jueves, julio 04, 2024

Calcedonia (2): Homooussios y homoioussios: Santísima Trinidad, calienta que sales

Hablemos (de nuevo) de Arrio
Homooussios y homoioussios: Santísima Trinidad, calienta que sales
Apolinar de Laodicea la lía parda
Los conciliábulos de León, Pulcheria y Marciano
La rebelión egipcia
La que has montado, Leoncito


Arrio pacía en Alejandría donde, al parecer, instauró una especie de madrasa arriana en la que enseñaba estas enrevesadas teorías a gentes muy, pero muy, gañanas, mediante el procedimiento de componer sencillas cancioncillas que ellos memorizaban y luego repetían. Como ya sabemos que hay canciones que se te pegan y no se van, por Alejandría comenzó a verse a un montón de gente canturreando eso de “Carglass cambia, Carglass repara”, y el obispo local, Alejandro, empezó a mosquearse. Pero cuando los alejandrófilos se acercaron a Arrio para discutir con él se encontraron, por lo general, con que aquel tipo conocía las escrituras y los testimonios de los primeros teólogos y padres de la Iglesia mucho mejor que ellos. Arrio, al parecer, había sido acólito de Melicio de Nicópolis, cuya escisión era muy exigente en términos de conocimiento teológico. Con esa gimnasia previa, era muy difícil de batir.

Los obispos egipcios convocaron un sínodo (que es como un concilio local) y condenaron a Arrio. Así que el cura tiró de contactos para defenderse y, entre ellos, quizá el más importante fue Eusebio de Nicomedia; el obispo, pues, de la que había sido la capital del Imperio en oriente hasta la fundación de Constantinopla. Ganarse a Eusebio supuso que el conflicto con el arrianismo se generalizase en todo Oriente Medio. Pero eso le venía tope mal en ese momento a Constantino, que estaba para entonces en pleno conflicto con su rival Licinio en aquel teatro. Necesitaba una Iglesia unificada de la que pudiese manar la pasta con suficiente volumen y periodicidad. El emperador quería repetir la jugada de Arles, esta vez en el año 324 y en la ciudad de Ancira. Sin embargo, los arrianos estuvieron rápidos. Aprovechando la muerte del arzobispo de Antioquía, es decir, de una de las principales plazas cristianas de Oriente Medio, hicieron elegir a un obispo cercano a sus postulados, con lo que hicieron inclinarse peligrosamente el fiel de la balanza oriental en favor de sus ideas.

Constantino, enormemente encabronado, convocó el concilio de Nicea, a tiro de lapo de Nicomedia, que era su cuartel general. El mensaje era claro: el que venga al concilio y se mueva, no sale en la foto porque lo sacan mis soldados a hostia limpia.

Como ya he tenido ocasión de contaros, en Nicea Constantino se presentó dejando claro que iba a controlar hasta los rollos de papel de los baños. Y en compañía de su mamporrero mayor, el obispo Osio de Córdoba, quien había desarrollado la teoría de la homooussios o transubstanciación, que es esa idea que hace que en la misa se pueda decir que el vino es sangre, aunque la sangre no sea vino; y que un trocito de pan de ángel es, en realidad, un trozo de cuerpo humano. Eso es: en el misterio de la eucaristía, las cosas (sangre y vino) no comparten su naturaleza, pero si su sustancia; y, por lo tanto, son la misma cosa. Una prueba de lo estrechamente que controló Constantino todo aquello, de las muchas cabezas de caballo que dejó en las camas, es que sólo se tiene conocimiento de dos obispos que presentasen oposición a esta idea; siendo como es una idea que no digo yo que se pueda terminar de dar por cierta pero, desde luego, lo será tras una larga discusión porque intuitiva, intuitiva, lo que se dice intuitiva, no es. Nicea,por cierto, queda un tanto oscurecido en lo que a otras decisiones se refiere por la importancia de este debate; pero lo cierto es que aprobó otras decretales, entre las cuales cabe citar la prohibición de que los sacerdotes fuesen prestamistas (para que luego me critiquéis cuando os digo que lo fundamental en la Iglesia es la pasta).

Después de Nicea, Arrio comenzó una oscura vida de segundón. Yo tengo por mí que no estaba en su naturaleza convertirse en líder de una oposición; no tenía madera de Braveheart. Y también tengo por cierto que Constantino, aunque finalmente lo perdonó, le dejó muy claro que cualquiera puede tener un accidente tonto. De hecho la muerte de Arrio (un ataque de disentería mientras cagaba en una letrina en Constantinopla) huele bastante mal, y no es coña.

Con la muerte de Arrio, sin embargo, el anti arrianismo salió perdiendo. Ya os he dicho que Arrio era muy inteligente y culto y, además, no tenía madera de tocahuevos. Dejó tras de sí una teórica muy sólida que podía ser usada por otros; otros que habían descubierto que, bajo esa bandera, se podía conseguir mucha pasta y mucho poder eclesial. Así las cosas, si mientras Arrio murió el arrianismo fue una opinión más, con el tiempo se convirtió en una alternativa, que es algo mucho más serio.

La principal piedra de toque del arrianismo se refiere a la transubstanciación. Si tan importante es ese fenómeno natural-teológico, ¿por qué no hay una sola palabra, una sola referencia a la misma en toda la Biblia? ¿Por qué Jesús no la vio venir, no hace el menor intento de explicarla? Eusebio de Nicomedia, el nuevo Arrio, no era ningún idiota, y tenía toda la inteligencia estratégica que a su amigo el cagón le faltaba. Él, además de sostener la discusión teológica, se ocupó durante los años siguientes de ir colocando arrianos en puestos clave de la Iglesia oriental. Controlando la pasta.

La gran habilidad de Eusebio, que nos dice mucho sobre la gran fuerza que tenía la iglesia oriental en aquellos tiempos, fue hacerse grande antes de que Constantino decidiese ir a por él. A Constantino nunca le gustó la oposición de aquel curilla; pero para cuando quiso deshacerse de él, era ya demasiado grande, y tenía suficientes tentáculos como para que el gesto de apiolárselo fuese írrito en el fondo. Eusebio de Nicomedia, controlando a gran parte de la Iglesia oriental y alimentando la natural desconfianza de la del norte de África hacia sus vecinos europeos, consiguió, finalmente, que el emperador tuviese que reconocerse que con la famosa homooussios había dividido a la Iglesia, más que unirla. Cuando vio que los eusebianos (que ahora eran más eso que arrianos) le hacían un tsunami democratic a Eustacio de Antioquía, que había sido uno de los líderes del credo niceno, Constantino tuvo que reconocerse que aquellos tipos tenían más poder del que él pensaba.

Una vez, hace algunos años, una amiga me contó que, en la Barcelona de los primeros años de la Transición, “ni siquiera te invitaban a según qué fiestas si no eras del PSUC”. Algo parecido fueron consiguiendo los arrianos. En según qué areas del ecumene cristiano, lo mejor era ni plantearse ser candidato a obispo si no le hacías pandán a los arrianos locales. Sin embargo, eso no hizo desaparecer la oposición, digamos, oficialista.

El gran oponente oficialista tornó a ser Atanasio, obispo de Alejandría. Atanasio era un decidido partidario de la transubstanciación, que defendía con una frase muy poética según la cual dos naturalezas que comparten sustancia son “como la vista de dos ojos” (frase que siempre me ha hecho pensar que a lo peor es mi ambliopía la que ha hecho de mi un descreído). Discípulo de Ireneo, había tomado de él la idea, que finalmente será triunfante en el catolicismo, de que el gesto de Jesús de hacerse hombre, origen de todo el follón de su naturaleza divina, tiene sentido en su voluntad de hacer a todos los hombres hijos de Dios. Al hacer a su hijo hombre, Dios hace a los hombres sus hijos (bueno, es más complicado que eso; pero supongo que ninguno pretenderéis entrar en el seminario leyendo estas notas; para profundizar, ya tenéis el cursillo de arriano). La idea del pecado original estaba ya calentando en la banda.

En un efecto fácilmente predecible, el arrianismo generó su propia versión radical. Es lo que conocemos como anomoeanismo o dimilirianismo; su idea fundamental es que no sólo Jesús no es Dios, sino que ni siquiera es como Dios. La eclosión de esta versión generó la de una versión mediana, pretendidamente capaz de generar una unión, que es el homoeanismo, basado en defender que Jesús no es Dios, pero sí como Él en el sentido de compartir sus características. El homoeanismo cantó bingo el día que el emperador Constancio II decidió apoyarlo. Constancio había conseguido unificar el Imperio por el poder de la espada y, una vez conseguido eso, se embarcó en una serie muy larga y compleja de negociaciones tras la cual el homoeanismo fue impuesto en sendos concilios celebrados, por separado, por las Iglesias del este y el oeste. Estos concilios produjeron el conocido como Credo de Arimino, que se desarrolló para solucionar el problema de la naturaleza de Jesús de una vez por todas; pero tuvo una corta vida y, en realidad, sólo se impuso entre algunos arrianos.

El Credo de Arimino no se generalizó a causa, sobre todo, de la prematura muerte de Constancio, en el 361. Fue sucedido por su primo Juliano, al que conocemos como El Apóstata porque preconizó el regreso de la fe romana clásica. Juliano, sin embargo, murió también prematuramente, en el 363, con lo que la Iglesia regresó al machito. Aunque Juliano fue un emperador breve, dejó una honda huella a través de sus críticas hacia la volubilidad de la Iglesia; algo que hizo pensar sobre todo a los obispos turcos y sirios que tenían que buscar una nueva solución que cerrase las vías de agua, y que fuese mejor que el credo de Arimino. Para entonces, el arrianismo se había “enriquecido” todavía más con la aparición de los denominados semiarrianos; los cuales negaban la homooussios, es decir, que existiese una transubstanciación que convirtiese el vino en la sangre del Cristo; pero aceptaban la homoioussios, es decir, un proceso por el cual el vino se convierte en algo que es como la sangre de Cristo.

Supongo que a muchos de vosotros la diferencia os parecerá estúpida. Pero es importante y, sobre todo, muy hábil. Supera las contradicciones de la transubstanciación y su falta de pedigree evangélico, rebajando a notch el misterio eucarístico de una forma más racional y simbólica, que es lo que es y, la verdad, siempre debió ser. Lo que le pasaba a muchos padres de la primera Iglesia es que reducir el rito mistérico a una comunión simbólica (bebo vino para recordar que Jesús dio su sangre por mí; pero no bebo vino porque crea que es la sangre de ese mismo Jesús que la dio por mí) recordaba demasiado al concepto de comida o cena como acto de compromiso, que es una idea judía. Los semiarrianos, sin embargo, pretendían superar estos problemas mediante posturas más racionales, aprovechando el hecho de que entre ellos militaba el gotha teológico de su tiempo y, entre ellos, los conocidos como Los Padres de Capadocia. Que eran: Basilio de Cesarea, conocido como El Grande, monje y obispo; su hermano, Gregorio de Nisa; y el amigo de ambos, Gregorio Nacianzeno. La alianza entre la homooussios y la homoioussios, la alianza entre los atanasistas y los semiarrianos, era posible a través de la figura teológica de la Trinidad.

Entre los padres orientales, sin embargo, seguía habiendo problemas. Dado que la divinidad o no divinidad es un negocio muy importante (el más importante, de hecho) y que la clave del semiarrianismo era un término griego, ousia, esencia, que en esencia (valga la redundancia) es bastante difícil de definir (pregúntate qué es, y sobre todo qué no es, la esencia, a ver si sabes contestarte), algunos de los teólogos orientales comenzaron a darse cuenta de que debían abandonar ese concepto. Y lo hicieron, cambiándolo por otro término griego que muy a menudo era usado como sinónimo perfecto de ousia: hypostaseis o, como decimos ya en español, hipóstasis; que viene a significar “con vínculos implícitos”, más o menos. De ahí nació el principio de que la Trinidad estaba formada por tres hypostaseis iguales (resaltemos lo de iguales) en una sola ousia. Una sola esencia, pues, que se mostraba de tres formas diferentes, todas ellas de igual valor. El mantenimiento de la ousia (toda la Trinidad es una, porque sólo tiene una esencia) es la que permitió poder decir que se mantenía el monoteísmo en un montaje que, las cosas como son, huele a politeísmo a seis kilómetros. Pero todo eso esa necesario para una religión que, aquí volvemos al punto de partida de las reflexiones de Arrio, no se nutre de los mensajes de Dios como en el Antiguo Testamento, sino de los mensajes de otro (que ahora deja de ser otro) que vino a la Tierra a hablar en su nombre pero que ya, desde el cristianismo joanista, existe desde el principio de los tiempos. La hipóstasis griega, cuando la Iglesia comience a adoptar el latín, se debería haber convertido en substantia, que es la traducción latina del término. Pero se convirtió en “persona”, creo yo que por la presión que inducía el hecho de que Jesús había sido precisamente eso: una persona. Pero eso nos da la medida de hasta qué punto estamos hablando de una definición de conveniencia.

Aquí tenemos, pues, la formulación clásica de la Trinidad cristiana: son tres personas iguales que comparten la misma esencia. ¿Era una necesidad moral o social desarrollar este esquema enrevesado? No. Era la necesidad de crear un concepto que pudiesen aceptar los obispos de credo niceno y cuando menos los semiarrianos, para así mantener la unidad de la Iglesia y su capacidad de allegar pasta.

Lo cierto es que funcionó. El acercamiento entre nicenos y semiarrianos disolvió la capacidad de los arrianos puros de seguir pudiendo aspirar a construir una Iglesia propia (con sus propias finanzas). En el año 378, les llegó la puntilla cuando el emperador Valente, que era un homoeanista perdido, fue asesinado en la batalla de Adrianópolis (véase aquí para más referencias). El emperador occidental Graciano decidió enviar a Constantinopla a un general español en la reserva (que no se sabe si era castellanoleonés o andaluz), que reinaría como Teodosio I, porque el caos que creó la desaparición de Valente fue tremendo.

1 comentario:

  1. Anónimo4:01 p.m.

    La trinidad de Dios viene fenómena para evitar las herejías entre los que son mas padristas o mas hijistas. Rompe el empate.
    Además, en un versículo del antiguo testamento la distintas formas de Dios ya eran otra vez tres: el padre, el verbo y el espíritu santo. De ahí viene lo de: y el verbo se hizo carne.

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