miércoles, septiembre 02, 2020

Franco versus Dios (3: los comienzos de una relación más jodida de lo que parece)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Los comienzos de una relación más jodida de lo que parece
Los primeros problemas
Monseñor Antoniutti, en España
Casi un acuerdo; casi...
Un acercamiento formal
Posiciones enfrentadas
Aquel agosto que el Generalísimo decidió matar a los curas de hambre
La tarde que el cardenal Pacelli se quedó sin palabras
O el cardenal no sabe tomar notas, o el general miente como una perra
Monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


En efecto, como insinuaba al final de mi post anterior y supongo que ya habías sospechado tú solito, las elecciones de febrero de 1936 supusieron un cambio bastante relevante en el panorama de las negociaciones entre el Vaticano y la II República. Para empezar, Leandro Pita dejó de ser embajador ante el Vaticano sin haber cumplido su gran objetivo. El 18 de marzo, cuando se despidió del Padre Santo, Pío lo estaba esperando con las noticias que publicaban ese día los periódicos italianos del linchamiento y muerte de dos jóvenes de derechas en Jumilla. Pita le dijo al Papa que eso eran episodios aislados. El Papa le contestó, más educadamente que yo eso sí, que si se había pensado que era gilipollas, o qué.

El 9 de mayo, es decir sin muchas prisas, Luis Zulueta presentó sus cartas credenciales como nuevo embajador. Fue el suyo un discurso de circunstancias en el que se limitó a hacer votos de que las relaciones entre el Vaticano y la República mejorasen con el tiempo. El Papa contestó con otro discurso muy diplomático, en el que, sin embargo, no dejó de glosar las difíciles vivencias de la Iglesia española en ese momento; problemas que, dijo, “no se producen precisamente por nuestra culpa”.

Las cosas, sin embargo, estaban para el rompimiento. Pacelli, ya reunido en privado con el nuevo embajador, reiteró que la Iglesia esperaba ver matizados cuando menos algunos de los peores detalles de la legislación anticlerical republicana. Este objetivo, sin embargo, era punto menos que imposible, pues Zulueta no mostró ningún interés por allegar un Concordato. Claramente, aquél no era un objetivo prioritario para el nuevo gobierno y, no existiendo esa necesidad, la verdad, la República no tenía ningún aliciente para avanzar en la dirección solicitada por el Papa.

El gobierno de la República, muy ligado a la visión que de la cuestión religiosa tenía Azaña, excesivamente simplista y hasta desordenada, yo creo que pretendía hacer como que la Iglesia hiciera lo que quisiera, que ellos obrarían igual. No se dio cuenta, sin embargo, de que no podía ser así. El 22 de mayo, Giuseppe Pizzardo, secretario para los asuntos extraordinarios, recibió al embajador y le enseñó la prueba de imprenta de una noticia de L’Osservatore Romano en la que se informaba del nombramiento de Víctor Pildaín Zapiaín, hasta entonces lectoral de la catedral de Vitoria, como obispo de las Canarias. Zulueta le explicó a su interlocutor que en España se había aprobado una ley (la de congregaciones) que exigía que el gobierno estuviese previamente informado de esos saltitos de la Divina Providencia. De hecho, llegó más lejos que eso, expresando allí mismo, por su propia iniciativa, importantes reparos al nombramiento de Pildaín. Pizzardo trató de darle al tema una patada a seguir, indicando que en el futuro, cuando se produjesen otros nombramientos, habría que actuar de otra manera.

Esto, obviamente, ni le gustó a Zulueta ni le gustó a Madrid, que se apresuró a enviar un telegrama aquel mismo día informando de que todo nombramiento hecho “como en el caso actual” no sería reconocido por el gobierno. Esto es, ya no situaba el asunto en los términos de la persona del nuevo obispo de los guanches, sino en el fuero mismo.

El 5 de junio, sin embargo, el Vaticano procedió a comunicarle a Zulueta su decisión de nombrar a Bartolomé Pascual como obispo auxiliar de Menorca. Cuando el embajador español se entrevistó con Pacelli, le argumentó los precedentes de los nombramientos del arzobispo de Toledo y el titular de Cádiz; pero Pacelli se sacudió el dicho precedente contestándole a un alucinado Zulueta que la información previa al gobierno en esos casos había sido una iniciativa particular del nuncio Tedeschini y que, por lo tanto, el Vaticano no había participado, como tal, en aquello. Se encastilló en el hecho de que, dijo, no se tenía la intención de hacer más nombramientos.

Pero hasta eso era mentira; L’Osservatore publicó el 9 de junio que Pío XI había tomado la decisión de hacer a monseñor Gregorio Modrego auxiliar al arzobispo de Toledo. En realidad, era un nombramiento de menor estofa, pues no implicaba derecho de sucesión de la sede; no obstante, la República protestó vivamente por la noticia.

El 11 de julio, apenas una semana antes del estallido de la guerra civil, el Vaticano le dio una vuelta de tuerca más a la movida comunicando al embajador la inminencia de la noticia del nombramiento de Manuel Moll como obispo coadjutor de Tortosa. Pío XI, por lo tanto, estaba alimentando una escalada de polémica con el gobierno español, cuyo resultado final, lógicamente, no podemos conocer.

Comenzada la guerra civil española, y puesto que de la actitud de la República ya me he ocupado en otras ocasiones, hemos de pasarnos al otro bando y observar lo que pasó en el lado sublevado. Francisco Franco, en su discurso tras asumir la jefatura de gobierno del Estado español, incluyó en dicha perorata la promesa de que “el Estado, sin ser confesional, concordará con la Iglesia católica, respetando la tradición nacional y el sentimiento religioso de la inmensa mayoría de los españoles”. Quienes se fijan en esta declaración suelen tomarla como el pistoletazo de salida de lo que se ha dado en llamar nacionalcatolicismo; pero obvian, en mi opinión, las dos importantes cargas incluidas en el discurso, destacadas con mis cursivas: quiero un Concordato; ítem más, quiero un Concordato que recoja los tradicionales privilegios de los gobernantes españoles concedidos por el Vaticano. Este discurso, que según el cardenal Gomá había escrito Nicolás Franco, le provocó bastantes problemas al general, sobre todo con la Comunión Tradicionalista, que quería un estado confesional.

Un mes después, el cardenal Gomá enviaba un informe a su casa matriz en tonos bastante optimistas, interpretando que el general Franco tiene el deseo de respetar las libertades de la Iglesia, de financiarla con el presupuesto público, y de plasmar todo esto en un nuevo Concordato.

Del dicho al hecho, sin embargo, existe un trecho, en ocasiones bastante grande; y pronto esto se iba a hacer patente. Avanzanda la guerra, la Junta de Defensa Nacional encontró intolerable la actitud de muchos de los sacerdotes vascos, que mayoritariamente apoyaban al PNV y al nacionalismo aliado con el Frente Popular. Por ello, decidió exigirle a Gomá, como primado de España; y, posteriormente, al propio Vaticano, que monseñor Múgica, obispo de Vitoria, se fuese un poco a tomar por saco. El bando sublevado no le perdonaba al obispo su actitud comprensiva hacia los sacerdotes nacionalistas. Se produjeron unas negociaciones muy complejas que culminaron en septiembre de aquel mismo 1936 con la cesión vaticana. Las cosas, empero, se pusieron peor tiempo después, cuando los nacionales fusilaron a catorce sacerdotes en Guipúzcoa. Gomá se dirigió al cuartel general sublevado para protestar por aquellas acciones. Franco, al parecer, se mostró hondamente sorprendido cuando se lo contó, dijo no saber nada y prometió parar el tema. Yo creo que mentía; lo cierto es que los militares que realizaron estas acciones no se cortaban en hacer ostentación de las mismas, signo de que se sentían con el riñón bien cubierto.

A pesar de que Franco prometió parar aquello y muy probablemente lo cumplió, era ya tarde para evitar que las relaciones entre Franco y el Vaticano se agriasen. Así le quedó claro al marqués de Magaz, Antonio Ídem, quien, como representante oficioso de la España sublevada, se entrevistó con un Pío XI muy cabreado con esta movida. Hay que tener en cuenta, además, que, conforme avanzó la guerra civil en el norte de España, Franco fue perdiendo la guerra por el relato en Roma. La grey de sacerdotes, por así decirlo, pro sublevación, había sido diezmada en la zona republicana, y en la zona sublevada debía, por así decirlo, residir en España. Sin embargo, la corte de sacerdotes nacionalistas o republicanos, sobre todo los vascos, se fue exiliando crecientemente, y no pocos de ellos recalaron en Roma, donde se dedicaron a comer orejas. Se crea o no, a partir de la segunda mitad de 1937 sobre todo, las opiniones equidistantes en el Vaticano respecto de la guerra española eran, en lo tocante a asuntos como la guerra en el País Vasco y, en menor medida, Cataluña, más que probablemente, mayoritarias.

Isidro Gomá, como otros muchos, pensaba que las tropas sublevadas tomarían Madrid en noviembre. Pensaba salir hacia Roma en el momento en el que la caída de la capital se verificase, lo cual quiere decir que en el ánimo de la Iglesia española estaba acelerar la negociación de un Concordato en el momento en que Franco fuese dueño de la casilla central. Luis de Despujol, el eficiente secretario del cardenal, estaba ya coordinando la recolección de adornos y objetos sagrados para poder dotar de nuevo las iglesias madrileñas en cuanto la ciudad cayese. Asimismo, también visitó Burgos y Salamanca para iniciar las negociaciones técnicas, por así decirlo, sobre la negociación del Concordato (algo que se consideró prematuro); sobre la participación eclesial en la enseñanza y la cultura, asunto en el que los sublevados no ponían problema; y sobre Cataluña, otro tema jodido. Despujol se vio con José Antonio de Sangróniz, que llevaba las relaciones exteriores del gobierno de Burgos; y con Joaquín Bau, prominente miembro del grupo carlista. Ambos se mostraron impracticables en la búsqueda de cualquier componenda que pudiera dar con los huesos de Vidal i Barraquer en España (incluida Cataluña, claro). Sangróniz le dijo a Despujol que ese señor se quedaría en Roma, que a su tierra no volvía.

La caída de Madrid no se produjo. Pero las gestiones de Gomá en Roma ya no podían esperar, así pues el cardenal y su secretario partieron hacia allí el 8 de diciembre. En Roma comenzarían a hacerse patentes las dificultades que presentaba todo el proceso. Casi nadie en el Vaticano creía ya en la posibilidad de dar continuidad al Concordato de 1851; idea ésta que, como veremos, estaba en contra de lo que quería Franco. Sin embargo, la misión de Gomá consiguió el que yo creo que era su objetivo fundamental: servir de contrapeso a los relatos contrarios al bando sublevado. A Pacelli, los argumentos de Gomá en favor del gobierno de Burgos le parecieron importantes y acertados e, incluso, la Congregación de Asuntos Extraordinarios, que tantos disgustos habría de darle a la diplomacia franquista, reunida el 17 de diciembre de 1936, llegó a la conclusión de que el paso lógico por parte del Vaticano era llegar a algún tipo de reconocimiento de los sublevados. Como ya he escrito muchas veces, a despecho de relatos y presiones y demás, la realidad de una República que se había portado, antes y después del 18 de julio, con una notable miopía respecto de la Iglesia ampliamente mayoritaria en España, le pesaba como un baldón.

Así pues, la Iglesia decidió tener en Burgos a un representante eclesial de no muy alta jerarquía, que pudiera hacer las veces de representante oficioso, pero sin llegar a suponer que el Estado vaticano reconociese plenamente al sublevado. A pesar de que al parecer a la Curia la solución no le terminaba de gustar, el Papa acabó sacando adelante la idea de que dicha función le fuese adjudicada al propio Gomá.

Pacelli le dio a Gomá instrucciones muy precisas: hiciera lo que hiciera, comprometiese lo que comprometiese, la libertad de la Iglesia a la hora de nombrar sus obispos debía de quedar garantizada. Y debía empezar por dejar claro que se oponía a la remoción de Múgica, a quien el Vaticano consideraba inocente de los cargos que el bando sublevado descargaba sobre él; y, desde luego, que no aceptase cambio alguno en el nombramiento de Pildaín.

Hay que anotar en el haber de Gomá que, en una situación así y con esas instrucciones, lograse arrancar de Franco una primera entrevista tan exenta de polémica.

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