Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.
A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.
En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial.
Ya más tranquilas las cosas tras el bochornoso espectáculo producido tras la intervención de Braccio Martelli, la séptima sesión solemne del concilio tuvo lugar el 5 de marzo de 1547. Se publicaron los decretos sobre los sacramentos y sobre la residencia de los obispos. En este último caso, la cuestión básica se orillaba con elegancia, puesto que el texto no se pronunciaba sobre la obligación de residir en la diócesis es de origen divino o humano. Se limitaba a prohibir la reunión en la misma persona de diferentes obispados, parroquias u otros beneficios eclesiásticos. Establecía que todo obispo designado debería hacerse consagrar como tal en los seis meses siguientes a la designación. Se otorgaba a los obispos el poder de reformar las iglesias de su parroquia, así como su capítulo catedralicio. Eran prescripciones bastante buenas, pero en la realidad la autoridad del Papa quedó impoluta, por lo que la puerta a los abusos permaneció abierta.
A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.
En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial.
Ya más tranquilas las cosas tras el bochornoso espectáculo producido tras la intervención de Braccio Martelli, la séptima sesión solemne del concilio tuvo lugar el 5 de marzo de 1547. Se publicaron los decretos sobre los sacramentos y sobre la residencia de los obispos. En este último caso, la cuestión básica se orillaba con elegancia, puesto que el texto no se pronunciaba sobre la obligación de residir en la diócesis es de origen divino o humano. Se limitaba a prohibir la reunión en la misma persona de diferentes obispados, parroquias u otros beneficios eclesiásticos. Establecía que todo obispo designado debería hacerse consagrar como tal en los seis meses siguientes a la designación. Se otorgaba a los obispos el poder de reformar las iglesias de su parroquia, así como su capítulo catedralicio. Eran prescripciones bastante buenas, pero en la realidad la autoridad del Papa quedó impoluta, por lo que la puerta a los abusos permaneció abierta.
Aquella sesión de marzo tuvo lugar en
un importante contexto geopolítico. En los últimos meses de 1546, Carlos había podido reunir sus tropas en Alemania con sus
importantes fuerzas flamencas, y había conseguido controlar la
Alemania meridional. La conquista de la septentrional parecía sólo
cuestión de tiempo. La pujanza imperial, obviamente, era una gran
noticia para el Papa Pablo. Al fin y al cabo, alejaba de su horizonte
a los protestantes, cada vez más enfrentados con Carlos y más lejos
de Roma. Pero, obviamente, afloraba otro problema: Carlos.
La cosa de la religión está muy bien
y tal; pero lo cierto es que el interés sempiterno de los Papas,
mientras han sido dueños de Italia, ha sido que ningún rey o
emperador, fuese éste católico, protestante o budista, tuviese el
suficiente poder como para albergar la idea de hacerse con esa
porción de Europa que, la verdad, está entre las más ricas del
continente. En tal sentido, de hecho, había interpretado Pablo el
gesto carlino de nombrar gobernador de Milán a Fernando Gonzaga, un
enemigo declarado de la dinastía Farnesio a la que pertenecía el
purpurado. Carlos estaba seriamente enfrentado al hijo del
Papa Pedro Luis Farnesio, que había sido hecho duque Parma por su
padre.
El creciente miedo del Papa hacia el
emperador tenía, además, una obvia consecuencia conciliar o, si se
prefiere, eclesial. Si lo piensas con cuidado, te darás cuenta de
que todo cuadra. Un emperador todopoderoso que aspirase a tener un
poder efectivo sobre la península italiana tendría que debilitar al
Papa. Y, ¿qué mejor forma de debilitar a un Papa que imponer las
reglas de reforma de la Iglesia, perfumar la jerarquía católica con
una ligera esencia protestante, bien a sabiendas de que un movimiento
de estas características no haría sino debilitar el poder
espiritual, ergo temporal, del sumo pontífice?
Es a través de este punto de vista
sociopolítico como hay que observar la decidida defensa por parte de
Carlos de las posiciones de reforma. En cartas y audiencias, el
emperador deja bien claro que no está feliz con el desarrollo de las
deliberaciones de Trento. Que él quiere menos discusiones sobre los
dogmas, y más análisis sobre las posibles vías de necesaria
reforma eclesial. Granvela, su mano derecha, no pierde ocasión de
poner a caldo a los obispos italianos que, dice, quieren ordenarle al
mundo su existencia. Los obispos y cardenales españoles escriben
breves y censuras al excesivo poder papal. En enero de 1547, durante
la sexta sesión solemne, se han aprobado los decretos sobre la
doctrina de la Justificación, el gran momento de enfrentamiento
teológico con los protestantes, en lo que todo el mundo entiende
como un zasca puro y directo en los prognáticos morros del
emperador. Ese mismo mes, por cierto, el Papa llama de regreso a sus
tropas, que combatían con el emperador; y no sólo eso sino que le
envía una carta a Carlos en la que le comunica que Roma ya no será
capaz de pagar los subsidios prometidos apenas año y medio antes,
acusándolo de haber provocado dicho impago con ciertas
concesiones religiosas hechas en algunos de los territorios
invadidos.
Semanas más tarde, el Papa trata de cortocircuitar el tráfico de recursos desde la Iglesia española hasta los ejércitos imperiales y envía a sus sobrinos Farnesio a negociar con Francisco I de Francia, quien para entonces está preparando la guerra contra el emperador; trata el pontífice de formar una liga con Venecia, Dinamarca y Escocia. Incluso llega Francisco a prometerle 40.000 ecus mensuales al landgrave de Hesse y el elector de Sajonia a cambio de que resistan al empuje de Carlos. Lo cual, sí, quiere decir que el Papa, indirectamente, se estaba aliando con los protestantes. Such is life...
Semanas más tarde, el Papa trata de cortocircuitar el tráfico de recursos desde la Iglesia española hasta los ejércitos imperiales y envía a sus sobrinos Farnesio a negociar con Francisco I de Francia, quien para entonces está preparando la guerra contra el emperador; trata el pontífice de formar una liga con Venecia, Dinamarca y Escocia. Incluso llega Francisco a prometerle 40.000 ecus mensuales al landgrave de Hesse y el elector de Sajonia a cambio de que resistan al empuje de Carlos. Lo cual, sí, quiere decir que el Papa, indirectamente, se estaba aliando con los protestantes. Such is life...
Con
todos estos mimbres, será difícil no entender que Carlos acabase
cabreadillo con el Papa. En una comunicación al nuncio papal, en la
que éste protesta porque el emperador se olvida de citar al Papa en
muchos de sus pronunciamientos, éste se justifica diciendo que Pablo
es “un nombre tan odioso y no solo en esta Germanía más aun en
muchas otras partes de la christiandad por sus malas obras”.
Asimismo, anuncia que la guerra es la guerra, y que, en consecuencia,
va a elevar la presión fiscal sobre el clero español y, vamos, que
si hace falta vender posesiones del mismo (sin permiso del Papa), se
venden, y punto. Asimismo, tampoco se corta Carlos de recordar que
siempre tiene la opción de llegar a algún tipo de paz o
entendimiento con sus ahora enemigos protestantes.
En
esencia, en 1547 llegamos a un punto en el que, en la práctica, la
cristiandad europea, esto es mundial, tiene, a todos los efectos, dos
jefes diferentes y mutuamente excluyentes. Se llega a una situación
de desequilibrio total que de alguna manera deberá reequilibrarse.
Pablo,
así planteados los hechos, decide que la única solución es hacer
caso de las peticiones y consejos de los legados de Trento: deberá
sustraer por completo el concilio de la influencia imperial. De esta
manera, aprueba una proposición impulsada por Monte y Cervino para
transferir el concilio a Bolonia (villa papal); sin embargo, les hace
notar que, para que no sea ésta una decisión de los propios
legados, debe ser votada por la mayoría de los padres presentes en
Trento. Así las cosas, Roma ordena inmediatamente a un grupo de
obispos que le son fieles, y que se habían trasladado a Venecia,
para que regresen cagando melodías a Trento para poder votar.
Hacía
falta un pretexto, pero ésas son cosas que a los teólogos nunca les
ha supuesto problema alguno. Para unos tipos que son capaces de
justificar que una paloma se te pose en la cabeza y en el acto te
enseñe idiomas, justificar una votación por cambio de sede es una
coña marinera. Como no podía ser de otra manera por la dilación de
las discusiones y por la elevada frecuencia de miembros provectos
entre los padres conciliares, en 1547 era un hecho que varios de
éstos, así como de entre los teólogos que los acompañaban, habían
muerto. Tomando este dato, como he dicho plenamente compatible con
cualquier tabla de mortalidad bien hecha, los legados se inventaron
que había una epidemia en Trento; concretamente, de sarampión. Esta
epidemia, por cierto, fue investigada por el médico del concilio, el
italiano Girolamo Fracastoro, toda una eminencia en la Historia de la
medicina. Fracastoro confirmó los graves riesgos de contagio,
incluso de peste. El mismo anuncio provocó ya el abandono de Trento
de una docena de obispos. Así las cosas, el 9 de marzo los legados
se presentaron ante la asamblea tridentina hablándoles de los
problemas de salud pública y de la marcha de miembros. Como ya
sabían que iba a pasar, la asamblea se mostró de acuerdo en pirarse
de Trento. El único elemento que les podría haber puesto la proa,
Madruzzo, hacía tiempo que no iba por allí, ya que estaba hasta los
huevos de experimentar constantes enfrentamientos con los legados.
Los
obispos españoles, ciertamente, se opusieron a la decisión. No
sirvió de gran cosa, como tampoco sirvió que otros físicos dudasen
seriamente de las teorías de Fracastoro. El 11 de marzo, en la
octava sesión pública, la traslación del concilio a una villa
papal se votó por 38 votos contra 14 votos contrarios y 4
abstenciones. Los legados propusieron Bolonia como nueva sede,
propuesta que fue aprobada. La siguiente sesión se fijó para el 21
de abril. La verdad es que los legados se presentaron en la propia
sesión vestidos con ropas de viaje y con sus caballos a la espera a
la salida, tan seguros estaban de la decisión.
El
Papa había ganado... o no. Porque la decisión de transferir el
concilio a Bolonia no hizo sino hacer evidente la existencia de dos
jefes en la cristiandad. Pacheco y los obispos españoles tenían la
orden del emperador de permanecer en Trento. Y eso hicieron.
Perdieron la votación, pero permanecieron en la villa, manteniendo
viva la llama de un concilio que se había trasladado. Su
permanencia, sin embargo, lanzaba todo un mensaje a cualquiera con
dos dedos de frente. Los obispos de un país no estaban obedeciendo a
su superior, el Papa; sino a su jefe temporal, el emperador y rey de
España.
No lo
llamamos cisma, pero se le parece mucho.
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