miércoles, enero 18, 2012

Piratas

El lugar ideal para cometer el robo y/o el asesinato perfecto es la mar. Ni siquiera hoy, en el tiempo de los satélites y las cámaras callejeras que controlan buena parte de nuestros movimientos, hay gran cosa que hacer frente al equipo de personas que, usando embarcaciones ligeras y exhibiendo la necesaria falta de escrúpulos, interceptan el importantísimo tráfico marítimo y se quedan con mercancías y personas, por las que cobran habitualmente rescate.

La piratería, sin embargo, le cae simpática a un montón de gente. Empezando por el montón de gente británica, y de otros países, a la que no le queda más huevos que admirar a algunos de sus piratas, porque son sus héroes nacionales. Pero, más allá, la literatura y el cine han hecho mucho por envolver de romanticismo, atractivo sexual e, incluso, cierto contenido político, al filibustero; a pesar de que éste, la Historia lo demuestra, ha sido, las más de las veces, un perfecto hijo de la gran perra. Hay que reconocer, sin embargo, que en el pirata se dan algunas características que han podido, de hecho así ha sido, mesmerizar a más de uno.

Piratas, como digo, ha habido siempre. A Julio César lo secuestraron unos, que pidieron un jugoso rescate por su persona; aunque también es cierto que en esa anécdota, Julio inventó la retaliation pues, nada más verse libre, se dirigió al refugio pirata, los pilló celebrando el cobro y, allí mismo, los degolló primero y, dicen las crónicas, crucificó después. Confieso que nunca he entendido el sentido de la segunda acción.

Con los siglos llegaron los vikingos, grupos más o menos desorganizados que, sin embargo, obedecían reglas bastante estrictas, y que practicaban una mezcla entre la piratería y el establecimiento en las tierras que tocaban, que es la que explica que hoy en día, en toda la costa atlántica europea, aparezcan como si tal cosa, en los paritorios, bebés inusitadamente pelirrojos, rubios, o de pieles blancuzcas y pecosas. Hoy en día, poder demostrar ancestros vikingos, en tierras que buscan ancestos propios hasta el la sección de perfumería del Carrefour como, por ejemplo, Galicia, mola que lo flipas. Recuerdo, en este sentido, que el mejor libro que he leído sobre la materia, hace bastantes años, se llamaba Gallaecia Scandinavica; pero lamentablemente no recuerdo el autor.

La primera acción decididamente organizada contra la piratería es la creación de la Liga Hanseática, en 1214, que incluyó la contratación de barcos de seguridad para proteger los convoyes. No obstante, en un detalle que también es muy significativo del tono de la historia de la piratería, los propios comerciantes hanseáticos alquilaron los piratas para guerrear contra el rey danés Waldemar. Y es que la historia de la piratería está repleta de teóricos represores o gobernadores de ciudades costeras que se dan a la piratería; de comerciantes que juran en arameo cuando les roban barcos pero comercian luego con el material robado por los piratas; y de piratas que acaban contratados como alguaciles del mar y se despliegan con sus ex camaradas con una crueldad digna de mejor encomio.

La prosperidad de Inglaterra en los tiempos pre-renacentistas hizo del Canal de la Mancha un lugar de gran transacción comercial y cita de piratas, habiéndose llegado a calcular la presencia de hasta 400 barcos ladrones en esas aguas. Los conocidos como Cinco Puertos Ingleses (Hastings, Rommey, Hythe, Dover y Sandwich), que vivían del comercio, crearon una liga contra los piratas, a la que se unieron, asimismo, Winchelsea y Rye. Sin embargo, esta lucha inglesa contra la piratería se hizo de una forma un tanto especial, sobre todo si la vemos con ojos actuales, porque los puertos ingleses, aparte de tratar de pillar a los piratas, les dieron licencia para saquear cualquier buque que no fuese inglés. De esta manera embrionaria nació lo que hoy conocemos como patente de corso.

Eso que los ingleses conocen como privatery es una consecuencia plenamente lógica de la época. En la mar, como en la tierra, los ejércitos no son nacionales ni estatales, sino particulares. El ejército de un rey es la suma de los pequeños ejércitos de aquellos hombres que, en su ámbito, están en disposiciones de alquilar mercenarios y le apoyan. En la mar es exactamente igual. El final de la Edad Media es el comienzo del fenómeno que conocemos hoy como guerra mundial. De hecho, en mi opinión debiéramos llamar primera guerra mundial o primera guerra europea a lo que conocemos como guerra de los cien años; exactamente igual que en el 14, en aquélla metió cuchara todo Dios, y fue la geopolítica del área la que se ventiló en los combates.

En el marco de estos enfrentamientos, igual que los particulares forman batallones de arqueros o piqueros, los particulares arman barcos, que operan con patentes de guerra concedidos por el rey, pudiendo saquear los barcos con la condición de rendir una porción a la corona. Ya sé que es difícil imaginar una Inglaterra sin armada, pero los ingleses medievales carecían de ella, y habrá que esperar hasta Enrique VIII y, sobre todo, hasta la Reina Virgen, para encontrarnos intentos serios de formarla.

Eduardo I de Inglaterra, para mí uno de los mejores reyes que ha tenido ese país desde el punto de vista de su robustecimiento como nación, concedió ya las primeras patentes de corso, sobre todo a los armadores de mercantes que habían sido previamente saqueados. Estas patentes, por lo tanto, daban derecho a piratear y saquear cualquier barco que llevase la misma bandera que la de quien les había saqueado a ellos primero. Pero fue, como ya he insinuado, Isabel I la que hizo de esta actividad un auténtico negocio, tanto para los piratas como para Inglaterra. Obsesionada con la posibilidad de que el rey español invadiese un día su país, Isabel multiplicó las patentes de corso y, sobre todo, inauguró el prestigio del pirata, con gestos como el bien conocido de subir a la gacela dorada de Francis Drake para armarlo caballero.

Drake odiaba a España y amaba el dinero a partes iguales. Cierta historiografía inglesa trata a su abuelo con la conmiseración de quien hizo lo que hizo porque la guerra y bla; pero es falso, porque da la casualidad de que Drake se ensañó con las posesiones españolas también en tiempo de paz. Fue en tiempo de paz, por ejemplo, cuando planificó su vuelta al mundo saqueando las ciudades españolas del Pacífico; campaña que fue la le que dio la condición de caballero, entre otras cosas porque el tesoro que descargó en Londres puede ser, bien fácilmente, uno de los tres o cuatro mayores tesoros jamás conseguidos en un botín de paz o guerra (dos millones y medio de libras de la época, según los relatos).

Paradójicamente para los piratas, muchos de los cuales, como Drake, soñaban soñaba con la derrota de España, la famosa de la Armada Invencible fue un desastre para ellos. Al convertirse otras rutas distintas del Canal en seguras, las mercancías dejaron de fluir por donde ellos estaban acostumbrados a atacar y tenían sus bases. Para colmo, Jacobo I, en llegado al trono de Londres, cerró las hostilidades con España, lo que dejó literalmente en el paro a centenares de barcos con sus centenares de capitanes y decenas de miles de piratas dentro. En esta situación, se volvieron contra el propio comercio inglés, que las patentes de corso habían dejado aparte obviamente, y prácticamente lo hicieron, nunca mejor dicho, zozobrar. La solución al problema, en todo caso, llegó mediante la internacionalización. Jacobo I, que como buen cristiano no sentía ningún respeto por los no creyentes, comenzó a conceder patentes de corso a quienes se fuesen a robar al Mar Rojo. Allí pillaron y mataron a manos llenas los corsarios ingleses, cotizando siempre el diezmo para la corona.

No obstante, otra zona se convertía en caliente en esos tiempos: el Caribe. La elección del lugar tiene también mucho que ver con la derrota de la Invencible y el hecho de que dejó las aguas atlánticas y pacíficas en manos que quien las quisiera surcar. Claro que también había sus riesgos. Según un relato de 1604, a los integrantes de dos barcos piratas apresados por los españoles en las Antillas se les cortaron las manos, los pies, las orejas y la nariz y, finalmente, fueron embadurnados con miel y colgados de los árboles para que se los comiesen los insectos.

Los primeros bucaneros caribeños eran franceses y, más que piratas, eran, como lo sería el pasaje de Myflower algún día, perseguidos religiosos. En vagabundeo por el mundo, llegaron a la actual Haití, que había sido abandonada por los españoles, pero que tenía abundante ganado salvaje porque los antiguos colonizadores no se lo habían llevado. Allí se establecieron los franceses y, como ganaderos, aprendieron a preparar una carne salada y seca, tal y como lo hacían los indios, sobre una especie de parrillas hechas con ramas verdes que llamaban boucans. Bucanero, por lo tanto, es una palabra que, en su inicio, quiere decir preparador y vendedor de este tipo de carne, que era bastante popular entre los navegantes de la zona.

Es hacia 1630 cuando estos primeros bucaneros, muy acrecidos por gentes que se habían ido quedando en la isla tras desertar de sus barcos, se trasladaron a la Isla de la Tortuga. Además, finalmente tuvieron que hacerlo porque los españoles entraron en La Española a sangre y fuego, matando el ganado y ejecutando a los bucaneros que encontraron por estar ocupando una isla de su propiedad. Aquella incursión, sin embargo, fue un error que España acabaría pagando carísimo con el tiempo. Faltos de su negocio en tierra, los bucaneros hubieron de buscarlo en la mar, y se convirtieron en piratas, a los que los ingleses llamaban freebooters, palabra que los franceses pronunciaban flibustiers y que, de regreso al inglés, se convirtió en filibusters, de donde viene nuestro filibustero.

Desde 1630 a 1710 existió en la Isla de la Tortuga una especie de república pirata o Confederación de los Hermanos de la Costa, que funcionó a la manera anárquica de los piratas. En 1640 Francia se convirtió en el primer estado que le vio una posibilidad a controlar esa cosa y la invadió con unas tropas al mano de un tal señor Lavasseur de San Cristopher. En 1654, gracias a la prosperidad que les trajo la posesión francesa (y sus patentes de corso), los piratas tenían ya embarcaciones suficientemente grandes como para llegar hasta la denominada Costa de los Mosquitos, en Nicaragua. A partir de 1665, la piratería alcanzó la operativa y dimensiones que conocemos, y así siguió durante apenas sesenta años en que empezó su declive. En ese mismo año de 1665, además, abrieron una segunda base en Jamaica, en lugares como Cagua o el famoso Port Royal. Esos fueron los años de François Lanonois, el terror de Maracaibo; o Lewis Scott, que lo fue de Campeche, en México; Pierre François, Roque Basiliano... tantos otros. Entre ellos destacó, desde luego, Henry Morgan, el responsable de que Morgan sea apellido habitual de delincuente y, muy especialmente, de pirata, en el imaginario de mucha gente. En realidad, Morgan fue uno de esos piratas de doble cara, pues, además de ladrón y saqueador, también fue el defensor de Jamaica frente a los ataques españoles, mediante una patente concedida por el gobernador inglés sir Thomas Modyford, que le permitió armar una poderosa flotilla pirata de doce barcos con 700 hombres a bordo, con la que hostilizó la isla de Cuba y Portobello, en Panamá. Morgan era también un tipo sin escrúpulo alguno pues, en sus asaltos, utilizaba curas y monjas apresados como escudos humanos. Para conocer el emplazamiento de las cosas de valor de los pueblos, no dudó ni siquiera en torturar a niños pequeños, quemándoles los dedos para que confesaran.

Retirado tras sus acciones, volvió a la acción en 1670, cuando España volvió a atacar Jamaica, llegando a juntar una flota de 36 barcos y 2.000 marineros.

Las victorias de Morgan llevaron a España a firmar el llamado Tratado de las Américas, por el cual reconocía por primera vez a Inglaterra el derecho a comerciar en la zona. Este tratado acabó con los bucaneros para siempre, aunque no pocos de ellos decidieron seguir siendo piratas. Los buenos tiempos volvieron, aunque de forma intermitente; como en 1683, cuando la ruptura de hostilidades entre España y Francia volvió a multiplicar las patentes de corso. En 1688, Inglaterra concedió un indulto general al que se acogieron muchos piratas; pero la guerra con Francia, al año siguiente, volvió a animar a muchos a ocupar el oficio.

Los piratas eran personas no exentas de valentía. Pierre le Grand, el primer gran pirata de la Isla de la Tortuga, ordenó cierta vez que, antes de un ataque, se abriese una vía de agua en su propia nave; de esta manera, evitó las deserciones o renuncios. El pirata medio era un dipsómano sin solución (no pocas veces, los piratas no pudieron realizar abordajes, o repeler ataques, por lo mamados que estaban) y tenía que estar dispuesto a lo peor, porque el castigo habitual por su delito era la muerte. Sin embargo, el porcentaje de piratas que murieron en la horca, con seguridad, fue muy bajo y, además, como hombres de mar, a los piratas lo que les esperaba en la vida civil era una existencia de mierda por un salario bastante menos que mileurista. Sin embargo, la piratería podía dar enormes negocios, como la droga hoy en día; por lo que ejercía sobre mucha gente el mismo nivel de atracción.

Aunque no con tanta frecuencia como se quiere ver, la piratería también tenía, a veces, su punto de reivindicación social (que ha colaborado para construir su mito), dado que no pocos de los piratas, si no todos, eran personas de muy baja extracción social que antes habían tenido, por así decirlo, una triste vida de obreros. Muy conocido en el mundillo filibustero es el discursete que el capitán pirata Charles Bellamy le soltó a un capitán mercante que, una vez apresado, se negó a hacer una cosa que se ofrecía muy a menudo a los vencidos, esto es firmar el estatuto del pirata y unirse a ellos. Bellamy lo llamó «perro zalamero, como todos ésos que se someten a ser gobernados por las leyes que han hecho los ricos para su propia seguridad». Todo un indignado, el tal Bellamy.

Los piratas atacaban en barcos pequeños, contra lo que se suele ver en las películas, entre otras cosas porque su mejor forma de huir si la cosa iba mal era acercarse a los bajíos y salir por patas del barco; para lo cual necesitaban que el suyo tuviese menos calado que la media. Solían aprovechar muchos barcos apresados, aunque les elevaban las bordas (para poder esconderse hasta el último momento) y les quitaban absolutamente todo lo que había en cubierta para dejarla diáfana. En la cubierta era el único lugar de un barco pirata en el que se dejaba fumar (al menos con la pipa sin tapar) para evitar incendios; aunque beber, se podía beber hasta en el puesto del vigía.

Los capitanes eran electivos y, por lo tanto, podían ser destituidos; Daniel Defoe llegó a ver en un barco pirata 13 capitanes en dos meses. Su valor era, normalmente, equivalente al último botín conseguido. Tenían derecho a camarote, pero cualquier otro marinero podía entrar en él cuando quisiera y tomar del mismo lo que le diese la gana (ron, las más de las veces). Los capitanes comían la misma ración que la tripulación y eran uno más. Aunque algunos fueron muy respetados. Barbanegra, por ejemplo, se hizo respetar una tarde cuando, en medio de una borrachera monumental, decidió apostarse a bien quién sería capaz de aguantar más tiempo en el infierno. Así que se metió en las bodegas, con los otros que apostaron, y una vez allí hizo quemar azufre. Por supuesto, fue el último en salir para, a renglón seguido, invitar a sus hombres a una competición a ver quién aguantaba más tiempo ahorcado sin morir; invitación que nadie aceptó. En otra ocasión, y por pura broma, le destrozó una rodilla de un pistoletazo a un amigo íntimo suyo.

Una vez elegido, el capitán tenía el mando y se apoyaba en su contramaestre, que en realidad era el alma del barco, pues organizaba casi todo, desde los ataques hasta el reparto del botín. Aunque el capitán tenía el mando, los castigos se imponían en asamblea de todos, salvo que la falta estuviese recogida en el Estatuto. Cada barco o flota pirata tenía su propio Estatuto, que había que firmar al inicio de cada campaña, aunque sus contenidos son bastantes parecidos. Se establecían normas básicas de disciplina o de seguridad (como lo de no fumar en las sentinas), así como otras como la prohibición de violar a las cautivas (blancas; a las negras, incluso los nada raros piratas negros se las zumbaban a gusto). Esto no tiene nada de altruísta ni de civilizado. Contra lo que se pueda imaginar, los piratas no querían pelear. El chollo, para ellos, era que el mercante se rindiese impoluto. De esta manera, se llevaban toda la carga e incluso algún que otro marinero que se les pasase. Que la costa supiera que respetaban a las mujeres era un aliciente para rendirse. El otro, por cierto, era repartir las ganancias; porque en la historia de la piratería ha habido muchos más piratas que los piratas.

Lo que sí cuadra con las leyendas es el uso constante de la Jolly Roger, la famosa bandera de la calavera y las dos tibias; aunque si algún día una peli quisiera ser más respetuosa con la Historia, debería incluir un reloj de arena y, sobre todo, recordar que la bandera más usada, y temible, de los piratas, era roja. Una bandera roja significaba que se habían terminado las ofertas y que se procedería al ataque sin piedad.

Hay elementos de la imaginería pirata que son bastante, o radicalmente, falsos. Rara vez abordaban los barcos con ganchos y tal. Primero, porque muchos barcos los robaban de noche, aprovechando que quedasen en ellos pequeñas guardias. Y, segundo, porque su forma más normal de ataque era embestir el barco contrario, buscando que sus propios aparejos se enredasen con el bauprés de su víctima. Asimismo, no se tiene noticia de que piratas que hicieran la pollada ésa de la tabla para tirar a alguien al mar. Si lo tiraban, lo tiraban, y punto.

A base de estas cosas, de las novelas y después de las películas, la piratería fue adquiriendo ese halo romántico y aventurero. Sin embargo, reflexione el lector sobre el pequeño detalle de que ninguna época del ser humano ha admirado, jamás, a sus piratas contemporáneos. Por algo será.

lunes, enero 16, 2012

Fraga

Una vez en mi vida he estado cerca de Manuel Fraga. Fue en la cafetería del Parador Nacional de Pontevedra, en agosto de 1982. Yo estaba allí, en aquel momento, ganando una apuesta que consistía en beberme de sendos tragos tres Tumbadiós, cóctel coruñés de marcada memoria para mí y cuyos dos ingredientes principales son el aguardiente y el coñá. Manuel Fraga, que en aquel momento era el agujero negro de la derecha que se estaba tragando a los tránsfugas que en fila de a siete salían de la UCD, con Miguel Herrero de guión de la partida, tenía una rueda de prensa. Él y sus ocho o nueve lacayos pasaron por la cafetería como si en su interior se acabase de declarar una alarma biológica. Porque todavía escucho el tump tump de sus pisadas contra el suelo es porque siempre he entendido que le llamasen Zapatones. En medio del local, no obstante, una mujer rubia, excesivamente maquillada para su escasa edad, abortó el desfile. «Don Manuel, la prensa que ha pedido» le dijo, mientras que entregaba como ocho periódicos y otras tantas revistas; no sé por qué, tuve la sensación de que en dos o tres minutos ya se las habría leído. Fraga repasó lo que se le había dado y se paró en una revista de color. «Señorita», dijo, con una voz que hasta a mí me disolvió el esfínter: «le dije la revista Tempo. ¡Tempo, Tempo! ¡No Tiempo, Tempo!».

Aquella asistente había tenido la mala suerte de que en aquel año del 82, además de la revista Tiempo, del grupo Zeta, que sigue existiendo hoy, hubiese otra, gallega, con el mismo nombre, sólo que en gallego: Tempo. Eran revistas distintas, pero eso sólo Manuel Fraga parecía saberlo. Pero, claro, todo lo que Manuel Fraga sabía le parecía justo reclamárselo al resto del mundo.

Manuel Fraga Iribarne es uno de esos escasos personajes que tienen la característica de haber vivido el tiempo en el que ellos mismos eran Historia. Esto es así porque Fraga ha jugado, a lo largo de su vida, tres papeles distintos, todos ellos de primera fila política, lo cual hace que, mientras todavía estaba representando el tercero, el primero ya formaba parte de los libros de lo recordado.

El primer papel de Fraga es el que tiene que ver con el segundo franquismo. Simplificando mucho, podemos decir que el franquismo se divide en dos grandes periodos: el franquismo propiamente dicho y lo que se suele llamar tardofranquismo y yo estoy llamando aquí segundo franquismo. Ambas dos etapas se pueden subdividir en sub-etapas, pero esto no es cuestión de este post, entre otras cosas porque un buen artículo sobre las etapas del franquismo, quizá, debiera venir precedido de una discusión abierta entre todos los que nos interesamos por la Historia de aquel período, para antes ponernos de acuerdo sobre tres o cuatro conceptos. Sea esto cierto, sin embargo, la división del franquismo en dos momentos es bastante clara y, creo, indiscutible.

El primer momento franquista es la posguerra. Encontramos un franquismo construido por quienes han tomado las armas en la guerra civil y combatido por los mismos, es decir, los combatientes. Es un franquismo de fuertes raíces sociológicas que vive del consenso existente en la sociedad española contra la guerra y quienes son tenidos por sus provocadores (las izquierdas de la República); un sentimiento tan fuerte que explica que un régimen que debe bajarse del mulo fascista, aún así sufre el aislamiento internacional, y donde se pasan tantas hambres y privaciones como para que, ya en los cincuenta, el régimen termine por regalar un litro de aceite por Navidad como quien regala medio kilo de caviar; una situación así, digo, sea estoicamente aguantada por los españoles.

El segundo momento franquista es el que inventa el general Franco cuando el argumento posbélico se acaba, el miedo a la guerra se diluye, y los españoles empiezan a pensar que no les vendría mal tener prensa libre y tetas en los cines, como dicen que pasa en Biarritz. En ese momento el ferrolano, al que como ya hemos explicado en una reciente serie de artículos le sudaba el guaino monarquía que república, carne que pescado, Maricón que Tontico, Trancas que Barrancas si él seguía en el machito, se da cuenta de que tiene que reinventar su régimen para perpetuarlo (léase perpetuarse) y crea un fistro diodenal seudoconstitucional que quiere parecer europeo, sin serlo, y que mantiene a Europa como gran promesa de futuro, zanahoria colocada frente a las narices de ese burro molinero que para entonces es la sociedad española.

Manuel Fraga Iribarne es, junto con José Solís Ruíz, una de las dos pilastras de ese segundo franquismo. El gallego, austero, serio y exigente, se ha curtido en la sala de máquinas ideológica del régimen, Instituto de Estudios Políticos y tal, y para entonces ha escalado las cumbres intermedias del partido único y se encuentra ya en el campamento base, dispuesto a subir, cuando se le ordene, a las cúspides del mando. A su lado, como digo, el siempre simpático Solís, La Sonrisa del Régimen, el hombre destinado a dar al franquismo un rostro amable y campechano, buen rollo, bocadillo de pollo; como dando la impresión de que los que fostian a obreros en las movidas laborales son otros.

La parcela que le toca al joven Fraga, que en 1963 tiene 40 tacos (y el franquismo, en esto, era como la antigua Grecia; hasta los 40, el hombre no era considerado intelectualmente maduro. La mujer, aproximadamente a los 183), es la información. Lo del turismo es un añadido táctico que, sin embargo, acabará reportando enormes dividendos a España y al franquismo pues, al calor de la suavidad del clima y del bajo precio relativo de los tatarabuelos del calimocho, España, durante esos años sesenta, se sorprenderá de encontrarse con hordas de europeos y europeas en shorts. Hace algunos años, pocos, tuve una profesora de inglés, muy guapa, rubia y con ojos azules, que me confesó que no entendía por qué los españoles maduros sonreían de una forma extraña cada vez que les decía que era sueca. Yo diría que no entendió mi contestación.

Fraga, sin embargo, es, sobre todo, ministro de Información. Sustituye, en 1962, a Arias-Salgado, cuya cabeza ha sido pedida por los tecnócratas, que le han dicho a Franco que con un tipo así, que todavía se cree que España puede funcionar bajo la censura militar, no se puede construir ese Estado como-democrático que ahora quiere el general, inspirado por su ministro en la Tierra, o más bien en el mar, pues era almirante. Laureano López-Rodó cuenta en sus memorias que la redacción de la Ley de Procedimiento Administrativo, que debía instituir cosas tan simples como la posibilidad de poder reclamarle a la Administración un acto erróneo, chocó con la oposición frontal de Arias-Salgado a que su departamento fuese colocado bajo aquél paraguas de seguridad jurídica.

A Fraga lo nombran en el 62 porque es brillante, porque es inteligente, y porque no está dispuesto a salirse ni un milímetro del guión. Excelente proveedor de deseos ajenos, el gallego cumple diseñando una ley, la famosa Ley de Prensa del 66, que le da al régimen esa vitola de liberalismo que va buscando cuando, en realidad, no es oro todo lo que reluce. Elimina, eso sí, la censura previa, esto es el pie forzado por el cual todo lo que se publica debe pasar por el censor. Elimina también la prohibición de criticar mogollón de cosas, aunque el gobierno, por supuesto el jefe del Estado, y los principios básicos del régimen, siguen siendo sacrosantos. Y somete, de hecho, a la publicación a un régimen de escasa seguridad jurídica: en España se puede publicar lo que se quiera pero, eso sí, el gobierno retiene la potestad de secuestrar e incluso prohibir la dicha publicación. O sea, en el fondo peor, porque antes por lo menos el editor no invertía pasta en papel y distribución: le paraban la cuádriga antes de eso.

La teórica libertad de prensa y la teórica libertad sindical, o entente Fraga-Solís, es, como decía, el principal baluarte de ese segundo franquismo que algunos, o muchos, llaman tardofranquismo. Ambos dos políticos saben que han hecho una importante aportación a la Causa (para entonces, es ya casposo llamarla Cruzada) y esperan que las mieles del poder desciendan prontas sobre sus testas en consecuencia. Cosa que no ocurre. Al pobre Solís, las intensas comidas de oreja de los ministros tecnócratas económicos en El Pardo cada vez le recortan más ese reducto ajado del viejo poder falangista que es la Organización Sindical. Franco acude cada primero de mayo, puntual, al Bernabéu para ver la demostración sindical; pero, en el maletero de su coche, la tecnocracia conspira para cortarle las alas a ese gorrión, que un día fue paloma creyendo ser gavilán (toma ya le franquisme á la mode de Paul Abraira), llamado nacionalsindicalismo. Son ya los años en los que en Madrid se populariza el chiste, geográficamente preciso, según el cual el Movimiento (léase la Falange) es una cosa en la que se entra por José Antonio (hoy Gran Vía) y se sale por Desengaño.

Por lo que se refiere a Fraga, tarde se da cuenta el gallego de que ha escogido mal caballo. A principios de los sesenta, cuando llega a su mayoría de edad política, la estructura de FET y de las JONS parece el lugar idóneo para hacer carrera franquista; pero se ha equivocado, porque es esa nebulosa indefinible que llamamos tecnocracia (algunos, con menor precisión aún, lo llaman ministros del Opus Dei; que sería como llamarlos Ministros con Dos Piernas) la que se está llevando el gato al agua. El gato ya casi tiene parkinson, está cansado y, además, los tecnócratas le garantizan lo que él quiere, que es seguir en el poder. El espectáculo dado por López-Rodó en el 63, cuando consigue que Valery Giscard d'Estaign acabe firmando un super-préstamo para España en medio del escandalazo de la ejecución de Julián Grimau, que Fraga torea con la prensa internacional como puede, le demuestra que son estos chicos tan serios los que le pueden dar lo que necesita; o sea, pasta para que los españoles tengan un seiscientos y una tele y, a cambio, le dejen a él seguir mandando.

El entente Solís-Fraga monta el escándalo Matesa para cargarse a los tecnócratas y que Franco les llame a El Pardo, como quien llama a un hijo al que ha puteado erróneamente, les pida perdón con lágrimas en los ojos (es una metáfora; no creo que Franco le pidiese jamás a nadie perdón con lágrimas en los ojos) y les diga aquello de: he estado ciego, pero de nuevo veo La Luz. Su gran error, en ese momento, es hacer eso que se llama una estimación ceteris paribus, es decir, partir de la misma base teórica de la que parten hoy en día tantos opinadores del franquismo que saben de él lo mismo que saben de la teoría de las Supercuerdas: que todo, en el franquismo, permanecía inalterable.

Lejos de ello, el franquismo, como todo lo que está vivo, evolucionó mientras lo estuvo y, consecuentemente, había piezas del ajedrez que la entente matesina creía inmóviles en los mismos escaques y que, sin embargo, estaban en el otro lado del tablero. Hablamos del propio Franco, y de la Iglesia; quizá, vete tu a saber, hasta del Príncipe (aunque supongo que, por sempiterna discreción borbónica, nunca nos lo aclarará). Matesa sale de puta angustia para quienes la lanzan.

En ese momento, Manuel Fraga podría haberse echado al monte. Convertirse en un demócrata opositor, levantar la bandera antifranquista. No obstante, siendo como es una persona que no puede vivir mucho tiempo sin respirar poder, sabe que no será capaz de vivir la vida de Gil-Robles, o de Ridruejo, o de Laín, o de tantos conspicuos colaboradores activos del franquismo que se pasaron a los Jedai. La vida de Jedi, o eres verde, feo y extremadamente paciente como Yoda, o es jodida que lo flipas. Ademas, puede que Fraga pensase de sí mismo que le pasaría como a Darth Vader: muerto el Emperador, él moriría con él. Y Fraga, la ambición sobre la ambición, está dispuesto a sobrevivir a Franco.

Así las cosas, el villalbino se coloca au dessus de la melée, se curra la embajada española en el país democrático que mejor puede comprender al régimen (léase, sin ir más lejos, la defensa cerrada que del franquismo hizo, en sus peores momentos de aislameinto internacional, Winston Churchill en la Cámara de los Comunes), y allí escenifica una conversión a las formas democráticas sobre cuya sinceridad sólo puede, o mejor podía, opinar él mismo. Quiere ser El Deseado, y en buena parte lo consigue. Su jugada es extremadamente inteligente, porque el final del franquismo es una monstruosa rueda dentada que tritura todo lo que encuentra: Solís, los tecnócratas, Arias, los aperturistas, Cantarero, la Falange que ahora se llama autentica; todo. Pero Fraga no resulta triturado, porque está a unas cuantas miles de la merdé.

Cuando el franquismo inicia su última tentativa de salvación, o el franquismo sin Franco, que eso es el espíritu del 12 de febrero, las asociaciones políticas y todo el momio diseñado por el ticket Arias Navarro-Carro, Fraga ya tiene claro, probablemente porque le ha sido plainfully explained en algún que otro salón o despacho londinense, que ese caballo es un mulo y perderá la partida. Por la dicha razón, Fraga asesta una puñalada trapera al posfranquismo franquista al decidir no unirse a la Unión del Pueblo Español de Solís, entidad destinada a aprovechar la ley de Asociaciones para convertirse en nuevo partido único disfrazado de pitufo. Incluso le hacen venir de Londres y le meten en un barquito a discutir con Solís, en plan Franco y Juan de Borbón dirimiendo los destinos de España como si les perteneciesen; discusión de la que nada en claro sale y en la que, es de suponer, el lucense despliega todas y cada una de sus habilidades galaicas de decir una cosa, luego la contraria y, en tercer lugar, otra contraria a las dos anteriores.

En lugar de una asociación amparada por la ley, funda Fraga Fegisa, una sociedad anónima de estudios y reflexión (sic), lo cual es una señal clara de que las asociaciones políticas le importan un bledo. Los entonces denominados fegisarios serán la Generación X de la UCD, en su mayoría.

Muerto Franco, Viva el Rey, Fraga piensa que será llamado para pilotar la transición a la democracia que, él no se recata de decirlo a diestro y siniestro, tiene una hoja de ruta muy clara, y Londres es es lugar más idóneo para aprenderla. De nuevo, yerra. El puto ceteris paribus. Fraga sigue pensando que Arias y Carro son los mamporreros de la transición juancarliana; o sea, no ha reparado demasiado en Torcuato Fernández Miranda, el verdadero muñidor de la partida, que no quiere hablar de vacas sagradas al frente del proceso y, por eso, en votación histórica, y no deja de ser todo un símbolo, consigue que un Primo de Rivera le haga la ola y decante una votación crucial para colocar en la plataforma de lanzamiento al piloto de la transición en la persona de un falangista tan ambicioso como desconocido llamado Adolfo Suárez González. Toma ya sorpasso.

Cualquiera, en esa situación, se habría retirado. Muchos lo hicieron, de hecho. Pero no Fraga. El gallego decide reconvertirse, y reconvirtiendo realiza la segunda misión histórica para España: hacer de Carrillo inverso.

A Manuel Fraga y a Santiago Carrillo les debe la Historia de España el servicio de haber integrado en el endeble proyecto de la Transición a las cohortes de españoles que todavía querían darse de hostias. Así de claro. Eran minoritarias, sí. Eso nadie lo duda. Pero Suárez no habría podido con ellos, y mucho menos Isidoro. Había ganas de pelea en la España del 76, pero se fueron al carajo por la labor de un estrecho grupo de personas al que pertenecen Fraga y Carrillo, y donde había que apuntar también a Suárez, a Gutiérrez Mellado y, por supuesto, al marido de la griega, que supo, justísimo es reconocerlo, manejar el metrónomo con mano diesta.

La Alianza Popular de Fraga se convirtió muy pronto en el voto útil de los que querían votar a Fuerza Nueva, o no votar. Y se convirtió, también, en la ilusión de todos los días de los españoles conservadores que querían que una de las cláusulas de la Transición fuese no repetir la movida de la II República de abrir un juicio político al régimen anterior. A cambio, pagaron con la amnistía.

Con AP, Fraga sobrevivió a su peor momento político. Así, en los ochenta, ya más calmado y consolidado, llegó con fuerzas y ganas al tercer acto de su existencia política, que era la creación del fragato gallego. Dos cosas dejaron pijarriba al socialismo rampante en los ochenta: que un enano con cara de Kuato (Total Recall) les quitase su Cataluña (y por recuperarla han sido capaces de convertirse en lo que no eran, es decir rebeldes de la partida del propio Kuato); y que Zapatones les dejase en Galicia con la cabeza caliente y los pies fríos.

Al final de su vida, pues, Fraga reinó. Lo que siempre había querido, y aquéllo para lo que siempre trabajó. Por el camino, escribió capítulos de la Historia de España que a cada uno le corresponde juzgar. Cada cual tiene derecho a pensar que va al encuentro de Dios, o del Diablo.

Eso sí, se trate de Dios, o del Diablo, yo, que ellos, apretaría las nalgas (EDITO: puesto que me llaman la atención, en privado, de que la expresión «apretar las nalgas» puede entenderse en un sentido que yo quizá no quería darle, y es verdad que no quiero, léase: «apretaría los dientes») y me andaría con cuidado a partir de ahora.

jueves, enero 12, 2012

Franco y el imperio japonés (y 2)


Fue el hecho de que el cuñadísimo le hubiera intentado echar un órdago a Franco, lo que determinó su salida del Gobierno el 1 de septiembre de 1942. Aun así, en una situación en la que la victoria del Eje tardaba en llegar, a los japoneses les habían dado un varapalo severo en Midway y España era cada vez más dependiente de  los suministros norteamericanos, Franco debió de ver con satisfacción la llegada al Ministerio de Asuntos Exteriores del Conde de Jordana, un conservador sin grandes ambiciones y al que no le ponía tan cachondo lo de la unidad de destino en lo Universal.

A partir del acceso de Jordana al Ministerio de AAEE, la política exterior española se volvió más genuinamente neutralista, dejando atrás el invento de la “no beligerancia”. Se buscó el acercamiento a otros países neutrales como Portugal, Suiza o la Santa Sede y se empezaron a hacer guiñitos a los Aliados, tanto más insistentes, cuantas más batallas iba perdiendo el Eje. Había en la manera de proceder de Jordana algo del genio maniobrero del difunto Francisco Fernández Ordóñez, que logro transitar de la UCD centro-derechista al izquierdista PSOE a base de pequeños pasitos casi imperceptibles. Algo parecido hizo Jordana, quien comentó al Duque de Alba la necesidad de una “política cautelosa que fuera introduciendo cambios, sin anunciarlos previamente a ninguno de los beligerantes, pero cuyo resultado fuera la neutralidad final.”

Los cambios en la relación con Japón fueron produciéndose casi imperceptiblemente. Al principio las redes del espionaje en favor de Japón siguieron funcionando, pero ya no eran fomentadas por el propio Ministro, sino que Jordana se limitaba a mirar para otro lado y no quererse enterar. A diferencia de Serrano Súñer, Jordana no temió crear contenciosos allá donde había problemas genuinos en las relaciones bilaterales, en lugar de barrerlos debajo de la alfombra. Por ejemplo, no dudó en protestar en octubre de 1942, cuando los japoneses le retiraron al español el carácter de lengua oficial en Filipinas.

Rodao dice que con Jordana la política con respecto a Japón sirvió de banco de pruebas para el acercamiento a los aliados. La Alemania nazi y la Italia fascista contaban con muchas simpatías en el régimen y se encontraban amenazadoramente cerca. En las relaciones con ellas los experimentos había que hacerlos con gaseosa. En cambio, Japón estaba muy lejos y, caído Serrano Súñer, no contaba con verdaderos simpatizantes en el país. A esta cambio de percepción se unió la constatación en desde finales de 1942 de que Japón estaba recibiendo muchas más tortas que las que recibía y que no entraría en guerra con la URSS. Y por si fuera poco, de pronto los gobernantes españoles se acordaron de que eran blancos, cristianos y occidentales como los enemigos de esos japoneses que no dejaban de ser unos tíos un poco raritos.

La legación de Japón en Madrid se daba cuenta de que pintaban bastos e hizo un intento a mediados de 1943 porque las relaciones se elevasen al nivel de embajadas. Tokio dio el visto bueno, pero Madrid no quiso saber nada del asunto. El informe que apoyaba que se rechazase la solicitud japonesa, utilizaba como argumentos los siguientes: 1) El escaso contenido de las relaciones políticas y lo nulo de las comerciales; 2) La representación de los intereses japoneses ante terceros países entorpecía la orientación española hacia la neutralidad; 3) Los españoles en Filipinas no habían recibido un trato conforme a una relaciones supuestamente amistosas; 4) El no reconocimiento de su pleno status al Cónsul español en Manila. El informe no se anda con pelos en la lengua: las relaciones con Japón cuentan tan poco que podemos dejarlas caer con facilidad en aras de un mejor entendimiento con los Aliados. El informe también reconoce la insatisfacción española por la falta de respeto japonés hacia sus intereses en Filipinas.

El declive del Eje complicaba la situación internacional de España. Fue entonces cuando a Franco se le ocurrió la brillante idea, que expuso al Embajador británico, de que en realidad se estaban disputando tres guerras: una entre los Aliados y el Eje, otra entre Alemania y la URSS y una tercera en el Pacífico. En la primera España era neutral e incluso veía con simpatía a los Aliados; en la segunda, España estaba expectante, ante el temor de que la victoria de la URSS supusiese la comunistización de Europa; en el Pacífico, España deseaba la victoria de los Aliados. Muy hábil y muy jesuítico, pero no coló.

Rodao destaca justificadamente el Incidente Laurel que ocurrió en el otoño de 1943. Viendo la derrota cada vez más cercana, los japoneses intentaron ganarse las simpatías de los pueblos asiáticos que habían conquistado. En lugar del gobierno directo por los japoneses, establecieron gobiernos títeres al estilo del que existía en Manchukuo desde los años 30. La estrategia era bastante burda, pero los japoneses confiaban en que los nuevos gobiernos pudieran conseguir credibilidad si los países neutrales los reconocían. En Filipinas el gobierno títere tuvo a su frente a José Paciano Laurel. España simpatizaba con la idea de unas Filipinas independientes, pero no le gustaba que esa independencia hubiese llegado de la mano de los japoneses y existía el temor de que su reconocimiento pudiera incomodar a EEUU.

El Conde de Jordana envió un telegrama en el que se la cogió con papel de fumar. Acusó recibo del telegrama que le había enviado Laurel, exaltaba los lazos entre ambos países y echaba balones fuera. Pero los telegramas diplomáticos los carga el diablo y cuanto más sensibles, más posible es que se cuele una errata de bulto. La errata en este caso fue que iba dirigido a “S.E. el Sr. D. José P. Laurel. Presidente República Filipinas” y que el remitente era el “Conde de Jordana, Ministro de Asuntos Exteriores de España.” Eso bastó para que los medios del Eje lo presentasen como un reconocimiento español de la independencia de Filipinas.

El tema fue aireado por los medios norteamericanos que se lo tomaron fatal e iniciaron una campaña antiespañola. El Departamento de Estado era consciente de cuál era la verdadera posición española y de que en el asunto había habido más de torpeza que de animosidad. No obstante, entendió que podía servir de palanca para poner nervioso al régimen franquista y lo utilizó para obtener concesiones. Las dos que más les interesaban y que acabaron consiguiendo fueron el embargo de las ventas de wolframio a Alemania y la restricción a las actividades de los agentes del Eje en Tánger.

Para mediados de 1944 ya estaba claro que los Aliados ganarían la guerra. Desgraciadamente, justo cuando era más necesario, el Conde de Jordana murió el 3 de agosto de 1944 en un estúpido accidente de caza. Su sucesor fue José Félix de Lequerica, al que le faltaba la sutileza de Jordana. Rodao afirma que a Lequerica se le nombró Ministro de AAEE por una carambola: había sido el Embajador de España ante la Francia de Vichy y había que sacarle de allí de alguna manera un poco digna, antes de que llegasen las tropas aliadas y le sacasen a gorrazos.

Cuando Lequerica asumió los mandos del Ministerio, el objetivo que se quería conseguir estaba claro: el acercamiento a los Aliados, aunque a esas alturas del partido Franco aún pensaba que la guerra podría terminar con una paz honrosa para los alemanes que dejase en pie al régimen nazi. El manejo de la relación con Japón como manera de aproximación a los Aliados también estaba claro. Pero a Lequerica le faltó el gradualismo y la finura de Jordana en el manejo de los tiempos en el deterioro buscado de las relaciones con Japón. Se comportó más como un toro en cacharrería. Y con su falta de finura, perdió de vista algo que Jordana había intentado defender: los intereses de España y de la comunidad española en Filipinas. Para Lequerica,- y seguramente no era el único-, lo esencial, casi lo único ahora, era la supervivencia del régimen franquista en la postguerra.

Rodao saca a colación una interesante circular para los medios de comunicación que Lequerica emitió el 16 de agosto de 1944 con el título “Orden y orientaciones sobre la situación de la guerra y la conducta española, con especial referencia a la lucha en el Pacífico. Contra la política japonesa de signo anticristiano y antioccidental.” La circular empezaba señalando que la visión española de la vida es la “concepción cristiana y occidental”. La vinculación con los países hispanoamericanos, la alianza de éstos con EEUU y la amistad sostenida de España con dicho país (resulta interesante hablar de amistad sostenida con EEUU, cuando el 7 de diciembre de 1941 Lequerica mató el pavo que había estado cebando para el día que ganase el Eje, para celebrar el ataque japonés a Pearl Harbour) hacen que la preferencia de los medios españoles “no vaya nunca a favor de una potencia asiática y en detrimento de una potencia occidental.” La nota también pone la posición española al diapasón de la portuguesa. Portugal también era una dictadura, pero una que había mantenido una neutralidad favorable a los Aliados durante toda la guerra. El régimen de Franco estaba intentando ver si colaba que los españoles eran como los portugueses. No coló. Un último punto interesante de la circular es que del Pacto de No Agresión entre Japón y la URSS saca unas conclusiones curiosas: se trata de una connivencia entre dos imperios asiáticos taimados que es “una hábil trampa para todos los pueblos europeos o de procedencia europea. Existe de hecho una amistad ruso-japonesa, a pesar de la filiación de estos países en la lucha entablada.”

Allá donde en 1942 se vilipendiaba a EEUU por haber tratado de borrar la huella hispana en Filipinas y se confiaba en su recuperación bajo la ocupación benévola de los japoneses, en 1945 el propio Franco le hablaba al Embajador norteamericano de “su magnífica opinión sobre la forma en que los Estados Unidos habían tratado a los ciudadanos y bienes españoles en las Filipinas durante el período de la ocupación americana” y añadía en plan pelota: “Otro pueblo joven [EEUU], lleno de intrepidez y técnicas nuevas, llegó aquí para sustituirnos. Bajo su mundo nuestras escuelas permanecieron inalteradas [ mentira y seguramente Franco lo supiera, pero había que mantenerse en el machito] y los grandes basamentos de la civilización filipina que allí quedaron no fueron quebrantados en lo sustancial.”

El terreno se estaba preparando para romper relaciones con Japón e incluso declararle la guerra y la idea se sopesó a finales de 1944. No obstante, Rodao indica que hubo tres factores que hicieron que no ocurriese. España, que no las tenía todas consigo, prefería hacer lo que Portugal hiciese y Portugal optó por no declarar la guerra. En segundo lugar, se temían los efectos de una ruptura de relaciones sobre los intereses españoles en Filipinas. Finalmente estaba la propia personalidad de Franco, que prefería mantenerse a la expectativa. Mientras que esa actitud en 1940 fue positiva, porque impidió que apostase al caballo perdedor, en 1944 le costó muy caro. A finales de 1944 la España franquista hubiera podido rentabilizar una declaración de guerra a Japón. Cuando el tema se abordó más en serio en la primavera de 1945 la ventana de oportunidad se había cerrado y los Aliados casi preferían no contar a su lado con un socio tan oportunista y desagradable.  

La liberación de Manila en febrero de 1945 y la masacre de la comunidad española que la acompañó representaron un shock para la España franquista. Lequerica pensó que había llegado el momento de declarar la guerra a Japón y se puso a hacerles guiñitos cómplices al Reino Unido y a EEUU. Ni uno ni otro vieron la iniciativa española con ninguna simpatía. Se nos había visto demasiado el plumero. Varios expertos estadounidenses que consideraron el tema señalaron que el beneficio militar de la aportación española sería prácticamente nulo, mientras que el engorro político de tener como aliado a un régimen fascista sería considerable. A la desesperada España llegó incluso a sugerir el envío de una División Azul marina. La visión del General Muñoz Grandes en bañador y con manguitos debió de atragantárseles a los Aliados, que nunca se la tomaron en serio.

El 11 de abril de 1945 finalmente el régimen franquista rompió relaciones diplomáticas con Japón, utilizando el pretexto de las matanzas de Manila. Tanto japoneses como Aliados anticiparon que España declararía la guerra inmediatamente después. Pero el globo se deshinchó. España nunca llegaría a declarar la guerra a Japón.

Rodao apunta a varios motivos para esa no declaración de guerra. El primero fue temporal. El mismo día que España rompió relaciones diplomáticas con Japón, murió Roosevelt. Roosevelt y su entorno hubieran podido estar más predispuestos a darle árnica al régimen franquista; con Truman, su sucesor, era otra historia. Por otra parte, el régimen nazi en Europa estaba dando sus últimas boqueadas. Ya apenas le quedaban tres semanas de vida. El intento de cambiar de chaqueta en el último instante se notaba demasiado. Franco había esperado demasiado para declarar la guerra a Japón. El segundo fue de política interna. Muchos dentro del régimen estaban en contra de la declaración de guerra. El argumento esencial es que ya era fútil, se trataría de una medida sin valor moral ni práctico.     

En las postrimerías de la II Guerra Mundial, el régimen franquista intentó hacerse perdonar su pecado original de no ser fascista mediante el recurso a la geopolítica: soy tu aliado frente a los paganos y crueles japoneses. Se le vio el plumero y no funcionó. Siguieron años de aislamiento y de confiar en que la bendita geopolítica viniera al rescate. Esto ocurriría finalmente en 1953, cuando la lucha contra el comunismo, le proporcionó al franquismo la hoja de parra que necesitaba para no dar el cante en la comunidad de naciones.

martes, enero 10, 2012

Franco y el imperio japonés (1)

Publico hoy en el blog, de forma paralela al de Tiburcio, el primer capítulo de dos que ha escrito el proboscídeo sobre un tema verdaderamente interesante y bastante poco conocido, que es la relación del franquismo con el Imperio japonés. Uno de estos días, según las previsiones, me voy a pasar por el zoo para visitar a Tiburcio, que al parecer ha logrado esquivar a una recua de elefantas que lo venían procurando desde hace meses. Así pues, es posible que pronto se nos ocurran más polladas para ambos blogs.

Tiburcio y yo tenemos el acuerdo de que todo lo que yo escribo que habla de Asia se publica en su blog, y todo lo que él escribe que toca la Historia de España (broadly considered) tiene cabida aquí. 

Bueno, os dejo con él.

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Franco y el imperio japonés. By Tiburcio Samsa

En un país que confunde a los chinos con los japoneses y que todo lo que sabe de Thailandia es que hay masajes guarros, escribir sobre Asia constituye todo un desafío. Ese desafío se convierte en salto mortal si encima uno escribe sobre temas arcanos. El investigador Florentino Rodao ha afrontado ese reto escribiendo “Franco y el Imperio japonés” o la historia de cómo un intrépido caudillo que no había pasado de Tetuán afrontó las relaciones con el Imperio del Sol Naciente durante la II Guerra Mundial.

Desde comienzos del siglo XVII, cuando quedó en evidencia que Filipinas no se convertiría en el trampolín desde el que España saltaría a Asia, sino que sería nuestra última colonia americana, España perdió todo interés por Asia. Tras el desastre del 98, España terminó por asumir que Hernán Cortés quedaba muy lejos y que a lo más que podía aspirar era a un mini-imperio de andar por casa y que no quedase muy lejos: el Rif, el Sahara y Guinea Ecuatorial. Fuera de eso quedó una vinculación más sentimental que práctica con el mundo hispano, en el que se englobó también a Filipinas.

La ignorancia española de Asia en las tres primeras décadas del siglo fue clamorosa. España sólo tenía un consulado, el de Manila, y dos embajadas en la región, la de Tokio y la de Pekín, y aún se estaba preguntando si no debería cerrar una de las dos. El Embajador de España en Pekín se permitió informar a sus superiores de que los chinos eran “450 millones de macacos cortados por el mismo patrón, o mejor dicho, el mismo muñeco de celuloide repetido 450 millones de veces” y no pasó nada.

Japón se escapaba un poco de este desinterés. En 1868 tanto España como Japón habían sufrido sendas revoluciones. Ahí terminaban los parecidos. Cuarenta años después, España seguía siendo un país de tercera, mientras que Japón había derrotado al imperio ruso, se había labrado un imperio colonial y comenzaba a hablarles a las grandes potencias de tú a tú. La imagen de un país que había aunado tradición y modernidad resultaba muy seductora para las élites conservadoras españolas. El samurái valeroso y abnegado y la geisha refinada y delicada se convirtieron en las dos imágenes predilectas de Japón. O sea que le hicimos a Japón lo que Merimée nos había hecho a nosotros cien años antes, reduciéndonos o a toreros echados para adelante o a mujeres sensuales y flamenconas.

Tras el final de la guerra civil, fueron los sectores más ideologizados del régimen los que tomaron las riendas de la política exterior. Dos ideas les guiaban: 1) Un rabioso anticomunismo y el rechazo a la democracia parlamentaria; 2) El deseo de subirse al tren del Nuevo Orden que surgiría de la esperada victoria de la Alemania nazi y la Italia fascista. En ese contexto se esperaba de Japón que plantase cara al imperialismo anglosajón en Asia y el Pacífico y que se uniese a la cruzada anticomunista. Esos objetivos comunes permitieron esconder diferencias más profundas, empezando por el disgusto de ver cómo una raza amarilla acababa con el dominio del hombre blanco en Asia o apreciar que Japón tenía sus propios objetivos, que no coincidían necesariamente con los de sus aliados. Es probable que si la II Guerra Mundial hubiese terminado con la victoria del Eje, esas diferencias habrían acabado estallando y habrían conducido a un conflicto.

Las perspectivas de tener a Japón como aliado en la guerra hicieron que se difundiese una imagen idealizada del país y se subrayasen las semejanzas, semejanzas más imaginadas que reales. Sobre esto, Rodao saca a colación una cita del siempre excesivo Ernesto Giménez Caballero, que no tiene desperdicio: “Pero la admiración y afecto de España por Japón no es de hoy, sin embargo, procede desde el momento en que nos dimos cuenta de ser el Japón la otra España; la de allá. O sea, una nación colocada frente a un poderoso Continente Occidental (Estados Unidos) y un continente inmenso de color (el Asia china e hindú). Como España es la nación del lado de acá, colocada entre Francia e Inglaterra (Occidente) y el África (Oriente). España y Japón, las dos fronteras del mundo. Son dos puertas. La misma unidad de destino en lo Universal.”

El problema surgió cuando esa misma unidad de destino en lo Universal optó por no declararle la guerra a la URSS tras el ataque alemán. Muchos se sintieron decepcionados por la supuesta defección de Japón. La realidad es que Hitler se había buscado esa defección. Cuando en agosto de 1939 firmó el Pacto de No Agresión con la URSS Hitler sorprendió a propios y extraños. Sorprender a los extraños está bien; ¡que se jodan! Pero sorprender a los propios… A Japón el Pacto le pilló con el paso cambiado. Unos meses antes había tenido una pequeña guerra fronteriza con la URSS de la que había salido trasquilado y se sentía rodeado de enemigos sin saber por dónde le caerían las collejas. Así que se puso a enmendar sus relaciones con su vecino del norte. En abril de 1941 su Ministro de Asuntos Exteriores, Matsuoka, visitó Berlin. Los alemanes le dieron pistas de que se disponían a atacar a la URSS, pero Matsuoka que era un poco obtuso en el juego de las adivinanzas no se coscó y de regreso a Japón firmó un Pacto de No Agresión con la URSS. Incluso si se hubiera coscado, está por ver si hubiera cambiado de política. Para entonces los planificadores japoneses ya habían optado por expandirse hacia el sur y tocarles los cataplines a norteamericanos, británicos, franceses y holandeses, con lo que no estaban para muchas aventuras en su frontera norte.

Esa decepción con Japón coincidió con un momento en el régimen franquista en el que los falangistas más ideologizados empezaron a batirse en retirada. El momento de tratar de adueñarse del Estado había pasado, aunque todavía no se hubiesen dado cuenta. Una de las áreas donde perdieron poder fue en la de la censura y la propaganda. Eso implicó que ya no pudiesen vender igual de bien la imagen idílica de un Japón de samuráis en comunión de intereses con España. La no entrada en la guerra contra la URSS y la constatación de que dos años de darse besitos en la boca no habían producido ningún resultado tangible llevaron a que los sectores conservadores comenzaran a ver a Japón con ojos menos favorables. A ese cambio de imagen se añadía una consideración de política interior: cuanto más se pusiese en evidencia que las relaciones con Japón eran un globo lleno de aire, en peor situación se dejaba al Ministro de Asuntos Exteriores, el cuñadísimo Ramón Serrano Súñer.

Si había alguien que se creía lo de la unidad de destino en lo Universal aparte de Giménez Caballero, ése era Serrano Súñer. Serrano Súñer aspiraba a ser el Mussolini español; se veía convirtiendo a España en otra Italia, en la cual la Falange jugaría el papel del Partido Fascista. Para mediados de 1941 Serrano Súñer estaba perdiendo la partida frente a su cuñado al que la única ideología que le importaba era la de mantenerse en la silla. En esa tesitura, Serrano Súñer decidió que su única posibilidad de montarse en el machito pasaba por la victoria del Eje. El Eje era la principal baza que le quedaba, ahora que los falangistas acomodaticios se estaban convirtiendo en franquistas y los ideologizados iban quedándose en la cuneta.

Serrano Súñer se pasó tantos pueblos en su pro-niponismo que el propio Embajador norteamericano en Madrid mandó una nota de protesta al Ministerio de Asuntos Exteriores español tachándolo de “portavoz” del Ministerio de Exteriores japonés. El Embajador japonés en Madrid informó a Tokio que la disposición española hacia Japón era mejor todavía que la alemana o la italiana.

De los muchos campos en los que Serrano Súñer trató de colaborar con Japón, el más llamativo, por no decir el más chusco, es el del espionaje. Japón había dependido de Alemania e Italia para plantar sus antenas en Europa, pero eso no le bastaba. España, por su condición de neutral, resultaba un lugar muy apropiado para recabar información. Otra ventaja es que los españoles, como súbditos de un país neutral, sí que podían viajar a los países enemigos de Japón. Y aquí entró en juego el personaje más desopilante de los que aparecen en el libro de Florentino Rodao, Ángel Alcázar de Velasco, el espía torero.

Alcázar de Velasco era torero, falangista radical y mujeriego, no sé bien en qué orden. Para imaginárselo, no hay más que representarse al personaje del torero Juncal que creó hace muchos años Paco Rabal. Hedillista y condenado a muerte por los sucesos de Salamanca, vio su sentencia conmutada por haber contribuido a frustrar una evasión de presos republicanos del penal en el que se encontraba. Reclutado por la inteligencia alemana, inició su peculiar carrera como espía.

Alcázar de Velasco estuvo destinado a comienzos de 1941 en la Embajada de España en Londres donde montó o trató de montar una red de espionaje, unos de cuyos clientes habrían sido los japoneses. Descubierto por los ingleses, que le dieron la patada, de regreso a la Península empezó a pasarles información a los japoneses y a ayudarles, con un afán digno de Gila, a montar una red de espionaje en EEUU.

Alcázar de Velasco era un gran fabulador, que es la manera educada de llamar a los mentirosos que tienen desparpajo y son simpáticos. El lector siente que Rodao, que entrevistó a Alcázar de Velasco para el libro, no sabe con qué quedarse de todas las historias que le contó éste. Parece que Alcázar de Velasco fue un espía muy prolífico., por no decir inventivo. Según Rodao, “buena parte de los datos entregados a los japoneses era pura invención.” No obstante, los norteamericanos llegaron a sentirse interesados por Alcázar de Velasco: muchas de sus informaciones verídicas estaban simplemente sacadas de la prensa aliada, pero había algunos datos que no procedían de la prensa sino de otras fuentes no identificadas. Los japoneses otorgaron durante mucho tiempo bastante veracidad a Alcázar de Velasco. Un dato curioso: una de las informaciones inventadas de Alcázar de Velasco era que en EEUU “un 70% de la población estaba contra la guerra, las fábricas habían decidido hacer material bélico defectuoso para protestar por la situación política”. El periodista y experto en relaciones internacionales japonés Koyosawa Kiyoshi cuenta en su diario de los años de la guerra que asistió a una conferencia que dio en mayo de 1943 un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores que afirmó que: “El hecho de que continuamente estén ocurriendo accidentes de aviones en América es el resultado de la inferioridad mental de los trabajadores y mediante esos productos defectuosos intencionadamente revelan su oposición a la guerra.” Pues sí, parece que alguna de sus invenciones coló bien.

Aunque la invención más sui géneris de todas llegó a comienzos de 1943, cuando Serrano Súñer ya no era ministro. Alcázar de Velasco les informó que Serrano Súñer había hecho un viaje secreto a Roma, donde había mantenido una entrevista con los Ministros de AAEE de Alemania e Italia y con un enviado norteamericano con vistas a un acuerdo de paz. La entrevista había sido fructífera, aunque el principio de acuerdo alcanzado no había progresado ante la negativa alemana a concertar una paz con EEUU sin contar con Japón. La información puso de los nervios al Embajador japonés en Madrid, que buscó y obtuvo la corroboración de la información de labios del propio Serrano Súñer. Sondeos en Roma y Berlin acabarían revelando que todo era una invención. ¿Por qué se inventaron esa historia?, se pregunta Rodao y la respuesta plausible que encuentra es bastante maquiavélica: incitar a Japón a que atacara a la URSS ante el temor de que sus aliados le dejaran en la estacada. Un falangista radical podía ver en ese ataque japonés la única posibilidad de que Alemania ganase la guerra a esas alturas del partido. Si ese falangista radical era Serrano Súñer, podía pensar que con ese ataque sus acciones personales volverían a cotizar al alza, ante la perspectiva renovada de que finalmente el Nuevo Orden se hiciera realidad.


domingo, enero 08, 2012

Pero... ¿alguna vez la Iglesia pensó que la mujer es una zarigüeya?


Seamos claros desde el principio. La vida en el planeta Tierra, para las mujeres, nunca ha sido fácil. La mujer, en términos generales, desde el momento en que, dentro de la división del trabajo en la familia, vio cómo el papel de salir a cazar y/o a guerrear (por lo tanto, a obtener el sustento) le era adjudicado al hombre, ha sido considerada como una especie de menor de edad, con derechos consecuentemente menores que aquéllos de los que disfrutaba el hombre. A empeorar estas cosas colaboró la circunstancia somática femenina del ciclo menstrual, que nunca he estado bien visto por los mitos construidos por el hombre. Siendo la religión musulmana una creencia relativamente tardía, todavía nos encontramos en ella a Mahoma consolando a su mujer porque no puede entrar en la Meca; está en esos días. Y de las complejas elaboraciones de las costumbres judaicas, forzadas por la impureza esencial de la mujer durante su periodo, se podría hablar, y no parar.

Este tema de la mujer puteada es visto por mucha gente como una especie de curso histórico en el cual la mujer, cuando menos en Europa, ha ido, lentamente, de menos a más. Según esta teoría, la Edad Media debería ser un periodo más jodido para las mujeres que los siglos posteriores, durante los cuales el bálsamo del humanismo habría curado algunas de las veleidas hipermachistas del hombre medieval. A hombros de esta idea, se han construido mitos diversos, de entre los cuales el cinturón de castidad y el denominado derecho de pernada son dos casos muy visibles.

La Edad Media, en efecto, tiene fama de etapa oscura, brutal, feudal, lo que coadyuda para estas elaboraciones mentales. Y, sin embargo, las cosas no son exactamente como se pretende. Sin ser la Edad Media un tiempo del hombre de costumbres modélicas, tampoco es tan cierto lo que se dice. En primer lugar, no tiene mucho sentido defender que la Edad Media fue un tiempo de capullos retrasados y, tres minutos después, alabar el alumbrado público de la ciudad de Córdoba y otras tantas cosas implantadas por los musulmanes durante su dominación española; siendo lo cierto que dicha dominación se produjo durante los tiempos medievales. Por lo que se refiere a la propiedad y el poder feudal, ya diversos medievalistas, como Sánchez Albornoz, han destacado que cuando menos en España las necesidades de la reconquista, que obligaban a los reyes a implantar pueblas o colonizaciones en condiciones comprometidas, hicieron que esos monarcas otorgasen a dichos pobladores privilegios de variada laya que, de hecho, hicieron que aquellos hombres medievales fuesen, de lejos, mucho más libres e independientes que, un suponer, los siervos del ducado de Lerma o de Medina-Sidonia en sus mejores tiempos, algunos siglos después.

Los hombres medievales, que habían heredado los baños públicos de sus antecesores, bien romanos, bien bizantinos, se lavaban bastante más que sus nietos y bisnietos (pero menos que los musulmanes, lo cual les dio a éstos una ventaja inesperada en las Cruzadas, pues eran menor pasto de las epidemias). La costumbre de bañarse se la cargó la Iglesia, como muchas otras cosas, por razón de que los baños públicos de las ciudades seguían siendo, como en su origen, unisex, y eso esa algo que no se podía permitir.

El machismo de la iglesia católica es algo que está fuera de toda duda. A día de hoy, todavía se resiste a conceder a hombres y mujeres la misma calidad en la grey de Dios, que ya le vale. Pero, con todo, en los tiempos medievales era bastante peor. Campeón de campeones de la supremacía masculina fue Tomás, aquel filósofo y santo de Aquino que estaba tan gordo que trabajaba en una mesa con rebaje para encajar ahí la panza.

La doctrina cristiana es, como ya he tenido ocasión de recordar en no pocos posts de este blog, las bases de la religión hebrea reinventadas por ese gran reformador que fue Pablo de Tarso, aderezadas con adiciones de aquí y de allá, que buscaban hacer la nueva doctrina comprensible a las gentes; se buscaba, en efecto, que el cristianismo «le sonase» a los paganos como algo cercano a lo que ya creían antes de ser cristianos; por eso celebramos la Navidad en las mismas fechas que el solsticio de invierno que celebraban romanos o mitraístas; o la Semana Santa en el mismo momento de las fiestas del nacimiento de la primavera o la muerte y resurrección de Adonis, fiesta ésta extendidísima en lo que hoy conocemos como Próximo Oriente en los tiempos en los que los obispos se daban codazos con otras religiones para hacerse sitio.

La doctrina cristiana hereda, fundamentalmente a través de Agustín de Hipona, toda la carga sexo-segregacionista y culpabilizadora de la mujer que ya hay en la religión hebrea. Como digo, exagerado sería decir que esto es algo que los cristianos adoptan por creer en ello; no hay que olvidar el factor de que esto es en lo que ya creían los gentiles antes de existir el cristianismo. Los primeros cristianos, por así decirlo, ya vinieron machistas de serie. De hecho, el primer cristianismo era, de lejos, setenta mil veces más comprensivo de y con la mujer que las otras religiones al uso, y fue esta capacidad de atracción la que lo hizo rápidamente popular. Mujeres y esclavos explican buena parte del éxito del cristianismo preconstantiniano.

El cristianismo coloca el pecado, tanto original como artesanal (hecho con las manos propias, vaya), en el centro de su moral. Ser cristiano es luchar contra el pecado; y la mujer, que como todo el mundo sabe es ese ser que hace que muchos hombres caigan en el pecado, se convierte en culpable. Por esta razón, Tomás de Aquino la llamará «deficiencia de la naturaleza» que «es de menor valor y dignidad que el hombre». Con el intermedio de la Iglesia, la vieja división de labores dentro de la familia se ha, digamos, radicalizado, y así Tomás escribe: «el hombre ha sido ordenado para la obra más noble, la inteligencia; mientras que la mujer fue ordenada con vista a la procreación». De hecho, nos anota, para cualquier otra cosa, cualquiera, que no sea tener hijos, «el hombre bien puede ser mejor asistido por otro hombre que por una mujer».

Nadie, en consecuencia, se ha sentado hoy delante del ordenador para contar una historia que no vaya de segregación y desprecio. Pero lo que no está tan claro es que el punto más alto de dicho desprecio haya que situarlo en la Edad Media.

El derecho de pernada, por ejemplo. Esta institución jurídica, que en su tiempo se conoció como ius primae noctis, el derecho de la primera noche, tiene dos orígenes posibles, que yo sepa. Uno sería la voluntad, no por parte del noble, sino de sus vasallos, de incluir en su línea de sangre la sangre del señor, que se suponía de mejor calidad (azul, vaya). La otra explicación, que a mí me parece más coherente, recuerda la cantidad de veces que los antropólogos se han encontrado en culturas del mundo mitos relacionados con la última sangre virginal. Una vez más, como vemos, la mujer sangra, y esa sangre genera un mito.

Siendo la desfloración una operación no pocas veces dolorosa y casi siempre hemodinámica, esto es seguida de hemorragia, hemorragia que además salía de ese ser casi demoníaco llamado mujer, son muchos los pueblos del mundo que generaron mitos y creencias relativos a la liberación, en dicho acto, de espíritus malignos, que serían liberados a través del juju desflorado. Ante tales creencias se produce el miedo y los novios, literalmente, se cagan por los pantys de pensar que se tienen que tirar a su novia. Este problema se resuelve encargándole este primer polvo al hombre-brujo o a alguien poderoso: por ejemplo, el señor conde.

Ambos ejemplos nos deben llevar a reflexionar sobre el hecho de que, en los dos, no es el follador, sino los follados los que, por así decirlo, se empeñan en que las cosas pasen así. Algo que nos puede llevar a sospechar que el derecho de pernada no era visto a través del mismo prisma moral con que lo vemos hoy, desde el balcón del siglo XXI.

A pesar de este origen, muy antiguo, el derecho de pernada se confunde pronto, en los tiempos medievales, con un derecho económico: el censo, o tasa, que los siervos habían de pagar a sus señores al casarse, momento en el que pasaban no pocas veces a usar en mayor medida de las tierras propiedad del cobrador. Así pues, las más de las veces, y muy en contra de lo que dibuja la imaginería ignorante, los señores se cobraban la pernada como les interesaba, esto es en pasta gansa. 

¿Cómo que «les interesaba»?, se preguntará alguien. Pero, leñe, un polvo siempre apetece, ¿no? Pues no. La inmensa mayoría de las mujeres medievales que pululaban por los castillos y zonas adyacentes se pasaban trabajando como cabronas 18 horas al día desde los seis años; convivían con vacas, burros, cerdos y gallinas en la misma casa, por llamarla de alguna manera; ordeñaban, araban, tiraban de la yunta si necesario; eso si no caían enfermas de una viruela que les dejaba la cara como la del general Noriega. Perdían muy pronto la dentición y, en términos generales, sobre todo después de la desaparición de los baños, apestaban. Hay polvos y polvos, y algunos no apetecen demasiado. Entre cobrar cien euros o tirarte a la novia de Chucky, ¿tú que elegirías?

De hecho, tengo por mí que fueron los señores, aliados con la propia Iglesia, en mucha mayor medida que el pueblo llano, quienes desarrollaron rápidamente una especie de ceremonia simbólica por la cual el señor ejercitaba el derecho de pernada dando una zancada por encima del cuerpo de la novia tumbada.

También se pone muy en duda hoy el día el uso, ni masivo ni siquiera razonablemente esporádico, de los cinturones de castidad, que bien pueden ser elementos nacidos de la imaginería medieval posterior.

Otro elemento que permite decir que, tal vez, ser mujer en la Edad Media, comparada con el llamado Renacimiento, no eran tan mal chollo, era para aquéllas que tuviesen la costumbre de ser raritas o heterodoxas, o estar locas. A estas mujeres distintas o esquizofrénicas el mundo antiguo las conoció como brujas. Y hay mucha gente que piensa que el hombre medieval las ahorcaba o quemaba. Pero es una equivocación de fechas.

La Iglesia, eso no se niega, comienza pronto una cruzada contra la brujería. Pero no contra las brujas, sino contra las creencias supersticiosas en general. Sin embargo, hasta el siglo XIII las guías para párrocos, conocidas como Penitenciales, apenas prescriben penitencias de rezo y pago de dinero para los casos de brujería. Para ver arder a las brujas hay que esperar a los años en los que Buonarotti anda pintando la Capilla Sixtina. El Malleus Maleficarum, un best seller alemán donde se prescribe el fuego para las brujas, fue escrito en 1486. La represión de la brujería en España, especialmente intensa entre los vascones, comienza en el siglo XVI. De hecho, hay historiadores que, no sin cierta sorna, nos recuerdan que en el Renacimiento, a pesar de que se nos vende como la victoria de lo racional, se produce un cambio como poco curioso. Durante la Edad, el hereje es el que cree en demonios y espíritus malignos. Pero, a partir del siglo XV y XVI, el hereje pasa a ser aquél que no cree en los demonios y niega su existencia. Este cambio persiste hasta hoy en día, en el que la Iglesia católica, como otras creencias cristianas, sigue teniendo sacerdotes exorcistas, en lugar de dar el paso que en mi opinión debería dar, que es salir al balcón de San Pedro para contarle a la cristiandad que, simple y llanamente, el demonio no existe.

El que piense que este cambio, pasar de criticar al que cree en demonios a perseguir al que no cree en ellos, es un cambio a mejor, un cambio evolutivo hacia delante, debería hacérselo mirar.

Con todo,  quizás el elemento más puntero de estas ideas sobre el machismo de la Edad Media es la afirmación, que se puede leer en cienes y cienes de sitios y que mucha gente repite a menudo, de que la Iglesia llegó a plantearse que la mujer no tenía alma y, por lo tanto, era equiparable a cualquier otro animal irracional; una zarigüeya, por ejemplo.. Y es en este punto donde hay, sinceramente, que parar la cuádriga.

Se nos dice que esta discusión sobre el alma femenina se produjo en el concilio de Macôn, en la actual Francia, creo. Como digo, muchos de lo que han escrito esto lo dan por totalmente cierto. Pero, en realidad, sólo están difundiendo una falsa leyenda urbano-histórica. En primer lugar, la primera referencia a esta discusión en Macôn no se produce hasta un texto holandés del siglo XVI, bastantes décadas después del pretendido concilio. Unas cuantas, porque el llamado concilio de Macôn se habría celebrado en el 585, o sea, unos 1.000 años antes, durante los cuales no hubo referencia alguna al mentado debate. Para que nos entendamos, es como si pretendiésemos que un historiador que afirmase este año del 2012 sobre cosas ocurridas en el año 1100, hasta hoy desconocidas, pretendiese convencernos de que no se ha tomado un tripi antes de escribir.

Pero es que además, pequeño detalle, en Macôn no concilio alguno. Todo lo que hubo en dicha ciudad, y en dicho año, fue un sínodo provincial; en otras palabras, una tertulia de obispos de la zona para discutir sus cosillas. Una reunión en la que, por definición, no se producían discusiones teológicas. El tal sínodo dejó actas; pero en ellas la cuestión del alma femenina no aparece.

Lo único trazable en la Historia medieval que se parece (pero, como veremos, sólo se parece) al famoso debate, está en las crónicas de Gregorio de Tours. Greg nos cuenta, en este sentido, que durante la reunión de Macôn, uno de los presentes preguntó por qué el término homo (los sinodales, obviamente, hablaban en latín) se aplicaba a las mujeres.

El pollas que planteó esta pregunta no era, necesariamente, más machista que los demás. Era, simplemente, un ignorante. Obispo, deán o arcediano de alguna de las diócesis francas reunidas en el sínodo, adivinamos que debería ser un cabestro con sayón que de latín sabía poco; lo suficientemente poco como para no saber que el latín, para el ser humano con gónadas, (EDITO: el primer comentario de este hilo, de Wonka, me recuerda que soy muy mal escrito:; pero el segundo, de Yolanda, me recuerda que las mujeres también tienen gónadas. Así pues, con profundo dolor de mi corazón, y quien no se lo quiera creer queno se lo crea, debo poner aquí que, por gónadas, se debe entender cojones) no reserva el término homo, sino el término vir (varón). Homo, que viene de humus, tierra, y por lo tanto, en su origen quiere decir «nacido de la tierra», designa al hombre en general, al ser perteneciente al género humano.

Ésta fue la pregunta que hizo el pollas de Macôn; y un segundo pollas, en Holanda, mil años más tarde, agarró el rábano por las hojas, concluyó que la intención de la pregunta era negarle la condición de humanus a la mujer, y se inventó que en la reunión se había discutido sobre si hay alguna diferencia entre Beyoncé Knowles y una zarigüeya coja. Cuando, en realidad, se trató, tan sólo, de una duda filológica, y bastante sencillita, por lo demás.

Así pues, volvamos a la pregunta del post. Pero, ¿alguna vez pensó la Iglesia que la mujer es una zarigüeya? Y la respuesta es: no.

Y, como epílogo, para recordar lo oscuros y machistas que fueron los tiempos medievales comparados con los que les siguieron, recordemos esta previsión testamentaria del Sachsenspiegel alemán de 1270: «Siendo lo cierto que los libros sólo los leen las mujeres, deben corresponderles a ellas en herencia».

jueves, enero 05, 2012

Azaña en Barcelona

Estos días son semifestivos y, además, publicar posts en el blog se hace complejo por varios factores. El Factor 1 son mis indudables progresos en el modo online del Call of Duty, que han hecho de mí un perfecto asesino hijo de puta, lo cual quiere decir que tengo una reputación que proteger. El Factor 2 es que, para más inri, me he embarcado en los últimos días en la recopilación y redacción de algunas notas sobre la Historia del gobierno de Salvador Allende en Chile. Ahora mismo tengo escritas ya unas 5.600 palabras y aun no sé si finalmente lo daré a la luz o si, como ya me ha pasado otras veces, acabe el texto en las profundidades de mi disco duro, olvidado hasta por mí.

No obstante lo dicho, al final he sacado tiempo para copiar un texto que prometí en un grupo privado de Facebook que copiaría algún día; y, ya que estamos, lo aprovecho para utilizarlo como extraña felicitación por la avenida de los Reyes Magos, esos tres señores de los que nos hablan los evangelios apócrifos.

Sorprenderá a quienes me conozcan, o me sigan en el blog, que les diga que he copiado un discurso de Manuel Azaña. Eso es como decir que Mouriño ha copiado un texto del Brito Vilanova ése, o como se llame. En efecto: Azaña me cae bastante gordo y mi juicio sobre él, no lo oculto, no es que digamos positivo. Sin embargo, hay un Azaña interesante, a mi modo de ver, que es el Azaña que aún no había gobernado. El intelectual liberal, cabeza visible del Ateneo de Madrid que, en los años y sobre todo meses anteriores al advenimiento de la II República, habló y teorizó sobre las necesidades de España y lo que habría que hacer en el futuro que ya veía cercano; y, en verdad, lo estaba.

El discurso que aquí os copio se produjo en marzo de 1930, cuando la dictadura Primo de Rivera llevada dos meses extinta y España vivía la Dictablanda Berenguer. En dicho mes, un intelectual catalán, Joan Estelrich, imbuido sobre todo por las ideas de Françesc Cambó, que ya había escrito en tal sentido (Per la concordia. Un libro recomendabilísimo para cualquier catalán), organiza una visita de intelectuales castellanos a Barcelona. Si coloquialmente ir a Marruecos lo denominamos bajarse al moro, esta visita vendría a ser algo así como subirse al polaco.

El motivo de la visita es homenajear a los intelectuales de Madrid que, años antes, redactaron y firmaron un manifiesto en defensa del catalán, con ocasión de unas medidas de la Dictadura tendentes a limitar su uso en escuelas y en iglesias. Por tal motivo, toman el tren hacia la ciudad condal, además del propio Azaña, Menéndez Pidal, Ossorio y Gallardo, Gregorio Marañón, el inevitable José Ortega y Gasset (antigua Lista), Pedro Sáinz Rodríguez (sí: el que será primer ministro de Educación, creo, de Franco), Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Nicolás María de Urgoiti, Díaz Canedo, Luis de Zulueta y el, creo, dibujante Bagaría.

La vista, de varios días con paradas en multitud de lugares públicos y privados, culmina con una cena en el hotel Ritz. Por los catalanes, el doctor Pi i Sunyer, quien hace un discurso comedido en el que asevera que «Cataluña recaba el derecho a su propia determinación: quiere usar de sus derechos como quiere cumplir con sus deberes». Cambó, el gran muñidor, no está presente porque acaba de sufrir una operación de garganta que lo deja mudo. Por cierto, que al político catalán, que era más de derechas que Don Pelayo, le sentaron a cuerno quemado los mini-encuentros que algunos intelectuales más de izquierdas hicieron con los izquierdistas catalanes. Se quejó de ello a su amigo Luis Bello con una frase profética: «Si en España viene la República, serán las izquierdas quienes la dominen y, probablemente, las que la deshagan».

En el restaurante Patria de Barcelona, el día 27 de mayo, se celebra otra cena, que es en la que habla Azaña. Con las palabras que ahora os reproduciré. ¿Por qué me parecen importantes estas palabras? Pues, en primer lugar, porque, si hemos de concebir a España (Castilla) y Cataluña como dos astros, este discurso marca, probablemente, el momento de nuestra Historia Contemporánea en el que ambos planetas estuvieron más cerca el uno del otro. A partir de ahí comenzará la separación y será Azaña, el mismo Azaña de las alabanzas comprensivas de este discurso, el que, poco más de un año después, llamará a Madrid a la comisión negociadora del Estatuto catalán y los citará, a propósito, en una sala del caserón de Alcalá presidida por un retrato de Felipe V; y lo hará con el único y expreso objetivo de joderles. El mismo Azaña que se negará a abandonar España, tras la caída de Cataluña, junto a Lluis Companys.

El segundo motivo que me parece interesante es porque en el discurso, Azaña reflexiona sobre el patriotismo y, a mi modo de ver, sin quererlo probablemente, dibuja, con palabras certeras aunque un tanto barrocas (qué queréis, es Azaña...), la extraña, edípica, conflictiva y siempre misteriosa relación de la izquierda ideológica española con el concepto de España y, consecuentemente, el concepto de patria (compleja relación que, debo confesarlo, yo comparto). Ya hace ahora 81 años, como veréis, Azaña hace la distinción neta entre español y españolista (pero no se preocupa, por cierto, de reclamar la misma distinción entre catalán y catalanista; ello a pesar de que habela, haina).

En realidad, a mi modo de ver casi se podría escribir un libro sobre el fracaso de la República cuyo hilo argumental fuese este discurso, apostillando, línea a línea, cada deseo de Azaña en el momento de comenzar, con lo que realmente pasó, y por qué.

Aquí os lo dejo, y feliz finde largo.


Nos habéis hablado continuamente (y ha sido pura gentileza y amabilidad de vuestra parte hacerlo así) de gratitud por aquello del manifiesto a favor de vuestro idioma. Y, en efecto, en días de dolor para todos, singularmente amargos para Cataluña, pensando en vuestros sentimientos maltratados (y a este maltratamiento se debe añadir los que le siguieron), queríamos deciros lo que era menester entonces para que os llegasen unas palabras de ánimo y el testimonio de que no estabais solos. Pero bien miradas las cosas, no debéis agradecernos nada, porque queríamos solamente cumplir con el deber elemental de exigir que os guardasen el debido respeto a la inteligencia y en ella a la libertad de los pueblos, que se manifiesta precisamente en las obras de la inteligencia. Y esto lo queríamos hacer no de una manera fría o en virtud de un principio general que podría aplicarse de la misma manera a cualquier país lejano, sino con plena conciencia de las realidades de Cataluña, de sus creaciones actuales y del rango que ocupa entre los pueblos peninsulares, unidos a través de tantas vicisitudes históricas por un destino superior común.

En aquella protesta, por lo tanto, no sólo nos manifestábamos en defensa vuestra, sino también en defensa propia, para borrar la mancha que se pretendía echar sobre nuestro país en una de las maniobras más bajas de la Dictadura. Nadie me negará que del fenecido régimen lo peor, a pesar de ser tan doloroso todo lo demás, era la clase de razones con que pretendía disfrazarse la tiranía. Razones delirantes, ofensa perpetua al buen criterio, al entendimiento y al sentido común. Por efecto de aquella estupidez padecimos, además de una opresión general en cuanto ciudadanos españoles, un agravio particular en nuestra condición de castellanos. El rubor nos embargaba al ver que para oprimir a los catalanes se invocaban las cosas más nobles, profanadas por la tiranía. ¿Vosotros os doléis, justamente, de que se oprimiese a Cataluña? Pero, ¿no habíamos de indignarnos aún más al ver que, para oprimir a vuestra Patria se tomaba como pretexto a la otra Patria? ¿Al ver que nuestro idioma servía para promulgar en Cataluña unas leyes despóticas? ¿Que se cometía la indigna falsedad de lanzar contra este país la idea de una España incompatible con las más sencillas y justas libertades de los pueblos? Contra todo esto se elevó nuestra protesta.

Yo no soy patriota. Este vocablo, que hace más de un siglo significaba revolución y libertad, ha venido a corromperse, y hoy, manejado por la peor gente, incluye la acepción más relajada de los intereses públicos y expresa la intransigencia, la intolerancia y la cerrazón mental. Mas si no soy patriota, sí soy español por los cuatro costados, aunque no sea españolista. De ahí que me considere miembro de una sociedad ni mejor ni peor, en esencia, que las demás europeas de rango equivalente. Y es en cuanto español que me anima el espíritu propio de un liberal que, hallándose predeterminado en gran parte por inclinaciones heredadas, las corrige, las encauza hacia donde le permite el desinterés de la inteligencia.

La voluntad que aquí se manifiesta no es mía únicamente, sino también de otros muchos que sienten como yo la gravedad del destino que pesa sobre la gente de nuestro tiempo. Todos nosotros, todos los que sienten como yo, han descubierto que al hablar y escribir en pro de nuestros objetivos liberales y renovadores se encontraban ante un desierto. ¡Qué soledad la de un español que aborda las cuestiones públicas de esta forma! Queríamos revivir España y se nos argumentaba con los muertos. Queríamos mover a una multitud y sólo encontrábamos fantasmas. ¿Dónde está la carne viva en la cual podamos prender la fuente de una emoción que a todos haga arder con el entusiasmo de trabajar en una obra fecunda? La alegría que me produce el contemplar vuestra catalanidad activa procede de esto: el catalanismo o, dicho de otra manera, el levantamiento espiritual de Cataluña, nos ofrece la ocasión y el instrumento para realizar una labor grandiosa y nos sitúa en el terreno firme para iniciarla.

Gracias al catalanismo será libre Cataluña; y al trabajar nosotros, apuntalados en vosotros, trabajamos para la libertad nuestra, y así obtendremos la libertad de España. Porque muy lejos de ser irreconciliables, la libertad de Cataluña y la de España son la misma cosa. Yo creo que esta liberación conjunta no romperá los lazos comunes entre Cataluña y lo que seguirá siendo el resto de España. Creo que entre el pueblo vuestro y el mío hay demasiados lazos espirituales, históricos y económicos para que un día, enfadándonos todos, nos volviésemos las espaldas como si jamás nos hubiésemos conocido. Es lógico que en tiempos de lucha establezcamos el inventario cuidadoso de lo que nos separa; pero será también bueno que un día nos pongamos a reflexionar sobre lo que verdaderamente –no administrativamente, sino espiritualmente- nos une.