La última vez que escribimos sobre los reyes católicos y los canarios
habíamos dejado a los habitantes de la isla de La Gomera
encabronados con Fernán Peraza, su gobernador, a causa de algunas
putadas que les había hecho, entre ellas intentar engañarlos para
venderlos como esclavos en la península. Los enfrentamientos,
también hemos dicho, fueron yendo a más con el tiempo y acabaron
por estallar en 1488, fecha en la que algunos gomeros se alzaron, se
fueron contra Peraza, lo mataron y asediaron a su familia.
Beatriz de Bobadilla, para entonces ya viuda de Peraza, reclamó ayuda del ínclito Pedro de Vera, gobernador de Gran Canaria, quien se presentó en la isla con una compañía de soldados que logró liberar a la familia de Peraza y reinstaurar el orden. A partir de ahí, tanto De Vera como De Bobadilla se colocaron al frente de una represión en la que no faltaron gestos tan edificantes y cristianos como tirar a niños al mar, donde se ahogaron. Los que quedaron se los repartieron como esclavos, de forma que la isla quedó básicamente despoblada. Incluso los soldados participantes en las acciones de pacificación fueron pagados con esclavos. Así las cosas, durante todo el año 1489 los puertos andaluces y del Levante español vieron llegar barcos cargados de gomeros y gomeras que iban a ser vendidos como esclavos.
Y
aquí habría terminado la historia de los gomeros rebelados si
hubieran sido dominados por, un suponer, ingleses. Pero ya se sabe
que Spain is different, aunque los ingleses pretendan que no es así.
El
obispo Juan de Frías había fallecido cuatro años antes, y había
sido sustituido por fray Miguel López de la Serna. Éste fue el
valiente sacerdote que se presentó en la corte de la reina para
denunciar el trato que estaban sufriendo unos canarios libres.
Hay
que decir que los reyes, inicialmente, respaldaron las ventas de
gomeros esclavos. Las primeras producidas, en Ibiza, fueron avaladas
por la Corona, que por entonces creía que los vendidos eran herejes
no cristianizados que se habían rebelado contra el poder castellano.
Sin embargo mosén Çalba, gobernador de Baleares, sí que se negó a
la venta, por sospechar que los llevara furtados, y que
eran christianos y no dados por de buena guerra.
Fue esta resistencia del gobernador la que llevó a Beatriz de
Bobadilla, la empresaria de aquel envío, a informar a la Corona, y
la que provocó que ésta apoyase la venta. Sin embargo, casi
inmediatamente llegó a la Corte el obispo de Rubicón, Miguel López
de la Serna, que fue quien les informó de que los vendidos eran
cristianos y que, además, en su mayoría eran parientes de los
asesinos de Peraza, pero no asesinos ellos mismos.
A
partir de ahí, se abre un periodo de investigaciones, idas y venidas
que culmina con una real cédula de 27 de agosto de 1490, que da la
razón a los gomeros, decreta su libertad y nombra los comisarios
para que la lleven a cabo, en la persona del propio De la Serna y del
obispo de Málaga, Pedro de Toledo. El obispo de Rubicón, sin
embargo, habría de morir el 11 de octubre de dicho año en
Trijueque. Fue enterrado en la iglesia alcarreña y durante siglos se
conservó una lápida en el lugar de su enterramiento, desaparecida
no obstante en la guerra civil tras un bombardeo. Sinceramente,
creo que las Canarias en general, y La Gomera en particular, no han
hecho todo lo que deberían hacer por rehabilitar y homenajear la
figura de su gran defensor.
En noviembre de aquel mismo año, el
escribano de la Corte Gonzalo de Córdoba era añadido a la misión
de rehabilitación de los gomeros.
Todos
aquellos canarios perdidos estaban concentrados, sobre todo, en cinco
lugares: Palos, Jerez, Sevilla, Valencia e Ibiza. Todavía dos años
más tarde, Fernando de Aragón sigue expidiendo cédulas para
solicitar información acerca de los gomeros vendidos como esclavos.
Isabel
la Católica, en todo caso, no se contentó con liberar a los
gomeros. También inició un proceso en el Consejo Real contra Pedro
de Vera y Beatriz de Bobadilla, a los que exigió una fianza de medio
millón de maravedíes cada uno, como fondo de indemnización para
los compradores de los esclavos gomeros. Más tarde, Vera fue incluso
cesado como gobernador de Gran Canaria. Vera intentó por todos los
medios pasarse el resto de la vida atendiendo demandas judiciales y
solicitó de los reyes que todo conflicto se rindiese con los fondos
de su fianza; a pesar de ello, al parecer no se libró de ser
denunciado individualmente por algunos compradores de esclavos.
Beatriz de Bobadilla, sin embargo, se hizo la orejas y “no recibió”
la comunicación real; algo que era posible en un tiempo en el que no
existían ni el burofax, ni los acuses de recibo ni nada de nada. El
30 de abril de 1491 se renovó la demanda, esta vez a través de
Francisco Maldonado, sustituto de Pedro de Vera en el gobierno de la
Gran Canaria.
Bea
terminó por comparecer ante el Consejo Real en septiembre de aquel
año. Tras su declaración, hecha en Córdoba, el Consejo se reafirmó
en su primera decisión, pero ella le puso mil problemas, además de
aportar una gran cantidad de documentos que, según ella, avalaban su
derecho de venta de los esclavos. Negaba que los gomeros fuesen
cristianos pues, decía, viven desnudos e tienen ocho o
diez mugeres. Aducía también
la buena señora que los gomeros habían sido sorprendidos realizando
viejos ritos y que habían aceptado
que si eran sorprendidos de nuevo podrían ser vendidos como
esclavos. Con todas estas cosas doña Bea consiguió aplazar la
fianza hasta la decisión final del Consejo, que se produjo con fecha
8 de junio de 1492, probablemente negativa de nuevo para los
intereses de la esclavista.
Como
ocurre siempre en estos casos, hubo algunos canarios que fueron
localizados pero no plenamente liberados porque, la verdad, en su
vida esclava habían encontrado una nueva existencia. Es el caso de
una joven niña gomera, que no fue devuelta a Canarias porque su
propietario, Pedro Valls de Mallorca, le comunicó al rey Fernando su
intención de dotarla y casarla como si fuera hija suya. Lo mismo
hizo Juan Albanell, vecino de Barcelona, con otra gomera que había
comprado siendo una niña; motivo por el cual los Albanell de toda la vida de Barcelona han sido, desde entonces, bastante morenitos de tez.
Estas
historias, sin embargo, se combinan con otras en las que jóvenes
gomeros que eran entregados a señores para que los instruyesen o les
diesen un oficio, en realidad eran semiesclavizados o incluso llegaron
a venderlos como esclavos, como le ocurrió a un tal Juan, vendido
por su empresario, el sevillano Francisco de Espinosa. Por todo ello,
los reyes católicos acabaron por nombrar a dos comisarios: Diego de
Muros, por entonces ya obispo de Rubicón; y Luis de Castilla,
capellán real. Ellos debían investigar todas las circunstancias de
la vida de estos gomeros, y proceder a su liberación si fuese
necesario.
Vayamos con los guanches y palmeros. Tiempo
después de producirse el descubrimiento de América, en la política
canaria de los reyes católicos todavía quedaban pendientes dos
conquistas: La Palma y Tenerife. Estas conquistas, además, se
producirían en condiciones económicas más limitadas, puesto que el
Papa Sixto IV, probablemente disgustado por el golpe de mano que
había dado la Corona disponiendo por sí misma de los fondos de las
limosnas, suspendió la vigencia de la bula y, consiguientemente,
secó de financiación la misión de ocupar las Canarias. En esas
circunstancias, los reyes tenían que buscar algún incentivo para su
capitán, Alonso de Lugo; y éste no podía ser otro que la venta de
esclavos.
Por
lo tanto, los reyes le concedieron al conquistador derechos sobre las
personas que encontrase en La Palma o Tenerife. Como eran ya
territorios parcialmente cristianizados, fue necesario delimitar bien
dónde podía meter la mano. En Tenerife, los reinos de Adeje, Abona
y Güimar se habían confederado con los castellanos ya en tiempos de
Pedro de Vera, y Maldonado había unido el reino de Anaga. A ello se
unieron dos reinos en La Palma, todos ellos pues declarados de
paces, garantizándose con ello
la libertad de sus habitantes. Eso sí, los que estuviesen fuera de
estas demarcaciones eran considerados cautivos de buena
guerra, aunque personalmente se
mostrasen proclives a la conversión.
La
Palma fue fácilmente ocupada en 1493. Tenerife llevó más tiempo,
es decir los tres años que siguieron. A partir de ese momento, los
habitantes de las áreas que no eran de paces
fueron apresados, sacados de las islas y vendidos como esclavos.
Alonso
de Lugo, sin embargo, no habría de pararse en ello.
La
adhesión de dos pequeños reinos de la isla de la Palma a los bandos
de paces se produjo con la ayuda de una indígena local, Francisca
Gazmira. Este pacto permitió precisamente que la ocupación de La
Palma fuese tan sencilla. Pero, una vez concluida la operación,
Alonso de Lugo hizo ir a Francisca ante los régulos para exigirles
la entrega de 25 jóvenes rehenes que deberían ser llevados a la
Corte. Por supuesto, aquellos rehenes no eran tales y, nada más
llegar a Sevilla, fueron vendidos como esclavos. Como la operación
le salió bien, durante su estancia en la Corte, Alonso elaboró
informes en los que afirmaba la deslealtad de los palmeros,
conminando a los reyes a afirmar su derecho a reducirlos a la
esclavitud. Acababa de inventar Alonso de Lugo una categoría que
sería pronto muy usada en América: el cautivo de segunda
guerra, es decir, la persona
inicialmente colaborante que sin embargo acaba por descubrir sus
intenciones y rebelándose.
Probablemente
conocedor de que el principal peligro que tenía su plan era el
testimonio de Francisca Gazmira, optó por realizar una operación
contra los gazmiros, un clan de algo más de treinta familias que
vivía en las cuevas de Ferrera. Cayó sobre ellos con sus tropas e
hizo más de 200 prisioneros, que entregó al sevillano Francisco
Espinosa, que los vendió en la península.
En
Tenerife la cosa no fue mejor. Situado en una posición comprometida
tras ser derrotado en Acentejo, Alonso de Lugo reclamó la protección
de los guanches del reino de Güimar, uno de los confederados. Tras
haber sido protegidos, los españoles invitaron a algunos guanches a
subir a los barcos, de donde ya no salieron sino para ser vendidos
como esclavos. Y eran los tipos que les habían defendido en la
retirada... A
unos cien guanches de Tegueste, que se bajaron de la montaña
clamando que querían ser cristianos, los acogieron, bautizaron... y
después los embarcaron hacia España, donde fueron vendidos.
Con
todo, lo más escandaloso es el ruin engaño labrado hacia los
guanches de Anaga y Adeje.
En
1497 había visitado Tenerife el obispo de Rubicón, Diego de Muros;
visita que aprovechó para bautizar personalmente a cientos de
guanches. Tiempo después, Alonso de Lugo hizo llamar a los
confederados de Anaga, unos doscientos canarios, todos ellos libres y
que, además, habían asistido a los castellanos en la conquista de
la isla. Fueron cautivos y enviados para la venta como esclavos.
Quiso repetir Alonso la celada con los de Adeje, pero éstos se
hicieron los longuis, conocedores de la celada anterior. Así las
cosas, se preparó a un hombre vestido de ropajes litúrgicos
diciendo que era el obispo y, cuando los canarios fueron a verle, los
prendieron.
Con
ésta y otras mañas, Alonso de Lugo consiguió secuestrar y vender
como esclavos a más de mil guanches libres. Una parte de los cuales,
por cierto, acabaron propiedad del duque de Medina-Sidonia, quien los
tuvo escondidos para hurtarlos de la vista de los corregidores.
Por
lo que se refiere a los régulos de aquellos pequeños reinos,
Fernando de Anaga fue obligado a trasladarse a Gran Canaria. Su hijo,
Enrique de Anaga, fue prendido por Alonso de Lugo y vendido como
esclavo, y no recuperó la libertad sino tras las pesquisas de los
comisarios regios nombrados para la liberación de palmeros y
guanches. El propio rey de Anaga acabó reclamando ante los reyes en
1502, ya que, adujo, en el traslado forzoso a Gran Canaria Alonso de
Lugo se había quedado con buena parte de su patrimonio en ganado.
Diego,
antiguo régulo de Adeje, reclamó ante los reyes en 1505, quien
adujo que Alonso de Lugo le había ocupado toda su hacienda por la
fuerza.
A
causa de todas estas denuncias, en 1508 Alonso de Lugo fue objeto de
lo que entonces se denominaba juicio de residencia. Lope de Sosa,
juez especial y adelantado de Canarias, acabó por sentenciar que
Alonso debía de pagarle 40.000 maravedíes a los hijos de Diego de
Adeje (quien probablemente habría muerto para entonces), más otros
50.000 a un tal Andrés de Güimar, probablemente también
descendiente de algún régulo. Otro príncipe, éste de La Palma,
que también recibió compensaciones fue Pedro Fernández de La
Palma.
Bueno, bueno, aquí un Albanell de Barcelona diciendo algo: La historia de mi antepasado está recogida Las Crónicas de la Historia de España; seleccionado por su nobleza, Albanell y otro señor también de Barcelona fueron enviados por el Rey Católico a poner orden en los desmadres esclavistas en Las Islas Afortunadas, pues la esclavitud había sido abolida; El tal Albanell en carta guardada hasta el día de hoy en los archivos solicita al rey el casarse con una princesa gomera cautiva y el rey se lo concede; llevándosela con él, claro está, a la Ciudad Condal.
ResponderBorrarY sí, morenos en verano y guapos en toda temporada.
Coño, y descendientes de la realeza.
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