le vio más tranquilo, metió la mano en su gabán y buscó en un bolsillo interior un mazo de documentos que se había acostumbrado a llevar siempre consigo. Eran la partida de nacimiento de Julio Cendoya, que ahora sabía falsa; una foto del propio Cendoya obtenida de su expediente de divisionario; otra del cadáver de Higinio Longares; y, por supuesto, las pruebas que había encontrado en la casa de Anselmo López. Lo llevaba todo encima, atado con una goma, consciente de que le podía hacer falta con algunos testigos. Por ejemplo, Pedro Grisca.


Quería enseñarle la foto de Julio Cendoya.


-Sólo una cosa más. Aquel día, en 1938, ¿iba solo su hermano?


-No contestó el hombre, más tranquilo-. Había otra persona con él.


Carlos Luján desató los documentos. Al ir a sacar la foto de Cendoya, se le resbalaron y cayeron todos sobre la mesa. Chasqueando la lengua con fastidio, tomó la foto de Cendoya y se la presentó.


-¿Era éste el hombre que lo acompañaba?


Pedro Grisca remiró la foto con atención. Luego negó con firmeza.


-No, no. Seguro que no.


Luján suspiró. Al menos, había que intentarlo. Comenzó a recoger sus documentos. Pero, repentinamente, lo que escuchó le heló el espinazo.


-No era ése decía Pedro Grisca-. Era éste.


El dedo de Pedro Grisca estaba posado sobre la foto en la que dos hombres, uno maduro y gordo y otro joven y fibroso, posaban sonrientes en la calle Alcalá, con la Gran Vía al fondo.


Y señalaba a Anselmo López.





1 La Academia General Militar.



2 Luján se refiere a Enric Pérez Farrás, que en 1934 era responsable de Seguridad de la Generalitat de Cataluña y que secundó la rebelión liderada por Companys para declarar la República Catalana.



3 El llamado Sindicato Libre era la organización sindical enemiga de la CNT. Estaba formada sobre todo por trabajadores de ideología carlista y conservadora y, al igual que los anarcosindicalistas, tenía pistoleros en su seno.



4 Los otros tres fueron Fulgencio Vera, Ángel Coll y Carles Baldrich.



5 La batalla del Ebro.

2 comentarios:

  1. Luis Montes8:11 a.m.

    Casi lo primero que hago cuando me levanto es leer tu novela.

    Una apreciación:

    Habían pasado ya casi diez años desde que el navarro COMENZASE...

    Deberías escribir "comenzara", porque el tiempo verbal no es imperfecto de subjuntivo sino pluscuamperfecto de indicativo, un arcaísmo. Equvale a "había comenzado."

    Saludos

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  2. Iván Rebollo, como Ismalel.9:56 a.m.

    "De Sabadell –contestó el hombre-. Un barrio ya en el campo, asimilado a la ciudad"

    Quizás he entendido mal la frase de Grisca, pero creo que aquí hay un gazapo.

    Sabadell es una ciudad por derecho propio y se encuentra a unos 25 kms de Barcelona. La descripción entiendo que se ajustaría más a Esplugues o a Hospitalet del Llobregat.

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