Sabido es por lo que lo saben que uno
de los puntos de fricción entre los que piensan que los reyes
católicos eran unos talibanes exagerados y los que creen que eran,
todo lo contrario, una de las monarquías más modernas de su tiempo,
es el trato de los indígenas americanos. La Leyenda Negra nos dicta
que España envió a América a una patota de muertos de hambre, con
el cuchillo de capar entre los dientes, con la principal labor de
esclavizar y llevarse por delante a todo indio que pillasen y que les
obstaculizase el camino hacia el Eldorado. Esta imagen, alimentada en
la propia América (con la ayuda de los tipos que hicieron eso mismo
con sus indios), ha sido contestada de tiempo atrás recordando que
los conquistadores no sólo no hicieron lo que la Leyenda les imputa,
sino que adoptaron un modo, digamos, moderno, de afrontar los
derechos del indígena o el aborigen.
Personalmente creo que el punto que
está más cerca de la verdad es un punto medio entre ambas
posiciones; pero bastante más cercano a la segunda que a la primera.
Y, de hecho, hay un elemento de análisis muy interesante y
ampliamente documentado, un elemento del que me consta muchos
defensores de la Leyenda Negra no saben ni el huevo (ni para bien, ni para mal), y que permite
estudiar esta dinámica con un punto de vista más, digamos en
términos españoles, cercano.
La noticia es ésta: antes de tener que
plantearse los derechos de los indígenas americanos, los reyes
católicos hubieron de dirimir la misma cuestión, sólo que de los
habitantes naturales de las Islas Canarias.
Porque parece que
olvidamos que los habitantes originales de las Islas Afortunadas
tenían la misma consideración, y como tales habían sido tratados.
Desde que los (otros) europeos descubrieron aquellas islas, las
incursiones en las mismas para llevarse esclavos se hicieron
relativamente comunes. En 1402, como es bien sabido, Juan de
Bethencourt abordó la conquista propiamente dicha de las islas, pero
en dicho proceso ya desistió de reducir toda la población, demasiado numerosa, a la esclavitud. Además, las
expediciones de Bethencourt ya tenían una misión evangelizadora
que, por lo tanto, buscaba conseguir cristianos, no esclavos. A pesar de ello, el Papa Benedicto XIII, en su bula Apostolatus Officium,
otorgó a estas expediciones el carácter de cruzada, con la ristra
de indulgencias que ello comportaba, por lo que, si bien las islas de
Lanzarote y Fuerteventura fueron respetadas, las más pobladas fueron
depredadas. Sin embargo, como se ha dicho desde el establecimiento de
la diócesis de Rubicón (1403), la acción evangelizadora de los
misioneros, sobre todo franciscanos, adquiere cada vez mayor
importancia. Allá por 1423, unos veinte años después pues,
Lanzarote, Fuerteventura y el Hierro se podían considerar islas
plenamente cristianizadas.
De
hecho, la acción fundamentalmente del titular de la diócesis de
Rubicón, Francisco Calvetos, quien informó repetidas veces a Roma
de la condición de los aborígenes atlánticos como entonces se los
conocía, cambió el punto de vista del Papa Eugenio IV. Él, que
había enviado (bula Rex Regum)
a los cristianos a guerrear a las costas africanas para someter a sus
habitantes, cambia de idea de forma casi radical en su bula Regimini
gregis, de 1434, donde apela de
piratas a los cristianos depredadores de las islas y de las costas
atlánticas de África, y condena la práctica de reducir a estos aborígenes a la esclavitud. El Papa señala que dentro de las diócesis
establecidas por los evangelizadores, los aborígenes serán
naturalmente libres y no podrán ser atacados, mucho menos
secuestrados. Asimismo, establece indulgencia plenaria para aquél
que decidiere manumitir un esclavo. Juan II de Castilla apoyó
decididamente dicha bula, prohibiendo las depredaciones esclavistas
tanto en las islas convertidas como en las que fuesen declaradas en
fase de evangelización.
En
1462, con la labor de penetración en las Canarias en todo lo gordo,
el Papa Pío II promulga la bula Pastor bonus,
en la que concede amplia indulgencia a los financiadores de las labores pastorales en en Canarias que estuviesen emplazados
en Andalucía (los andaluces eran
los principales colonizadores de las islas); de esta manera, buscaba
mejorar el flujo de recursos hacia una labor que demandaba que le
echasen billetes (la indulgencia se extendió, por cierto, a quienes
invirtiesen en redimir cautivos, para así reducir la piratería). La
bula, que en mi opinión no cabe calificar sino de progresista,
también se ocupó de dar carta de naturaleza a los pactos entre los
obispos y los aborígenes todavía sin convertir que permitiesen la
predicación en sus territorios, los llamados bandos de
paces, con lo que, en la
práctica, extendió la protección hacia los canarios no
cristianizados, con tal de que tuviesen relaciones pacificas y de subordinación con las
iglesias.
Isabel
la Católica llegó a la corona de Castilla, por lo tanto, con unas
cuantas décadas de trabajo previo realizadas por obispos locales,
papas y alguna figura especialmente señera, como la de fray Alfonso
de Bolaños, quien predicó con gran éxito en aquel futuro asilo de centroeuropeos. El elemento
distintivo de la reina castellana es que abrazó estos conceptos con
menos vacilaciones que sus antecesores. De 20 de septiembre de 1477
es una cédula en la que la reina dice: Nos es fecha
relación e somos ynformados que algunas personas han traydo algunos
canarios de las yslas de Canaria, que son cristianos e otros que
están en camino para se convertir a nuestra Santa Fe católica, e
los venden como esclavos diziendo ser esclavos. E porque lo tal sería
cosa de mal exemplo e dar cabsa a que nynguno se quisiere convertir a
la Santa Fe católica, Nos queriendo remediar en ello, mandamos que
todos y cualesquier personas, omes e mugeres que son traydos, canarios
de dichas yslas, non consystays que se vendan nin se repartan mas que
los tengades todos en secrestaçión y buena guarda.
Esta
manda de la reina deja bien claro que el concepto inicial contra la
esclavitud de los aborígenes no fue, en modo alguno, la
consideración de sus derechos inalienables, sino el obstáculo que
ello suponía para la conversión y la labor evangelizadora.
Probablemente,
la acción más importante que abordó la reina en este terreno fue
el fomento de los bandos de paces. Como ya hemos citado, un bando de
paces era un pacto entre los misioneros y los jefes tribales canarios;
los primeros obtenían el derecho de predicar a las gentes del
territorio controlado por el jefe, mientras que éste obtenía
inmunidad frente a los piratas negreros. La política de la corona
castellana fue fomentar estos bandos lo más posible.
Sixto
IV promulga en 1472 la bula Pastoris aeterni,
que viene a ser como la redactada en su día por su antecesor Pío
II, sólo que estaba vez los beneficiarios de la misma ya no sólo
son andaluces, sino también castellanos, aragoneses, navarros y
portugueses. Las coronas castellana y aragonesa designaron comisarios
de la bula, y en todos estos reinos se establecieron algo así como
oficinas de recaudación de limosnas y aportaciones. Fue todo un
crowfunding a lo bestia para financiar la colonización canaria y de la
costa guineana.
Cinco
años después (1477), sin embargo, la cosa cambia de forma significativa. Los reyes Isabel y Fernando incorporan a su Corona el derecho de conquista de las islas mayores canarias (Gran
Canaria, La Palma y Tenerife). A partir de ese momento, para los
monarcas el tema ya no consistirá, como hasta entonces, en apoyar la
política papal al respecto de los aborígenes, sino en tener una
propia política respecto de los mismos. Y, como veremos ahora mismo,
lo harán como tenía por costumbre este matrimonio: sin vacilar ni
pararse en grandes escrúpulos legales.
Lo
primero que hicieron los reyes fue garantizarse, mediante el
asesoramiento de conspicuos juristas, que el texto de la bula
Pastoris aeterni no
sólo amparaba el trabajo con los canarios convertidos, sino el
derecho a someter por las armas a los no convertidos. Evidentemente,
los juristas no iban a decir otra cosa; pero la verdad es que ese
concepto quiebra bastante el espíritu de la bula y de la
evangelización de los aborígenes africanos en general practicado
por Roma de décadas atrás. Ya la cosa deja de ser enviar a unos frailes amables que, por la fuerza de la palabra, iban a convencer de que Dios te ama y tal; ahora, además, los reyes católicos se sienten con derecho a conquistar por la fuerza a quien se les quiera oponer.
Lo
siguiente que hicieron fue quedarse con la mucha pasta que estaba moviendo el crowfunding (algo que Isabel
hizo muchas veces, con muchas instancias, durante su reinado). Se
dirigieron a Pedro de Setién, mercader burgalés que operaba como
tesorero general de la bula, y le dijeron que aun sabiendo que para
liberar fondos (cuantiosos) de las limosnas necesitaba la
autorización del misionero general de Canarias, fray Alfonso de
Bolaños, y sobre todo de Fray Juan de Bobadilla, nuncio y comisario
de la bula, pues que ellos habían decidido quedarse con la pasta. Una cédula del
mismo día ordenaba a los tesoreros de todas las diócesis que le
transfiriesen la pasta a Pedro de Setién, obviamente para que se la diese a los reyes.
Los
reyes católicos, por lo tanto, dieron un volantazo a la política
africana, que dejó de financiar una evangelización para financiar
una invasión militar. Los defensores de esta medida se ocupan de
recordarnos que la medida contó con la aprobación, en ocasiones
apasionada, por parte del obispo de Rubicón, fray Juan de Frías;
del comisario apostólico de las misiones, fray Alfonso de Zamora; y
del nuncio y comisario de Guinea fray Andrés de Zumis; pero también
es cierto que cabe preguntarse con cuánta independencia de criterio
contaron todos ellos para tales apoyos, o para negarlos. Alonso de
Zamora, por cierto, fue rápidamente recompensado con el cargo de
capellán real...
Recordemos, en todo caso, que Francisco Ortiz, nuncio pontificio en
España, llevó a cabo una tenue oposición a la medida real y llegó
a embargar fondos de las diócesis; pero ni pudo ni quiso ser
oposición seria a las intenciones de los reyes.
El planteamiento netamente bélico de la operación de Castilla y Aragón en Canarias, además, redujo las garantías antiesclavistas
de los aborígenes locales. La guerra ya no se concebía como una cruzada
(enfrentamiento con un infiel organizado) sino como conquista
evangelizadora (acción bélica necesaria para obtener la conversión
de paganos). En el marco de estas acciones, aquellos paganos que se
sometiesen mediante bandos de paces o cualquier otro tipo de
rendición quedaban liberados de la esclavitud; pero no así los
cautivos de buena guerra,
esto es, los que lo fueren en enfrentamientos armados y no hubiesen
declarado pleitesía, que sí podían ser esclavizados.
Además
de estas normas que ya eran lesivas para los canarios, está
el hecho de que los reyes, sí, estipularon normas de respeto para su
guerra isleña; pero que los soldados y mandos que allí fueron las
cumplieran, es otra cosa. Lo cierto es que las tropas peninsulares
que se llegaron a Canarias cometieron con los naturales de las islas
desafueros sin cuento. Y no le cabe a los reyes católicos mucha
indulgencia en ello pues, en el caso de las Canarias, no fueron los
principales depredadores gentes del pirateo colocadas más o menos
fuera de la ley, sino los propios representantes de esa misma ley.
Nadie tuvo actuación peor en ese entorno que los gobernadores Fernán
Peraza, señor de la Gomera (que acabaría asesinado por los gomeros); Pedro de Vera, de Gran Canaria (que acabaría cesado por los propios reyes); o Alonso
de Lugo, de La Palma y Tenerife, quien también se las hubo de ver tiesas con sus majestades.
Fue
Peraza quien comenzó la lista en 1477. En dos barcos llegados de
Palos y Moguer, consiguió apresar a un centenar de gomeros adultos,
los metió en los barcos y los embarcó a Andalucía, con la
intención de venderlos como esclavos. Sin embargo, al llegar estos
barcos a la península, los reyes, enterados de la jugada, decretaron el embargo de las naves
con su cargamento, y nombraron a dos jueces especiales, Andrés
Villalón y Nuño Ramírez, para que dirimiesen la situación de
aquellos gomeros. Los jueces, finalmente, dictaron una sentencia en
todo favorable a los gomeros secuestrados. Verdad es que los clérigos
de la isla, verdaderos fautores de la reacción regia en favor de los pobres gomeros, declararon que todos ellos habían recibido los
sacramentos e incluso satisfecho los diezmos, por lo que su
cristiandad quedó fuera de toda duda.
Una
vez producida la sentencia, sin embargo, se presentó el problema de
que algunos de los ciudadanos de la Comunidad Autónoma Canaria ahora declarados libres habían sido ya
vendidos. Por ello, los reyes designaron a dos habilitados, Juan de
Aranda y José Sánchez de Villarreal, para que los buscasen, los
arrancasen de las manos de sus erróneos propietarios, y los pusieran
a disposición de los sacerdotes para su repatriación a La Gomera.
Los falsos propietarios podían reclamar el dinero pagado, pero en
modo alguno retener a sus esclavos, pues no lo eran.
Los
gomeros regresaron en junio de 1478, acompañados por su
mayor defensor, el obispo Juan de Frías, en los barcos que
integraron la expedición evangelizadora de la isla de Gran Canaria.
Pero no terminó para ellos la odisea, pues fueron retenidos al
servicio de dicha expedición, hasta el punto de que meses después la
propia Isabel debió redactar órdenes al gobernador Pedro de Algaba
para que los devolviese de una puta vez a La Gomera.
Conviene
destacar, por último, que, como es lógico, los gomeros, después de
aquella movida, quedaron bastante malquistos con Peraza, el cual no
dejaría de tener problemas en los años siguientes. Los habitantes de la isla, de
hecho, volvieron el rostro hacia Enrique el Navegante, rey portugués,
con el que firmaron varios bandos de paces que, en la práctica,
colocaban la isla en la órbita de los predicadores portugueses. Lo
hicieron, más que probablemente, para negar la autoridad de Peraza,
quien años después hubo de reclamar de la Corona la autorización
para tomar medidas policiales de sometimiento de los gomeros a su
autoridad. La cosa terminaría mal, muy mal, como espero que tengamos
la ocasión de ver.
La
conquista de Gran Canaria tomó seis años, de 1478 a 1484. Juan de
Frías fue el principal muñidor de la operación, con la ayuda, como
segundo, del deán de la sede de Rubicón, Juan Bermúdez. Juan
Rejón, Pedro de Algaba y Pedro de Vera fueron, sucesivamente, el
brazo armado de la expedición, pero siempre bajo el mando de los
frailes.
En
1480, el guanarteme o rey de Telde se rindió a Pedro de Vera. Tras
esta rendición se firmó el llamado Pacto del Real de Las Palmas, un documento importantísimo que otorgaba a los canarios los mismos derechos que a los
castellanos; sin ir más lejos, les reconocía el derecho de
residencia. Un documento con el que Pedro de Vera intentaría limpiarse el espacio internalgas varias veces. En mayo de 1481, el ya cesado guanarteme y su séquito noble se
entrevistaron con los reyes en Calatayud, obteniendo la total sanción
de la Corona para el pacto.
No obstante, como ya hemos insinuado, no todo fue tan bonito. En la guerra de Gran Canaria hubo muchos locales
que fueron cautivos de buena guerra,
esto es, combatiendo contra los españoles sin mediar pleitesía ni
deseo de conversión alguno. Todos éstos fueron vendidos como
esclavos, fundamentalmente en Andalucía. La única excepción
notable fue el guanarteme de Gáldar y sus gentes. El régulo canario fue apresado en
febrero de 1483, llevado a España a presencia de los reyes y allí
bautizado con el nombre de Fernando. Fernando Guanarteme, quien ahora
portaba su antiguo título como apellido, se ofreció a volver a las
islas junto con unos cuarenta fieles parientes suyos para colaborar en la
pacificación.
Lo verdaderamente importante, en todo caso, es que las depredaciones de los capitanes peninsulares alcanzaron más allá de los relapsos cautivos de buena guerra. Los
que se rindieron bajo seguro,
esto es, aceptando la evangelización, fueron desterrados de la isla
por Pedro de Vera, quien envió a la península extraños informes
sobre graves peligros para la seguridad pública que se derivarían
de su permanencia. De esta manera, la Corona incumplió sus propias
reglas. La mayoría fueron trasladados a Andalucía, donde el trato
fue bastante malo. Los cristianos viejos andaluces consideraban a
aquellos canarios cristianos nuevos, que lo eran además por
conveniencia, y recelaban de ellos. Fernando Guanarteme, en su
segunda visita a la península (1485) abogó a favor de estas
personas, que se habían convertido en una especie de
lumpenproletariado andaluz, y consiguió que se redactase una
ordenanza de protección, pero de difícil aplicación. La ordenanza
se dirigía a Juan Guillén, alcalde de Sevilla (lo que sugiere que
fue en la ciudad donde se establecieron mayoritariamente), y le
encomendaba que les buscase “señores a quien servir”, lo cual
sugiere que los sevillanos se negaban a emplearlos; así como a que
fuesen “castigados prudentemente” si no observaban la doctrina y
costumbres cristianas, lo cual viene a sugerir que la conversión
de aquellos grancanarios era, probablemente, muy superficial.
Existen
testimonios de que muchos acabaron por regresar a la isla, lo que
provocó protestas de las autoridades, que temían un levantamiento.
Los reyes reaccionaron recordando que el regreso sólo había sido
garantizado a los cuarenta parientes de Fernando Guanarteme, y que el
resto debían ser expulsados. No obstante, hecha la ley, hecha la
trampa. Los castellanos no lograron, como pretendían, monopolizar la
población de Gran Canaria, pues muchos de los expulsados se las
arreglaron para volver. Por ejemplo, no pocos de ellos acabaron
alistándose en las operaciones de conquista de La Palma y Tenerife,
lo cual, una vez terminadas las operaciones militares, les dió derecho a regresar al hogar en su condición de veteranos de la Corona. Estos grancanarios
semirretornados formaron una minoría en Tenerife, una especie de
grupo canario supra-canario, que reclamaba ser tratado como
castellano. En el 1500 realizaron innúmeras
gestiones con el objeto de recuperar los bienes que se les habían
arrebatado originalmente.
Todavía
en 1514, los celosos miembros de esta minoría tinerfeña de origen
grancanario se reunieron para solicitar de la Corona la exención del
servicio militar fuera de las islas para los miembros de su grupo.
La reclamación que realizaron desborda racismo intra-insular: (...) que
por tener nombres de canarios pierdan nuestras personas, que no
tienen que fazer con los naturales de otras islas, es a saber:
guanches, e palmeses e gomeros, llevándoles, como les llevamos,
muchas ventajas en todo, e hablamos e somos habidos por propios
castellanos. El texto, verdaderamente sugiere que estos canarios
de elite podrían incluso haber renunciado hasta a su acento al
hablar. La reina Juana, por cierto, les concedió lo que pedían.
En
toda la Historia de las difíciles relaciones, por decirlo de alguna
manera, entre los castellanos y los canarios, ocupa una figura
central Pedro de Vera, que fue, como hemos dicho, capitán de las
tropas que conquistaron Gran Canaria. Vera era jerezano y de natural
desconfiado. Por lo que sabemos, nunca debió creer demasiado en el
Pacto del Real de Las Palmas, hacia el cual debía de tener, dicho
sea para entendernos, una actitud parecida a la de Donald Trump hacia
el pacto firmado por Barack Obama con Irán.
Dado
que el pacto había allegado a los cuarteles castellanos a muchos
canarios, Vera diseñó una operación de castigo contra los guanches
de Tenerife para la que reclutó a muchos de esos grancanarios. Para
engañarlos realizó una estratagema que causó gran escándalo en
Castilla, puesto que llevó a los canarios a una misa y allí,
tomando una hostia no consagrada, se volvió hacia ellos mostrándola,
haciéndoles creer que era una forma sagrada, y ante ella juró la
expedición contra los guanches. Los canarios, creyéndose amparados
por la fe, se apuntaron. Pero Vera, claramente, se los quería llevar
a Andalucía; lo que pasa es que los canarios, cuando contaron varios
días sin ver tierra, se amotinaron en los barcos y le hicieron
regresar a Lanzarote, donde se quedaron. Parece ser, sin embargo, que
en algún otro momento Vera consiguió llevar a cabo sus planes con
un barco que llegó a Andalucía con un cargamento de grancanarios que
fueron vendidos como esclavos.
Lo
más probable es que fuesen vendidos, pues de haberse descubierto la
operación, con seguridad hoy conservaríamos alguna cédula real
sobre el tema. Sin embargo, hay otras pruebas de todo aquello, entre
las cuales quizás la más interesante sea el testimonio de una
mujer, conocida como Juana la Canaria.
Según
las confesiones de Juana, ésta, cuando llegaron los castellanos a
Gran Canaria, había decidido convertirse, con lo que obtuvo la
libertad. Fue entonces cuando Vera montó la expedición a Tenerife (la de la hostia falsa),
a la que parece ser se apuntó el marido de Juana aunque, sospechando
una celada, finalmente decidió no presentarse.
Vera,
en represalia, tomó presa a Juana y la embarcó a la península,
donde fue vendida como esclava a un propietario jerezano llamado
Nicolás Muñoz. En 1490, siete años después, el sobrino de Juana, Juan de Guzmán, reclama la liberación de su tía. Ante Gonzalo Sánchez de Castro, juez especial de la
causa, Juana demostró no haber sido tomada en conquista (o sea, no
ser una cautiva de buena guerra,
por tanto susceptible de ser esclavizada), por lo que fue declarada
horra (convertida).
Éstos
y otros desafueros de Vera y de otros capitanes castellanos
provocaron una continuada labor de denuncia por parte del obispo Juan
de Frías y de su sucesor, fray Miguel López de la Serna. A ambos
deben no pocos canarios la poca o mucha libertad de que pudieron
disfrutar. El tráfico de denuncias y de comprobaciones no debió de
ser fácil, porque la decisión real ordenando investigar todo el escándalo se remonta al 13 de febrero de
1495, once años después de la conquista de las islas. Por dicha
providencia se ordena a Alfonso Fajardo, recién nombrado gobernador
de las Canarias, realice una auditoría plena de lo sucedido.
Las
medidas que se tomasen, en todo caso, no debieron de ser muy
efectivas, pues todavía en 1505 se producen denuncias por parte de
canarios, tanto de los que quedaron en las islas como los que estaban
en la península, en el sentido de que, a pesar de ser cristianos y
libres, en la práctica están bajo la dominación de sus señores o
empleadores quienes, sin tener título para ello, ejercían la plena
disposición de sus personas.
Y hay bastante más que contar. Supongo que el siguiente capítulo deberían ser las violencias ocurridas en La Gomera, en las que Peraza habría de perder la vida, y sus consecuencias. Echad un silbo (gomero), y os la cuento.
Y hay bastante más que contar. Supongo que el siguiente capítulo deberían ser las violencias ocurridas en La Gomera, en las que Peraza habría de perder la vida, y sus consecuencias. Echad un silbo (gomero), y os la cuento.
Estimado Juan, me ha encantado este artículo (el contenido muy bien enlazado y la forma fresca y clara); es el único que he leído por el momento, pero creo que en absoluto será el último...
ResponderBorrarSoy estudiante y estoy investigando un poco este tema en este momento, y por eso llegué aquí. Conozco algunos de los documentos que hay bajo tu redacción, pero me gustaría conocer otros. Quisera contactar contigo, pero no encuentro como hacerlo... Te mando mi correo-e por aquí?
Hola, Luis. Mi contacto (que ahora me doy cuenta que he quitado de la home) es granmiserableARROBAgmail.com Lo pongo siempre así en la red para evitar bots y movidas.
BorrarUn saludo.
Hola Juan,
ResponderBorrarMe gustaría saber dónde encontraste la cédula del 20 de septiembre del 1477 para con los aborígenes canarios.
Un saludo.
No te puedo dar referencia completa porque el libro está en Galicia y no en Madrid. Pero me quiere sonar que está en un libro que escribió Romeu de Armas sobre el tema de la polémica sobre la esclavitud o no esclavitud de los canarios, y que fue una fuente importante para estos post.
BorrarVoy a ver si consigo encontrar una referencia más precisa.