Todo el mundo sabe algo sobre la segunda guerra mundial. Pero no todo el mundo sabe algo sobre cómo se llegó a ella. La información esencial, desde luego, está al alcance de todos: una Alemania resentida por el maltrato del Tratado de Versalles, que entre otras cosas le impuso unas indemnizaciones de guerra impagables, se embarcó en un rearme rápido al que los aliados contestaron tratando de evitar en lo posible la guerra, hasta que dicha guerra fue ya imposible de detener. Pero lo que pretendo con estas notas es contar ese proceso en algo más que tres líneas y hacerlo, además, como creo que debe hacerse, que es desde el punto de vista del principal actor del teatro de la preguerra, es decir Gran Bretaña.
He llamado a este conjunto de posts Goliat agotado porque, a principios de los años treinta del siglo pasado, Gran Bretaña es Goliat, es decir el primer imperio del mundo. La URSS todavía se está consolidando y Estados Unidos, a pesar de su decisiva intervención en la primera guerra mundial, mantiene un férreo aislacionismo hacia los asuntos mundiales que entiende no le conciernen que impide que todavía asuma su papel de gendarme del mundo. Ese gendarme es Londres y, por eso, si alguna posibilidad hubo de parar a Hitler, estuvo allí. Historiar, aunque sólo sea de forma aficionada, la preguerra mundial, es, pues, historiar qué fue lo que hizo, y lo que dejó de hacer, Gran Bretaña durante ese proceso.
El principal problema de la preguerra mundial es que Goliat llegó a la misma cansado. Más bien, agotado. La llamada crisis del 29 impactó muy gravemente en la economía británica, creando ejércitos de millones de parados que eran nuevos para la praxis económica británica. Aunque esta situación no supuso la pujanza en las islas de las ideas marxistas como en otras partes, sí supuso la eclosión del Partido Laborista como fuerza de gobierno. A finales de la década de los veinte, efectivamente, las disensiones y diferencias dentro del Partido Liberal, tradicional turnante con el Conservador, auparon a los laboristas a dicho turno. Aunque la década de los treinta comenzó con los experimentos de gobiernos que contaban con cierto nivel, si no de colaboración, sí de comprensión por parte de la oposición, ello no impidió que la crisis económica británica fuese traumática tanto para la sociedad como para su clase política.
A los gravísimos problemas económicos se unía toda una sensación de never again respecto del belicismo. A los ojos de los británicos de mil novecientos treinta y tantos, la primera guerra mundial había sido una guerra especialmente sangrienta cuya misión histórica había sido acabar con la guerra como instrumento de resolución de conflictos. Ésta era una visión muy wilsoniana, pues había sido el presidente americano Wilson quien había acuñado la idea de posguerra según la cual todo conflicto internacional se dilucidaría, a partir de 1918, mediante la diplomacia; para lo cual se creaba la institución de la Liga de las Naciones. Resulta curioso que el inveterado aislacionismo americano llevase a Estados Unidos precisamente a darle la espalda a la Liga pero, aún así, la confianza europea en este mecanismo era infinita. Nuestros abuelos creían en la Liga de Naciones cien veces más de lo que nosotros creemos en la ONU.
Un siguiente elemento que es importante entender para poder absorber los hechos de la preguerra es la simpatía básica que el pueblo inglés sentía hacia Alemania. Gran Bretaña no albergaba tantas deudas contra Alemania; hasta la primera guerra mundial, la historia de la gran conflictividad europea había sido la de las diferencias francogermánicas. Además, los británicos, probablemente, pensaban que la primera guerra mundial no había sido hecha por Alemania, sino por el Kaiser, a cuyas ínfulas invasivas y belicistas, su prusianismo orgulloso, atribuían la locura de la guerra, de la que, por lo tanto, absolvían a ese pueblo alemán que era el mismo que ahora pagaba los platos rotos. Cuando el político más radicalmente favorable al rearme británico, Winston Churchill, comenzó a perorar en público sobre la amenaza alemana, cosa que pasó a partir de 1933 con la victoria de Hitler en el país teutón, la gente, simple y llanamente, no le creyó. Le tomó por un radical. Los británicos contemporáneos de la Alemania de Hitler fueron los primeros que se resistieron a creer que todo un pueblo podía seguir a aquel mesías inverso y a tirarse de nuevo al abismo de la muerte y la destrucción con él.
Un hecho que conviene dejar claro, en aras de la claridad histórica, es que la imagen de una Europa que mantuvo ciegamente las altísimas deudas de Versalles que Alemania debía pagar, hundiéndola en el fango de la pobreza, es hasta cierto punto de vista falsa o, cuando menos, matizable. El llamado Plan Dawes había ejercitado una reducción de las reparaciones tan sólo seis años después de terminada la guerra. En 1929, el Plan Young realizó una nueva reducción y, finalmente, en la Conferencia de Lausana dichas reparaciones quedaron casi definitivamente liquidadas. De hecho, el mayor paso hacia la reconciliación entre los otrora combatientes se dio mucho antes de la victoria de Hitler en las elecciones alemanas; antes incluso del putsch fallido del propio austriaco. Se trató del Tratado de Locarno, firmado en 1925 y que, esto es lo más importante, fue el fruto de una conferencia en la que participaron libremente Gran Bretaña, Francia y Alemania. Libremente quiere decir que Alemania no participó en Locarno como país contendiente perdedor, sino como un negociador más, de igual a igual. La importancia de Locarno, tratado que permitió el ingreso de Alemania en la Liga de Naciones al año siguiente, estriba en que es la primera vez que no se le impone nada a Alemania, sino que se negocia con ella. Casi hasta el último minuto antes de invadir Polonia, Adolf Hitler repetía, en todas las entrevistas que podía, que Alemania siempre respetaría Locarno.
En 1928, la mayoría de las naciones firmaron al pie del llamado Pacto Kellog-Briand, por el cual renunciaban a la guerra. Entre 1929 y 1930, las tropas aliadas que ocupaban el Rhin se fueron de allí.
De entre el grupo de países que resultaría a la postre ganador de la segunda guerra mundial, el primero que se puso nervioso en medio de aquel mundo cascada de colores, fue la URSS. Y es que la cascada de colores comenzó a ser cagada de colores desde un flanco que era de interés menor para el resto de los europeos. De las tres potencias del llamado Eje: Alemania, Italia y Japón, los asiáticos fueron los primeros en poner en marcha sus ínfulas imperialistas. Ya en 1931, los súbditos de Hiro Hito habían comenzado sus planes de invasión del Asia continental. El Convenio de la Liga de las Naciones, ese superdocumento que garantizaba que ya no habría más guerras entre coleguitas, sufrió su primer embate con la presión japonesa sobre Manchukuo o Manchuria, provincia china donde más adelante acabaría colocando como emperador títere al célebre Pu Yi, y donde los japoneses cometerían tantas atrocidades y de tal calibre que hoy es el día que los historiadores japoneses y chinos tienen un nivel de enfrentamiento entre ellos que ríete tú de la polémica entre memoriohistóricos e intérpretes de la derecha en torno a la Guerra Civil Española.
Los movimientos de Japón en Manchuria pusieron muy nervioso a Stalin. Los soviéticos, no sin falta de razón, observaban el fenómeno fascista en Europa, constataban sus rabiosas raíces anticomunistas, y consecuentemente se veían objeto de sus iras. Como digo, no les faltaba razón, pues es un hecho hoy indiscutido que el gran objetivo de Hitler fue siempre invadir la Unión Soviética. Así las cosas, Stalin veía un teatro en el que él, y sólo él, tendría que soportar una pinza de ataques: Alemania por el Oeste y Japón por el Este. En 1935 le expresó sus dudas a los británicos, les trasladó su opinión de que la situación era tan grave como la que había provocado la primera guerra mundial, y sondeó la posibilidad de recibir ayuda británica. Pero se quedó con las ganas. Gran Bretaña estaba aún sumida en una guerra atroz contra el desempleo y, consecuentemente, sus funcionarios en materia presupuestaria dejaron claro que no sería posible una guerra contra Japón en diez o quince años. Es posible que Hitler manejase una previsión parecida, toda vez que sus estudiosos, como Kernshaw, opinan que el punto de máximo poder del rearme alemán debía conseguirse en algún momento entre 1941 y 1942, fecha que cuadra con las previsiones británicas. Paradójicamente, quien había impuesto estas restricciones, durante su etapa como canciller del Exchequer, era quien más piaría en los años subsiguientes pidiendo más armas, o sea Churchill.
Gran Bretaña, en alguna parte como respuesta a la filosofía de pacifismo rampante y eso que podríamos denominar liguismo; y en mucha mayor parte aún como respuesta a las graves dificultades provocadas por la crisis económica y la necesidad de acudir en ayuda keynesiana de las zonas más deprimidas, había procedido en los años veinte y primeros treinta a un desarme radical. Este desarme, aunque siguiendo la honda tradición británica afectó en menor medida a su marina, tuvo una consecuencia fundamental para lo que habría de venir. Una Gran Bretaña rearmada, digamos, a un ritmo similar al que imprimió Hitler en Alemania durante los años treinta, quizá podría haber impuesto condiciones por sí misma. Pero, como de hecho lo que estaba era desarmándose, cuando hizo falta poner músculo sobre la mesa para responder a Hitler, hizo falta combinar las fuerzas británicas y francesas (porque Estados Unidos ni estaba ni se le esperaba). En consecuencia, cualquier acción, cualquier política frente a Alemania debía provenir del acuerdo enter Londres y París, dos países con situaciones distintas, sociedades distintas y sensibilidades distintas.
Por mucho que gritase Churchill, el rearme británico no hubiera sido posible en los primeros años treinta. Aunque el pacifismo convencía a no pocos políticos conservadores, quizá este partido, de haber optado por el rearme, habría recibido su apoyo disciplinado. Pero el resto del arco parlamentario era pacifista. Tanto los laboristas como los liberales repugnaban el rearme de Gran Bretaña y profesaban una confianza casi ciega hacia la Liga de Naciones. Por mucho que pueda sorprender hoy en día, la asensión de Hitler al poder en 1933 apenas inquietó a la opinión pública y la clase política en Gran Bretaña. Se podría decir, incluso, que Hitler llegó al poder en Alemania casi sin mellar la confianza y la simpatía de elementos muy importantes de la opinión pública británica, tanto de derechas como de izquierdas.
En el próximo post ahondaremos en ello.
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