viernes, diciembre 13, 2024

Vaticano II (14): El ascenso de los laicos



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie


La siguiente lucha que se planteó en el concilio fue una de las muchas luchas que se encuentran en el mismo que, aparentemente, se refieren a temas de poca importancia. Los obispos germanoparlantes habían terminado la primera sesión criticando el borrador de esquema sobre la Iglesia, entre otras cosas, porque no decía nada de la institución del diaconado. En su reunión de Fulda, los padres germanos habían estudiado el tema y habían recibido un borrador de capítulo inspirado, cómo no, por el padre Rahner. Querían, pues, que la sección del esquema de la Iglesia dedicado al sacerdocio incluyese algunos párrafos dedicados a los diáconos y su labor.

Este texto fue remitido en febrero de 1963 al Papa Juan y al cardenal Ottaviani, quienes acordaron incluirlo dentro del borrador sobre la Iglesia.

¿Cuál es aquí, o creo que es, el fondo del debate? El intento de los padres de Fulda, y en general de la vertiente más progresista de la ICAR, era, y es, secularizar en todo lo posible la transmisión del mensaje de Dios. Aunque en los últimos años han tenido bastante éxito a la hora de convertir a la Iglesia y sus instituciones en referencias woke, para el progresismo católico la jerarquía sacerdotal sigue siendo un problema. Los curas tienden a ser conservadores y, de hecho, muchos de ellos entienden la modernización formal de la Iglesia (cantar el Kumbaya en misa y todas esas movidas) como una especie de transacción que les permita mantener sus puntos de vista. El diaconado, aunque no deja de ser una institución controlada por la jerarquía eclesial, es una institución laica, que no necesariamente tiene que cumplir con reglas como el celibato. En 1963, no eran pocos los que, en el seno de la Iglesia, comenzaban a avizorar la posibilidad de que, en las décadas por venir, las vocaciones sacerdotales cayesen en picado. Su receta ante ese problema era ofrecerle al católico una vía menos estrecha por la que transitar.

Pero precisamente por esto, las ideas de Fulda sobre el diaconado eran vistas con muchas reticencias por buena parte de la Iglesia. Fomentar este tipo de cosas, entendían muchos obispos y cardenales, no dejaba de ser descentralizar la labor pastoral, lo cual significa menos poder. Y no os olvidéis, ni por un momento, del principio fundamental: la Iglesia es un business model; ceder poder es ceder pasta.

Otro elemento peligroso, a los ojos de los más conservadores, estribaba en que, si se promocionaba una vía para llevar una vida pastoral sin las restricciones de la vida sacerdotal, las vocaciones caerían todavía más; y no les faltaba razón, porque entre poder predicar la palabra de Dios puliéndote cada sabadete a tu costilla o tener que aguantarte las ganas hasta el Juicio Final, la verdad, no hay color. Por estas razones, la Comisión Teológica había recibido con frialdad, si no con decidida hostilidad, la idea de incorporar estos párrafos al esquema sobre la Iglesia.

El tema se trató en la sesión del 4 de octubre. Francis Spellman, cardenal de Nueva York, intervino para posicionarse claramente en contra de la introducción de los párrafos sobre el diaconado. Atacó la idea defendida por los germanos, sobre todo, por el flanco de preguntarse quién garantizaría la correcta formación de esos diáconos (la Iglesia, siempre buscando el monopolio, como buen modelo de negocio). El cardenal Dörpfner fue el encargado de contestar por la parte germana. Las intenciones progresistas, por otra parte, recibieron el apoyo de los padres conciliares del Tercer Mundo. El arzobispo de Abidjan, en Costa de Marfil, Bernard Yago, recordó en los debates que había zonas en África donde la presencia de sacerdotes era muy baja, por lo que establecer diaconados permanentes sería buena idea. El arzobispo Paul Zoungrana, de Ouagadougou, Alto Volta, secundó la idea, aunque rechazó la posibilidad de que dichos diáconos pudieran casarse. Algunas otras intervenciones, por su parte, vinieron a concebir al diácono como alguien que no había servido para sacerdote, bien por falta de conocimientos, bien porque no aceptaba el celibato; y señalaron los evidentes peligros de considerarlos ahora como parte de la grey pastoral de la Iglesia.

Finalmente, el 30 de octubre, tras la recomendación del cardenal Suenens, se procedió a una votación. El 75% de los padres que votaron estuvieron de acuerdo en establecer el diaconado como un grado permanente y distinto del sagrado ministerio; pero hay que decir que la votación no incluyó, a propósito, el tema de si los diáconos podrían o no casarse.

Una vez más, os haré spoiler y os diré que el meollo de la cuestión del diaconado lo habréis de encontrar en el parágrafo 29 de la Lumen Gentium, es decir, la constitución finalmente adoptada sobre la Iglesia. En la misma se define al diácono como alguien fortalecido por la gracia sacramental y que, “en comunión con su obispo y su presbiterio, sirve al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia de la palabra y de la caridad”. El diácono, nos dice la Lumen, podrá, si así se le encomienda, administrar el bautismo, guardar y distribuir la eucaristía, bendecir los matrimonios, llevar el viático a los moribundos, instruir a la gente, presidir el culto, etc.

Y aquí la parte mollar: Teniendo en cuenta que, según la disciplina actualmente vigente en la Iglesia latina, en muchas regiones difícilmente pueden llevarse a cabo estas funciones tan necesarias para la vida de la Iglesia, se podrá restablecer en adelante el diaconado como grado propio y permanente de la jerarquía. Es, por tanto, competencia de las diferentes Conferencias territoriales de obispos, con la aprobación del Sumo Pontífice, decidir si se cree oportuno establecer tales diáconos y dónde, para la atención de las almas. Con el consentimiento del Romano Pontífice, este diaconado se podrá conferir a hombres de edad un tanto madura, aunque estén casados, y también a jóvenes idóneos; para éstos, sin embargo, debe permanecer en pie la ley del celibato.

En otras palabras: la secularización de la labor pastoral de la Iglesia sólo se producirá en aquellos lugares donde los obispos sean partidarios de la misma, no vean peligro para las vocaciones, o no lo vean para su pasta. En cualquier caso, se establece una safety net a este sistema de secularización, basado en que los diáconos jóvenes no podrán socavar las vocaciones sacerdotales follando a lo loco. Y la última palabra siempre la tendrá el Francisquito.

En la línea, pues.

El esquema sobre la Iglesia que ya había sido presentado en la primera sesión del concilio se ocupaba de tres grandes pilares de la misma: la jerarquía, es decir los obispos y cardenales; los religiosos, es decir los miembros de las órdenes religiosas y las congregaciones; y, finalmente, los laicos. La Comisión Coordinadora, cuando abordó la revisión del esquema en enero de 1963, cambió el orden, colocando al laicado por delante de los religiosos.

Aquello, claramente, fue un movimiento dirigido por el sector progresista. De hecho, pocas semanas después, en Fulda, los obispos germanoparlantes y escandinavos, allí reunidos, estuvieron de acuerdo con el cambio; y no sólo eso, sino que defendieron la idea de que el capítulo sobre los religiosos debería ser acortado. Lo que buscaban era que no se hablase demasiado de la búsqueda mística de la perfección en el diálogo con Dios que se supone que hace todo religioso, por considerar esas cosas más propias del pasado. Ahora, de lo que se quería hablar era de laicos comprometidos con la Iglesia, y de una Iglesia comprometida con los laicos.

No fueron los únicos que avanzaron en esa dirección. El cardenal Suenens, aprovechando su presencia en la Comisión Coordinadora, defendió en su seno la necesidad de que el esquema incluyese un texto sobre “el Pueblo de Dios”; un texto que, además, regatease el concepto de “miembro” de la Iglesia, para así dejar claro que el mensaje de Dios no es cosa, o no lo es sólo, de la jerarquía y los “profesionales”, sino que pertenece a todo creyente (aunque de la pasta no hablaron; en ese terreno, el progresismo era y es poco).

La jugada importante que buscaba Suenens era la jugada ecuménica. Quería que el esquema no sólo no hablase de curas, sino que ni siquiera hablase de católicos. Éste es, de hecho, uno de los grandes elementos constitutivos del concilio Vaticano II: la idea de que la Iglesia es un club en el que todo cristiano es aceptado. Esta presión, pues, vino a unirse a la del texto alternativo, del que ya hemos hablado, elaborado por el teólogo de Lovaina Gerard Philips y Karl Rahner.

La discusión del texto sobre el laicado comenzó el 16 de octubre de 1963. Fue una discusión muy intensita, preñada de expresiones grandilocuentes, como la de monseñor John Wright, titular de la sede de Pittsburgh, quien afirmó que los laicos llevaban 400 años esperando que la Iglesia les otorgase el valor que verdaderamente tienen.

Se discutió mucho sobre si los laicos pueden ser distinguidos de los religiosos. O sea, nadie discutió que una cosa es un sacerdote y otra un laico (no fuera que, por reconocer lo contrario, fuese algún día el laico a quedarse con la pasta); pero, sin embargo, se argumentó mucho en el sentido de que entre monjes y monjas y laicos no se podía establecer una distinción clara. Lo cual, en mi modesta opinión, no es sino un síntoma del alto consumo de tripis que debió producirse durante la discusión de este esquema. El chicaguiano cardenal Alfred Gregory Meyer se ocupó, por su parte, de rebajar a los sacerdotes y religiosos desde sus estatus especiales, recordando que “todos somos pecadores, incluso después de haber entrado en la Iglesia” (¿incluso?) Por cierto, que Meyer, en su justificación sobre las tentaciones que todos sufrimos, citó al Diablo; y fue uno de los poquísimos padres conciliares que lo haría en aquellas sesiones.

Aunque la discusión en torno al laicado pueda parecer aburrida y sesuda, como siempre con todo lo que toca la Iglesia, tenía su punto social. Éste llegó, de hecho, cuando el obispo Robert Tracy, de la diócesis de Baton Rouge, Louisiana, tomó la palabra para, en nombre de 147 obispos estadounidenses, exigir que el esquema hiciese una declaración clara y diáfana en favor de la igualdad entre los hombres y, muy especialmente, la igualdad racial.

Los conservadores no se quedaron callados. El cardenal genovés Siri fue de la opinión de que el esquema no debía hablar del Pueblo de Dios, pues utilizar esta expresión, dijo, podía poder llevar a la conclusión de que el Pueblo de Dios, el laicado, podía encontrar el camino a la salvación sin el concurso de la clase sacerdotal. O sea: a ver si por querer ser guays, al final vamos a acabar por ser inútiles, y nos tenemos que poner a trabajar en serio.

El concilio estuvo ocho días discutiendo el texto y, al final de dicha discusión, remitió el esquema a la Comisión Teológica para que lo revisase de nuevo. Sin embargo, los cambios que había experimentado el esquema tenían otros obstáculos que solventar. Como ya os he dicho, una de las tácticas del bando progresista había sido, claramente, mejorar el papel del laicado en la futura Lumen Gentium por la vía no sólo de incrementar los contenidos sobre los laicos, sino también reducir aquéllos dedicados a los religiosos. Pero eso, obviamente, no le gustó a la Unión Romana de Superiores Generales que, como su propio nombre indica, agrupaba a 125 padres conciliares, la mayoría sacerdotes, que llevaban el mando de esas órdenes religiosas cuya vida ahora se quería contar con dos de pipas.

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