Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
Sir Walter Ralegh escogió a un centenar de sus mejores hombres, con
los cuales se aplicó a remontar el Orinoco, luchando contra la
corriente, los bancos de arena, los caimanes y el sol. En medio de
una nube de mosquitos y esquivando las serpientes incluso dentro de
las propias embarcaciones, los ingleses llegaron a adentrarse tierra
adentro hasta unos 300 kilómetros. Era una expedición muy
complicada, pero sus integrantes llevaron las dificultades casi con
alegría, dada la recompensa que esperaban recibir. Y, de hecho,
cantaron línea: en un barranco cerca del río Caroní, un afluente
del Orinoco, encontraron una piedra que consideraron tenía
incrustaciones de oro puro. No tenían herramientas para separarla,
pero aun así se llevaron otras piedras más pequeñas que
consideraban áureas. A su regreso comprobarían que no valían una
mierda.
En el mes de septiembre, una expedición deprimida (y arruinada)
llegó a Plymouth. Ralegh no había encontrado nada de interés.
Había, sí llegado a una especie de alianza con Topiawari, el rey de
los Orenoqueponi, contra los españoles; pero eso, ¿qué valor
tenía? Cuando pisó los muelles de la ciudad costera inglesa, otra
desagradable sorpresa le esperaba: su mujer, Bess Throckmorton, era
la única que lo esperaba.
El marino se retiró a Sherborne a lamerse las heridas. Pronto, sin
embargo, llegó a la conclusión, en buena parte lógica, de que no
le quedaba otra que seguir para delante. Le escribió una carta a
Robert Cecil en la que le decía que la única solución para enjugar
las pérdidas que había supuesto la expedición era montar otra
expedición. A tal efecto, Ralegh escribió un memorial, conocido
como The discoverie of the large, rich and bewtiful empire of
Guiana, un librito en el que mezcla las pocas informaciones
reales que pudo acopiar con otras muchas de origen más que
dudoso, orientada a la excitación de las ambiciones de las personas
ricas que estaban llamadas a financiar una segunda expedición. El
librito fue cuidadosamente editado a las expensas de Cecil.
Ralegh argumentaba, y no le faltaba razón, que Inglaterra no podía
seguir financiando ad calendas graecas las guerras europeas con su
propio peculio; que si no encontraba fuentes de financiación
alternativas, como las que tenía el rey Felipe, la causa protestante
en Europa podía considerarse vencida. Pero ni siquiera a esos
inteligentes argumentos de geopolítica prestó oídos la reina. Sin
embargo, una vez más los hechos vinieron a ayudar a este esforzado
aventurero. Los españoles atacaron Calais y, para colmo, a
Inglaterra llegaron rumores e informes de espías señalando que
España preparaba una segunda Gran Armada. Pero para eso quedaba
tiempo.
Isabel, reina de Inglaterra, tenía además en aquellos tiempos otras
cosas de las que preocuparse. El asunto de Ralegh tenía que ver con
su capacidad de prevalecer como campeona de la causa protestante en
Europa; pero existía una cuestión previa, compleja, que era
prevalecer como reina de Inglaterra. En puridad la vida de Isabel de
Inglaterra nunca estuvo libre de la amenaza de la traición, una
amenaza para la cual su decisión de no casarse y no darle al país
uno o varios herederos no hizo sino que atizar. Pero en la última
década del siglo, todo ello tomó tintes especialmente preocupantes.
En febrero de 1594, sin ir más lejos, el médico personal de la
reina, Rodrigo López, fue llevado frente al tribunal para
responder por cargos de traición, más concretamente, haber
conspirado para envenenar a su ilustre cliente. Fue rápidamente
condenado por estos cargos y sentenciado a morir ahorcado; aunque la
reina suspendió la ejecución, de modo que meses después de haber
sido dictada, el doctor López todavía seguía vivo.
Rodrigo López era hijo de un médico judío converso portugués que
había llegado a ser el médico personal del rey Joao III de
Portugal. Se había sacado el título en la universidad de Coimbra,
que era famosa en toda Europa por enseñar interesantes terapias de
origen árabe. Siendo todavía joven tuvo problemas con la
Inquisición, lo que lo llevó a huir a Londres. Allí atendía a los
oficios religiosos protestantes, pero de él se decía de judaizaba
en secreto. Lo nombraron médico del hospital de San Bartolomé,
donde, al parecer, se convirtió en algo así como un doctor de
pijos.
López fue recibido como ciudadano inglés poco después, gracias,
según se dijo, al apoyo de alguien en Palacio, probablemente
Leicester. En la Corte también atendió a Walsingham, de cuya salud
no muy fuerte ya hemos hablado. En 1581, fue Isabel quien lo nombró
su médico principal. De esta manera, el único hombre en toda
Inglaterra que podía ver a la reina en su estado natural, sin peluca
ni la gruesa costra de maquillaje tras la cual se escondía, era
aquel judío portugués. López, en todo caso, aprovechó su posición
profesional para hacer algo de política; de hecho, operó como una
especie de embajador in pectore de Dom Antonio, el
peripatético candidato a la corona portuguesa de quien ya hemos
hablado.
La caída en desgracia de Dom Antonio en Inglaterra, que como sabemos
se produjo tras la expedición de Drake y Norris, supuso un problema
para la colonia portuguesa en Inglaterra, pues muchos se quedaron sin
segundo empleo. Éste fue el momento que escogió Burghley para
reclutar a López como espía. Desde 1589, por lo tanto, el portugués
espió para los ingleses, aportándole a Walsilngham diversas
informaciones acerca de la estrategia elegida por los españoles tras
el fracaso de la Armada. López introdujo a Burghley en el círculo
de portugueses que habían sido el apoyo de Dom Antonio en Londres,
bajo el mando de Héctor Núñez, entonces jefe de la comunidad judía
londinense. En ese grupo, Burghley conoció a Manuel de Andrada, un
notorio espía que, sin embargo, era lo que hoy conocemos como un
agente doble, pues estaba en contacto permanente con los españoles.
En 1591, cuando quedó claro que el fracaso de la Armada había
dejado a España tocada pero no hundida, y que de hecho el imperio
filipino tenía más fondo de armario que Inglaterra y las Provincias
Unidas juntas; en la época, pues, en la que la reina estaba
dejándose convencer para permitir la expedición de Essex a
Normandía como la única forma de equilibrar fuerzas haciendo caer a
Francia del lado protestante; en ese momento, digo, Burghley llegó a
la conclusión de que, si la guerra mundial (eso fue) entre fuerzas
católicas y protestantes se prolongaba, la podrían acabar ganando
los primeros a los puntos. Burghley, además, sabía que la reina era
muy proclive a negociar una paz, pues de hecho lo había intentado
con el duque de Parma antes de la Armada. Por ello, la mano derecha
de Isabel decidió que tal vez sería bueno iniciar contactos
discretos con el rey español para buscar un acuerdo; y el círculo
de portugueses en Londres era ideal para ello.
Como resultado de esta estrategia, en la primavera de 1591 Manuel de
Andrada viajó de Londres a Madrid, y luego, una vez allí, se cogió un Cercanías hasta El
Escorial. El portugués consiguió una audiencia con el rey, de la
que sacó la conclusión de que todas las llamadas a la paz por parte
de Felipe no eran sino cortinas de humo que ponía el rey español
para así ganar tiempo y rearmarse. Fue ya fuera de la cámara real donde Cristóbal de Moura y Juan de Idiáquez, dos de los hombres del
entourage del rey español, le ofrecieron una jugosa
recompensa por cargarse a Dom Antonio o hacerlo desaparecer de alguna
manera. Andrada, para llevar las cosas más allá, reaccionó
preguntando cuál sería la actitud de los españoles si la pieza
ofrecida no fuese el pretendiente portugués, sino la propia reina de
Inglaterra. Moura le dio respuestas evasivas, pero le regaló un
carísimo anillo enjoyado, del que ya volveremos a hablar. Este anillo era un regalo para el doctor
López, obviamente la persona que estaba en condiciones de poder
asesinar a Isabel.
Casi con seguridad, ante la exhibición del poder económico de los
españoles, que, la verdad, los ingleses no podían soñar con
emular, Andrada cambió de bando y se ofreció a traicionar a su jefe
teórico, Burghley. Sus planes, sin embargo, comenzaron a torcerse.
Cuando regresó a Inglaterra, su barco pilló una tormenta brutal y
tuvo que recalar en Saint-Malo, desde donde Andrada inició un
problemático viaje primero por tierra y luego cruzando el canal en
un barco holandés. Tres barcos patrullera del rey francés Enrique
IV lo interceptaron en Dieppe. Allí se fijó en él Ottywell Smith,
un mercader inglés que había residido en Rouen hasta que los
católicos lo echaron de allí, y que era un usual corresponsal de
Burghley. A Smith no se le escapó el detalle de que el portugués,
que se decía ciudadano leal a la reina, portaba unas cartas de
garantía para poder retirar dinero español en Flandes.
Como consecuencia, nada más tocar el puerto de Rye la embarcación
en la que Andrada regresó a Inglaterra, el portugués fue arrestado.
Andrada se apresuró a informar de dicho arresto a Burghley, y éste
envió a Rye a su sirviente Thomas Mills y al doctor López, para que
lo interrogasen. En la segunda semana de agosto, finalmente, la mano
derecha de la reina tuvo un encuentro personal con Andrada. Aunque el
portugués trató de tangarlo con la idea de que había pactado los
términos de una paz con el rey Felipe, Burghley, que para entonces
conocía a fondo los documentos que traía el espía, se dio cuenta
de que todo era un cuento.
Ahora Burghley tenía que actuar deprisa. Si todo se descubría,
también se descubriría el desagradable detalle de que había
intentado unas negociaciones con el rey español a espaldas de su
reina. Así las cosas, pidió una audiencia con Isabel, a la que le
contó que Andrada había aparecido inopinadamente en Rye, aduciendo
que traía una oferta de paz del rey Felipe. La reina ordenó que
Mills realizase nuevos interrogatorios, pero decretó que las actas
de los mismos fuesen redactadas en francés y en italiano, idiomas
ambos que leía perfectamente, pero no en portugués. Claramente,
Isabel comenzaba a pensar que en todo ese asunto se traficaba con
información que a ella se le estaba hurtando.
Andrada fue liberado de la prisión y colocado en libertad vigilada
en casa de López; pero se las arregló para huir de Londres en abril
de 1593, para pasar luego a Calais y a Bruselas. Nunca regresó a
Inglaterra, algo que tranquilizaba a Burghley, puesto que el único
testigo de sus maniobras orquestales en la oscuridad había
desaparecido.
¿El único?
Andrada había vivido semanas con López.
¿Y si...?
Burghley lo hizo muy bien. ¿Levantar él la acusación contra López?
Eso sería demasiado directo; podría ser que el médico portugués
se coscase de la verdad de las cosas y decidiese largar. Era
necesario encontrar un mirlo blanco que se comiese el marrón
pensando que era suyo. Y el candidato estaba bien claro.
Tras la cagada en Normandía, Essex no estaba en sus mejores
momentos. Contrariamente a lo que él había calculado, seguía
alejado de la alta política londinense, de los grandes asuntos de
Estado ventilados entre la reina y sus muy íntimos, y con pocas
perspectivas de lograrlo. Aquel asunto: el médico personal de la
reina implicado en una conspiración con Felipe II para matarla, era
todo lo que necesitaba.
Si Essex decidió por sí mismo investigar los rumores que poblaban
la Corte sobre las intenciones de Rodrigo López o fue Burghley quien
se lo sugirió, eso no lo sabemos con certeza. Pero lo que sí
sabemos es que, después de que en esas Navidades de 1593, aquéllas
en las que, como hemos contado, la reina era pasto de una grave
depresión, Isabel se hubiese mostrado con él cariñosa pero
distante; después de aquellos días de celebración en los que
parecía quedar claro que el papel de Essex en la Corte era algo así
como el de un pavo real exhibido en las audiencias; después de todo
eso, digo, el conde de Essex decidió investigar a todos aquellos
portugeses que pululaban por Palacio y sus alrededores.
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