Los comienzos de Mandela
Biko
La
transición sudafricana, sin embargo, estaba lógicamente llamada a
experimentar graves tensiones por su eslabón más obvio: qué hacer
con los crímenes del pasado segregacionista. El plan de Mandela era
que los crímenes del pasado fuesen investigados por una Comisión de
la Verdad; una comisión que, en su pensamiento, no buscaría la
compensación de los delitos sino una especie de reconocimiento
público de los mismos. Frederik de Klerk, quien era adjunto de
Mandela en el gobierno no se olvide, rechazó de plano la idea, por
considerar que sería simplemente una caza de brujas blancas y que no
se preocuparía de investigar los crímenes del ANC. Además,
consideraba que esa comisión de la verdad sería “coser con puntos
heridas que ya estaban empezando a cicatrizar”.
En el otro extremo de la tesitura se encontraba el ANC. El partido, como conjunto, consideraba que Mandela se quedaba corto; que la violencia contra los negros en los tiempos del apartheid era una forma de genocidio; y que, por lo tanto, lo que había que hacer era organizar unos juicios de Nuremberg sudafricanos. Por supuesto, igual que los grupos indigenistas estadounidenses y canadienses, desplazaban el debate hacia el terreno económico, propugnando que los blancos asumiesen reparaciones económicas por el ilícito beneficio obtenido durante su dominación sobre la mayoría negra. Los partidarios de una amnistía general existían, pero eran muy pocos.
En
esencia, en torno al concepto de la comisión de la verdad, y sin
tener en cuenta los grupos que directamente no la querían, había
dos interpretaciones diferentes: la de los que esperaban que dicha
comisión hiciese justicia, enviando a los tribunales a los culpables
de violación de derechos humanos; y los que preferían que se
limitase a hacer la labor estricta de su nombre, esto es investigar,
establecer y publicar la verdad para así compensar a las víctimas
con el reconocimiento. Mandela no era muy partidario de la primera de
estas opciones porque sabía que los blancos copaban los tribunales
que tendrían, al fin y a la postre, que juzgar los casos; y porque
pensaba que los afrikaner podrían llegar incluso a forzar un golpe
de Estado.
Así las
cosas, en 1995 se creó la TRC, Truth and Reconciliation Commission,
un órgano que era fruto del compromiso básicamente. Su labor se
limitó a propósito a las grandes violaciones de los derechos
humanos, tales como asesinatos, secuestros o tortura, desde la
masacre de Sharpeville (1960). De esta manera, una parte fundamental
de las acciones tomadas por el apartheid, entre ellas el
desplazamiento obligado de 3 millones de personas, quedaban fuera del
perímetro de la investigación.
La TRC
fue dotada con una unidad de investigación propia y recibió por ley
poderes asimilables a los de un juzgado. La norma la instruía para
que se fijase en la violencia de los dos lados. No obstante, como no
era un tribunal no tenía la capacidad de juzgar ni de condenar. Lo
suyo era llegar a conclusiones y publicarlas.
Pero
también había una previsión importante. A aquellos testigos que se
presentasen ante la TRC y realizasen un testimonio que la comisión
considerase sincero y completo, siempre y cuando también concluyese
que los actos confesados se habían perpetrado por razones políticas
(no venganzas personales y tal), se les garantizaba la amnistía.
Así pues, que nadie se equivoque: era una comisión de la verdad,
buscaba publicar la verdad en la mayor extensión posible; y para
ello estaba dispuesta a dejar libres a los perpetradores de la
violencia, siempre y cuando confesasen.
Inicialmente,
todo el mundo pensó que la comisión fracasaría. Sus propios
integrantes no confiaban demasiado en la respuesta que recibiría la
oferta de amnistía. Había muchas víctimas y parientes de las
mismas dispuestas a declarar, pero todos ellos andaban muy escasos de
pruebas, y la policía blanca, que era la perpetradora de la mayoría
de las brutalidades, ya se había preocupado de dejar muy pocas
evidencias de quién, cuándo y por qué dio las órdenes. Sin
embargo, en buena parte no fue así. En octubre de 1996 obtuvo su
primera victoria cuando cinco antiguos miembros de un pelotón de la
muerte policial que había operado en Transvaal declararon ante la
TRC la comisión de seis asesinatos, a cambio de salir limpios del
embroque. Fue un ejemplo que rápidamente siguieron los antiguos
miembros de otros grupos represores, en un proceso que se autoalimentó y que acabó obligando a declarar incluso a muchos
que no habían pensado en hacerlo.
De
hecho, la producción de confesiones fue tan continuada, y tan rica,
que a la TRC pronto le fue fácil alcanzar a los escalones de mando
más elevados. A lo largo de los testimonios, la Comisión fue
consiguiendo documentos que demostraban las instrucciones de
exterminación o represión emitidas por el State Security Council,
esto es, el cuerpo político superior que controlaba la política
policial, en el que estaban representados los principales generales y
políticos de cada momento. La TRC incluso llegó a enviarle una
citación a Botha, ex primer ministro y presidente él mismo
del State Security Council durante doce años; pero el viejo político
segregacionista se negó a atenderla.
Quien sí
compareció ante la TRC fue De Klerk. A decir verdad, su
comparecencia abrió a muchos la ilusión de que, finalmente, se
produciría la admisión pública por parte del poder blanco de todas
sus culpas. Pero no, no fue así. A De Klerk, para empezar, le
importaba mucho sobrevivir como político; ya hemos dicho que era una
pieza, una pieza muy importante, del gobierno de Mandela, y
pretendía, como pretenden todos los políticos, permanecer en el
machito cuanto más, mejor. Y, en segundo lugar, probablemente había
leído memorias y libros sobre la Guerra Civil española y, a base de
leer párrafos y párrafos sobre el bando republicano, había
aprendido una regla: cuando hayas cometido, ordenado, amparado o permitido violencia, échale la culpa a los
incontrolados. En efecto, exactamente igual que no hay un solo
libro de un político o dirigente republicano durante la guerra civil
que admita el papel de los partidos, sindicatos o el gobierno en la
organización de las matanzas de la Modelo de Madrid y otras acciones
tan edificantes, De Klerk, lo creamos o no, desarrolló ante la TRC
la teoría de que la violencia del apartheid había sido perpetrada
por fuerzas policiales que, como eran unas cachoburras, se habían
pasado de frenada y habían malinterpretado las instrucciones
recibidas. A los negros, pues, se los cargaban incontrolados
blancos. Eso sí, con placa policial; pero incontrolados.
En
mérito, mucho mérito, de la TRC, hay que decir que otros de los
citados a declarar fueron... los negros. Los responsables del ANC
tuvieron que comparecer, en efecto, para responder por los muchos
asesinatos y acciones violentas contra las personas que habían sido
cometidos por sus militantes o sus simpatizantes. De hecho, también
tuvieron que declarar sobre las atrocidades, muchas, que se
cometieron durante la guerra intrarracial contra los Inkhata, que
provocó miles de muertos (y de la que muchos cultiparlantes sobre
Sudáfrica y el fin del apartheid no saben nada; la mayoría por
gañanería, la minoría porque son muy listos). No pocos dirigentes
del ANC se defecaron, sobre todo en privado, en la autora de los días
de su presidente Mandela, que todo lo observaba desde su atalaya
aprovechándose del detalle de que, al haber estado en el maco, no
había tenido la ocasión de participar en aquellas acciones. Muchos
pensaban (como lo piensa el autor de estas notas) que, de haber
estado libre, probablemente lo hubiera hecho.
El ANC,
en todo caso, se puso de canto. Thabo Mbeki, la mano derecha de
Mandela, declaró ante la comisión que todas las acciones de su
organización formaban parte de una guerra justa contra un Estado
totalitario. En su opinión, era un error de bulto poner a la misma
altura la violencia de quienes defendieron la segregación que la de
quienes la combatían. La organización negra, de hecho, definía su
violencia como el último recurso utilizado después de que todas las
vías sin violencia fuesen cegadas por el Estado segregacionista.
Inicialmente, dijo, el ANC había tratado de evitar las víctimas
civiles; pero la violencia policial indiscriminada de los ochenta
había cambiado las cosas.
Ante
estas declaraciones y la pretensión del ANC de quedar au dessus
de la melée a la hora de las responsabilidades, el arzobispo
Desmond Tutu, presidente de la TRC, amenazó con dimitir. Lo que al
religioso negro le cabreó fue la intención del partido en el
gobierno de amnistiarse a sí mismo. “Si aquí cada uno se puede
perdonar a su gusto, ¿qué sentido tiene esta Comisión?”,
declaró.
El ANC
regresó a la Comisión en una segunda comparecencia en la que dio
bastantes más detalles que en la primera, pero siguió manteniendo
silencio sobre muchos de sus asesinatos. Acerca de la guerra con
Inkhata, el Congreso negó cualquier tipo de responsabilidad.
La TRC
hizo público su informe en 1998; después, por lo tanto, de tres
años de trabajos. Concluyó que había sido el gobierno de Botha, al final de los años setenta del siglo pasado, el que había
decidido ingresar en el ámbito del crimen de Estado. Según la
Comisión, los gobiernos anteriores habían reprimido a los negros,
pero sólo el de Botha se había planteado exterminarlos (un matiz
muy importante para el delito de genocidio éste de la distinción
entre represión y exterminio; un matiz que poca gente domina, la
verdad). El informe, en todo caso, extendía eso que llamaba the
realm of criminal misconduct hasta los gobiernos de De Klerk. Le
acusó de mantener la política de Botha, así como de haberle
ocultado a la Comisión informaciones preciosas sobre la actuación
de sus estructuras de seguridad y policiales durante su gobierno.
Pero el
ANC no se iba de rositas. El informe del arzobispo Tutu y sus gentes
acusa al partido de gobierno en Sudáfrica de haber diseñado y
llevado a cabo una serie de campañas de acciones violentas que
causaron víctimas civiles. De hecho, echando sal en la herida, la
TRC recordaba que en toda su campaña terrorista, el ANC había
matado a más civiles que miembros de las fuerzas de seguridad.
Admitía la Comisión que la intención primera del ANC no había
sido matar civiles; pero, al tiempo, afirmaba que quien sufrió la
muerte o las lesiones por los atentados del ANC había sido víctima
de una gruesa violación de los derechos humanos.
La
mayoría de las personas implicadas en el juicio de la Comisión, que
conocieron la redacción del informe final algunas semanas antes que
la opinión pública, reaccionó malamente. Frederik de Klerk
presentó una demanda en el Tribunal Supremo pretendiendo prohibir la
publicación de un párrafo que se refería a él en términos muy
duros. Pero la reacción de los blancos empalidece (obsérvese el
tenue chistecito metaconceptual) delante de la de los negros. El ANC,
simplemente, no podía creerse haber sido condenado por violaciones
de los derechos humanos. En el ínterin entre el conocimiento del
informe y la publicación de éste, solicitó una reunión urgente
con la TRC para tratar de influir en la redacción final. Como vieron
que el obispo por ahí no iba, jugaron la carta demagógica y
comenzaron a acusar públicamente a la TRC de “condenar la lucha
contra el apartheid”. Ya se sabe que, cuando ya no te quedan
apelaciones posibles para evitar que te fusilen, tu última
posibilidad es embozarte en una bandera.
Aquí
llegamos al punto más absurdo del proceso de reconciliación
sudafricano. Porque tanto la opinión pública interior como la
internacional podían entender, tenía su lógica, el gesto del
otrora gobernante blanco Frederik de Klerk exigiendo en el Supremo
que se le tratase comme il faut en el informe. Pero cuando la
gente vio en la televisión a Mbeki entrar en el mismo edificio para
tratar de obtener de los jueces la prohibición de publicación
para el informe, ya fliparon. Tutu reaccionó concediendo una
serie de entrevistas a los medios de comunicación en las que opinaba
que a Sudáfrica le quedaban dos telediarios para (volver a)
convertirse en una dictadura, y que “no debemos asumir que los
oprimidos de ayer se vayan a convertir en los opresores de hoy”.
Cabe
dudar, en cualquier caso, de que la TRC finalmente consiguiese los
objetivos que perseguía. Efectivamente, consiguió demostrar y
publicar la naturaleza planificada y sistemática de la violencia
racial en Sudáfrica. Pero eso no sirvió para unir a la sociedad
sudafricana. La inmensa mayoría de los blancos (72%, según las
encuestas del momento) concibieron la labor de la Comisión como un
acto de represión racial, y de hecho las audiencias de las sesiones
de la Comisión entre el público blanco fueron siempre ridículas.
Los negros, por su parte, quedaron muy descontentos en el caso de ser
simpatizantes del ANC; y, en todo caso, les costó olvidar el pequeño
detalle de que todas las confesiones se habían conseguido a cambio
de inmunidad, así pues aquellos tipos que habían confesado un día
haberse cargado a familias enteras ahora estaban sentados en una
terracita, esperando su tapa del día.
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