A los ojos de este simple lector de
historias pasadas, resulta sorprendente lo poco, por no decir
poquísimo, que habitualmente se habla de la república veneciana
cuando se tratan los ejemplos del pasado, digamos, meritorios. Quien
no encuentra interesante la historia de la aventura veneciana está
dando de lado un experimento que consiguió, entre otras cosas,
mantener un monopolio económico durante un milenio; esto es algo que
está fuera del alcance de la mayoría de los mortales que viven
fuera de El Vaticano.
La Historia de Venecia merece ser contada, entre otras cosas porque de la misma se pueden sacar muchas en enseñanzas bien presentes.
Eso sí, lo primero que tuvo Venecia a
su favor no lo consiguió por sí misma, sino que tiene que ver con
su muy especial situación, que la convertía en un enclave de gran
importancia para el comercio hacia el Mediterráneo oriental y, a la
vez, fuertemente defendido de una forma natural.
Resulta tan difícil acceder a las
lagunas del Véneto y sus islas que, dato nada irrelevante, en el
siglo V de nuestra era fueron los únicos territorios de lo que hoy
conocemos como Italia que no hollaron los hunos. Tampoco pudieron con
ella los lombardos, o los húngaros. Los pipínidos y Carlomagno en
persona trataron de domeñarlos, pero finalmente tuvieron que
negociar. A Génova, por otro lado, le acabaron dando los venecianos
para el pelo. En puridad, la aventura veneciana, que comenzó allá
por el siglo V, no se frenó sino a finales del XVIII, bajo la espada
napoleónica; aunque para entonces hacía 300 años que estaba en
decadencia.
La gran virtud del área de Venecia
reside en su calidad de conexión entre una ruta terrestre que llega
desde allí hasta el mar Báltico con otra marítima que la comunica
con todo lo existente en la mitad oriental del Mare Nostrum. A sus espaldas,
los Alpes cárnicos y julianos le ofrecían la protección necesitada
para conseguir que los impulsos conquistadores llegados de
Centroeuropa no le afectasen, cosa que fue así hasta los intentos de
dominación austríaca a finales del XVIII. Esto le otorgaba a los
venecianos una ventaja clara respecto de sus vecinos costeros
croatas, dálmatas, montenegrinos o albanos, que no pudieron, como
los venecianos, desarrollarse como comerciantes, siempre preocupados por los sitios y los ataques; lo cual
acabó convirtiéndolos en corresponsales del emporio del Véneto.
En su máxima expresión territorial,
siglo XVI, Venecia llegó a acumular diez provincias: el centro de
ellas era el dogado de Venecia, pero a éste se unían las provincias
paduana, la Polesina de Rovigo (delta del Po), la provincia veronesa
al sur del lago de Garda, la vicentina (Vicenza y Assagio, ya en la
montaña), la provincia bresciana (que, además de la propia Brescia,
acumulaba, entre otras poblaciones, la que acabaría siendo sádica y
mussolinianamente famosa de Salò), el Bergamasco, el Cremasco, la
Marca Trevisiana, el Friul y la península de Istria.
Todos estos dominios le proporcionaron
al dogado algo muy importante para poder renunciar a ser una
epirocracia como lo fue casi cualquier otro experimento de poder en
la Europa premedieval y medieval (epirocracia, por cierto, es aquella
forma de organización político-militar por la cual un territorio
afirma su poder mediante la invasión y ganancia de terrenos ajenos;
hoy lo llamamos, de una forma un tanto imprecisa, imperialismo). La
provincia veronesa y el Polesiano eran ricas en arroz, y el Véneto
contaba también con trigo, maíz y legumbres en abundancia. También,
por cierto, eran abundantes el lino y el cáñamo; un dato importante
para alguien que lo que quiere es construir barcos. Para colmo, petada
como estaba la zona de moreras, también lo estaba de gusanos de
seda, por lo que el área parecía predestinada para ser un hacha en
todo lo textil.
Otra característica muy particular de
Venecia es su sistema político. La verdad es que la aventura
veneciana no es muy útil para ayudar a aquéllos convencidos de que
una república siempre es democrática. Venecia fue formalmente una
república, aunque, en realidad, era un régimen oligopolístico de
monarquía electiva. Su secreto estaba en que el oligopolio tenía
unas dimensiones algo más grandes de lo que se suele estilar en este
tipo de regímenes de conveniencia.
El discurso del dogo Mocenigo (1423),
que es una de las más ricas fuentes de información práctica sobre
Venecia pues es una especie de balance de gestión, cifra la
población de la república en 190.000 personas en aquel momento. Sin
embargo, de éstos sólo una parte muy pequeña tenían el poder. El
denominado Libro de Oro tomaba nota, cada año, de los donceles de la
aristrocracia comercial local que habían llegado a la edad de tener
responsabilidades de poder; y nadie más, ni en la teoría ni en la
práctica, tenía posibilidad de llegar a ello si no estaba en el
librito (sistema que es un pálido reflejo del cursus honorum practicado por Roma). La estricta entrega del poder a los miembros de las 200
familias patricias era, en puridad, más rígido aún que el sistema
patricial de la antigua Roma; y no sólo eso sino que, a pesar de su
larga duración histórica, Venecia, al contrario que Grecia o Roma,
jamás se planteó seriamente democratizar aquello, ni los venecianos
reclamarlo. Esto era así porque Venecia tenía un sueño, el Sueño
Veneciano, que, como el Americano, era hacer pasta. Y allí nadie, ni
extranjero, ni siquiera esclavo liberado, dejaba de tener al menos
alguna oportunidad de conseguirlo. Cuando Venecia perdió su
supremacía comercial, a partir del siglo XVII sobre todo, se
reinventó rápidamente para pasar a ser, en realidad, el primer
destino turístico de la Historia, pues ya entonces muchas de las
personas notables y ricas de Europa gustaban de viajar a la ciudad de
los canales a pasárselo bien, entre otras cosas en sus famosos
carnavales; que entonces, por cierto, duraban seis meses, por lo que,
en realidad, Venecia se pasaba medio año preparando una fiesta que
se desarrollaba durante el otro medio.
Todo lo que presidió siempre los
esfuerzos de los venecianos fue el negocio. A mediados del siglo V,
Venecia era ya proveedora de los godos. A pesar de mantener dichas
relaciones económicas, cuando la presión sobre los griegos
bizantinos se hizo mayor, optó por el partido de éstos,
convirtiéndose en un baluarte constantinopolitano en la península
italiana. Venecia se alió con el último gran general romano,
Belisario, y con el eunuco Narsés, general de los griegos en la
península. Narsés llega a Aquileia y allí se encuentra con el
enorme problema de conducir sus tropas por aquellas marismas para
poder llegarse a Rávena. Solicita la ayuda de los venecianos, que se
la conceden a cambio de la apertura en su favor del comercio con
Constantinopla. Cuando Narsés llama a su lado a los lombardos, éstos
son abastecidos de víveres y otros enseres por los venecianos, que
con ello consiguen franquicias comerciales en su reino.
Cuando el emperador iconoclasta
constantinopolitano León el Isauriano rompe con el Papa Gregorio II,
el Santo Padre le manda un emilio a Liutprando, rey de los lombardos,
solicitándole que más o menos eche de Italia a los constantinopolitanos. Liutprando coge la
Brunete y se va hacia Rávena, de donde echa a Paulo, el exarca
bizantino de la ciudad. Paulo se refugia en Venecia y le pide a Orso,
uno de sus primeros duci, que le ayude. Orso, no por otra razón que
el olor y el sabor del negocio, toma Rávena, Comacchio y Cervia, le
reparte unos mangüitis a los lombardos y los deja como la verdura a
la que dan nombre, y restaura al exarca. De aquellos polvos vienen
esos lodos de que el Dux de Venecia, distinguido en eso de otros
mandamases italianos, tuviese el título de hypatos,
El Más Alto. Le fue concedido por los emperadores bizantinos.
El
Papa, que no se quedó quieto, llamó en su ayuda a Carlos Martel,
cuyo hijo, Pipino el Breve, invadirá Italia y acabará con el reino
de los lombardos; pero ya no conseguirá echar a los venecianos de
Rávena.
En el siglo VIII, cuando Carlomagno
invade la Lombardía, Venecia, consciente de que la ideología
imperial del rey franco y de sus descendientes acabará por coartar
su libertad, mantiene el pacto de hierro con Bizancio (que es,
además, mucho mejor cliente, dónde va a parar). A finales del siglo
X, cuando los carolingios y los pipínidos se extinguen, el dux Pedro
II Orseolo se apresura a enviar embajadas al emperador germano Otón,
que le confirma sus privilegios. Pocos años más tarde, tras
utilizar la flota para oponerse a los musulmanes que habían tomado
Apulia y estaban cercano Bari, ambas plazas de obediencia bizantina,
y enfrentarse a la invasión normanda en Durazzo, Orseolo conseguirá
del emperador Alejo Commeno los derechos venecianos sobre Istria y
Dalmacia y, algo más tarde, de Basilio II y Constantino VIII la
confirmación y ampliación de sus derechos comerciales en las costas
de Grecia, Tracia, Chipre y Creta. A partir de la primera década del
siglo XI, pues, Venecia es la dueña del Adriático, pero en modo
alguno exige tomar tierras o hacer suya tal o cual colonia sino,
simplemente, hacer negocios. Especial importancia tiene para Venecia
el dominio de la ruta comercial hacia Constantinopla, que retiene en
exclusiva hasta el 1346; lo que hace que el Dux de la ciudad lleve,
entre otros, el título de «Señor de cuarto y medio del Imperio
Griego».
Un poco antes de lo que acabamos de
relatar, en el año 997, se produce el hecho histórico que más
identifica a Venecia, mucho más que el Carnaval en su tiempo, como
es la tradición del Sponsalizio col Mare.
En
aquel año, el dux Pedro II Orseolo, hasta los huevos de pagar
tributos a los eslavos y encima aguantar sus putaditas corsarias, se
hizo a la mar el día de la Ascensión (La Sensa, la llaman los
venecianos), con el cuchillo de capar gorrinos entre los dientes, y
lo usó a gusto en toda Istria y en la costa Dálmata hasta Ragusa o,
como decimos hoy, Duvrovnik. En 1002 la cosa estaba tan clara que los
duci comenzaron a llamarse «de Venecia y Dalmacia».
Unos
doscientos años después, poco después de la embajada en la que el
dux Vitel Faliero había regresado de la corte de Commeno con todos
los privilegios necesarios para dominar el Adriático, llegó la gran
prueba del poderío naval veneciano: enfrentarse, bajo la dirección
del dux Ziani, con la flota más poderosa de Europa: la de Federico I
Barbarroja, en ayuda del Papa Alejandro III.
El
encuentro fundamental se produjo en cabo Melloria, y los venecianos
le dieron al emperador hasta en el cielo de la boca. Federico, tras
aquella inesperada derrota, hubo de ir a Venecia, donde, delante de
los representantes de todas las naciones continentales, o sea del
mundo entero cristiano, se sometió a la autoridad del Santo Padre,
en esa famosa escena en la que, tras rendir el emperador su espada y
su pleitesía, Alejandro le puso un pie encima de la cabeza y dijo:
et mihi et Petrus.
Aquel favorazo de Venecia al papado no
fue fácilmente olvidado. En parte por el orgullo de los venecianos,
en parte por el impulso de la propia Roma, La Sensa se convirtió en
una fiesta muy especial en la república: la fiesta en la que el dux,
montado en un buque especial llamado bucentauro, navega por las aguas
venecianas hasta arrojar a ellas un anillo de oro, en esponsal
simbólico entre el Primer Hombre de Venecia, y La Mar, sellado por
el patriarca de Venecia con las palabras desposamus te, mare, in
signum veri perpetuique dominii,
que fueron pronunciadas, cada año, hasta que en 1797 el general
corso, que ahora dicen que no era bajito, cerró las bocas de la Historia.
Las relaciones entre Venecia y
Bizancio, en todo caso, distaban de ser perfectas. Los emperadores de
Constantinopla, es bien sabido, se creían la Polla en Verso, y no al
fin y a la postre, firmar acuerdos como los exigidos por los
venecianos, que les imponían, entre otras cosas, la instauración de barrios propios con
tratamientos que rozan el concepto de extraterritorialidad, no les
gustaban demasiado. Así pues, hubo de ser necesario, también, que
la república les diese alguna lección. Y la lección que le dieron es buena prueba del poder veneciano en aquella Europa, pues logró nada menos que quebrar el la trayectoria y el sentido de una cruzada.
En 1200, el Papa Inocencio III aprueba
la predicación de la Cruzada por Foulques de Neully y se forma la
liga comandada por Balduino IX, conde de Flandes; Bonifacio II,
marqués de Monferrato; y Enrique Dandolo, Dux de Venecia y, de largo, el más listo de los tres.
Para reconquistar el Santo Sepulcro, y
porque la pela es la pela, los venecianos establecen en 80.000 marcos
oro el precio del transporte de las tropas en sus barcos hasta
Egipto, más su mantenimiento durante un año (o sea, el cáterin).
Los jefes de la Cruzada, a pesar de que llegaron a vender sus
fortunas, apenas reúnen 50.000. El Senado veneciano, que ve el cielo
abierto, propone que ese saldo a su favor sea empleado en
garantizarle totalmente la seguridad en el Adriático y en
Constantinopla; dicho de otra
forma, que sean los nobles cruzados los que le digan a Bizancio con
quién pacta, o sea con ellos. Fruto de este acuerdo, la flota
cruzada, en lugar de dirigirse a Egipto (con cuyos mamelucos, oh
casualidad, Venecia sostenía ya un próspero comercio),
la flota se dirige a Constantinopla, no sin ir sometiendo por el
camino las ciudades costeras que se habían rebelado contra Venecia
animadas por los húngaros.
El
Papa, enfurecido porque los cruzados, en lugar de ir a hostiarse con
los musulmanes, van a tomar una ciudad cristiana, amenaza con
excomulgarlos. Pero la coalición pasa de él, llega a
Constantinopla, la toma a hostia limpia y, una vez dentro, corona
emperador a Balduino... porque Dandolo, inteligentemente, se quita de
en medio, renunciando al honor que sin duda merecía; porque los
venecianos, ya lo hemos dicho, no quieren conquistar terrenos, sino
hacer negocio. Inmensamente rica, entre otras cosas por el saqueo de
la capital bizantina, que fue sistemático, incluso se permite Venecia comprarle por 1.000 marcos oro la isla de Creta a Monferrato. Una ganga.
El
acuerdo de octubre de 1204, por otro lado, le da a los venecianos
todo lo que querían, entre otras cosas las tres octavas partes de
Constantinopla, incluida la iglesia de Santa Sofía. Sólo se quedó,
no obstante, con aquello que le servía para comerciar.
Los siglos XIII y XIV son, también,
los de la rivalidad de Venecia con Génova. En 1258 ya se produjo la
primera victoria veneciana, pero tres años después los genoveses
hicieron un interesante gambito de ajedrez al apoyar, y conseguir, la
restauración de Miguel Paleólogo en el trono de Bizancio, con lo
que la alianza entre Venecia y el imperio se tambaleó. En 1264, los
venecianos destruyen la flota genovesa en Trapani, Sicilia. En 1294,
les vuelve a ganar, esta vez en el golfo de Alexandreta, rompe los
Dardanelos y saquea el barrio genovés de La Gálata, que les había
sido cedido por Paleólogo. Sin embargo, en 1299 es Génova quien se
anota una victoria en Curzola. La primera mitad del siglo XIV se
suceden las batallas navales hasta 1354, con la gran derrota
veneciana de Sapienza. Finalmente, en 1381, los venecianos bloquean
la flota genovesa en Chioggia y le infligen una derrota brutal de la
que los moros blancos (como les gustaba llamarles a los catalanes) no
se recuperarán nunca.
En el siglo XIV veremos la ampliación
de las miras venecianas hacia el Extremo Oriente. Es aquél el tiempo
de la lectura de los viajes de Marco Polo, cuyo relato se devorará por muchas
gentes en Europa, dentro y fuera de Venecia, excitando las
ambiciones. Con todo, es en el siglo XV cuando se produce una novedad
que bien sabemos de gran importancia para los venecianos, como es la
toma de Constantinopla por los turcos. Los venecianos, una vez más,
se adaptan, pagando tributo al Turco. En 1454, un año después de la toma, Venecia acepta pagar un fielato del 2% por entrar sus mercancías en
Constantinopla, a cambio de la cesión de las islas de Lemmos, Imbros
y Samotracia. Asimismo, acepta la prelación de la justicia musulmana
en los conflictos entre islámicos y venecianos. Como consecuencia,
poco después el barrio comercial veneciano en la ciudad está
abierto de nuevo. No obstante, la enorme potencia turca hará que
Venecia vaya perdiendo poco a poco sus posesiones: Lepanto, Modon y
Coron en 1499; en 1537, Dalmacia y Grecia; y, en 1540, en toda Grecia
ya sólo le quedan Tynos y Mikonos.
La de Venecia es una experiencia
notable de lo que hoy denominamos colaboración público-privada. Su
comercio era realizado por particulares pero estaba estrictamente
organizado con una importante supervisión estatal. Las rutas
consolidadas por los venecianos eran atendidas por dos caravanas
anuales, que regresaban para las tres ferias anuales de Pascua,
septiembre y Navidad. Eran cuatro estas rutas: hacia Constantinopla o
Dalmacia; hacia Alejandría; hacia Siria; y una cuarta hacia Tana
(Arzov). Mientras los cristianos dominaron Jerusalén, fueron también
los touroperadores de los peregrinos. Por tierra, los venecianos
metían en Europa todas las mercancías que traían estos barcos,
hacia el norte, a través de Ratisbona, Ausburgo, Ulm y Nuremberg,
ciudades donde nunca faltaron oficinas venecianas. A partir del siglo
XIV, se abrieron rutas hacia Francia y Flandes.
Prueba del importante desarrollo
diferencial que había conseguido Venecia es que ya en la Edad Media,
cuando en toda Europa el mercado era una institución ferial que se
celebraba en días señalados (como los mercadillos de hoy en día),
el mercado de Rialto en Venecia era permanente. El flujo de
mercancías era tan constante e importante que, en realidad, Rialto
era el gran centro comercial de Europa, y nunca cerraba. Tal
actividad generó la creación de los fondachi,
instituciones especiales destinadas a guardar a los comerciantes y
sus mercancías, cada uno dedicado a los compravendedores de
distintas nacionalidades. Mocenigo afirma en su discurso que en 1423
el tráfico de mercancías veneciano era de unos 10 millones de
talentos, de los que 4 millones eran ganancias para los comerciantes
locales; un margen de beneficio, pues, del 40%, que hoy nos parecería
abusivo, y que es directa consecuencia de que trabajaban sin
competencia.
Porque sí. Para
Venecia, la existencia, y explotación, de monopolios, fue decisiva
en su desarrollo.
Los tres productos
fundamentales del comercio veneciano eran la sal, el ámbar y el
pescado salado. De los tres, el más impresionante ejemplo lo
constituye el primero, puesto que Venecia se las arregló para
disponer de su monopolio durante unos mil años, que se dice pronto.
Todo empieza en el
siglo V con el famoso ruego del godo Teodorico de Rávena a los
nobles venecianos: «Podemos vivir sin oro, pero no podemos vivir sin
sal». Aparte de problemas con la tensión arterial, que entonces no
se conocían, tenía razón. La sal, en tiempos premedievales y
medievales, era fundamental para garantizar la conservación de
algunos alimentos.
Teodorico se dirige
a los venecianos porque éstos, en sus lagunas, pueden obtener sal en
condiciones de coste muy ventajosas. A lo que hay que añadir que sus
flotas mercantes, capaces de la navegación fluvial, introducían un
segundo descuento en el precio final inducido por los bajos fletes. A
partir de esta ventaja inicial, Venecia fue consolidando otras, hasta
quedarse con el mercado de la sal al completo. Alquiló a los
boloñeses las salinas de Cervia, en el siglo VIII. En la misma
época, creó salinas en Istria y Dalmacia, conforme fue obteniendo
el control comercial de estas plazas, para luego pasar a Sicilia,
África del Norte y el Mar Negro. En Croacia y Alemania, se hicieron
con explotaciones de sal gema.
Venecia mantuvo,
como digo, este monopolio de facto durante unos mil años. Sin
embargo, hay dos factores que hacen específica su experiencia, y que
deben ser tenidos en cuenta.
El
primero de los factores es el perfeccionamiento del concepto de
colaboración público-privada. Un monopolio sólo se puede mantener
en el largo plazo si quien lo paga (en este caso, quien compra la
sal) no tiene la sensación de que se la están cobrando demasiado
cara porque, si es así, pensará que le compensa: o bien buscar otros
vendedores; o bien, más fácil, invadir el monopolio y arrearle
cuatro hostias. Esto bien podría haber pasado en Venecia si la
república hubiese puesto el monopolio y sus beneficios en manos de
una sola cabeza: el sector público, o sea, el rey, dux, mediopensionista, o como se llame.
A
pesar de que haya en este mundo moderno gentes que admiran a
machamartillo todo lo público, en la Historia hay ejemplos a capazos
de que lo público tiende a ser ineficiente y, cómo decirlo, un
poquillo corrupto. Si un ticket tipo Felipe IV-conde duque de Olivares, que se
construyeron un casoplón en el Retiro mientras el imperio se iba a
la mierda, hubiese sido dueño de las rentas generadas por los
monopolios venecianos de producto y de ruta, con seguridad habrían
construido una Torre Espacio en la puerta de Alcalá mientras, de
paso, encareciendo los productos comercializados, penalizaban el
crecimiento económico del mundo mundial. Pero, sin embargo, cuando
uno visita Venecia y sus asombrosos edificios, acabará por
descubrir, si tiene una buena guía, que, en realidad, aquéllos de
impulso público son la minoría; es la gente de pasta la que levantó
esas maravillas, los empresarios privados que, merced al muy especial
esquema político y económico del Véneto, competían
entre ellos, intramuros de los
monopolios, tirando hacia abajo los precios y, consecuentemente,
haciendo dichos monopolios aceptables para quienes los sufrían como
consumidores.
Toda
esta riqueza y capacidad de riqueza, sin embargo, se asentaba sobre
un factor, un solo factor: el acceso a la madera. Hasta antes de
ayer, los barcos han sido de madera, y sin bosques adecuados una
potencia naval no lo es. Venecia tuvo ese problema básicamente
resuelto desde que, en el siglo XI, dominó el Adriático, tras las
franquicias concedidas por Basilio II y Constantino VIII. En los
siglos XIV y XV, perfeccionó sus fuentes de madera mediante
acuerdos con otras zonas productoras tierra adentro. Así, se hizo
con los bosques de Treviso, Friul, la Carniola, Istria y Dalmacia,
sin olvidar Albania e incluso algunas zonas productoras de Alemania.
Como dato curioso, diremos que aquellas maderas, una vez medidas y
cuidadosamente estampilladas (hoy diríamos: con su código de
barras) eran sumergidas en el mar durante diez años, y sólo
entonces eran utilizadas en los arsenales para construir barcos;
barcos que nacían, literalmente, del mar (y, por cierto, con
técnicas de producción en masa, ya que muchas piezas se construían
en serie y luego se ensamblaban en el astillero). La marina veneciana
era la propietaria de los bosques, y, de hecho, fue la primera
institución del mundo y de la Historia que practicó la explotación
sostenible de la madera. El Senado veneciano tenía una comisión
especial dedicada a la gestión de los bosques, con un intendente
mayor, el Capitano alle Valle,
que era uno de los inquisidores de la ciudad. La ciudad contó con
una Escuela de Montes desde 1.500.
Como
una consecuencia lógica de todo lo que acabamos de decir, en 1104 el
dux Ordelapo Faliero decreta la creación del primer arzanà,
vocablo veneciano procedente del
árabe dar sina, o
lugar de construcción, que derivará en nuestra lengua, en la
palabra arsenal para designar el astillero de cierto fuste (de los
vocablos árabes citados proviene también la costumbre catalana de
llamar a estos astilleros drassanes,
de donde derivarán las atarazanas). Siendo Venecia una república
dedicada a la mar, que practicaba técnicas de construcción naval
enormemente avanzadas en astilleros de promoción pública, no ha de
extrañarnos la machada que se marcaron en la batalla de Lepanto,
cuando fueron capaces de construir 100 galeras en otros tantos días.
Una por día, pues.
¿Quién
se cargó el modelo veneciano? Pues muy sencillo: los portugueses y,
en menor medida, los españoles. Enrique el Navegante y todas las
expediciones que patrocinó acabaron abriendo la lata de donde saldría
la desgracia para el Véneto, pues, al encontrar otra ruta para
llegar a los mercados orientales, labró el primer mojón de la
carretera que minaría para siempre el poderío comercial veneciano
que, como ya hemos dicho, se basaba en la explotación monopolística.
Su error estratégico de no hacer caso de Colón y, con ello,
permitirle descubrirle otro gran mercado a explotar para los
españoles, acabó de darles la puntilla.
Justo
es decir que Venecia no se rindió, y ésta es la causa de que entre
el momento del descubrimiento de América y la caída definitiva de
la república pasaran nada menos que 300 años. Porque Venecia
siempre tuvo visión de futura y adaptabilidad, sabemos que, en 1504,
doce años después del descubrimiento, llegó a proponerle al sultán
nada menos que el perforamiento del istmo de Suez; pero el sultán,
como el gilipollas ése del anuncio televisivo, dijo que no lo veía.
Ésta
es, sucintamente, la aventura veneciana, que hemos dejado por
escribir pues apenas hemos apuntado sus relaciones con los mamelucos
egipcios, o su comercio en Siria o, más allá, sus relaciones con
los tártaros y con el gran Tamerlán. Más de 1.000 años de
dominación comercial durante los cuales los venecianos vieron cómo
los demás, a su alrededor, se peleaban por tierras que a ellos no
les interesaban; ellos todo lo que querían era venderles cosas a
quienes viviesen en ellas.
Haciendo
cálculos con las fuentes de que dispongo, he estimado que en los
mejores momentos de Venecia, aquéllos que describió Mocénigo, la
renta media de una noble familia comercial de la ciudad era, en euros
de hoy en día, de unos 525.000 euros. El PIB de aquella Venecia, hoy
en día, sería aproximadamente un 26% del español. Será difícil
que encontréis otros ejemplos más prósperos en lugar alguno de
aquella Europa, y ésta es una de las razones de la rara y exuberante
belleza de esa lacustre ciudad renacentista.
Son,
yo así lo veo, los frutos de tener las cosas claras.
Para volverse loco con las etiquetas de los siglos! :)
ResponderBorrarAunque se que no eres muy de dar fuentes podrias recomendar algunos de los libros que has leido sobre este tema
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