No obstante, Girolamo Savonarola reaccionó a la carta papal
sin amedrentarse. El domingo siguiente a su recepción había planificado el
sermón para defender una medida con la que buscaba proteger los avances del
proceso revolucionario. Se trataba de abolir las asambleas populares que se
convocaban en la misma Piazza della Signoria, para aclamar medidas. No le
faltaba razón a Savonarola. Aquellas asambleas, como todas las asambleas
populares amigos para siempre tutti frutti, se celebren en la Piazza, en el
ágora ateniense o en la Puerta del Sol, eran el lugar perfecto para los
demagogos, y con su existencia todos los avances serios del gobierno de
Florencia (porque gobernar nunca ha consistido, y nunca consistirá, en tomar
sólo medidas positivas) corrían serio peligro.
La Historia del mundo demuestra el gravísimo peligro que corren los procesos espontáneos de cronificarse (con lo que dejan de ser espontáneos y novedosos, y respetarlos sobre todas las cosas se convierte en un punto de vista esencialmente conservador) y convertirse en tóxicos, atacándose a sí mismos. A Savonarola, y a la revolución florentina, le pasaba un poco eso. El caldo de cultivo de ese cambio (véase la evolución de la Revolución Francesa, si se quiere ver con más claridad) es siempre el mismo: la necesidad de todo gobernante de hacer cosas que no le gustan al gobernado.
Los procesos espontáneos, con terminología de hoy lo llamaríamos las primaveras, suelen caracterizarse por el hecho de que quienes los apoyan y se implican en ellos están convencidos de encontrarse ante una Nueva Era. Nueva Era era el título, por ejemplo, de la principal publicación ideológica, durante la II República, del Partido Obrero de Unificación Marxista POUM, con mucho el más revolucionario de todos los partidos revolucionarios de su época.
La Historia del mundo demuestra el gravísimo peligro que corren los procesos espontáneos de cronificarse (con lo que dejan de ser espontáneos y novedosos, y respetarlos sobre todas las cosas se convierte en un punto de vista esencialmente conservador) y convertirse en tóxicos, atacándose a sí mismos. A Savonarola, y a la revolución florentina, le pasaba un poco eso. El caldo de cultivo de ese cambio (véase la evolución de la Revolución Francesa, si se quiere ver con más claridad) es siempre el mismo: la necesidad de todo gobernante de hacer cosas que no le gustan al gobernado.
Los procesos espontáneos, con terminología de hoy lo llamaríamos las primaveras, suelen caracterizarse por el hecho de que quienes los apoyan y se implican en ellos están convencidos de encontrarse ante una Nueva Era. Nueva Era era el título, por ejemplo, de la principal publicación ideológica, durante la II República, del Partido Obrero de Unificación Marxista POUM, con mucho el más revolucionario de todos los partidos revolucionarios de su época.
Las personas que se suman a estos procesos, por lo tanto, están convencidas de que todo en el presente se está haciendo mal, de que todo en el futuro se hará bien. Tienen, pues, una visión totalizadora (no confundir con totalitaria; aunque la línea, esto también lo demuestra bien la Historia, es extremadamente fina) de su revolución. Si el proceso triunfa, como pasó en Florencia, ese triunfo se convierte en un proceso de Fe Absoluta, por el cual los líderes, las instituciones y las ideas implicadas en dicho triunfo pasan a ser inamovibles, la revolución se esclerotiza y se justifica a sí misma. No ha de extrañarnos, pues, que la cabeza de un proceso así fuese un predicador fatalista como Savonarola; el proceso se iba como lápiz en afilador. Savonarola gritaba en el púlpito: ha de venir el gobierno de Cristo. El 15-M bramaba: ha de llegar la verdadera democracia. Son procesos más parecidos de lo que parece, sólo que a este nuestro, al parecer, le ha faltado un buen fraile retórico.
Todo esto, sin embargo, es sólo un primer paso. Hay un segundo proceso, cuando el movimiento revolucionario se ha consolidado y entrado en fase de esclerosis, por el cual algunos, incluso sus enemigos, se dan cuenta de que pueden utilizarlo. Okuparlo sería una forma exacta de describir este proceso. Esto mismo es lo que estaban haciendo los arrabbiati con la revolución que repugnaban. Utilizando las mismas herramientas de la revolución que no querían, la llevaban por la vía de la democracia pura y dura, buscando descarrilarla. Y el pueblo de Florencia empujaba el tren cuesta abajo, encantado de haberse conocido. Así, las fuerzas conservadoras de la revolución (en realidad, la contrarrevolución disfrazada de pitufa) trazaron un plan para desleer completamente la capacidad ejecutiva de la Signoria, haciéndole a las gentes una oferta, que diría Vito Corleone, que no podían rechazar: ejercer ellos, directamente, el poder. Dejemos que estos pollos administren la ciudad, les dijeron; pero, cuando se trate de decisiones importantes, decidamos nosotros directamente, en la plaza. Sin intermediarios. Hagamos un referéndum cada vez que haya que decidir algo. Es, amigos míos, lo más democrático del mundo.
Florencia, como no podía ser de otra cosa, se tragó el anzuelo hasta las profundidades epiglóticas de la anatomía de Linda Lovelance. A partir de ese momento, la ciudad comenzó una deriva hacia la simple y pura ingobernabilidad. Pocas cosas hay más fáciles de manipular que un referéndum si lo convocas tú, como sabía bien el general Franco; y lo mismo vale para una asamblea que tú convocas, si lo haces bien. Además, aquéllos que estén leyendo estas notas y hayan estado alguna vez en la Piazza della Signoria de Florencia deben hacerse una idea de lo que podía ser ese lugar petado de gente en una asamblea sin micrófonos. Subidos al estrado junto al Palazzo, más o menos donde hoy está la copia del David, o desde el pórtico elevado donde hoy están las estatuas de Bernini y Gianbologna, los fautores de la asamblea sólo serían escuchados por un 2% de la audiencia. El resto, en realidad, acabarían votando lo que otros dicen que han oído que alguien ha dicho. Así las cosas, si alrededor de tu persona colocas a tu claque a sueldo, para que celebre tus palabras a base de "¡Muy bien dicho!", "¡Así se habla!", "¡Qué cabrones, los mercados, la banca y los fabricantes de caramelos que engordan!", lo más normal es que toda la plaza te aclame y puedas, en la práctica, bloquear toda acción de gobierno que no te guste; y, al de unos meses que dicen los vascos, podrás dirigirte a esa misma Asamblea para criticiar la inoperencia gubernamental que tú mismo has provocado.
No mucha gente sabe que Florencia, junto con otras ciudades-Estado del Renacimiento italiano, fue ejemplo negativo manejado por los padres de la Constitución americana, trescientos años después, y motivo de que creasen el sutil juego de poderes que es, de hecho, el orden constitucional de los Estados Unidos.
Aquel de las asambles populares, junto con la carta del Papa, eran los dos grandes problemas de Savonarola.
Antes de hacer este movimiento contra sus enemigos internos,
Savonarola se ocupó de su principal enemigo externo, es decir el Papa, al que
escribió una contestación. Utilizó, en la carta, el mismo lenguaje
pretendidamente amatorio y condescendiente con el que el Sumo Pontífice había
adornado su carta de floripondios. Se deshacía en comprensivos halagos hacia lo
puteona que era la labor del Padre Santo, y aseguraba, cínicamente, no desear
sino abandonar su carne mortal (“ardo en deseos de cruzar el umbral de Pedro y
de Pablo”, le decía; y mentía, pues él sabía bien que, para morir,
probablemente en extrañas circunstancias, no tenía más que obedecer órdenes y
mover el culo hacia Roma). Acto seguido, le informaba de que estaba
convaleciente de una grave enfermedad, que su vida todavía pendía de un
delicado hilo, y que, ya lo siento, no se podía mover de Florencia. Seguía
diciendo el fraile que “muchas personas” en Florencia (en esto no mentía)
consideraban que su presencia para consolidar la revolución era necesaria; una forma
sutil de mirar a su enemigo cara a cara.
La carta estaba hecha antes del domingo, pero salió de Roma
después del día santo; esto es, después del famoso sermón, en el que
Savonarola, hasta entonces contemporizador y tranquilizador, estalló en un tsunami
de cólera. Exigió la retirada de las asambleas y llamó a la ciudad a ser
seriamente punitiva con todo aquél que pretendiese realizarlas. El sermón fue
tan fuerte, y tan violento, que acabó por provocarle lo que hace unas horas era
una mera disculpa estratégica: cayó enfermo en ese catre humilde que hoy se
puede visitar en Florencia.
En las siguientes semanas, Savonarola pasó a portarse con la
lógica de quien se sabe seriamente amenazado, así pues corre a doble velocidad
hacia sus utopías, temeroso de no alcanzarlas antes de que le metan un pepino
por donde los amargan. De esas semanas data buena parte de sus medidas
ultracatólicas que le han dado cierta fama de inquisidor impenitente.
Savonarola hizo redactar al gobierno de la ciudad un estatuto contra la sodomía
y, después, no contento, otro contra la blasfemia, que preveía nada menos que
la muerte en la hoguera para los culpables. Savonarola en estado puro, el
fraile repetía entre los suyos: quien no ama a Dios, debe temerlo.
La cruzada savonaroliana quedó frenada por un tiempo por las
noticias de Roma. Piero de Medici, ya plenamente integrado en la liga
antifrancesa, estaba reuniendo un ejército con el que tenía la intención de
marchar sobre Florencia. Esto ocurría siete semanas después de la carta de
Savonarola al Papa, que éste no había contestado, dando a entender que entendía
sus disculpas. Pero al comenzar la leva, las cosas cambiaron. En septiembre,
Savonarola recibió una nueva carta en Florencia; una misiva muy violenta, que
le echaba en cara al fraile su “escandalosa separación” de la congregación
lombarda, y anunciando que toda la cuestión quedaba sometida al criterio del
vicario general de dicha congregación, bajo pena de excomunión. Savonarola, que
confesaba a los suyos que si la cosa seguía igual de jodida estaba decidido a
obedecer (cosa que este amanuense, la verdad, duda en mucho), protestó en carta
al Papa y, además, movilizó a los suyos, que reclamaron al cardenal de Nápoles
y a todos los que en su momento habían apoyado la separación de San Marcos de
la disciplina norteña.
Aunque el Papa Alejandro se cogió un globo de la hostia
(nunca mejor dicho) cuando recibió la contestación de Savo, optó por ser contemporizador,
y le contestó con una carta en la que se decía convencido por muchos cardenales
de que el fraile era bueno y tal, pero, de todas formas, le prohibía predicar “tanto
en público como en privado”. Aquella carta, como digo tan contemporizadora que
incluso le ofrecía a Savonarola eliminar todas las órdenes previas, llegó
tarde. Antes de que alcanzase Florencia, Girolamo se había subido al púlpito
del Duomo y había soltado un sermón que fue, más bien, todo un mitin político,
en el que advirtió a los florentinos de que Piero de Medici estaba a punto de
entrar en la ciudad a saco. Clamó, después, por la inmortalidad de su
movimiento, incluso si él era muerto. Y bramó, como un poseso: “en lo que se
refiere a los hombres del Medici, debemos comportarnos con ello como los
romanos con aquéllos que pretendían reimponer a Tarquinio: si no respetas al
Cristo, ¿cómo pensaré que vas a respetar a los ciudadanos? ¡Haced justicia, yo
os los digo! ¡Cortad sus cabezas!”
En medio de un paroxismo contra-contrarrevolucionario, la
Signoria puso precio a la cabeza de Piero de Medici. De todas formas, daba
igual, porque, para entonces, el torpón y medio pollas aristócrata florentino
se había arruinado, y estaba licenciando a su flamante ejército.
Ahora, Girolamo Savonarola tenía las manos libres para
iniciar su revolución moral.
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