miércoles, julio 03, 2024

Calcedonia (1): Hablemos (de nuevo) de Arrio

Hablemos (de nuevo) de Arrio
Homooussios y homoioussios: Santísima Trinidad, calienta que sales
Apolinar de Laodicea la lía parda
Los conciliábulos de León, Pulcheria y Marciano
La rebelión egipcia
La que has montado, Leoncito



En otro momento de este blog ya hemos tenido la ocasión de repasar el auge de Constantino el Grande y, al hacerlo, ya nos metimos un poco en el tema del donatismo y el arrianismo; en otro punto, ya nos hemos metido más de hoz y coz teológica sobre las bases del arrianismo y sus escuelas conexas. En esta serie corta volvemos con el tema para ir un poquito más allá, superando el ámbito temporal que en la serie constantiniana nos impusimos y adentrándonos, por lo tanto, en lo que pasó no sólo durante, sino también después del emperador al que, en parte con razón, en parte sin ella, consideramos el hacedor del poder cristiano sobre la civilización occidental. Vamos a llegar hasta donde hay que llegar, es decir, hasta Calcedonia, para tratar de explicar por qué hay una Iglesia oriental y otra occidental. Y, al final, reflexionaremos un poco sobre si es posible que los hermanos que un día partieron peras algún día se unan de nuevo.

Decía que a Constantino lo consideramos el hacedor del poder cristiano, y lo hacemos en parte con razón, y en parte sin ella. Es en parte razón porque fue Constantino, evidentemente, quien, sin llegar a considerar el cristianismo la religión del Estado, sentó las bases de su preeminencia social. En parte sin razón porque, como saben bien los estudiantes que no catean en la Historia de la ESO, quien en realidad promulgó el monopolio cristiano del Imperio fue Teodosio; lo cual, por cierto, no lo libró de sufrir el saqueo de su tumba cuando esos mismos cristianos tomaron Jerusalén, algunas lunas más tarde. Pero también hay que decir que lo de Constantino es una verdad a medias porque hay que cuestionarse si fue él quien le dio el poder a la Iglesia cristiana, o no sería más bien al revés. ¿Por qué Constantino se decidió a fomentar y cortejar a los cristianos, siendo como era un no creyente? ¿Fue porque vio la crucecita de Puente Milvio; o, más bien, porque sabía que Puente Milvio, y toda la prevalencia que vino después, sólo era posible mediando la connivencia con la Iglesia?

Hoy en día es moda en la Historia (porque la historiografía, como las pulseras de Dulceida, va por modas que, además, a menudo son modas interesadas) sostener eso de que el concepto de decadencia del Imperio romano es una exageración. Que tampoco estaban tan mal aquellos romanos. Mi posición es ésta: lo que tengo por cierto es que los últimos romanos imperiales no eran conscientes de ser los últimos, ni de ser débiles. Eran como ese enfermo que ya nació con dolores y, por lo tanto, no le cabe imaginar una vida sin sufrimiento. Pero que los contemporáneos de la crisis del Imperio no fuesen totalmente conscientes de dicha crisis no quiere decir que la crisis no existiese. Roma estaba pachucha como lo está un enfermo de rollos circulatorios; al cual, habitualmente, lo primero que se le nota es que tiene dificultades para hacer llegar toda la sangre necesaria a su periferia, es decir, sus extremidades. El principal síntoma del descontrol romano era el descontrol de su todavía inmenso territorio; y la fiebre que apuntaba a ese síntoma era la creciente incapacidad para allegar recursos a través de impuestos y figuras varias.

Ahí reside el poder la Iglesia. Porque la Iglesia católica, no me cansaré de repetíroslo, es, antes que nada, un business model. El teólogo evangélico alemán Cristoph Markschies, que fue profesor de Cristianismo Antiguo en la Universidad Humboldt, ha estimado que aproximadamente el 85% de los primeros textos cristianos de que tenemos noticia porque otros textos los citen han desaparecido, cuando menos por el momento. Esto quiere decir que la mala suerte y las naturales vicisitudes de un mundo antiguo, pero también la cuidadosa selección de un poder crecientemente centralizado, están detrás del hecho de que veamos, de la vida de Jesús (si es que alguna vez vivió) y de la labor de sus apóstoles, lo que de alguna manera se ha querido que se sepa.

A esto hay que unir que, incluso en los primeros tiempos de la Iglesia, cuando su posición de poder era relativa, ya hubo serias disputas tras las cuales es fácil adivinar la defensa del control sobre el modelo de negocio; el control sobre la pasta. Ahí está, sin ir más lejos, la muy agria disputa (año 256) entre el obispo Esteban de Roma y Cipriano de Cartago, quien, entonces, bien podía ser considerado como el patriarca de la Iglesia cristiana del Norte de África. Ésta última era, con mucho, la que más riqueza era capaz de acopiar, porque de hecho comenzaba a ser más seguida (más seguidores, más pasta) que la que podríamos decir “tradicional”. La polémica Esteban-Cipriano es de gran interés porque es la primera vez (retened el dato: primera vez, 220 años después de la muerte de Jesús y unos 150 después de la posible redacción del primer evangelio de Mateo) en que se aduce el pasaje de Mateo 16:18, ése de Pedro tú eres mi Uralita y sobre esta Uralita edificaré mi Iglesia. La idea no era baladí. La idea era evitar que el centro de la cristiandad se emplazase donde estaba tendiendo a estar, en Túnez o por ahí; y se situase en Roma, con las excelentes consecuencias conocidas en forma de vida de cura para generaciones de cardenales mayormente italianos.

La Iglesia se había convertido, en tiempos de Constantino, en el único actor del Imperio capaz, de verdad, de poner encima de una mesa las bolsas de pasta que todo emperador necesitaba para mantener a raya a los cabrones como él que se lo querían llevar por delante. En este sentido, pues, fue más bien la Iglesia la que hizo grande a Constantino, y no Constantino quien hizo grande a la Iglesia. Por eso, precisamente, el emperador comenzó a observar con preocupación las cada vez mayores tendencias centrífugas de aquella institución.

La primera polémica, como ya hemos contado, surgió de la actitud respecto de la Iglesia de las grandes persecuciones. Los obispos triunfantes a los que Constantino adulaba habían sido contemporáneos de los tiempos en que los cristianos eran peor tratados que un cliente de Vox en una hamburguesería de La Garriga. Con la llegada de la paz y la prevalencia, aquéllos que habían aguantado el tirón y soportado las torturas, la cárcel y las humillaciones, consideraban que a los que se habían amigado con sus verdugos había que echarlos de la Iglesia o, como poco, negarle los solios. Otros, sin embargo, aduciendo el famoso argumento de Tom Hagen a Sonny Corleone (“esto no es personal; son negocios”) decían que había que ser comprensivos. O sea, venían a decir: si un obispo que le comió el pene a los sucios romanos es un tipo capaz de allegar pasta, mejor olvidar sus veleidades y aceptarlo en el seno de la Iglesia con todos sus galones.

Es difícil aseverar las cosas con claridad; pero las propias dinámicas sociales hacen muy probable que sea cierta la afirmación de que, si bien esas dudas se producían en la jerarquía, en la grey creyente, Juan Cristiano estaba por emascular a los colaboracionistas. La postura era tan neta que, por ejemplo, en Alejandría, la mayoría de los fieles estaba tan en contra de dicha comprensión que impulsó a uno de los suyos, el obispo Melicio de Nicópolis, para que crease su propia Iglesia, cuando vio que el arzo titular era partidario del perdón.

El problema irradió desde la capital egipcia por todo el norte de África. Los que querían ser perdonados, además, contraatacaron presentando la cuestión teológica de quién estaba en condiciones de perdonar o no; la cual es una cuestión muy enjundiosa en una cristiandad sin PasPas. Hubo una elección en Cartago en la que los cristianos de la otra orilla (Europa) apoyaron a Cecilio. Este Cecilio debía de ser un Pedro Sánchez de la vida porque, al parecer, para conseguir los votos de los europeos, se comprometió a desdecirse de cuestiones litúrgicas y teológicas que hasta entonces había defendido (otrosí: cambió de opinión). Con ello, Cecilio el Anmistiador escandalizó a muchos obispos africanos, generando la primera escisión o cisma de importancia en la Iglesia al declararse seguidores del otro competidor en la votación, llamado Donato. Es por ello que se los conoce como donatistas.

Ambas partes, tradicionales y donatistas, pronto tuvieron claro que la mejor manera de prevalecer los unos sobre los otros era ganarse al emperador. Pero el emperador ni siquiera era cristiano y, de hecho, en las cartas que les escribía no escondía en modo alguno la confesión de que le costaba entender que gente madura y adulta se pelease por las conachadas que solían esgrimir; pues las iglesias no se peleaban directamente por el poder o por la pasta, sino que desplazaban todo ello a terrenos teológicos abstrusos.

Muy presionado por los donatistas, lo cuales, como digo, por lo general es probable que tuviesen el apoyo de Juan Cristiano, en el año 313 Constantino tomó una decisión para evitarse un dolor de cabeza que probablemente estuvo a piques de producirle un aneurisma. Como emperador, tenía la autoridad para dirimir él cualquier querella, también la de los donatistas. Sin embargo, entre que no entendía la querella y que necesitaba la pasta de todos los cristianos, decidió que se rodearía de reputados teólogos para que fuesen ellos los que decidiesen. Para entonces, las cosas como son, en la Iglesia africana eran ya comunes las reuniones obispales para discutir éste o aquél desencuentro teórico o práctico. Ahora, Constantino importó la moda a Europa.

Así las cosas, Constantino promocionó una reunión obispal en Roma, aquel año 313. Como quiera que fue una reunión fundamentalmente europea, bastante anti donatista, el donatismo salió perdiendo. En los alrededores de Roma, que había sido el turbión de la represión anticristiana, había mucha gente que se jugaba el momio en ser perdonada.

El resultado fue que los donatistas no le hicieron ni puto caso a la reunión. Por ello, Constantino hubo de convocar otra, con más obispos, esta vez en Arles. De nuevo, los donatistas fueron llamados a, cuando menos, aplacar sus posiciones; y, de nuevo, los donatistas dijeron que no. Convencido ya de que con argumentos de seminario no iba a conseguir nada, Constantino decidió hacer lo que sabía hacer, y sacó las tropas de los cuarteles. El resultado, que no se cita muy a menudo, fue que, apenas un año y pico después de que la Iglesia cristiana hubiese sido oficialmente reconocida en el Imperio, esos mismos cristianos comenzaron... una persecución de cristianos. Pero merecía la pena porque, no lo olvidéis, detrás de todo esto estaba la pasta. Oficialmente, la iglesia de África permaneció en el seno de la Iglesia católica, aunque muchos donatistas siguieron siendo fieles a sus propios obispos.

Constantino había más o menos resuelto, o bordeado, o escamoteado, o disfrazado, o pintado de purpurina el montón de mierda, del donatismo, cuando otro conflicto le habría de estallar en las manos. En Alejandría vivía un sacerdote muy culto, es decir, muy por encima del nivel medio que empezaban a tener los curillas sobre el terreno, que apenas habían leído los Evangelios y, más allá, a Epílogo y a Prólogo. Al sacerdote Arrio le preocupaba la lenta pero imparable evolución social que, ya entonces y según su juicio, dejaba un poco rancio el viejo mensaje cristiano. Conforme el hombre ganaba en bienestar, sobre todo en algunas zonas del Imperio, comenzaba a leer algo más que la lista de la compra, y empezaba a hacerse preguntas. Esas preguntas siempre habían estado ahí, en realidad. Entre esas preguntas, la más importante es la de la naturaleza de Dios. En corto, podríamos decir que Dios, cuando menos en buena teoría, sobre todo platónica, no puede ser uno de nosotros. Dios no puede ser falible, ni predecible, ni criticable. Si Dios fuese Pedro Sánchez (cosa que no hay que descartar que él piense), ser cristiano sería bastante jodido, porque consistiría en creer cosas distintas cada día.

Este problema lo resolvió Platón estatuyendo que el hombre no tiene capacidad de entender a Dios. El hombre sólo es capaz de percibir la sombra de Dios en una cueva, pero no a Dios mismo. Por eso no puede comprenderlo, ni conocerlo, ni mucho menos juzgarlo. No hay frase más platónica que “los designios de El Señor son inescrutables”.

El problema para Arrio era: si he de dirigirme a una sociedad de base platónica para que se haga cristiana, es decir, para que venga a creer que mi Dios es el Dios de Platón, ¿cómo le diré que es incognoscible un tipo que se hizo hombre, dijo cosas y realizó actos que son bien conocidos (ejem...) a través del relato verídico (ejem, ejem...) de su vida? ¿Acaso el hecho de que sepamos tantas cosas de Jesús no viene a demostrarnos que no es Dios mismo?

Para Arrio, pues, incluso aun aceptando que Jesús fue creado antes de todos los tiempos y no en Belén, era necesario aceptar que no era Dios mismo. Este pensamiento llevó a Arrio a hacer una cosa que, probablemente, no quería: pasarse de frenada. Para un comercial de vitrocerámicas, admitir que Jesús y su Padre son cosas distintas tiene poca importancia; pero desde un punto de vista teológico, es una puta bomba nuclear. Porque resulta que una de las cosas que caracteriza a Dios es que es indivisible, porque es Uno. Pero si es indivisible, Jesús no puede ser una parte de Dios; tiene que ser alguien creado de otra cosa. Pero si fue creado antes de todos los tiempos, cuando sólo estaba Dios, y no pudo ser creado como una parte de Dios, entonces fue creado a partir de la nada. Jesús, pues, no es nada. Como el Black Friday.

Como digo, yo cuando menos tengo por seguro que Arrio no quería llegar a ese punto. Más bien todo lo contrario. Lo que él quiso fue construir a un Jesús compatible con la idea platónica de Dios, ya que el cristianismo no es sino la confluencia de la especulación platónica y el trauma de la destrucción del Templo en el año 70; sin alguna de estas dos cosas, probablemente nunca habría existido, y hoy seríamos mitraístas. Tratando de armar un Jesús platónico, se cargó a Jesús Dios, para dar paso a un Hijo subordinado e inferior a su Padre, creado por el Padre de la nada (principio éste que negará el Credo niceno con su fórmula, bien conocida por cualquier temeroso de Dios, de Dios de Dios / Luz de Luz / Dios verdadero de Dios verdadero / engendrado y no creado / de la misma naturaleza que el Padre).

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