miércoles, octubre 31, 2012

Fra Girolamo (19)



No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto,  séptimo, octavo, novenodécimo, décimo primero, décimo segundo,  décimo tercerdécimo cuarto, décimo quinto, décimo sexto, décimo séptimo y décimo octavo capítulo.

 

Aproximadamente un año antes del momento en que Savonarola escribió su carta a los jefes de Estado europeos, su lugarteniente Fra Domenico da Pescia había ido a predicar a Prato, donde se le había enfrentado un franciscano, Fra Francesco da Puglia, quien le había retado a demostrar la veracidad de las teorías de su maestro mediante una ordalía de fuego. Fra Domenico, que era sin duda uno de esos especímenes de creyente enloquecido y desconectado de la realidad, aceptó sin dudarlo; aunque nunca hubo ordalía porque el franciscano se evaporó.

Sin embargo, pasado el año, estando en Florencia, el fraile de Puglia comenzó a sentir el aguijonazo de los cachondeítos de todos aquéllos que conocían la historia, y decidió renovar el reto, aunque esta vez lo dirigió directamente a Savonarola. Es probable que lo hiciese porque pensara que el líder frateschi, o no aceptaría nunca, o su gente no le dejaría. Sin embargo, para su sorpresa, Fra Domenico, que debía de tener unas ganas de la hostia de andar por brasas ardiendo, se ofreció voluntario para aceptar, él, el reto. Publicó un folleto en el que resumía las principales conclusiones del savonarialismo, y se declaró dispuesto a defenderlas con su vida. El franciscano contestó, torpemente, que su problema era con Savonarola, no con un puto segundo de la fila.

Para su desgracia, sin embargo, su paso amenazador adquirió pronto una importante dimensión política, cuando los arrabbiati se dieron cuenta de que la ocasión la pintaban calva para hacer churrasco con su rival. Alimentaron la polémica, insinuando que Savonarola, quien no se había molestado ni en contestar la amenaza, era un cobarde. Como la Signoria estaba en manos de la oposición, el siguiente paso fue que el gobierno de Florencia publicase las conclusiones de Fra Domenico e invitase a quien lo desease a apuntarse a la ordalía.

Durante semanas, Savonarola, en realidad, ni se dio cuenta de lo que pasaba. Estaba ya más que acostumbrado a ignorar a cohortes de friquis que le escribían, le hacían ofertas, le amenazaban, le proponían proyectos. Además, estaba con lo de las cartas. Para cuando sacó la cabeza de sus asuntos de alta política y se dio cuenta de lo que pasaba, abroncó a su discípulo, pero también tuvo que darse cuenta de que ya era tarde para echarse atrás. Trató de reconducir la situación afirmando que estaba dispuesto a debatir las famosas conclusiones, pero no a participar en una ordalía. Un mensaje que los florentinos no entendieron, teniendo en cuenta el tono milenarista y milagroso que siempre habían tenido los speeches del propio Savonarola (algo que trató de cauterizar explicando que el tiempo de los milagros aun no había llegado). Como vio que no le servía, probó con el argumento, también bastante habitual, de “yo soy demasiado importante para meterme en estas polladas”.

Poco a poco, la cosa pareció normalizarse. Se llegó al acuerdo de que el contendiente de Fra Domenico fuese sustituido por otro franciscano voluntario, Fra Giuliano Rondinelli, aunque se sobreentendía que la ordalía nunca tendría lugar. Pero, muy a pesar de los movimientos tranquilizadores, el asunto, lejos de bajar el tono, lo subió, convirtiéndose en un problema relacionado con la envidia entre órdenes religiosas. Los dominicos hicieron piña a favor de Savonarola, y los franciscanos contra él. En pocos días, hubo cientos de monjes de ambos lados voluntarios para participar en la ordalía. Incluso seglares, en las iglesias, presentaban sus candidaturas.

La enorme repercusión social de aquel conflicto provocó que la Signoria debatiese si debía volver grupas en su decisión primaria de permitir el acto. Sin embargo, ni dentro del Ejecutivo había consenso, ni el poco acuerdo existente era capaz de contrarrestar la presión de la calle. Savonarola entendió esto mismo (especialmente en el momento en que del Vaticano llegó una carta comunicando que el Papa abominaba de la propuesta, pero no ordenaba su paralización, lo cual fue más que posiblemente una jugada de sus enemigos en Roma) y, por ello, decidió, muy a su pesar, colocarse al frente de la manifestación.

El 7 de abril de 1498, las puertas de Florencia aparecieron cerradas para impedir la llegada masiva de curiosos. La Piazza della Signoria se encontraba tomada por el ejército, que controlaba todas entradas para prohibir la entrada de las mujeres y cachear a los hombres por si llevaban armas, que les eran confiscadas. Aun y a pesar de ello, la plaza se petó de hombres, lo que permite adivinar que la práctica totalidad de la población masculina de la ciudad se encontraba allí.

Una vez más, ya lo he hecho otra vez en este texto, debo recordarle al lector de estas notas que los tiempos actuales no son los pasados. Hoy, cualquier acto masivo en la misma plaza de Florencia podría contar con ayudas notables para su seguimiento; me refiero, muy especialmente, a los altavoces y las pantallas de plasma. Pero por si no lo sabes, lector, el hombre renacentista no tenía nada de esto. No disponía de modo alguno de saber lo que pasaba a 30 metros de él y, por lo tanto, dependía totalmente en lo que otros les contaran. Y eso es algo que aquel día de abril de 1498 sólo entendieron los arrabbiati.

Por muy bien preparada que quisiera estar la pira de la ordalía, cualquier persona que haya visitado la Piazza della Signoria se dará cuenta de que quienes estaban en condiciones de ver lo que pasaba en ella no eran ni el 5% de todos los presentes en el área. La plaza estaba llena de gente, y entre esa gente, cada quince o veinte metros, había un agitador arrabbiati. Los antisavonarolianos sabían que la mayoría de la gente de la plaza no podría saber por sí misma lo que iba a pasar en la Loggia dei Lanzi, donde estaba el altar, y querían contárselo ellos.

Franciscanos y dominicos aparecieron en la plaza en sendas procesiones de centenares de frailes. Fra Domenico, que vestía una túnica escarlata, fue visto subiendo al altar. Pero nadie parecía reconocer a su rival. Heraldos y emisarios comenzaron a ir y venir entre la Loggia y el Palacio. Los agentes agitadores comenzaron a decir que los franciscanos habían objetado los vestidos de Fra Domenico, porque, decían que decían, podían estar encantados. Después de muchas idas y venidas, se volvió a ver a Fra Domenico en el altar, esta vez sin sus aparatosos vestidos.

Sucintamente, lo que pasó fue esto: los franciscanos pusieron, durante larguísimo tiempo, un montón de problemas a la ceremonia. Pero eso sólo los poquísimos que eran capaces de escuchar los diálogos en la Loggia lo sabían. Al resto les fue referido que eran los dominicos los que estaban colocándose de canto.

En ese momento, uno de los líderes de los más radicales antisavonarolianos, los compagnacci, se irguió sobre una estatua y comenzó a excitar a la multitud. Pronto, una multitud presionó hacia la Loggia, donde los soldados del gobierno de la ciudad tuvieron que proteger a Savonarola. Se restableció la calma, y vuelta a esperar, esta vez bajo la lluvia que comenzó a caer.

Las negociaciones eran interminables. Fra Domenico, que se había quitado sus vestidos, aceptó también no llevar la cruz que portaba al cuello. Sin embargo, Savonarola insistía en que debía llevar la sagrada forma a través del fuego. Los franciscanos protestaron argumentando que la divinidad de la hostia podría arder si lo hacía el recipiente que la llevaba, y los frailes se enfrascaron allí mismo, en medio de la plaza, en medio de una multitud que llevaba ya horas esperando, en una honda discusión teológica sobre la naturaleza física del ser divino.

A punto de irse el sol, el gobierno de la Signoria, literalmente hasta los huevos de los frailes de ambos bandos, desconvocó la ordalía. El día se había consumido para nada, y la inmensísima mayoría de los testigos del acto culpaban de ello, convenientemente manipulados, a los dominicos. En realidad, lo que es más que probable es que fuese exactamente al revés: que fuesen los franciscanos los que, solos o en compañía de otros (porque la asombrosa coordinación con que los agitadores arrabbiati y compagnacci reaccionaron a los hechos sugiere algún tipo de convergencia), se cargaron el acto, pues no tenían intención alguna de hacer que uno de los suyos caminase sobre brasas; y todo lo montaron para hacer de ello culpables a sus enemigos.

Los franciscanos se marcharon en silencio, sin ser molestados. Los dominicos, ya fue otra cosa. Cruzaron la plaza como un árbitro que acabara de pitar un penalti injusto contra el equipo local en el minuto noventa. Florencia estaba cabreada, y tenía un culpable para todo ello: Fra Girolamo Savonarola.

El buen fraile estaba ya maduro para la horca.

lunes, octubre 29, 2012

Fra Girolamo (18)



No te olvides de que esta serie ya ha tenido un primer, segundo, tercer, cuarto, quinto, sexto,  séptimo, octavo, novenodécimo, décimo primero, décimo segundo,  décimo tercerdécimo cuarto, décimo quinto, décimo sexto, y décimo séptimo capítulo.




El último sermón de Savonarola fue un farewell en toda regla. Pero, como suele ocurrir con estas ceremonias en las que grupos de rock o y toreros se cortan la coleta, en realidad pretendía ser sólo un hasta luego.

El prior de San Marcos alimentó su imagen de martirio. Dejaría de predicar, dijo, pero eso era no tanto porque los jerifaltes de Roma de lo ordenasen, sino porque era la voluntad de Dios. Se identificó, en ese punto, con Jeremías, a quien Dios usó mientras lo necesitaba, y luego dejó que fuese lapidado. Sin embargo, la cosa no estaba tan clara: “lo que no pueda hacer predicando”, dijo, “lo haré rezando”. Y, por si alguien le quedaban dudas, añadió: “yo no puedo abandonar mi misión”. Ítem más: “Roma, escúchame: serás purgada”.

Girolamo Savonarola alcanzó con su sermón de 18 de marzo el siguiente escalón de todo proceso revolucionario canónico: el momento en el que el líder acepta inmolarse por la causa, pero advierte que la causa está ahí, y seguirá viva.

Por cierto, con gran probabilidad uno de los muchos testigos de aquel último sermón, como de otros anteriores, fue un joven llamado Nicolò Maquiavelo; quien, por cierto, nunca tuvo muy buena opinión, ni de la oratoria, ni de las intenciones, ni de la estrategia del fraile de San Marcos. Le llamaba “un cínico astuto”. Lo cual no deja de ser una humorada, viniendo el juicio de quien viene.

Girolamo Savonarola dejó de predicar. Pero muy pronto, el papa Borgia, que tenía una finísima sensibilidad para la política, se dio cuenta de que le habían tangado, pero bien. Y no le faltaba razón: había conseguido acallar a Savonarola, pero no su causa. Había comprometido una especie de tregua con la revolución florentina de la que se quejaban amargamente quienes en Roma (y en Florencia) estaban en contra de ella, argumentando que se había dado demasiado a cambio de poco. Y no tenía nada claro que fuese a ganar la batalla, porque en la ciudad toscana, las fuerzas sociales que reclamaban que el Vaticano fuese centrifugado en la lavadora de la humildad eran todavía poderosísimas; habían perdido recientemente, pero podían, perfectamente, ganar de nuevo.

Además, estaba el tecnicismo de que el breve papal, por definición, sólo podía afectar a Savonarola. Y sellar los labios de Fra Girolamo, por lo tanto, no podía suponer sellar los de, por ejemplo, Fra Domenico da Pescia, su fiel lugarteniente. Así pues, las mismas burradas contra La Puta Vaticana seguían escuchándose en Florencia.

Hay gentes que quieren ver en Girolamo Savonarola una especie de talibán católico arrastrado por su radicalismo. En mi opinión, negarle una agudísima inteligencia estratégica es negar lo evidente.

Las cosas estaban de una manera que el partido anti-Savonarola tenía que dar un paso más, y lograr que el fraile fuese a Roma, para ser allí laminado y, quizás, enterrado en cualquier convento en el ombligo de Italia. El cardenal Sforza, por una parte, y el dimisionario Bonsi, por otra, se enzarzaron en una lucha sin cuartel, uno a favor y otro en contra de que el Papa llamase al fraile al Vaticano.

El Papa dudaba. Pero, en ese momento, recibió una carta de Savonarola. Una carta incendiaria en la que protestaba por todo lo que le estaba pasando, e incluso invitaba al Padre Santo a cuidarse de su salud. “Ya no puedo confiar más en Su Divinidad”, le decía el fraile en la carta; frase que, si se piensa un poco, es profundamente herética (si alguien cree que un hombre es la expresión humana de la divinidad, ¿cómo podrá negarle su confianza ciega?)

Savonarola no era tonto y sabía perfectamente cuáles iban a ser las consecuencias de sus cartas. Por eso, la hizo seguir por otras tantas a los reyes de Francia, España, Inglaterra, Austria y Hungría (o sea, podemos decir, más o menos el G20), invitándoles a impulsar la convocatoria de un Concilio General, amparándose en los cánones del nada fácil Concilio de Constanza, según los cuales un desorden flagrante en la Iglesia, o una conducta a todas luces reprobable en su cabeza, se podría convocar un Concilio sin aquiescencia del Papa.

Cabe hacer notar, en todo caso, que los cánones de Constanza no dicen nada sobre los resultados de ese concilio; esto es, cuando menos en teoría, la jurisprudencia vaticana generada en dicho concilio no ampara una actuación en la cual otros que no son el Papa destituyen al Papa; un Papa, en buena teoría, sólo puede irse cuando quiera él o, en términos teológicos, cuando el Espíritu Santo lo ilumine para que se vaya.

El párrafo que acabo de escribir es de gran, extrema importancia. Las instituciones basadas en un respeto que está, por decirlo así, por encima de la lógica, como el Papado o la Monarquía, siempre tienen problemas cuando tratan de adornarse con algo de esa lógica mundana que les falta. Si nos preguntamos: ¿por qué no van a poder reinar las mujeres además de los hombres?, la lógica dicta que nos preguntemos de seguido: y, ¿por qué deberán reinar los primogénitos, y no los medianos, o los benjamines (en la realidad, la lógica dicta que, cuando menos en los tiempos modernos, reinen los benjamines: así la monarquía se dota de reyes más jóvenes y es más estable)? Pero, si nos hacemos esa pregunta, ¿qué nos impedirá preguntarnos: por qué los Borbones, y no los López Anchústegui?

En tal sentido, predicar el principio de que otros, el resto de la Iglesia incluso, podría estar en posesión de la verdad, mientras que el Papa podría estar equivocado (y, por lo tanto, merecer la destitución por un concilio) se convierte, rápidamente, en un principio herético. Lo que nos dice la teología católica es que los caminos de Dios son inexcrutables; así pues, si Dios ha puesto en el solio pontificio a un tipo putero y bebedor que se pasa el día jugando a la Playstation y dibujando manga, él sabrá por qué lo hace. En el fondo, defender que un concilio general puede echar al pontífice Xbox es defender que Dios puede equivocarse. Y defender que Dios puede equivocarse es defender que no existe.

Girolamo Savonarola, en su misiva a los poderosos de Europa, jugó sus cartas a fondo; él, mejor que nadie, podía pensar aquello de para dos días que me quedan en el convento, me cago dentro. Les aseguraba a los reyes poderosos que poseía “pruebas hasta ahora desconocidas de abominaciones cuyo conocimiento provocaría el horror y la estupefacción de la humanidad”. Y es probable que no mintiera, porque ni Alejandro Borgia, ni su séquito de asesores, ni la amplísima cohorte de comepollas que generó a su alrededor, eran ningunos virtuosos abstemios en procura del nirvana de Dios. “Testifico in verbis Dominis”, aseguraba, “que Alejandro Borgia no es un Papa”.Una afirmación en la que hoy creen no pocos prelados, aunque la necesidad de sostenella y no enmendalla les lleve a negarlo.

Los dos elementos más importantes del grupo de receptores escogido por Savonarola, es decir el emperador Maximiliano y los reyes católicos, Lisbeth y Nando, se fueron por sus sendas calzas cuando leyeron la carta. Entendieron a la perfección que el fraile florentino les estaba colocando ante el riesgo de provocar un cisma. Ambos, además, valoraron pronto, en cuanto les llegaron los oportunos informes de sus diplomáticos, en el sentido de que, en realidad, la gran apuesta de Savonarola había sido, cómo no, Carlos de Francia.

Parece increíble pensar que, una vez más, Girolamo confió en aquel soberano que tantas patadas en el culo le había dado ya. Pero es así. Savonarola sabía que Francia era, con mucho, la potencia europea más proclive a inmiscuirse en los asuntos de Italia, y por eso cargó las tintas en su carta al rey, afirmando que “llevas el nombre del Rey Más Cristiano, y es a ti a quien ha elegido Dios para blandir su espada de venganza”. Esta carta, además, había sido interceptada por los hombres de Sforza a su paso por el Milanesado. Ludovico la envió a Roma, donde al Borgia el yeyuno se le subió a la oreja izquierda.

La pretensión de Girolamo Savonarola era revolucionaria. Pretendía darle una vuelta completa al concepto y la misión de la Cristiandad. En su carta a los reyes católicos, por ejemplo, los exhortaba a no perder el tiempo (sic) luchando contra los moros, y centrarse en los problemas del Papado. Esto era como decir que el problema de la cristiandad no estaba en la infidelidad, sino en la propia cristiandad. Que no había que luchar contra las hordas magrebíes, sino contra quienes estaban prostituyendo las instituciones eclesiales. El mensaje era demasiado elevado para hombres de Estado, pero susceptible de ser utilizado en un enfrentamiento de enormes proporciones. Si alguien se movía rápido y con pericia, podía hacerse con la perla italiana, o mejor, podía hacerse con la institución papal, con lo que adquiriría una ventaja crítica sobre el resto de las potencias de la zona. No era, a mi modo de ver, nada descabellado pensar que hubiera quien atendiese la misiva, generando un conflicto más que probablemente armado de enormes proporciones.

Si era escuchado, Girolamo Savonarola era susceptible de generar una guerra mundial, pues no otra cosa habría sido una Europa dividida en partidarios y detractores del Papado.

El prior de San Marcos, sin embargo, no podía esperar que, en medio de todo ese juego de altísima política, un factor inesperado entrase en juego: la pura y simple envidia entre frailes.

Porque los frailes pueden llegar a ser muy, pero muy rencorosos.

jueves, octubre 25, 2012

Masones



La tabla de Van Eyck retratando a Santa Bárbara reproduce, tras la santa, una catedral en construcción. A la derecha de la perspectiva del espectador, adosado al edificio religioso, se ve un cobertizo. Un cobertizo modesto cuya función era guardar las herramientas de los canteros, reunirlos antes y después del trabajo, y facilitar la labor de los escultores en los días de lluvia. Ese cobertizo tan modesto, llamado por los italianos loggia, es el origen de la masonería.

Las logias, pues, no son, en su origen, sino el lugar donde se reúnen los artesanos, a descansar y discutir de sus cosas; así pues, cualquiera de nosotros que se acerque por cualquier bareto de España a la hora de comer y se encuentre a un grupo de gentes de mono, mecánicos, pintores, fontaneros, etc., comiendo juntos y hablando de sus cosas, está contemplando una logia. En ocasiones, en esos sitios se discutía de la leche. En 1283, en la logia llamada de la Asunción, anexa a las labores de Notre-Dame, ser montó una mundial de tal calibre que tuvo que intervenir el ejército.

A pesar de estas diferencias, el tener un lugar concreto donde reunirse y preocupaciones comunes (allí se discutía mucho sobre la mejor manera de tallar la piedra, así como de otras cosas) generó pronto, en los albañiles y canteros, en los masones al fin y al cabo, el sentido de corporación. En la segunda mitad del siglo XIV, ya existe en Londres el embrión de un colegio profesional de masones. De hecho, es en Inglaterra donde la profesión se va definiendo mejor, y son los ingleses los primeros que distinguen al tallador de piedra que se encarga de las molduras de la iglesia del que tiene habilidades para realizar trabajos delicados. Los talladores dedicados a las obras más bastas solían trabajar una piedra del condado de Kent conocida por su dureza y eran, por ello, denominados hard hewers. Los canteros capaces de realizar trabajos más delicados sabían esculpir piedras más blandas y eran por ello llamados freestone masons.

Cada vez más, el freestone mason fue denominado, por economía, freemason. En el siglo XVIII, cuando surja la moderna masonería en Francia, esta palabra se maltraducirá por francmasón; palabra ésta que es totalmente desconocida en la Edad Media europea.  Aunque cierto es, sin embargo, que en el Medievo había artesanos que eran conocidos como sculptores lapidum liberorum, que los franceses traduccían como tailleur de pierre franche, o sea algo así como piedra franca. 

Sé que lo que mola al escribir de los primeros masones es inscribirlos en una novela de Dan Brown y hacerse un par de pajas con la idea de que pudieran ser guardianes de secretos arcanos donados por extraterrestres o así. Pero la verdad es mucho más prosaica y, a la vez, interesante. Con la pérdida de conocimientos adquiridos por las sociedades europeas provocada por la gotificación del continente, la construcción se convierte en un problema, especialmente desde el momento en el que una serie de dinámicas socio-religiosas impulsan la multiplicación de construcciones monumentales. Edificios enormes que han de sostenerse, lo cual no es fácil. Como dice el gran experto en construcción medieval Violet le Duc, en realidad no podemos saber cuántos ensayos fallidos están detrás de cada una de las iglesias que conocemos; pero debieron de ser muchos. En la Europa posromana, debieron de derrumbarse iglesias y edificios a puñados antes de que sus arquitectos comprendiesen los porqués.

Los masones no son sino las personas, profesionales les llamaríamos hoy, que en virtud de su curiosidad aprendieron esas claves que a los demás se les escapaban. Y no se lo contó ningún descendiente oculto de Jesucristo ni nada que se le pareciese, sino la simple, pura y universal técnica de la prueba y el error: se te caen 27 arcos de medio punto hasta que, en el 28, aprendes lo que tienes que hacer para que se sostenga.

El masón medieval es el artista total renacentista en mucha mayor medida que éste. Resulta curioso que en el mundo moderno todo el mundo conozca el nombre de Leonardo da Vinci pero no el de Villard de Honnecourt, quien en su cuaderno de viajes mostró una curiosidad ecuménica y una capacidad de penetración intelectual, como poco, comparable a la del artista italiano. Los dibujos de Honnecourt demuestran bien a las claras que sabía pintar; pero es que, además, en su cuaderno, concebido como una especie de libro de instrucciones para constructores, se plantea un montón de problemas prácticos de la construcción, retos ingenieriles les llamaríamos hoy, y dibuja los planos de los aparatos que construye para solventarlos. No contento con esto, a lo largo de sus viajes anota información sobre la fauna y la flora que se encuentra a su paso.

Este cuaderno de Villard de Honnecourt es, además, de gran valor para hacernos entender a las personas de hoy el que es el centro de la sabiduría masónica: la comprensión de las proporciones.

Exactamente igual que Leibnitz (y Pitágoras) pensaba que la música son sólo números, en realidad la construcción es sólo cuestión de proporciones. Si una columna soporta un peso es porque ese peso es proporcional a las dimensiones y material de la columna; y así mucho. El arte románico es como es, con esas paredes tan anchas y ausencia de ventanas al exterior, como consecuencia del conocimiento deficiente que los constructores medievales tenían de las proporciones, que les impedía ambicionar diseños más elegantes.

Además, hay que tener en cuenta que los constructores y artistas medievales (en realidad, ésta última es una expresión moderna; en la Edad Media no existe el artista como tal) no eran libres. Una de las muchas decisiones tomadas en ese momento crucial para la Historia de Occidente que fue el Concilio de Nicea, fue canonizar el concepto de que los artistas no son libres de pintar o esculpir lo que quieran, sino que han de fabricar la obra bajo los cánones de la Iglesia. En realidad, el fenómeno no es nuevo. También los artistas del Antiguo Egipto sabían pintar La Gioconda; pero servían a una estética superior, estatal.

Así pues, las obras de la Edad Media responden a conceptos teológicos y sociales que no tienen que ver con un Moneo haciéndose una paja mental en su estudio, sino con el respeto de determinados objetivos y necesidades litúrgicas. Si Girolamo Savonarola pudo liderar un proceso revolucionario en Florencia fue por la capacidad de impactar con sus sermones. Y si podía impactar con sus sermones es porque casi toda Florencia cabía en el Duomo. Y es que las iglesias y catedrales medievales, no lo olvidemos, están conceptuadas para ser capaces de albergar a todos; para ser la sede de auténticas asambleas (ecclesiae) de creyentes. Para construir una catedral hoy en Madrid con principios medievales, habría que concebir un edificio del tamaño de Eurovegas, con un majestuoso altar de unos 100.000 metros cuadrados desde donde la imagen de los oficiantes se transmitiese por Skype a las más de 50.000 megapantallas que, en la monstruosa nave central de más de un kilómetro y las decenas, sino centenares, de capillas, permitiesen seguir la ceremonia a los más de cinco millones de asistentes.

El concepto de simetría y proporción es intrínseco a la búsqueda de la belleza, como bien sabían los artistas griegos que, desde su laicismo, perseguían la proporción áurea en sus obras. El creador medieval, el masón, es bastante más básico porque sus conocimientos también lo son (así pues, para desgracia de mistabobos, lejos de ser intelectualmente privilegiados, eran todo lo contrario), y es por ello que las proporciones que se encuentran en sus construcciones son bastante más sencillas.

Bastante más sencillas, sí. Pero muy por encima de la media de tu tiempo.

El gran secreto masón por excelencia es el de la duplicación del cuadrado. Es un problema que hoy, en realidad, nos parece bastante sencillo, gracias a nuestra amiga la hipotenusa.

La duplicación del cuadrado es compleja porque las cosas en las superficies no van como intuitivamente se podría pensar. O sea: si dos metros son el doble de un metro, para tener el doble de un cuadrado de un metro de lado hay que tener un cuadrado de dos metros de lado. Pero eso, en realidad, no es así, porque el cuadrado de dos metros de lado tiene cuatro metros cuadrados de superficie; el cuádruple, no el doble.

Para los masones medievales como Hannecourt, la proporción doble era muy importante porque marcaba la elegancia básica de muchos edificios; por ejemplo, los claustros. El claustro tenía que tener un jardín central importante (sin el cual la iluminación de las estancias resultaba complicada) pero, al mismo tiempo, tenía que tener espacio suficiente para el claustro propiamente dicho, el pasillo bajo, las celdas, etc. Si se utilizaban proporciones elevadas (uno a cuatro, por ejemplo) se obtendrían edificios carísimos y excesivamente suntuosos (los monjes, en lugar de celdas, tendrían suites).

El cuaderno de Hannecourt, en su comentadísima plancha 39, contiene instrucciones precisas para construir un claustro en proporción de 1 a 2, esto es: que su superficie sea el doble que la del jardín central. Está esquematizada en la pollada que os he pegado.

Un cuadrado de lado uno tiene superficie 1. Si trazamos la diagonal del cuadrado, el teorema de Pitágoras nos dice que la longitud de esa diagonal será raíz de dos. Entonces, creamos un cuadrado a partir de esa diagonal; un cuadrado todos cuyos lados medirán raíz de dos. Cuando lo tengamos, si hallamos su superficie, veremos que es el cuadrado de raíz de dos, ergo dos. Dos, que es el doble que uno. Ya no tenemos más que coger el cuadrado nuevo y el antiguo, y colocarlos uno encima del otro.

Bueno, Villard lo anotó de otra forma...








 De Hannecourt explica este hecho en su cuaderno porque él es un arquitecto medieval. Esto quiere decir que ni se considera arquitecto ni tiene espíritu corporativo alguno; toda su voluntad es que otros no se vean obligados a tropezar donde ha tropezado él. Pero esto cambia rápidamente. La duplicación del cuadrado, y el nivel de dominio geométrico que presupone, es una herramienta fundamental para la elevación del plano, que es, al fin y a la postre, el conocimiento que acaba distinguiendo a los masones de los que no lo son. Como explica muy bien el dibujo de Hannecourt, si inscribes un cuadrado dentro de otro vas creando cuadrados más pequeñitos y proporcionales; si los colocas uno encima del otro, acabas teniendo una torre que, por mor de la proporcionalidad, es estable; y, lo que es más, dibujando esos cuadrados inscritos, estás dibujando la torre.

Conforme el mundo se fue haciendo más complejo, en el Renacimiento, poseer ese secreto pasó a valer dinero.

Tanto es así que en 1459, durante una reunión multinacional de corporaciones de masones centroeuropeas, convocadas para unificar sus estatutos, se toma una decisión, que se pone por escrito, de que nul ouvrier, nul maître, nul "parlier", nul journalier, n'enseignera à quiconque n'est pas de notre metier et n'a jamais fait travail de maçon, comment tirer l'elevation du plan.

Voilá el auténtico, prosaico, origen del mito de los masones como tesoreros de conocimientos arcanos: protegerse de la competencia. Hay que entenderles. Si los taxistas poseyesen el conocimiento monopolístico de cómo conducir un vehículo a motor, con seguridad también establecerían la norma interna de no contárselo a nadie, y convertirían su gremio en un oficio de padres a hijos, en el que se sería difícil, cuando no imposible, entrar.

Pero siempre hay "traidores". Un cuarto de siglo después de la reunión de Ratisbona, un arquitecto alemán, Matías Roriczer, escribe un libro dedicado a la arquitectura de pináculos, Büchlein von der Fialen Gerechtigkeit, en el que describe, con diseños muy parecidos a los de Hannecourt, el proceso.

Los secretos de los masones, pues, no tenían nada de esotéricos. Eran secretos del oficio. Es cierto que los masones desarrollaron todo un lenguaje propio de signos, que tallaban en la piedra, que también ha dado para muchas hipótesis y, sin embargo, se basa en la misma realidad.

La práctica de marcar los masones sus trabajos con extraños pictogramas nació en Escocia. Los canteros escoceses se dividían en varias categorías, una de ellas inexistente en otros mercados: los entered apprentices, una especie de becarios de la piedra; además de los cowans, nombre que recibían los canteros bastos sin demasiado expertise. A ello hay que unir que en  Escocia no se daba la freestone, la piedra blanda que reclamaba para ser trabajada de masones especialmente habilidosos.

Puesto que no había piedra blanda, a la hora de contratarse canteros para una obra, era muy difícil, en ocasiones imposible, distinguir a aquellos becarios de los masones experimentados. Fue por esta razón que éstos comenzaron a firmar sus obras con signos especiales. De esta manera, los masones se reconocían entre ellos, y evitaban que les diesen cowan por liebre. De aun a principios del siglo XVIII se conservan estatutos masónicos escoceses que recuerdan que ningún cowan deberá ser empleado sin habérsele preguntado una contraseña.

El mundo masónico es apasionante; aunque no por las razones que los pollas piensan. De hecho, es que el hombre, el mundo, la Tierra, no necesitan de misterio alguno para ser interesantes.

domingo, octubre 21, 2012

Fra Girolamo (17)




Los sermones de Savonarola, que no se olvide se produjeron inmediatamente después de otros actos de desafío, colmaron la paciencia del Vaticano (y eso que el Vaticano aprendió a ser paciente de un señor que pedía clemencia para los que le habían clavado a un madero). Pero los frateschi, a base de tanto contacto con los franceses, habían aprendido algo de política, o sea algo de dar por culo. Mediante un enviado a Roma, insinuaron la posibilidad de cambiar definitivamente de bando y adscribirse a la Liga antifrancesa, a cambio de que su líder dejase de ser un predicador proscrito. El sobrino de Pico della Mirandola añadió gasolina a la hoguera publicando una apología del prior, dedicada al duque de Ferrara, uno de los personajes principales de la política romana, que tuvo que volver grupas y visitar al Papa con el rabo literalmente entre las piernas (no fuese que los curas, que para esto se visten por los pies, se lo cortasen).

Roma se estaba convirtiendo en un tsunami antisavonaroliano, ello fundamentalmente porque el propio Savonarola era otro tsunami, y muchos adivinaban que en una pelea entre olas sólo una podía prevalecer. Los folletos con los sermones del prior se imprimieron en varios idiomas, y sus críticas a la depravación romana cruzaron los Alpes, llegando, sobre todo, a Alemania; territorio que, como demostraría bien pronto Lutero, estaba dispuesto para el cisma. Para colmo, el eterno Carlos de Francia, oliendo el olor acre de la polémica, volvió a sacar a pasear su idea de convocar un Concilio General.

Roma, a las puertas del año jubilar, a punto de doblar la esquina del siglo, estaba literalmente acojonada.

Alejandro perdía la paciencia. Ante Bonsi, el embajador florentino enviado al Vaticano, y por varias veces, reclamó, en soledad y también en presencia de cardenales, una afirmación categórica, inequívoca, en el sentido de la alianza de Florencia con la Liga antifrancesa, caso de que Carlos volviese a invadir la península. No obtuvo nada. Savonarola, inasequible al desaliento, llevando sus ilusiones al terreno de los delirios, seguía creyendo en el francés cada vez que éste hacía el menor gesto de apoyo o de convocar un Concilio que supondría, con casi total seguridad, un conflicto cismático.

El Papa Alejandro terminó por perder la paciencia. Le gritó a Bonsi, delante de los cardenales, que la actitud de Savonarola era intolerable incluso realizada por un turco o un infiel de cualquier otra procedencia, y lo envió a Florencia con un ultimátum.

El embajador regresó a la ciudad Toscana después de las elecciones. Ni la Signoria ni los Diez estaban ya en manos de los frateschi. Así pues, el gobierno dejó libertad de voto a sus miembros.

Temeroso de que el gobierno florentino se volviese contra él, Savonarola subió al púlpito para enardecer a las masas; para ganar en la calle, y en la iglesia, lo que había perdido en las urnas. Agarrándose a una frase del mensaje romano, que lo calificaba de “hijo de la iniquidad”, buscó ese típico efecto de los demagogos consistente en convertir todo ataque a ellos como un ataque a la colectividad (este recurso los nacionalistas lo bordan, sin ir más lejos); así que le dijo a los florentinos que era a ellos a quienes había despreciado el Borgia, y reclamó del gobierno de la ciudad más firmeza en su defensa.

La Signoria respondió a aquel estímulo dando un paso atrás en su oposición, y remitiendo al Papa un comunicado defendiendo al prior, y asegurando su total fe en la Iglesia católica, “aunque”, matizaron, “nuestra mayor preocupación, por encima de cualquier otra, es nuestra República”. Todo un tratado sobre la relación entre el poder espiritual y real.

En realidad, este movimiento por parte del gobierno de los arrabbiati era una carambola a tres bandas. Buscaban, con tal respuesta, encabronar definitivamente al Papa para que terminase de castigar a Savonarola. Una vez excomulgado, el prior tendría, muy a su pesar, que obedecer la orden de no predicar (ya no podría administrar la eucaristía; ni siquiera podría entrar en la iglesia o profesar en San Marcos), y quedaría inerme ante ellos; porque Girolamo Savonarola, sin el púlpito, no era nadie. La jugada, sin embargo, les salió mal. No contaban con la astenia que a ratos le iba y le venía a Alejandro en todos los temas jodidos. El Papa, en realidad, estaba dispuesto a encontrar una salida negociada al conflicto y, consecuentemente, no montó el pollo esperado cuando recibió la carta.

Alejandro Borgia se hizo leer la carta en voz alta por el obispo de Parma. Terminada, suspiró y musitó algo así como: “menuda carta jodida”, y se sumergió en meditaciones, con una cara de la mala hostia que si en ese momento entra en la habitación el Diablo habría pensado que el Vicario de Cristo le había dejado sin curro. Sin embargo, no dio el paso que todos los enemigos de Savonarola esperaban, sino que envió a Bonsi de vuelta a la ciudad con otro ultimátum. El obispo de Parma le dijo a Bonsi, por su parte, que le transmitiese a Savonarola el mensaje de que, si mostrase algún signo de sumisión, el Papa estaba dispuesto a dejarle predicar.

La debilidad del Papa, sin embargo, no hizo sino enervar las presiones de los enemigos de Savonarola. Ludovico Sforza clamó por una decisión. Piero de Medici reapareció en los salones vaticanos. Y un viejo, muy viejo amigo de Savonarola: Fra Mariano da Gennazzano.

El hermano Mariano, otrora líder retórico de las iglesias toscanas, que había sido amarga y dolorosamente descabalgado por el joven Savonarola, era todo un personaje. General de su orden, tenía una iglesia en Roma donde predicaba con gran éxito.

Gennazzano fue alquilado para dar un gran sermón en Roma contra Savonarola, ante un auditorio de notables. La cosa, sin embargo, no salió bien. De hecho, el fraile cometió los mismos errores que siete años antes, cuando su sponsor era Lorenzo de Medici. Por decirlo claramente, se pasó de frenada. Apeló a Savonarola de judío, de ladrón, de alimaña. Se dirigió a los notables romanos y les gritó: “¿Cómo podéis soportar a ese monstruo, esa hidra?” Afloró en sus palabras todo el odio de los antisavonarolianos, pero lo hizo con tanta claridad que los notables indecisos, dudaron.

Sin embargo, la gente lo tenía bastante más claro. El pueblo romano asaltó la embajada florentina. Bonsi dimitió como embajador, y su renuncia llegó a Florencia en el mismo correo en el que llegaba la respuesta del Papa.

El partido del prior trató de discutir el asunto en los Ochenta, donde todavía podían soñar con tener mayoría, pero fueron bloqueados. La oposición había decidido someter la cuestión a referéndum, y por ello convocó, el 14 de marzo, una magna reunión de las muchas instituciones representativas de la ciudad. Terminada la votación, Savonarola sacó ocho votos a favor, y 17 en contra, y 7 abstenciones. Envalentonada, la oposición anunció su pretensión de convocar el Gran Consejo. Los frateschi lo bloquearon, sabiendo que el Consejo aprobaría el referéndum, y que éste los iba a echar literalmente de la ciudad. Consiguieron los savonarolianos desviar el asunto a una comisión especial de 19 miembros; pero este órgano no hizo sino votar lo mismo.

En este punto, los miembros del partido de Savonarola ya sólo se preocupaban de salvar sus culos. Así pues, llegaron a un acuerdo con sus opuestos, basado en que San Marcos no sería cerrado, a cambio de que Savonarola dejase de predicar. Valori le ofreció, en nombre de todos, la oportunidad de someterse voluntariamente. Savonarola contestó que todo estaba en manos de Dios, y que contestaría al día siguiente.

Al día siguiente, 18 de marzo de 1498, Girolamo Savonarola pronunció su último sermón.