jueves, noviembre 21, 2024

Vaticano II (1): El business model

El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie


[AVISO : Este capítulo introductorio ha quedado muy largo. Espero que sepas entender; aunque también puedes saltártelo.]



Lo he escrito muchas veces, pero aun así lo voy a repetir. La Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y por ende las iglesias en general, se conciben a sí mismas como guardianas de un Misterio, como intermediarias entre el hombre y Dios, como otras muchas cosas; pero, sin embargo, son, en esencia, modelos de negocio.

Lo que hizo triunfar al cristianismo sobre otras creencias no fue la fuerza de su mensaje. Otras creencias atesoraban, igual que el cristianismo, la posibilidad de evolucionar en el sentido correcto que lo hizo esta religión, con un punto de vista humanista. Lo que hizo triunfar al cristianismo es el hecho de que triunfó a la hora de convertirse en un actor económico de primer nivel; exactamente igual que, siglos después, el triunfo del islamismo no se debió a la fuerza del mensaje de Alá, sino a su triunfo como potencia militar. A la fuerza de su mensaje, el cristianismo unió el poder de su recaudación; y esto hizo que sólo fuese cuestión de tiempo que el poder temporal buscase alianzas con el espiritual. Para los príncipes, un obispo no era otra cosa que una persona capaz de entregar en horas una bolsa llena de oro. Eso suponía ganar batallas como la del puente Milvio, y modelar la Historia. Hasta principios del siglo XIX, en España, existieron figuras fiscales que, cuando menos formalmente, estaban ahí para financiar el esfuerzo de las Cruzadas. Iglesia es dinero, y dinero es Iglesia.

Esta situación no se la cargó el marxismo. A la izquierda, veramente, le gustaría mucho poder apuntarse ese tanto; pero para poder apuntárselo llegó unos 150 años tarde. Esta situación, en realidad, quien se la cargó fue el capitalismo. El aleve, traidor y ciego capitalismo, cuando se extendió por el mundo sin prisa, pero también sin pausa, introdujo la religión de la eficiencia. Lo sagrado pasó a ser lo que era eficiente, y eso hizo que el mundo en el que la Iglesia lo era todo cambiase en apenas unas décadas. Allí por 1840, por decir una fecha, el mundo había cambiado tanto que la Iglesia ya no cabía en él.

Lo que conocemos como concilio Vaticano I es una reflexión, bastante rompedora para su época, con la que la Iglesia trató de parar aquel golpe y volver a subirse al tren del poder, para así poder conservar su modelo de negocio. Décadas después, un estadista fascista: Benito Mussolini, le dio al Papa de Roma el respiro que estaba pidiendo a gritos, porque el Vaticano I, mutatis mutandis, no funcionó. Las sociedades modernas siguieron abrazando cada vez más el credo del libre pensamiento; y por cada humano que se convertía en librepensador, un ángel perdía sus alas y, lo que es más importante, la Iglesia perdía pasta. Como digo, Mussolini le dio un respiro a eso con el Tratado de Letrán, que convirtió al Vaticano en un Estado, con todas las ventajas que eso comporta; y le soltó una pastizara que lo flipas.

Cuarenta años después de aquel favor, sin embargo, el respiro se había acabado. La Iglesia Católica, Apostólica y Romana, la vieja ICAR que lo había sido todo, todo y todo, que había superado incluso la gravísima crisis de reputación que precedió al concilio de Trento, se veía acorralada, ya no por otras creencias, que también; sino por una sociedad que, en su evolución, ya no contaba con ella. En efecto, a finales de los años cincuenta del siglo XX, sobre todo cuando la pujante salida de Alemania de la grave crisis generada por la segunda guerra mundial hizo que el pulso de Europa recuperase ritmo; a finales de los años cincuenta, digo, todo el mundo parecía entender que avanzábamos hacia un futuro muy distinto del presente; y nadie, o casi nadie, esperaba que la ICAR fuese importante para ese futuro. Eran los tiempos en los que eran niños o jóvenes los primeros españoles, los primeros franceses o italianos, que no bautizaron a sus hijos, los cuales no han bautizado a sus hijos. Todo esto son almas perdidas para el Cielo, ciertamente; pero son, primero que todo, pasta que se pierde en la Tierra.

La reacción a esto es lo que llamamos concilio Vaticano II. Que se llama así porque ocurrió en el Vaticano; pero es bueno que se llame así porque, desde muchos puntos de vista, no deja de ser sino un Vaticano I 2.0. Y en estas notas pretendo hacerte notaría de las principales de sus noticias.

En estas notas te voy a contar que el Concilio Vaticano fue un concilio, básicamente, fracasado. Pero has de entender dos cosas. La primera es que ésa es mi opinión que no sólo tú no tienes por qué compartir; es que, de hecho, muchas personas no la comparten. Y la segunda cosa que tienes que entender es que, cuando yo hago dicho juicio, estoy haciendo un juicio histórico. El concilio Vaticano II fracasó en los tiempos en los que pretendía triunfar. Pero no está nada claro que no vaya a, como el Cid, ganar la guerra después de muerto, por así decirlo.

Te explico. La ICAR, ya te lo he dicho, es un modelo de negocio. A la Iglesia lo que le importa es la pasta; y todo lo que hace, en el fondo, lo hace para conservarla o incrementarla. La pasta no la consigue haciendo negocio stricto sensu, aunque la Iglesia tiene sus empresas y corporaciones como todo el mundo que allega numerario. La consigue a base de ser influyente. Su juego es influir en las personas y en los Estados para que le den pasta. Y eso lo consigue a base de convencerte de que es la mensajera de Dios en la Tierra desde que el consejero-delegado, de nombre Jesús, se jubiló y se fue. 

La segunda guerra mundial (o, más preciso: la combinación de la primera y la segunda, que así hay que estudiarlas) cambió el mundo. En realidad, los mundos de antes y de después de ese proceso se parecen muy poco. Y una de las cosas en las que no se parecen es en la capacidad de las sociedades de tragarse eso de "me tienes que mantener porque soy un hombre de Dios". La Iglesia, desde que Napoleón coqueteó con la idea de destruirla por completo (idea que recuperó Vladimiro Lenin), no ha hecho sino dejarse plumas en la gatera; pero el proceso, digamos, se aceleró muy preocupantemente en la segunda mitad del siglo XX. La segunda mitad del siglo XX alumbra un tipo de creyente tóxico para la Iglesia, que hoy es el creyente average: el tipo, o tipa, que cree en Dios, en Jesucristo y en San Juan Crisóstomo; pero luego se tira a todo lo que se mueve sin estar casado, se aprieta unos zancarrones de puta madre los viernes, se casa pero se tira al butanero; o, incluso, aborta. Cuántas veces no habrás escuchado eso de "yo creo en Dios, pero no en la Iglesia". Y no verás a un solo sacerdote contestando: ·bueno, si crees en Dios, ya me vale". No, no le vale: tú habrás salvado tu alma, pero él se ha quedado sin pasta.

Una de las cosas que hace una empresa cuando pierde clientes y fuelle en el mercado es algo que en las facultades se conoce como "buscar economías de escala". En la práctica, eso significa: parar el decrecimiento, o incluso volver a crecer, mediante la fusión con otras empresas. Fusionarte se supone que te hace más fuerte, aunque eso no siempre es cierto; hay cienes y cienes de fusiones empresariales en la Historia económica del mundo que han terminado por ser una ecuación 2 + 2 = 3. Porque las fusiones hay que saber hacerlas bien, y hay que hacerlas entre empresas que sean verdaderamente complementarias. Si tú sólo vendes en Cuenca, lo suyo es que te fusiones con alguien que venda en Soria, no alguien que también esté peleando por el mercado conquense. 

Al concilio Vaticano II llegó una parte de la Iglesia, y sobre si era mayoritaria o minoritaria podríamos discutir interminablemente, convencida de que lo que tenía que hacer la ICAR era negociar una fusión, y así sobrevivir. Yo creo que no se pensaba en una fusión total (la unión ecuménica, en términos eclesiales); pero sí en un sí es no es que se le pareciese mucho. Y la cosa es que el tema tenía su lógica, porque una de las cosas que la ICAR no había sabido ver en el Vaticano I era que no sólo ella tenía problemas; en realidad, el mismo problema lo tenían otras iglesias y, muy particularmente, las confesiones protestantes.

Aunque los protestantes se quieren ver como creyentes más apegados a la realidad de cada momento, con mayor capacidad de adaptación a los tiempos, lo cierto es que ellos también se estaban quedando atrás. La ola de la modernidad era una ola de descreimiento y, en ese entorno, en países como Alemania la pérdida de influencia social de la Iglesia se percibía casi día a día; por no mencionar Reino Unido, país en el que los rancios planteamientos de la Iglesia anglicana sobre el matrimonio, que por ejemplo ofrecieron el espectáculo de una miembra de la familia real, Margaret, que hubo de renunciar a casarse con quien amaba, hicieron mucho por apartar a los jóvenes de posguerra de las iglesias. Los anglicanos han intentado capear ese temporal haciendo cosas como nombrar obispas, pero tampoco es que les haya ido de coña. En Escandinavia fueron barridos; y no sé si os percatáis de que, casi siempre, cuando en Netflix se ve una peli o una serie escandinava de oscuros asesinatos, casi siempre los asesinos o son creyentes radicales, o están ligados a la creencia de alguna manera. Ése es el mensaje: los creyentes son gente muy rarita, ojo con ellos. 

El Vaticano II es, pues, una operación corporativa, disfrazada con todos los oropeles teológicos y cristológicos que queráis; una operación corporativa de fusión. Pero, claro, en la fusión la parte fusionada siempre pone precio y condiciones. Y las condiciones para que católicos y protestantes se fundan en uno solo, o cuando menos se acerquen hasta confundirse, son dos: la primera, poner en valor el poder de los obispos, es decir, desdibujar el del PasPas. Y, la segunda, disolver homeopáticamente la obsesión católica con La Virgen y los santos. 

De estas dos cosas, más el esfuerzo por exhibir preocupación y comprensión hacia las novedades del siglo (la contracepción, el racismo, la amenaza nuclear) es de lo que va al Vaticano II. Se busca la manera de acercarse a los postulados protestantes en determinadas materias, sobre todo la relativa a la madre de Dios, para hacer el diálogo posible y, de esta manera, poder mejorar la productividad global; seguir, pues, recaudando pasta

Y es en este sentido en el que hay que hacer el juicio histórico de que el concilio fracasó. Pablo VI no era ningún fan de los resultados del concilio, y lo demostró muy pronto. De lo que tuviese pensado Juan Pablo I poco sabemos porque el Joligós se lo llevó a su seno cuando se dio cuenta de que había iluminado en las mentes del Cónclave el nombre equivocado; pero eso tal vez ocurrió, cuando menos en alguna parte, porque JP tal vez quería, precisamente, desarrollar algunos o todos de los postulados del concilio. Luego llegó Wojtyla, que involucionó totalmente la situación. Para que quedase claro, adoptó el lema Totus Tuus, todo tuyo, que es un lema mariano; y le insufló un chute de moral a los elementos más conservadores (más anticoncilio) al demostrar, con sus mil viajes, que se puede ser más rancio que mear que pie y, al tiempo, ser extremadamente mediático. 

Con JP 2.0, a la ICAR de toda la vida, el backbone de una institución que apesta a incienso y a coplas de la Piquer, pareció que le funcionaba el momio. Pero aquello duró, como cantaba la gran María Jiménez, lo mismo que dos peces de hielo en un whisky on the rocks. El viejo bando conciliar, acrecentado con nuevas incorporaciones, empujó de nuevo; se llegó a una solución de compromiso en la figura de Joseph Ratzinger; un hombre con galones conciliares (fue teólogo perito del episcopado alemán), pero que, al tiempo, con los años se había alejado mucho (incluso muchísimo) de aquellos postulados. Era el hombre perfecto para pilotar a la Iglesia en, como diría Han Solo, un vuelo indiferente. Pero, claro, el tema no hizo más que empeorar y, para cuando Ratzinger, un hombre al fin y al cabo honrado y por lo tanto poco dotado para el Papado, dijo aquello de "aquí os quedáis, panda de buitres", el bando rancio estaba ya muy de capa caída. El resultado fue Bergoglio, un Francisquito diseñado para caerle bien a quienes nunca entrarán/volverán a entrar en la Iglesia, es decir, la enésima tentativa de encontrarle un sentido a las reflexiones del concilio celebrado hace ahora seis décadas. Tentativa que, ya os lo digo, no funcionará. Por decirlo de una manera tosca, nunca veréis a Pablo Iglesias comulgando; lo que sí acabaréis por ver, a menos que vuelva el juanpablismo y la involución, es a obispos en círculos de Podemos. Ese día, la Iglesia te dirá que ha conseguido que el burro siga al dedo; pero, en realidad, y como siempre, será el dedo el que siga al burro.

Ésta es un poco, a brochazos gordos, la introducción de urgencia al concilio Vaticano II de que considero debes disponer antes de comenzar con el rollete. A partir de aquí, ya vas solo. May the Force be with you



El concilio Vaticano II se abrió el jueves, 11 de octubre de 1962, festividad de la maternidad de la Virgen María; cuando todavía se escuchaban, en una casa de Madrid, los ecos de las celebraciones de una madre que acababa de alumbrar un hijo, quizá no el más listo de todos los que tuvo, pero sin duda el más resultón.

Un total de 2.400 padres conciliares, la mayoría obispos, estaban convocados a los debates. A decir verdad, en ese momento el mundo tenía unas expectativas muy bajas respecto de aquella asamblea. Muchas personas apostaban a que, en los despachos de la Curia, se habría venido realizando un trabajo previo, y que todas aquellas largas filas de sotanudos no estaban ahí nada más que para plasmar un nihil obstat al pie de unos documentos ya cocinados. En otras palabras, la mayoría de la gente pensaba que el Vaticano II lo había preparado Félix Bolaños. Incluso se supo entonces que había delegaciones, como la de los obispos estadounidenses, que apenas había preparado reservas para un par de semanas.

Claro; eso era así porque la inmensa mayoría de los seres del mundo no sabía, en realidad no podía saber, que dentro del seno de la ICAR se estaba produciendo algo muy parecido a una guerra civil; y para el análisis histórico queda la pregunta de si, como piensan los mejor pensados, Angelo Giuseppe Roncalli, más conocido como Juan XXIII, había decidido convocar el vigésimo primer concilio de la Historia de la Iglesia para buscar algún punto medio o de acuerdo entre ambas facciones; o lo hizo, como piensan otros, para entregar la Iglesia a uno de esos bandos, en franco detrimento del otro. Roncalli, es bien sabido, murió en medio del concilio; así pues, no pudo ser testigo de su fracaso. Pues, ciertamente, cualquiera que fuera su intención, la una o la otra, el concilio fracasó, cuando menos a corto plazo, a la hora de cumplirla.

Como he dicho, fueron muchos los obispos que llegaron a Roma tras haber sido informados por sus conferencias episcopales de que mejor se diesen prisa en comprar los souvenirs, porque estaba todo el pescado vendido y, por lo tanto, no tardarían mucho en regresar a sus diócesis.

¿Por qué el Vaticano II se habría de prolongar tanto? Esa pregunta tiene mil respuestas y sólo una (la de Dios, supongo) es la correcta. Yo tengo la mía. Mi respuesta es: ganar hay que saber ganar. O, si se prefiere el símil taurino: cuando un toro no es noble, hay que darle siempre una salida o, de lo contrario, no le arrancaremos ni un pase. A Roma, en el año 1962, viajó una parte muy importante de la ICAR (pero menos importante de lo que fue en el concilio) a ganar aquella partida. Y es posible, como ya he insinuado, que para ganar contase con la complicidad de quien era árbitro, presidente de la Federación y de la Liga todo en uno. Pero yo creo que ésos que podemos llamar, haciendo una sinécdoque no del todo justa pero tampoco exagerada, los alemanes, no supieron ganar. Y con su chulería, su despreciativo sobradismo, despertaron al dragón Smaug; pusieron en alerta a la Iglesia de siempre, la Iglesia ultramontana, ésa que siempre ha ido, y sigue yendo, tres o cuatro pasos por detrás de la grey a la que sirve.

Juan XXIII habló por primera vez de celebrar un concilio ecuménico apenas quince semanas después de haber sido proclamado Papa; de hecho, los 17 cardenales a quienes les confesó su intención se quedaron pijarriba. Esto nos da la pista de que, quizás, convocar el concilio no fue un deseo de Roncalli, sino la conditio sine qua non que pusieron aquéllos que lo votaron y lo hicieron Francisquito.

Los padres conciliares venían: un 14% de Norteamérica; un 18% de Sudamérica; un 3% de Centroamérica; un 39% de Europa; un 12% de Asia; otro 12% de África; y un 2% de Oceanía. Estas cifras, la verdad, poco dicen. El grupo mayoritario era el europeo; pero en Europa había realidades muy diferentes, aunque sólo fuera por la nota distintiva que ofrecían los obispados residenciados allende el Telón de Acero, y las notables diferencias que había entre las conferencias episcopales aquende el Muro. Lo verdaderamente importante, de lo que hablaremos mucho en estas notas, era la confluencia alemano-escandinava, mucho menos numerosa que ese 40%, pero que intentó funcionar como si supusiera el 80% del concilio. Lo cual no ha de extrañarnos pues, al fin y al cabo, los teólogos, cuando discuten, no entienden de porcentajes. Si consideran que la Verdad está con ellos, les da igual ser el único ser en el mundo que lo piense.

Una de las cosas que se planteó el concilio desde el primer momento, acertadamente, fue las relaciones de Prensa. En el concilio Vaticano I no había habido ninguna estructura de ese tipo, y la Iglesia lo acabó pagando, por ejemplo, con la casi total incomprensión de la infalibilidad papal, concepto confuso y no bien explicado por quienes lo desarrollaron, y que aun a día de hoy es malamente comprendido por creyentes cultos, no digamos ya la gañanería de X. 

En 1869, los periódicos tenían ya su importancia como herramientas de dinamización (y manipulación) social y, por lo tanto, aunque el Vaticano habría deseado un ámbito secretista en el que el resto del mundo no contase, eso no fue lo que pasó. Si a esto le unimos que, en el último tercio del siglo XIX, la inquina protestante contra el Papado estaba en todo lo gordo y, consecuentemente, los periodistas que venían de áreas protestantes se sintieron con todo el derecho a escribir lo que les salió del pingo, el resultado es que muchas de las informaciones que finalmente se pudieron leer en los periódicos fueron consideradas como muy peligrosas por la Curia.

Ya en fecha tan temprana como el 30 de octubre de 1959, el cardenal Domenico Tardini anunció, en una rueda de prensa multitudinaria, la creación de la Oficina de Prensa del Concilio, que abrió sus puertas el 18 de abril de 1961, es decir, dio cobertura ya a los trabajos previos. El espíritu era abierto, aunque ya a finales de aquel año, Juan XXIII se reunió con la comisión preparatoria, y les instruyó en el sentido de que no todas las deliberaciones del concilio deberían trascender a los plumillas. En todo caso, las normas del concilio establecían que los padres conciliares deberían guardar el secreto sobre las discusiones conciliares y las opiniones individuales. Hubo algunos padres conciliares, especialmente los canadienses, que tuvieron una postura tan abierta como para propugnar que los periodistas pudieran estar presentes en los debates mismos. La verdad es que era una apuesta poco arriesgada. Los debates, mayoritariamente, se producían en latín; y cabe recordar que, décadas después, cuando Joseph Ratzinger anunció su dimisión como PasPas, lo hico en un acto hablando en latín, y de todos los periodistas que estaban presentes, sólo una se coscó de la movida. La mayoría de los padres conciliares, sin embargo, estuvo en contra de la valiente propuesta de los canadienses.

La Oficina de Prensa emitió 141 boletines durante la celebración del concilio, además de 141 estudios especiales. Su director fue el padre Fausto Vallainc, que con los años llegaría a obispo. Aparentemente, durante la primera sesión del concilio se apreciaron diversas cosas que no terminaban de funcionar muy bien, y hubo diversas iniciativas para cambiarlas en las sesiones subsiguientes. Uno de los centros de información que trató de impulsar esos cambios fue, precisamente, el centro de información en lengua española. Los periodistas nunca llegaron a estar del todo contentos de los contenidos de los boletines; pero, vaya, nunca lo están, así que tampoco hay que extrañarse.

Como os acabo de contar, el concilio autorreguló el deber de confidencialidad de sus deliberaciones. Pero, la verdad de las cosas, los temas estaban tan enfrentados, sobre todo entre los dos grandes bandos de conservadores y alemanes, que aquello se convirtió muy pronto en el coño de la Bernarda. Tan pronto como el 16 de noviembre de 1962, al mes de haber comenzado el concilio pues, ya hubo un obispo, el de Lisboa (cardenal Manuel Gonçalves Cerejeira) que se levantó para, de forma lo más educada que supo, quejarse de que el personal iba por ahí contando lo que le salía de los huevos y que, en consecuencia, en un máximo de 48 horas tras cada debate, los periodistas conocían hasta las veces que habían ido al baño cada uno de los intervinientes. 

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