lunes, febrero 04, 2019

El cisma (1: la declaración de Salamanca)


El 27 de marzo de 1378, el Papa Gregorio XI falleció en Roma. Este Pierre Roger de Beaufort, el último Papa francés que ha habido hasta el momento, fue un tipo curioso que fue elegido por unanimidad en el cónclave, el cual, sin embargo, tuvo que esperar algunos días para proclamarlo porque en el momento de la elección ni siquiera era presbítero. Goyo se pasó la mayor parte de su pontificado intentando que las potencias católicas se portasen como tales y dejasen de darse de hostias para dárselas al turco; pero no lo consiguió porque, ya se sabe, la exhibición religiosa a todo rey le gusta pero, al fin y a la postre, la pela es la pela y en aquella Europa ingleses y franceses se llevaban peor que mal.


Al final de su vida, Gregorio tuvo un gesto inesperado: regresar a Roma, donde acabaría por echar el último suspiro, como los elefantes del mito que, sintiéndose morir, toman la senda del valle donde saben que tienen que tumbarse por última vez. El suyo de regresar a la primera ciudad de la cristiandad fue un gesto postrero, bastante ilógico y, con el tiempo, catastrófico para la Iglesia. Grígor había pasado buena parte de su reinado al frente de la teocracia vaticana en Aviñón, porque para entonces hacía ya siete décadas que el centro de gravedad del papado se había trasladado a la ciudad francesa; no se trataba, pues, de un cisma, sino del hecho de que Roma había ido perdiendo, progresivamente, su importancia en el teatro europeo, y ahora era una ciudad apolillada, repleta de ruinas de mierda y de mierda en sí misma, que no contaba para nadie que quisiera contar algo en Europa.

El traslado a Aviñón era fruto, fundamentalmente, de la creciente ganancia de peso dentro de los asuntos de la Iglesia por parte de Francia. Básicamente francés era el colegio cardenalicio, y muy claros eran los deseos de los reyes emplazados en la tierra creadora de los segundos quesos más sabrosos del mundo a la hora de convertir al Papa en uno más de los soberanos de su zona de influencia. Los reyes franceses, a pesar de no ser ya propiamente carolingios, seguían recordando que había sido el Papa el que le había pedido a Carlomagno que uniese Italia a sus conquistas y pacificaciones, a él, que era mucho más proclive a los bosques germanos. Esa Historia había dejado en los galos la sensación de que tenían el derecho de intervenir en el papado y hacerlo suyo. El Papa era el principal valedor del Sacro Imperio Romano Germánico; pero es que los franceses se sabían, en buena medida, inventores de dicho Imperio y, por lo tanto, con derecho a situarse por encima del Papado, a dominarlo y a hacerlo suyo. El siglo XIV fue el teatro de su asalto final.

Francia, de hecho, no otorgó ninguna importancia al gesto de Gregorio de regresar a la apolillada capital del cristianismo, gesto que tomaron en la Corte por empeño de cura chocho. Buena parte de los cardenales franceses ni siquiera lo siguió a Roma, permaneciendo en Aviñón; esto nos hace más que sospechar que estaban convencidos de que sería el Papa el que, una vez elegido, regresaría a Francia. Más aun: es que contaban con que al frente de la Curia se volvería a situar un francés o francófilo. Carlos V, rey de Francia, había comenzado una guerra abierta con Inglaterra, ansioso de lograr el control de lo que hoy es el norte de Francia, cuya obediencia no estaba del todo clara; y esperaba que, en ese enfrentamiento, las tiaras se pusieran de su lado. Así pues, el rey asumió que los cardenales, como he dicho mayoritariamente franceses o afrancesados, elegirían ahora a un Papa de su cuerda.

Los cardenales, sin embargo, se encontraron frente a frente con una realidad que se ha repetido varias veces durante los siglos: los romanos se consideraban con derecho consuetudinario a tener un Papa de su agrado y de su origen. No se trata sólo de orgullo religioso, que entonces en Roma de eso había mucho; es que, probablemente, los burgueses y hombres de negocio de la ciudad sabían que se estaban jugando su supervivencia, pues si la decadencia de Roma como metrópoli quedaba sellada por la elección de un nuevo Papa que se iría a vivir fuera, la ciudad, que ya de por sí daba penita por entonces de verla, languidecería, quien sabe si para siempre. El cónclave se celebró en medio de un movidón en las calles propio de los modernos indignados. En la noche del 7 al 8 de abril de 1378, acojonados, los cardenales no tuvieron fuerzas de elegir a un Papa decididamente profrancés; decidieron contentarse con uno que tuviera simplemente fama de no tener demasiados conflictos con los gabachos. Ese alguien fue Bartolomé Prignano, obispo de Bari. Prignano era miembro de la Curia pero no cardenal, pero aun así fue elegido Papa y eligió para su solio el nombre de Urbano VI. Lo cierto es que los cardenales tenían tanto miedo de las turbas romanas que el 8, tras la votación, les engañaron diciendo que el elegido había sido otro italiano, el cardenal Tebaldeschi. Los romanos pasearon al viejo a hombros por las calles, mientras el pobre cardenal protestaba.

La elección del Papa, por lo tanto, se veía colocada en medio de un serio terremoto político. Pero había más. El Cisma no sólo fue movido por intereses geopolíticos, sino también por sinceros desarrollos teológicos y morales de personas que consideraban que había llegado ese momento que, en realidad, nunca ha llegado porque jamás ha existido un Papa que lo deseara (salvo, tal vez, Juan Pablo I; pero no lo sabemos porque La Paloma le cerró la boca): el momento de la reforma de la Iglesia. 

Pedro de Ailly, en 1380, publica una obra fundamental, su Recommendatio Sacrae Scripturae, que es un torpedo en la línea de flotación del poder papal. Considera Ailly, como todavía defenderán los teólogos no italianos en el concilio de Trento, que la autoridad de los obispos no proviene del Papa, sino de Jesucristo; lo cual presenta el problema de que, entonces, no tienen por qué obedecer al Sumo Pontífice. Por su parte, Enrique de Langestein publica en 1381 su Epistola concilii pacis, donde dirá que los concilios están por encima del Papa.

Todas estas elaboraciones culminaron en la defección de la Iglesia francesa. El 2 de agosto, en Agnani, los cardenales franceses acordaron entender que la elección de Urbano había sido ilegal, pues había estado condicionada por la acción de las turbas (lo cual es verdad sólo a medias, puesto que no pudieron entrar en el cónclave hasta que se hubo producido la votación; pero también es cierto que el cónclave sabía que si salía de la sala habiendo nombrado a un Papa profrancés o francés, no habrían quedado de ellos ni los bonetes). En Fondi, el 20 de septiembre, eligieron a Roberto de Ginebra como Papa, o Antipapa, como ahora lo reconoce la Historia de la Iglesia. Escogió Roberto para su pontificado el nombre de Clemente VII (aunque hay otro Clemente VII Papa, puesto que el de Aviñón no se considera como tal por la Iglesia... es un poco lioso, pero con el tiempo te acostumbras).

En todo el juego que se inició con el Cisma había una pieza fundamental: Castilla. El reino ibérico era entonces cercano aliado de Francia, y Carlos esperaba que también lo fuese al apoyar al Papa cismático. Urbano, sin embargo, jugó también sus cartas. Encomendó a un caballero francés, Jean de Roquefeuille, la dirección de una embajada a Castilla, con la instrucción de ofrecerle a los castellanos algo que ellos querían de tiempo atrás: la concesión de los beneficios eclesiásticos en Castilla sólo a castellanos, y nunca a prelados extranjeros. Roquefeuille, quien por cierto como buen francés acabaría apoyando al bando cismático, llegó a Córdoba en abril de 1379. Para entonces, sin embargo, el rey Enrique II había recibido puntual información de que la elección de Urbano estaba bajo discusión, así que le dio largas.

La prudencia del rey castellano fue incluso exagerada. Pretextó que quería convocar un sínodo de obispos españoles para conocer su opinión antes de exponer la suya. Pero, en realidad, los problemas de Enrique no eran teológicos. El gran problema para el rey castellano era conocer el humor del que estuviera la corte aragonesa. Enrique sabía bien que Inglaterra llevaba tiempo tratando de poner una pica, no en Flandes sino en la península ibérica; que Londres, por lo tanto, ambicionaba llegar a algún tipo de acuerdo con Zaragoza; y destacarse él como un rey excesivamente profrancés les podría dar a los aliados la excusa perfecta. Suspendió el rey castellano sus relaciones con Roma. Pero era una medida provisional. Rodrigo Bernardo y el confesor del rey, fray Fernando de Illescas, fueron enviados a Francia e Italia, con la misión de recabar la información necesaria para tomar una decisión.

El rey Enrique, sin embargo, murió en mayo de 1379, con toda la polémica cismática en pleno desarrollo y sin haber recibido de vuelta a sus embajadores. Roma, cuando conoció la muerte, redobló la presión sobre Juan I, el heredero de la corona. Le envió a dos obispos más para comerle la oreja: Francisco de Urbino, que lo era de Faenza; y Francisco Siclenis, de Pavía. Pero las otras partes en disputa tampoco se quedaron quietas. Carlos, el rey francés, envió a Castilla al obispo de Amiens. Y el Papa aviñonés Clemente VII le envió al cardenal de Santa María in Cosmedin, un prometedor canonista aragonés que se llamaba Pedro de Luna.

De todos los jugadores, quien jugó mejor sus cartas fue Clemente. De Luna no era castellano, pero cuando menos era, diríamos en lenguaje actual, español. Era, además, hábil polemista y hombre acostumbrado a tratar con el alto clero hispano, y esto es algo que pronto dio sus frutos, pues no tardó el aragonés en labrarse la cercanía de Gutierre Gómez, obispo de Palencia; y, sobre todo, de Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo.

Las Cortes de Burgos de 1379 trataron de llegar a alguna conclusión sobre cuál debería ser la posición castellana ante el Cisma, pero no lo lograron. Los seglares, igual que lo había hecho su difunto rey Enrique, todo lo fiaban a la celebración de una asamblea de prelados, asamblea que quedó finalmente convocada para el año 1380 en Medina del Campo. Juan I aprovechó el tiempo entre las Cortes y la Asamblea para negociar y aclararse con Aragón. El monarca castellano sabía que, teniendo en cuenta la fuerte dependencia de la alianza francocastellana, era sólo cuestión de tiempo que su reino se posicionase en favor de Clemente VII; pero, sin duda, prefería que ése fuera un paso dado en comandita con Aragón, para así asegurarse que la toma de posición no pudiera ser aprovechada para generar una disensión en el equilibrio siempre frágil entre los dos reinos ibéricos; fragilidad que, como es bien sabido, acabaría gestionándose a base de polvos.

Diego López de Stúñiga, embajador castellano, se llegó a Barcelona, formalmente para mediar en un conficto entre el duque de Anjou y los aragoneses. Algunos meses antes otros castellanos, Pedro López de Ayala y Juan Alfonso de Algana, habían visitado al rey aragonés Pedro IV, normalmente conocido como El Ceremonioso, y lo habían sondeado sobre el tema del Cisma; Pedro les había contestado que su deseo, sin duda, era actuar concertado con Castilla; pero que lo dijera no significa necesariamente que lo pensara. En julio de 1380 ambas coronas llegaron a un acuerdo para mantener una entrevista. Pero el encuentro no se llegó a producir. El Ceremonioso, como antes Enrique II, quería disponer de más y mejor información, y por eso fue dilatando la convocatoria de Cortes que habría de coincidir con la entrevista. Las convocó primero en Calatayud en septiembre de aquel año; pero luego las pasó a Lérida, y después a Zaragoza, dilatándolas ya hasta el año 1381. Por medio Castillla ya no pudo más, llegó la declaración de Salamanca, y se rompió toda posibilidad de acuerdo. Las cosas, es mi opinión, transcurrieron como Pedro había previsto que transcurrirían, pues le favorecieron: al final, fueron los castellanos los que se definieron en solitario, dejando a Aragón sentada sobre el tejado, con la capacidad de decidir hacia cuál de los dos lados se dejaba caer.

En efecto, el 23 de noviembre de 1380, tal vez mosqueado por este juego de dimes y diretes con que el rey aragonés llevaba puteando ya dos meses, Juan permite que se abra la asamblea del clero castellano en Medina del Campo; asamblea a la que asistieron, por cierto, el obispo de Pamplona, que obviamente no era castellano; e incluso un caballero aragonés, Martín de Zalba, aunque no está muy claro a qué fue (¿a cantar jotas?). Comenzaron las deliberaciones con un discurso de Pedro de Luna, y dos días después fueron los embajadores del Papa Urbano los que intervinieron. Todo el mundo esperaba que la cosa quedaría clara el día 26, fecha señalada para que Rodrigo Bernardo evacuase toda la información sobre sus gestiones. Sin embargo, el informe del embajador no fue concluyente, pues llegaba a la conclusión de que había elementos de base para apoyar tanto a uno como a otro Papa.

Así las cosas, no había otra que votar. Una comisión de canonistas debería recoger la opinión y planteamientos de treinta y cuatro religiosos, cuyo resumen se discutió en una asamblea final, en presencia del propio rey. Fue esta asamblea la que llegó a la conclusión de que había más legitimidad en la candidatura de Clemente, el Papa de Aviñón.

¿Fue una decisión teológica? La verdad, nunca lo fueron, ni lo son, ni lo serán. Juan I, como ya he dicho, no tenía margen para apoyar al Papa Urbano, y lo sabía. En las jornadas de Medina, es probable que supiese o se barruntase que Castilla tenía muchas probabilidades de entrar, como de hecho entró poco después, en una guerra con Portugal; guerra que, si quería ganar, tenía que plantear contando con la ayuda francesa.

El 19 de mayo de 1381, en la vieja catedral románica de Salamanca, Castilla se declaró partidaria de Clemente VII y, por lo tanto, se apuntó al Cisma aviñonés. En la carta enviada a todos los poderes locales del reino comunicándoles la situación, Juan argumenta que tanto las informaciones finalmente recabadas como el criterio de los teólogos apuntaban a que el primero eleyto [Urbano] ser fecho por fuerza e impresion de los romanos e ser yntruso e apostatico e Antichristo e nuestro señor el Papa [Clemente], segundo eleyto, ser verdadero Papa e vicario de Ihesu Christo (…) E si alguno o algunos de los nuestros subditos, de cualquier estado, ley o condiçion que sean, toviere el contrallo de la sobredicha declaracion que nos fezimos en todo o en parte, e no obedesçiere en las cosas sobredichas al dicho legado [Pedro, cardenal de Aragón, designado en la carta legado Papal], mandamosvos que seyendo requerido o requeridos por el dicho cardenal compromisario o por sus comisarios o juezes o otros oficiales suyos, que les prendades [la carta se dirige a autoridades: alcaldes, merinos, etc.] los cuerpos e todos sus bienes e los tengades presos e bien recaudados. E non fagades ende al so pena de la nuestra merçed e de diez mill maravedis a cada uno para la nuestra Camara.

La declaración de Salamanca fue, por lo tanto, un alineamiento en toda regla de Castilla junto a su aliado estructural, Francia. ¿Fue un movimiento inteligente? Probablemente, lo que fue, es un movimiento insoslayable, porque Juan I, a las puertas de una guerra con Portugal, no podía ni soñar con malquistarse con Francia, y Francia había hecho un casus belli (nunca mejor dicho para nosotros) en el apoyo decidido a Berto el Ginebrino. No obstante, es cuando menos mi opinión que al rey castellano le falló el calendario. Él habría preferido llegar a Medina del Campo con el acuerdo explícito alcanzado con Pedro el Ceremonioso en el sentido de que una asamblea paralela celebrada en Aragón, o alguna otra cosa parecida, se sintonizase con los movimientos castellanos. En mi opinión, ante la tardanza del aragonés a la hora de mover ficha, Juan se encontró atrapado entre la prudencia aragonesa y las prisas francesas, y tuvo que moverse en unas condiciones que sabía no eran las mejores. Pero en política ya se sabe que casi nunca hace uno lo que quiere, sino lo que puede.

2 comentarios:

  1. Magnífico, como siempre.

    Pero voy a picar: ¿cuales son esos dos quesos?.
    Gracias.

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    1. Lo que dice el texto es que los franceses son los segundos mejores quesos del mundo. Los primeros, por supuesto, son los nuestros.

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